13.Patagonia, 1926

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Patagonia, 1926

Había planeado hablar con Hipólito por la noche, pero la reunión del PCO se prolongó hasta cualquier hora, y cayeron como piedras en la cama. Mika apenas pudo concentrarse en esa discusión acerca de las consecuencias funestas de las actuales políticas del PC, su pensamiento volvía una y otra vez a la conversación con el médico de Hipólito.

No ha pegado un ojo en toda la noche y ya entran las primeras luces por la ventana de la pieza de la calle Talcahuano. La humedad de las paredes se ha colado a las sábanas y Mika trata de combatirla pedaleando una bicicleta imaginaria. Tanto quiere a Buenos Aires y tanto odia su humedad. A Hipólito le hace mucho mal. Mika se pega a su cuerpo dormido para darle calor. Está tan delgado. La piel transparente le desnuda el pómulo, las costillas. Sus ojos hundidos en cuevas azules. Debe convencerlo de dejar Buenos Aires. Lo antes posible. No aceptará sus argumentos: que ahora no, más adelante, el PCO está apenas asomando, y él está en la comisión directiva. ¿Es que no lo ves, mi amor, mi muchachito? Vas a morir. El médico, un camarada del PCO, fue claro, hace ya más de un mes: «Tuberculosis».

Y hoy se lo repitió a Mika, en la guardia del hospital adonde ella fue a verlo para pedirle consejo: Llevátelo lejos, Mika, está mal. Aire libre, clima seco, y descanso. Y sobre todo otras condiciones de vida. Son los días de hambre y las noches sin techo que pasó cuando tuvo que dejar la casa familiar lo que lo enfermó.

A la Patagonia lo llevará, al médico le ha parecido una excelente idea. Porque a Hipólito no lo convence una cuestión de salud, y menos de trabajo para sobrevivir, pero la acción que podrían desarrollar en el sur sí puede moverlo.

Sabe que no tiene mucho margen. Se lo planteará con crudeza: Cierto que el partido te necesita, que la revolución te necesita, pero enfermo no podrás hacerla.

No, lo mejor será empezar por las notas. Mika no le ha dicho nada aún, pero lleva varios días en la revista La Vanguardia leyendo y tomando apuntes sobre la masacre de los obreros rurales en la Patagonia en 1922. La potente organización a la que habían llegado los peones ovejeros les dio pánico a los dueños de la tierra y desataron sobre ellos la más feroz represión. Las fuerzas de seguridad, enviadas desde Buenos Aires, asesinaron a más de 1500 trabajadores.

Mika ha pasado a máquina las notas, y ellos podrán estudiarlas. Y ante la indignación que a Hipólito seguramente le provocarán ciertos datos, la propuesta: ir a la Patagonia a hacer una investigación sobre los hechos en los mismos lugares donde sucedieron, hablarán con sobrevivientes, familiares, testigos, con cualquiera que pueda brindarles información.

No le costará entusiasmar a Hipólito con esta labor que puede ayudar a las futuras organizaciones obreras, que han quedado diezmadas después de las crueles matanzas. Ella está segura, no es una mera excusa para arrancar a Hipólito de Buenos Aires, y obligarlo a curarse. Si eliminaron tan salvajemente a los obreros fue porque esa organización incipiente pero fuerte estaba tocando las fibras del poder. Mika e Hipólito podrán averiguar mucho más de lo que se ha dado a conocer, y abrir caminos para que la lucha continúe. Cuanto más lee, más la ilusiona el proyecto.

Y la idea de ganarse el pan con su carrera la complace. Mika ha obtenido su diploma de odontóloga a fines del año pasado, tal como se lo propuso cuando fue a estudiar a Buenos Aires.

La imagen de sus padres, cuando ella les mostró el título, se le impone y la enternece: ¡Sos doctora, Mika! Y era admiración, y genuina alegría. Lástima que su mamá siga con esas tonterías de que por qué no se casan y si él también terminó sus estudios.

