14
Moncloa, noviembre de 1936
Mika toma un trapo y limpia cuidadosamente el mosquetón. Lo acaricia, como se acaricia el lomo de un gato. No se había separado de él desde que se lo regaló el sargento López, al día siguiente de la batalla de Atienza, pero tuvo que dejarlo para viajar a Francia. Se lo confió a un compañero de El combatiente rojo, que se lo guardó celosamente, y acaba de recuperarlo. Tenerlo le da seguridad.
Esa misma noche, Mika saldrá para Moncloa con la segunda columna del POUM. Antonio Guerrero es el responsable. Se han cruzado en el cuartel.
—¿Sabes adónde vas? —le preguntó el hombre, con acritud—. Es un frente de mucho riesgo, en primera línea de fuego. No es para ti.
Resulta extraña esa voz atiplada, en discordancia con su aspecto recio, algo brutal, ese rostro marcado por las intemperies, esos ojos inquisidores, esa fealdad casi bella, tan varonil.
—No te inquietes. Sé lo que hago.
—Abrígate —le respondió—. Hace mucho frío. Aunque tú tienes chaqueta de cuero y botas. Y hasta guantes de lana.
A Mika le pareció escuchar un matiz irónico, de reproche, en el comentario de Guerrero, pero decidió quedarse con esa sensación de solidez, de bondad a pesar suyo, que el extremeño emana, y supo que otro hombre ha decidido protegerla en esa guerra. Se irritó, le dio miedo. Y le gustó.
Mika no comprendió su burla, pensó Antonio Guerrero, todo lo contrario, le dijo que no se preocupara por ella, que era una miliciana más, ¡como si su intención fuera cuidarla!
No pudo evitar que la mujer se sumara a la columna, pero sí evitará que ande mangoneando, como parece que está acostumbrada, ya la escuchó preguntarle a un cantaor si iba a ir al frente con la guitarra, le dio gusto cuando el hombre le contestó que por qué no, que va con su guitarra a todos lados, y que no es ella quien manda, tienen su jefe ellos. Mika reculó: que no era lo que pretendía, compañero, era sólo una pregunta.
Pero ahora, por el camino al frente, Antonio los ve hablar y hablar, como grandes amigos, le parece que ríen pero no quiere acercarse. La ve moverse de un lado a otro, entre los hombres, buscando conversación.
A Antonio le sorprende que Mika sea tan pequeña, por lo que escuchó de ella la imaginaba mucho más alta, grandota, como esa nórdica que conoció en Madrid, y con bigotes, un marimacho. Pero no, es pequeña, menuda. Lo que la hace parecer tan guapa —porque no lo es, decide Antonio— son esos ojos brillantes y ese rostro luminoso, ese garbo, esa forma de plantarse y de andar tan decidida que tiene. Pero basta ya. El guía les indica que han llegado al lugar donde se instalarán.
Están en la Moncloa, frente a la Cárcel Modelo. La columna que los precedió acaba de marcharse.
Debe contar las municiones, ahondar esas trincheras tan poco profundas y consolidar las cunetas. Rápido, las palas, a cavar.
Hay que abrir unos refugios-plataforma avanzados para los dinamiteros y los tiradores de granadas. Afortunadamente hay unos cuantos pastores, como él, la honda que usan para juntar las ovejas que se alejan del rebaño es formidable para tirar granadas. Un par de ametralladoras. Fusiles españoles, mexicanos y checos. Antonio muestra a los hombres cómo hay que tener el fusil para protegerlo del barro.
—¿Así? —lo sobresalta una voz de mujer en medio de las tareas de la guerra, y Antonio se molesta.
—Tú no —algo intenta decir ella que él interrumpe, con autoridad—. Tú serás el enlace con el puesto de mando —en dos segundos, la mujer ha saltado, se ha plantado frente a él, y lo escucha atentamente—. Está a trescientos metros, en una casa de barrio. Irás con Anselmo.
—No necesito protección. Puedo ir sola, o quedarme aquí, con vosotros.
—No vas a creer que es una ventaja que te ofrezco, es más peligroso estar en la calle que aquí. Si no te atreves, no lo hagas, no estás obligada a aceptar —ella se muerde el labio, le cuesta escuchar en silencio—. Si quiero que vayas con Anselmo es por si a uno de los dos lo matan, el que salve el pellejo pasa el mensaje. ¿Entendido?
Los ojos de Mika expresan toda la furia que se está tragando.