Hace tiempo que Hipólito abandonó la carrera de Ingeniería, pero él estudia como nadie, mucho más que Mika y que cualquier otra persona. Aunque ella entiende lo que su madre quiere decir, por eso le sugirió que hiciera el curso de técnico de prótesis dentales, con el que se puede ganar unos buenos pesos. Como todo en lo que Hipólito pone su empeño, lo aprendió en seguida.

Podrán vivir y trabajar juntos en esas tierras de aventuras. Investigar, escribir y aprender en esa inmensidad de paisajes. Y amarse sin prisas, sin presiones, qué gloria.

Hipólito no le preguntará cómo van a llegar tan lejos, ni cómo sobrevivirán, eso no le preocupa. Pero, de todos modos, Mika se lo explicará: pondrán un consultorio en la Patagonia, al principio en algún pueblo o ciudad y, luego, cuando hayan ganado suficiente dinero y la salud de Hipólito mejore —lo dirá así, como de paso—, viajarán. Se trasladarán, con un consultorio ambulante, y harán la investigación de las huelgas en todo el territorio.

Hipólito se mueve en la cama, parpadea, va a abrir los ojos. Que acepte irse, que se cure, que se salve.

Arreglar dientes y arreglar el mundo, buen plan, bromeó Alfonsina, y ellos se rieron.

Una idea excelente, dijo el camarada Austillo, un trabajo que puede ser fundamental para las organizaciones rurales obreras, se entusiasmó Angélica Mendoza en la reunión del PCO. Ni una palabra de la enfermedad, pero entre ellos estaba Pepe Poletti, el médico, y sin duda ese ánimo sin grietas ni discusión alguna con que los camaradas recibieron el proyecto que llevaba a Hipólito y Mika a la Patagonia se debía a su consejo.

Fue importante contar con el apoyo de los amigos.

Salvadora encontró un pretexto: quería alejarse de todo durante un par de días, ¿no me acompañás a Rosario en el automóvil, Mika? Y así ella pudo despedirse de sus padres y de su hermana, quién sabe cuándo volverían a encontrarse.

También Hipólito se despidió de sus hermanos y de su madre.

Con el dinero que les prestó Carolina, la tía de Pancho Piñeiro, compraron en Buenos Aires un equipo odontológico moderno y de buena calidad. Y les quedaba suficiente como para sobrevivir un tiempo sin angustias hasta que se instalaran y pudieran trabajar en el sur. Ya me lo devolverán, muchachos, no se preocupen. Una amigaza, Carolina. Y Pepe, y Salvadora y Alfonsina y los compañeros que los ayudaron a juntar el coraje y la alegría para organizarlo todo rápido y subirse al buque Pampa que los llevaría tan lejos.

Varios días a puro mar y cielo, ilusiones y proyectos, un obligado descanso que permitió a Hipólito ganar fuerzas para emprender la nueva etapa. Estaba muy débil y Mika no quería que sintiera ninguna presión.

Mi obsesión era que Hippo se curara. Entonces y siempre. Revivíamos cuando su tez se ponía rosada, cuando engordaba, cuando su tos se calmaba.

Es lo que sucedió en San Antonio Oeste, en la provincia de Río Negro, en aquella casita frente al mar, barrida por los vientos. Tuvimos suerte, nos la ofrecieron la misma noche que llegamos, en la taberna donde comimos, cuando les contamos que éramos dentistas. Uno de los dos médicos que vivía en el pueblo se había marchado lejos, y llegamos nosotros. El alquiler que nos pidió el dueño de la casa era razonable; donde estaba su consultorio, instalamos el nuestro y, poco a poco, nos hicimos conocer en la zona.

El trabajo, las conversaciones con los pacientes, todo el tiempo para leer, largos paseos por la playa, generosas horas de amor y de sueño. Teo, un perro enorme, producto de vaya a saber qué amores, se hizo inseparable de nosotros. La vida dulce, ancha, sin sobresaltos, Hipólito cada día mejor.

Estudiamos a fondo los apuntes que yo había tomado en Buenos Aires, pero todavía estábamos lejos de las tierras de la gran huelga de los obreros ovejeros que nos habíamos propuesto investigar.

Al cabo de un año y tres meses de trabajo (eran tierras y tiempos de fortuna fácil para un profesional) ahorramos lo suficiente como para continuar el viaje. Compramos una chata un poco destartalada, pero que aguantó más de lo que creíamos, como si se hubiera contagiado de nuestro sueño. Subimos a Teo, nuestro equipo y un entusiasmo que habría de llevarnos hasta Ushuaia.

Nuestro primer destino fue Esquel, ideal para poner el consultorio. El esplendor del lago Futa Lauquen, la magia de los bosques con árboles increíbles. Nunca naturaleza alguna me conmovió tanto como la de aquel sitio. Ya la primera vez que estuvimos ahí —porque volvimos— me costó irme. Pero nuestro objetivo era otro y seguimos camino al cabo de unos meses.

No sé si nuestros años patagónicos fueron los más felices, cada época tiene lo suyo, los primeros tiempos en París fueron maravillosos, y en el turbulento Berlín tantas emociones compartidas… Lo que sí podría afirmar es que esa serena alegría a cielo abierto, esa sensación de libertad y grandeza en consonancia con el entorno, no volvimos a tenerlas nunca. La enfermedad de Hipólito, que marcó nuestra vida, nos dejó en paz en aquellas tierras, como si se hubiera resignado a nuestra compacta felicidad. Fue más que un clima adecuado, fue el tipo de vida que llevábamos. Lejos de las presiones de la ciudad, de los grupos con sus alianzas, quiebres y discusiones, de la acción inmediata, de la angustia por tener que ganarse el pan.

Los caminos interminables, las casas raleando, cada vez menos gente. Una excitación les crecía al alejarse más y más, una grata sensación de estar metiéndose de lleno en la aventura. En cada pueblo, sacando muelas, curando caries, poniendo inyecciones, haciendo prótesis. Y conversando con la gente. Se informaban cada vez más sobre las condiciones de la vida en la Patagonia: las ovejas, la lana, la esquila, la miserable explotación del indio en los latifundios, todo el circuito comercial, los almacenes de ramos generales, las compañías de importación y exportación. La organización de los ovejeros se asentó en profundas injusticias.

Con lo que escucharon aquí y allá pudieron construir la genealogía de las familias Menéndez Behety y Braun Menéndez, los dueños de las tierras, contra quienes se llevó a cabo el movimiento obrero en Santa Cruz.

Un viaje sin prisas —descanso y trabajo entre una etapa y otra— pero sin pausa.

Cada vez más al sur. Santa Cruz: Paso Ibáñez, Río Gallegos, estaban en pleno territorio del conflicto rural, ocho años después. Tal como lo planearon, recogieron testimonios de primera mano: los escasos sobrevivientes, familiares, peones, hacendados, el muchacho del correo, la viuda del líder, el carretero, un médico. El más amplio abanico ideológico y social.

Se lo contó el mozo del Gran Hotel, en Río Gallegos: que había escuchado decir al comisario que haría una fiesta con champagne si se liquidaba a un líder obrero. Y que así fue, que al hombre lo apresaron y le pusieron el caño del revólver en la oreja y lo dejaron seco de un tiro. Yo mismo, dijo, la rabia temblándole en la voz, serví las 21 botellas de champagne con que se emborracharon festejando.

Y el carnicero del pueblo: que la tropa había salido a la campaña y que, con los obreros, se hizo una masacre sistemática, que primero separaron alrededor de veinticinco de ellos y se les hizo cavar su propia fosa y que después los fusilaron, sin juicio de ninguna especie, al lado de las fosas y frente a la peonada, como escarmiento.

Y en Paso Ibañez, el subjefe de Aduana: que la vida social había cambiado totalmente desde que estuvieron los «pacos», como le dicen a los milicos, que salían a la madrugada, con varios soldados, iban por el barrio obrero, puerta por puerta, sacaban a los hombres y les daban una terrible paliza.

Y un comerciante: que los obreros se habían atrincherado detrás de los fardos de lana hasta que llegó la tropa y no tuvieron otro remedio que entregarse. Allí se llevó a cabo otra de las fuertes matanzas.