—Entendido —murmura al fin, sin dejar de mirarlo—. Compañero, ¿qué hay de la comida? —está molesta, pero insiste—: ¿Qué comeremos?
Y Antonio, sonrisa burlona: ¿le está pidiendo un menú, como en el restorán de Francia? Pero apenas decirlo ya se arrepiente, la comida es importante, aunque casi nadie piensa en ella, ya lo vivió en el otro frente. En el cuartel escuchó a un miliciano de los que estuvieron en Sigüenza con Mika que nunca en su vida había comido mejor que en la casa del POUM.
—Latas de conserva, supongo —modera su tono—. Quizás haya una cocina de campaña, no lo sé. Puedes organizar lo que te parezca.
—En principio, te pido permiso para juntar dinero e ir a comprar bebidas: coñac, aguardiente, vino. Si estamos en primera línea de fuego, será mejor estar bien provistos. El alcohol adormece el miedo.
De acuerdo, le dijo Guerrero, y ordenó a dos hombres que la acompañaran. La colecta dio sus frutos. Compraron brandy del bueno y vino. Las especias, que Mika se detuvo a oler, y esa enorme cantidad de chocolate suizo se los regaló el almacenero cuando supo que era para los republicanos, qué fortuna.
A Mika le costó encarar la conversación sobre la comida con Antonio Guerrero, ese complejo de madre a contrapelo, ésa manía de alimentar a todos que la poseía… Hubiera preferido seguir con lo de los fusiles, pero ahora está contenta de haberlo hecho. Ese muro que el jefe construyó desde el primer momento entre los dos, esa inquina absurda, parece haberse resquebrajado.
Lo importante no son los problemas que le plantea a Guerrero tener en su columna a una persona que le resulta tan odiosa como ella (si es por sí misma o simplemente por su condición de mujer es irrelevante), tampoco importan los problemas que a ella le plantea la actitud de ese hombre, sino que los dos encuentren la mejor manera de servir a la revolución.
Mika está segura de que Guerrero quiere tanto como ella ganar esta guerra, resistir en esta posición clave en la que se encuentran, no en vano han sido convocados a ocuparla por su reputación de combatientes aguerridos. Se lo dirá a Antonio Guerrero, cuando sea posible.
Por el momento, se da por conforme con haber recibido de su parte libertad de acción. Y ya está en la cocina de campaña, con Bernardo, organizando la comida caliente que recibirán los milicianos una vez al día, y el café, y hasta la carretilla con que trasladarán las ollas a la trinchera.
—Puedes quedarte tranquila —le dice el simpático Bernardo—, no soy guapo ni valiente, pero mi madre me ha enseñado a guisar de maravilla, y con lo que haya. Ya verás lo que haré con esas especias que me has traído.
Mika no conoce a Bernardo pero sabe que se van a entender muy bien. Y a los otros, esos hombres huraños que la miran con reticencia, ya los irá ganando, se anima. Al principio también fue difícil con los últimos que llegaron a la casa del POUM en Sigüenza, y sin embargo con cuánta alegría la recibieron cuando regresó a Madrid. Mika sólo conoce a unos veinte milicianos de los 170 que forman la columna, los otros vienen con Guerrero. Son de Castura, Llerena y Badajoz.
Un nutrido tiroteo se desata cuando faltan unos cincuenta metros para llegar. Mika se tira al suelo y repta hasta que puede zambullirse en la trinchera. Carga el fusil y dispara.
El primer día no les dieron tregua. Como si supieran que habían renovado sus fuerzas, los fascistas los recibieron con un alarde de poderío. Ellos les respondieron con bombas caseras y granadas, dos ametralladoras, fusiles y el poderoso cañón, el único que tenían.
—No puedo creer que sea nuestro —le dijo Mika, y se rió fuerte—, me asusta como si fuera de ellos.
Antonio Guerrero debe reconocer la eficiencia de la mujer, y que no le ha causado los problemas que él temía. Incluso lo ha ayudado en estos días. Aunque cuando la vio en la trinchera, con el fusil, no pudo evitar enfadarse: ¿no se iba a ocupar de la comida?
—Ya está todo organizado, compañero.
Efectivamente, comida sabrosa y caliente, café, y hasta brandy, levantando el ánimo de los milicianos después de los duros enfrentamientos.