Estaba claro: los trabajadores rurales no habían matado, ni violado ni robado, sólo habían tomado de rehenes a los administradores. Los peones fueron asesinados por la gendarmería y los guardias blancos, a mansalva.

Acumulamos datos y más datos con la intención de escribir algún día un libro, pero las notas envejecieron sin que nosotros, siempre urgidos por la acción, pudiéramos darles forma. Me dio una gran alegría cuando leí La Patagonia Rebelde de Osvaldo Bayer, años más tarde. Hay hechos que piden ser narrados, en algún momento alguien tenía que tomar aquella gesta de los peones rurales, para transmitirla a las generaciones venideras. Y así fue. Cuánto nos hubiera gustado conversar sobre aquellas tierras bravías, pero Bayer y yo nunca nos conocimos.

Qué años maravillosos los que vivimos en el sur. Fue una enorme tentación esa existencia deliciosa, en la que cada día era una aventura. Poco a poco me iba mimetizando con la tierra infinita. Y me sentí vasta y rica, como la Patagonia. No recuerdo dónde nos enteramos de que se podía obtener un solar de diez mil metros a condición de alambrar y edificar dos habitaciones, sí que fue frente al soberbio lago Futa Lauquen, adonde regresamos después del largo viaje hasta Tierra del Fuego, cuando se adueñó de mí la idea de clavar el ancla allí. Detenernos, organizar los datos que teníamos y escribir el libro. Protegidos por los bosques soberbios, los ojos deleitados permanentemente por esa belleza que nos rodeaba, liberados por fin de esa tos que escandió nuestras vidas. Escribir, amarse, leer.

A Hipólito también lo seducía la idea, pero qué sería de los votos que habíamos hecho en nuestra juventud. No, Mika, me dijo, debemos partir, y yo me rebelé.

Ahora ha llegado el momento de escribir ese libro, que seguramente será de gran utilidad a las organizaciones obreras. Y a la historia.

En ese punto, el del libro, están de acuerdo, pero no cuándo ni dónde deben escribirlo. Ella quiere quedarse en esa casita de piedras y chapas cerca del lago y ponerse ya a la tarea.

—El mundo no se detiene, Mikusha, mientras nosotros escribimos el libro. Suceden muchos hechos importantes y nosotros estamos muy lejos de todo.

Cuántas veces lo han discutido estos últimos días, varias, y cada vez peor, en términos más duros, como los que Hipólito ha usado esa tarde. No se están entendiendo.

Mika decide ir a caminar para salir de esa atmósfera crispada; de acuerdo, dice Hipólito y se cuelga la bufanda del cuello, pero ella corta con un seco: No, quiero salir sola.

No es tan grave, trata de convencerse Mika, sólo quiere estar sola, pensar, no es la primera vez que va a recorrer sola los bosques, y él se queda en la casa leyendo. Pero nunca así, ella le ha prohibido que la acompañe, con brusquedad, con inquina.

Se interna en el bosque, la imagen de la última mirada de Hipólito, desconcertada y herida, no la abandona. A Mika le duele haberlo tratado mal. Pero está enojada, no puede ser que la juzgue tan duramente porque ella se quiera quedar allí, que le diga que es superficial y egoísta anteponer el placer privado al interés social. Cierto que él mismo se ilusionó con la idea, por supuesto que le gustaría ponerse a escribir ese libro, y seguir viviendo como hasta ahora, pero ha leído los periódicos que le enviaron, lo ha pensado bien, y está claro que no pueden eternizarse en la Patagonia, ni en Buenos Aires, es en Europa donde existen sólidas organizaciones obreras, con una larga trayectoria, incomparable con el carácter incipiente de la clase obrera latinoamericana; es en Alemania, donde está la lucha, ¿o no te das cuenta, Mika? La vida se nos escurre entre estos árboles magníficos.

Hipólito tiene razón, es en Europa donde se está jugando el destino de la clase obrera mundial, Mika lo sabe, pero ella quiere escribir ese libro, que sí importa y que sí sirve, ahí, frente al lago, ese lugar que siente suyo, y desde el que también pueden luchar. ¿No es cierto, Teo? Mika abraza a su perro, buscando una aprobación que no encuentra en su interior.

Se siente herida: «Vivir así, pasivamente, contemplando el horizonte», fue duro Hipólito con ella, injusto, jamás vivieron pasivamente, y lo que no está diciendo Mika, lo que ni menciona, como si la sola palabra pudiera atraerla, es la enfermedad, ella no se quiere ir de la Patagonia porque Hipólito está bien ahora. ¿Por qué no se atreve a soltarle con crudeza la verdad: que teme que él se muera? ¿Por qué tiene que dar tantas vueltas?

Tampoco esa tarde, al regresar, puede encararlo. Peor aún, cuando Hipólito le dice que esa discusión lo ha llevado a concluir que deben darse prisa en dejar la Patagonia, ella se desespera y sube la apuesta: que se vaya él, ella se queda.

Hipólito la mira largamente, no le cree y tiene razón, pero no se lo dice, sólo mantiene la mirada, desafiante. Ahora es él quien saldrá a tomar aire. Nítida, la puerta se cierra. Mika camina de un lado a otro de la habitación. Mira los papeles que Hipólito ha dejado sobre la mesa: esos esquemas de guerra de guerrillas y se estremece.

Ella quiere quedarse frente al lago —insiste, como si la sola frase bastara para ahuyentar los temores—, estar en paz, escribir ese libro. Lo hará, con o sin él.

—¿Estás segura, Mika, de que es eso lo que querés? —le pregunta esa noche Hipólito.

—Absolutamente segura.

Y se duermen sin una palabra.

Hipólito volverá a sacar la conversación una y otra y otra vez. Segura sí. Mika está de acuerdo con él en que si la revolución se limita a Rusia y no pasa a Alemania, morirá ahogada por la burocratización, es ahora cuando la lucha se impone y los llama, pero repite: Segura. Como está segura de que él no se irá sin ella, y por eso: que no se va y no se va, y así él tampoco. ¿Qué podría hacer Hipólito sin Mika?

¿Y ella acaso podría cumplir con lo que decidió hace años sin su compañero?, se pregunta al pie de una altísima araucaria. Podría, sí, pero sería triste y lo cierto es que tarde o temprano deberán marcharse para seguir su camino. Le pesa el dolor que ha visto en Hipólito anoche y esta mañana mientras tomaban unos mates en silencio. ¿Por qué insistir en esa actitud terca que está infectando la relación?, ¿no lo estará haciendo para ganar tiempo?, ¿para prorrogar el momento de enfrentarse a una realidad hostil? No es la revolución lo que Mika teme, sino la tuberculosis.

Pero no puede, no tiene derecho a seguir reteniéndolo, cuando la historia les pide otro camino. Lo importante es que se cuide, que tomen precauciones para que la tuberculosis no vuelva. Apura el paso disfrutando la alegría que por fin le dará a Hipólito: se irán, sí, tiene razón, amor, pero más adelante, darse un tiempo, ¿sí?, unos meses de intenso trabajo para ahorrar lo suficiente como para afrontar los primeros meses sin la angustia de tener que ganarse el pan, unos meses en los que él comerá mucho y bien, ¿se lo promete?, y se llevará unos kilitos de más. Y ya corre cuando faltan unos metros, abre la puerta, amor, dónde estás, otra vez afuera, Hippo.

—Hippo —lo llama.

Por el camino hasta el lago no lo ve, deben de haberse cruzado, vuelta a la casa, la nota está sobre la mesa, ella no la había visto antes. Ha pasado don Zapata, y él ha aprovechado para que lo lleve, lo prefiere así, sin despedidas. Hipólito ha comprendido, no le tiene rencor, la ama, pero sus caminos deben separarse. Lleva el dinero justo para su pasaje a Europa, le deja los ahorros.

La palanca de cambios que se traba, que arranque, por favor, cuántos kilómetros hasta el pueblo, y más allá el camino de tierra donde está la casa de los Zapata.