Pero Antonio no pudo dejar de mirar dónde estaba Mika en cada ataque, como si tuviera que cuidarla, maldición, normal porque es mujer, lo haría con mi madre, con mi hermana —así se lo dice al comandante Ortega, entre otras informaciones que le pasa del frente—. Alguien debe convencerla de que se quede en la cocina.
Le disgusta la sonrisa irónica del comandante: que no se preocupe, Guerrero, Mika Etchebéhère no es su madre, ni su hermana, y puede confiar, apoyarse en ella, quizás —sugiere Ortega, una pausa y baja la voz, como si de un secreto se tratara— olvidarse de que es mujer.
Suficiente. Antonio Guerrero pasa a otras cuestiones de mayor importancia: como rechazaron el ataque de los fascistas ayer, lástima que tengan pocas granadas, ¿llegarán más fusiles?, muchos se han encasquillado, y una de las dos ametralladoras se ha trabado.
Lo que no le dice Antonio Guerrero a Ortega es que por la noche, cuando el fuego se detuvo y él ordenó ir a dormir a los hombres, se le encogió el corazón cuando vio a Mika perdida, indefensa, buscando con el pie y la mirada un lugar donde tenderse.
—Sígueme —le ordenó Antonio.
Pala en mano, caminó por la trinchera de evacuación, hasta encontrar un sitio adecuado. Cuatro paladas, fuera el barro y un ancho canalón.
—Aquí está tu casa, ahora acuéstate y duerme.
Se la veía contenta: Muchas gracias, Antonio.
La sonrisa que le dedicó le produjo un extraño efecto: un gran salto por dentro, caliente y fuerte como un trago de buen aguardiente, que lo acompañó un largo rato mientras escuchaba al enemigo.
Porque si bien Antonio Guerrero confía en sus escuchas, son hombres seguros, pastores como él, acostumbrados a oír muy lejos, también debe escuchar él mismo. Asegurarse, estar en todos los detalles. Una manera de compensar el saber militar que Antonio Guerrero no ha adquirido en ninguna academia.
Mika nunca vivió en una trinchera, emparedada de barro. Fue extraña al principio esa sensación de humedad pegajosa, cobijo durante los ataques, olores nauseabundos en las horas de tregua. Cuatro días, ¿o cuatro años?, y ya se está acostumbrando. Si la tierra podrida y las emanaciones de los hombres mal lavados, como ella misma, la asquean, trata de recuperar la sensación de la primera noche, cuando Antonio Guerrero, con esa sonrisa que no llegó a sus labios pero que ella pudo intuir, le cavó con la pala lo que llamó su casa.
Su casa, la sola palabra le dio la tibieza para recibir el sueño que tanta falta le hacía.
Mika no tiene otra casa que ésa, la que le da la guerra, piensa en su zanja dormitorio. Tampoco quiere una casa, ¿cómo vivir en una casa sin él?
El sonido estremecedor del enemigo la arranca del abismo de dolor en el que ha estado a punto de caer. Un gigantesco fuego artificial riega la tierra, estalla en el aire y enciende las posiciones de los fascistas y las de ellos.
Pegada fuertemente a la tierra, incrustada, inmóvil, Mika se dice que, aunque no comprende por qué, ella evidentemente quiere vivir. Si no, no intentaría protegerse.
Anoche le afirmó lo contrario a Antonio Guerrero: la vida no le interesa, su propia vida no le importa, la revolución sí. Está mal que sienta así, opinó él, si tuviera hijos no diría lo mismo. Y luego le hizo esa pregunta extraña, en voz casi inaudible: ¿es… yerma?
Mika le explicó que ella y su marido habían decidido, de común acuerdo, no tener hijos para no coartar la libertad de servir a la revolución donde fuera necesario. Y él, ¿tenía hijos?, le preguntó aprovechando esa atmósfera de confidencia que daba una tregua a esa cuerda siempre tensa entre ellos.
Antonio Guerrero no puede evitar esas actitudes bruscas, aunque se nota que está haciendo un esfuerzo por mejorar su trato con ella, resignándose quizás a su presencia que quién sabe por qué lo irrita tanto, lo cierto es que ya no la reprende como a una niña molesta, ni le responde con un monosílabo y huye, como los primeros días, hasta se aviene a una conversación, como la que mantuvieron anoche.
—No, aún no. No me he casado.
Molesto con Mika, o con él mismo por haber hablado, con una mueca de disgusto, se levantó de un respingo: Basta de cháchara, estamos en guerra.