—Lo siento, Mika, se ha ido, lo llevó un gringo que pasaba en un auto nuevo. Hipólito estaba apurado y el hombre parecía encantado de tener compañía.

—¿Adónde lo llevó?

—No sé hasta dónde, hasta Esquel debe de ser.

—¿Cómo es el auto?

—Negro, me parece.

Ni rastros en el hotel de Esquel, ni en el bar del Club Atlético ni en la cooperativa; no se detuvieron a comer, porque en ninguno de los tres lugares los vieron. Se maldice por no haberle preguntado a Zapata cómo era el extranjero, pensó que con la descripción del automóvil bastaba, no pensó nada, hay muchos autos nuevos y negros en Esquel. Y quizás tampoco es negro. Qué hacía ese hombre, adónde iba, por favor.

La noche ya. Ella no conduce de noche, la camioneta no tiene luces, y no sabe si le alcanza la nafta hasta el próximo pueblo, pero sigue, la camioneta tose, una burla, una tos, otra y se detiene. Basta.

No llorará sobre el volante como tiene ganas. Por la mañana podrá ponerle nafta, no debe de haberse alejado de Esquel más de cuatro o cinco kilómetros, podrá volver andando, una aguja retorciéndose en su estómago, pero no se dejará vencer por ese desasosiego, comerá, dormirá, cómo saber lo que tiene que hacer en ese estado. Mañana retomará el camino y lo encontrará. En Buenos Aires, si no.

Hipólito está en Esquel. Ha cenado y dormido en casa de amigos de John, y ha organizado su viaje. Irá con él hasta Ingeniero Jacobacci. Después ya verá cómo llegar a Buenos Aires, tendrá suerte.

Apenas han hecho unos pocos kilómetros, cuando reconoce la chata, abandonada en el camino, y le pide a John que se detenga. Se baja y mira por todos lados.

—Lo siento, amigo, pero tengo que saber qué le pasó a mi mujer. Siga su ruta, yo volveré a Esquel andando.

John no tiene apuro ninguno, lo llevará él hasta Esquel, pero ¿y si ella llega en otro vehículo y se cruzan sin verse? ¿O si ha seguido en otro coche? Haremos lo siguiente: John esperará junto a la chata, Hipólito puede ir hasta Esquel con su automóvil. Si no la encuentra, que vuelva en una hora, y seguirán juntos buscándola.

Un auto que alguna vez fue azul se detiene. Bajan un señor canoso y Mika. Hipólito la toma del brazo. No logran decirse nada, sólo abrazarse con fuerza.

Más tarde, hablarán más tarde, cuando afloje ese nudo enorme en su garganta, y eso sólo es posible si la siente a Mika contra su cuerpo. El olor a Mika, su cuello terso, su oreja: qué dolor espantoso la vida sin vos, y eso que fue menos de un día, pero no quiere esto, amor, la aparta para mirarla fijo, no quiere ni quedarse ni que ella lo siga, ha comprendido que es otra su elección y la respeta, deben separarse, aunque les duela.

Que la abrace, así, le pide Mika, que la abrace hasta que se le pase ese horrible temblor, luego ya se organizarán, tiene un plan ella, un plan meticuloso para llegar a Alemania, porque es allí donde deben ir, está convencida, no es porque él la dejó, creeme, ya lo hablarán, pero ahora, por favor, que la abrace fuerte, hasta que ella recupere el calor, qué frío horrible estar sin él, y eso que pasó apenas un día.

Ocho meses más tarde, en agosto de 1931, Mika e Hipólito están en la cubierta del vapor Massilia, que los conducirá al puerto de Vigo.

—¿Me lo guardás? —le pide Hipólito entregándole unos papeles y un lápiz—. Ahora vuelvo.

Mika reconoce en los papeles los esquemas de guerra, y un escalofrío la sacude. Mientras él sigue estudiando táctica y estrategia militar, porque hay que estar preparado, Mika, a ella la sola idea de manejar un arma la horroriza. No podría, piensa.