El enemigo, acompañándolo, lanzó una ráfaga de ametralladora.
El fuego cesó, pero vino otro más tarde, y más al día siguiente: nueve muertos y dieciocho heridos.
Qué dolor las muertes, pero las bajas no son tantas si se tiene en cuenta que se enfrentan a un ejército profesional, mucho mejor armado, capitán Guerrero, puede estar orgulloso del desempeño de sus milicianos, le dijo el teniente coronel Ortega por la mañana.
Sin embargo, esa tarde, Antonio está cansado, de mal humor, la aparente calma que se ha producido con el enemigo que no ataca lo pone de los nervios. Y no puede detener las imágenes que se le imponen una y otra vez, Mika dormida en el zanjón, Mika sonriendo: Hemos corrido a los fachas hoy, Antonio, eres un comandante fenomenal, sus ojos abiertos escuchando lo que él le contó de su pueblo.
Antonio las aparta, como a moscas de verano, pero vuelve la de ayer por la tarde en la cocina, frente al fuego. Mika se quitó el chaquetón de cuero, y luego el otro de lana gruesa, llevaba apenas un jersey fino, y Antonio pudo adivinarla sin él. Como si le leyera el pensamiento, ella le sonrió con una dulzura nueva, tenía los cachetes encendidos, y un vendaval arreció su cuerpo, ese deseo urgente de Mika lo apartó a grandes trancos de la cocina. La evitaría, no podía permitírselo, decidió, ni ella tampoco accedería… aunque esa luz en sus ojos…, piensa ahora mientras camina. No, está imaginando cosas.
Vuelve el recuerdo de esa conversación entre los hombres que escuchó el primer día. Un miliciano que venía de Badajoz, con Antonio, le preguntó al que estuvo en Sigüenza con Mika: ¿Y han dormido en el mismo suelo con ella, todos juntos?
—Sí, y hasta en el mismo jergón en alguna oportunidad en que tuvimos que amontonarnos.
—¿Y nadie ha querido…? Ya sabes
—¿Qué insinúas?
—Si nadie se la ha tirado.
—Pero qué dices, cabrón, cómo te atreves.
—Es una hembra, hermano, ¿o no es mujer Mika?
—No… vale, sí, es mujer, pero como tu madre, tu hermana, como las mías, pura, casta, cómo se te puede ocurrir… Mika no es una mujer como las otras.
El hombre se alzó de hombros y no insistió.
Aparentemente todos los milicianos que estuvieron con ella —y ya está pasando con los que están ahora en Moncloa— la ven así, como si no fuera ni hombre ni mujer, la tienen encima de un pedestal; para Antonio, sin embargo, nada de madre, ni hermana, Mika es una mujer cabal. Reconoce que es especial, que a veces puede conversar con ella como con un hombre, que a él lo tranquiliza consultar algunas decisiones con Mika, que escucha su consejo, pero eso no impide que por momentos su cuerpo todo le duela de tanto desearla. Y eso lo perturba. En medio de una situación harto difícil.
Antonio Guerrero camina de un lado a otro, controlándolo todo. Estas larguísimas horas de tregua le dan mala espina, seguro que los fascistas preparan un ataque fuerte para mañana, o quizás para hoy mismo. Curiosamente el hábil manejo de sus hombres que Antonio tiene durante el combate se resquebraja en las horas baldías. El que no se va a comprar tabaco, pide permiso para visitar a unos tíos enfermos, o llega al colmo de desaparecer sin decir palabra, como Juan Luis, que acaba de llegar:
—¿Dónde estabas? —le pregunta, iracundo.
—No dije nada porque regresaba en seguida, pero se me ha ido el tiempo en el barrio… conversando con una chavala.
—Pero ¿dónde creéis que estáis? —chilló Antonio—. ¿En una fiesta de domingo en vuestros pueblos?
¡Ay, Maricruz, Maricruz!
Maravilla de mujé.
—Se escucha a unos metros la copla, ilustrando las palabras de Antonio.
—Lo siento —se disculpa Juan Luis—. No volverá a suceder.
¡Ay, Maricruz, Maricruz!
Maravilla de mujé.
—Siguen cantando, no puede Antonio pedirles que se callen.
y por jurarte yo eso
me diste en la boca un beso
que aún me quema, Maricruz.
Tiene que calmarse, no perder la compostura ante sus hombres:
¡Ay, Maricruz, Maricruz!
Alguien le toca la espalda: ¿Tienes un minuto, Antonio? Quiero conversar contigo. Es Mika, ¡lo que le faltaba!
Caminan hasta un pequeño bosque, a la izquierda de las trincheras. Ella le pregunta qué tal el catarro, si piensa que atacarán hoy, si le ha gustado el guiso, es evidente que está dando rodeos, es de otra cosa de lo que quiere hablarle. ¿Se sientan ahí?, lo invita señalando un tronco apoyado contra el suelo.
—Antonio —Mika lo nombra y hace un silencio, baja la mirada.
¿Será posible que ella también…? Una ola crece en el cuerpo de Antonio, la mano se levanta levemente, va en su búsqueda pero se inmoviliza, se retrae y vuelve a su lugar cuando Mika empieza a hablar.
—Los milicianos están muy tensos. Debes permitirles salir, por turnos, en grupos de cinco o seis, unas dos o tres horas. Podrán conquistar una muchacha o ir a un burdel, si el cuerpo se lo pide.
Si el cuerpo se lo pide ha dicho… se lo está sugiriendo ella misma. Los ojos de Antonio la escrutan y sí… ese brillo es deseo, pero ¿y si se equivoca? ¿Y si ella lo toma a mal? Su mirada la recorre de pies a cabeza, para volver a detenerse en sus ojos que no esquivan los suyos. La mano de Antonio se levanta, su cuerpo se acerca a Mika.
Detrás de esas ropas abultadas, de esa suciedad, de ese dolor anestesiado con el día a día de la guerra, hay, después de todo, una mujer, piensa Mika. Una mujer que puede ceder. Una mujer que, por un instante, sorpresivamente, deseó a ese hombre.
Mika apartó la mano de Antonio de su cuerpo, sin sobresalto, como si nada hubiera ocurrido, y se puso de pie. Mirando a lo lejos, dijo:
—Ah, que no se me olvide, Antonio, hay que apuntalar la trinchera, te enseñaré dónde se está desmoronando.
Y se alejó caminando, sin una palabra, él no la siguió.
Ahora se explica mejor las reacciones de Antonio Guerrero. La rechazaba, la quería fuera de su columna porque desde el primer momento la vio como una mujer. Pero por qué no preguntarse antes por ella misma, se acusa sin piedad. ¿Qué descubrió Antonio en Mika para permitirse mirarla de ese modo, para acercar esa mano que, si ella no hubiera detenido…? Algo en su cuerpo se agita, algo pide neciamente ese cuerpo de hombre. Y lo rechaza.
La tensión de los ataques. El dolor. Se alegra de estar caminando sola, de que nadie la vea y se dé cuenta.
Mika convive con hombres sin pensar en la relación que la une a ellos. Cuando le dijeron que los milicianos tenían celos de los compañeros de la estación, hizo alguna reflexión que había quedado, como todo, en el olvido. ¿Quiénes son esos hombres para ella? ¿Hijos, hermanos, compañeros? Extraños difíciles de comprender, huraños, duros, débiles, valientes, testarudos, tiernos, torpes, odiosos, queribles. Lo que sí sabe es que, en todo ese tiempo, desde que él no está, nunca le pasó lo que hoy con Antonio Guerrero: ese alborotarse del cuerpo, esa débil fortaleza de los sentidos imponiéndose.
Ninguna mirada la descubrió mujer. ¿Quién es Mika para sus milicianos? Una mujer, pura y dura, austera y casta, a quien se le perdona su sexo en la medida que no se sirva de él. Tampoco Mika, hasta esa tarde, sintió que debía reprimir nada. Ésa es la diferencia: ella, no Antonio Guerrero. Lo que ese hombre ha logrado despertar en Mika, aunque sea por un instante, es peligroso y debe estar muy atenta.
La reacción de Antonio —concluye— es un simple deseo de hombre, primario, sin más, como el que le despertaría cualquier hembra que se prestase a sus deseos.
Pero te equivocabas, Mika, era mucho más profundo, como quedó claro aquel día terrible, el más duro de la batalla de Moncloa, cuando la bomba te sepultó. Lloró, frente a todos sus milicianos, Antonio Guerrero se arrodilló en el suelo cuando te sacaron y lloró. No alcanzo a imaginar lo que para un hombre como él, austero, un pastor de una tierra dura, puede significar llorar frente a los demás. Pero lo veo más tarde, en la camilla, orgulloso de haber podido mostrar sus sentimientos.