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París-Madrid, noviembre de 1936
Cuando Mika emprendió el viaje a París, aún podía dudarlo, todos le aconsejaban no volver a Madrid, sus milicianos, los camaradas del POUM, más tarde sus amigos, los Rosmer, y los compañeros con los que se reunió en Perigny, pero cada día que pasó en Francia, Mika se convenció más de que lo único que deseaba era regresar a España. A combatir. Sin la guerra su vida no tenía ninguna dirección, ningún sentido. Sólo podía sentirse bien, cómoda, entre aquellas personas que estaban en la vida como ella, en servicio.
Todo había cambiado. Se asombró de su reacción cuando se reunieron en La Grange, la casa de los Rosmer en Perigny, para que Mika informara a los camaradas sobre la guerra de España. Qué consecuencias tendría, en su opinión, la ayuda soviética, quisieron saber. Y ella, impaciente: que no estaba en condiciones de hacer un análisis político, no tenía datos suficientes, ni había reflexionado en profundidad todavía, sólo podía transmitirles el día a día de la guerra, el valor de los milicianos, cualquiera que fuera la tendencia: el asombroso saber militar del Maño, el coraje de aquel marsellés cenetista para quien el anarquismo era un sacerdocio de pureza y el internacionalismo revolucionario un dogma absoluto, quería hablarles de Emma, con apenas dieciséis años, de Juan Laborda, el ferroviario, de los dinamiteros de la catedral, de Sebastián, de la Chata, de Quique y del valiente Granel.
Las palabras atropellándose, muertos y vivos, el chocolate caliente, las botas que consiguió, el tableteo de las ametralladoras, los siniestros triángulos negros cruzando el cielo, el barro, el bosque amenazante, y la alegría cuando descubrieron que eran republicanos y no rebeldes los que estaban en el descampado.
—Ve a descansar —sugirió Alfred—. Ya seguiremos más tarde.
—Déjala que hable, lo necesita —dijo Marguerite.
Y siguió y siguió, pero no pudo, o no quiso, entrar en el debate político:
—Por desgracia, con las armas vendrán los chequistas —dijo Alfred—, todo el aparato de la policía política soviética.
—No tardarán en instalar en España los métodos que emplean contra la oposición en la Unión Soviética —opinó Víctor.
—España no es Rusia —dijo Mika—, y el PC es sólo una de las organizaciones que forman parte del frente republicano.
—Las armas darán cada vez más fuerza a los estalinistas —se lamentó Tahia.
—Con la llegada de las brigadas se avecinan tiempos difíciles para el POUM —afirmó Kurt Landau.
Por esa razón, él y Katia, su mujer, querían ir a España, no para combatir, puesto que la delicada salud de Kurt se lo impedía, sino para aportar su experiencia política al POUM. ¿Podría ayudarlos Mika a organizar el viaje? Paul Thalmann y su mujer, Clara, ya se habían ido.
—¿Por qué echar a la hoguera española —reaccionó Marguerite— a militantes de cualidades excepcionales, insustituibles en nuestro grupo de oposición?
Una inmensa ausencia se cernía sobre todos. Silencio, los labios apretados y una lágrima secada a las apuradas:
—Es en España donde se juega el combate contra el fascismo, es allí donde la lucha es imprescindible —cortó Mika.
Ella se pondría en contacto con Juan Andrade para organizar el viaje de Kurt y Katia Landau a España. Probablemente deberían instalarse en Barcelona, donde está el Comité Central del POUM. Los Andrade se han mudado a Barcelona: Con tu experiencia, Kurt, podrías ayudarlos enormemente.
—Yo no tengo dudas de que el propósito en la Unión Soviética es exterminar al POUM —advirtió Louis Fischer.
—Ya hay signos indudables —apoyó René—. Me enteré por una carta de un camarada checo que ha ido a luchar a España que, en Barcelona, el nuevo cónsul soviético dejó muy en claro que la ayuda a Cataluña está condicionada a la expulsión de los supuestos trotskistas del Gobierno de la Generalitat. Andreu Nin tiene los días contados en la Consejería.
—Con mayor razón —dijo Katia—. Hay que ir a España.
—Claro que sí, es nuestro lugar —apoyó Mika.
Era difícil imaginar que se pudiera llegar tan lejos. A muchos les pasó lo mismo, a Juan Andrade y a su mujer, tu amiga María Teresa García Banús, a Widebaldo Solano, Julián Gorkin, Pedro Bonet y tantos otros. El propio Andreu Nin decía en sus discursos, después de que lo destituyeron de su cargo en la Generalitat, que se les podía eliminar del Gobierno pero que, para eliminarlos de la vida política, precisarían matar a todos los militantes del POUM. No sospechaba la tremenda violencia que habrían de sufrir unos pocos meses más tarde.
Mika no quería escuchar más, lo que sabía era que la lucha se daba en España. Con o sin brigadas, ahí estaba el valiente pueblo español enfrentándose al fascismo, y ahí quería estar ella. Irse a España entonces, lo antes posible.
Hacía sólo una semana que estabas en Francia, Mika, pero te parecía una eternidad. Tu destino te esperaba en España. Tus milicianos. Otras batallas en las que ibas a crecer más y más. Moncloa, la primera después de tu viaje relámpago a Francia, fue decisiva. Aprendiste mucho de Antonio Guerrero.
Qué alegría le dieron sus amigos del POUM con ese billete de avión Marsella-Barcelona que acortaba las distancias. Luego la carretera y, en algunas horas, Madrid.
Antonio Guerrero tenía ya varias batallas y una excelente reputación cuando llegó a Madrid. Sus milicianos lo respetaban y lo apreciaban mucho. El teniente coronel Ortega, comandante de la zona, le anunció que preparara a sus hombres, saldrían a la madrugada; el frente era arriesgado, le advirtió; probablemente se incorporaría a su columna Mika Etchebéhère, quien esa tarde regresaba a Madrid.
Guerrero ya había escuchado hablar a los compañeros del POUM de la extranjera que logró atravesar el cerco de Sigüenza. De una inteligencia y un coraje inigualables, había dicho Juan, y Quique: Tan dura y tan cálida, tan valiente.
Le sería de gran ayuda, el comandante Ortega estaba seguro, no sólo para organizar cuestiones de intendencia, para levantar la moral de los hombres.
Antonio no quería mujeres en su columna, por muy lista que fuera, una mujer es siempre una complicación, ¿no le decía el comandante que era en primera línea de fuego?, protestó, no estaba él, ni tampoco sus hombres, para cuidar señoras.
El teniente coronel Ortega se limitó a mirarlo, fijamente.
Antonio Guerrero no era un militar de carrera, acostumbrado a obedecer, sino un pastor que luchaba. Y hacía lo que le salía de los cojones, joder. Pero no le gustaba gastar palabras de más, ni tampoco pelear con un comandante de la República, ya bastante tenía con los fascistas. Todavía no era seguro que la tal Mika volviera ni que se le filtrara en su columna. Él le metería miedo, mucho miedo, para que ella se quedara en Madrid, en el cuartel, con las monjas que se pasaron de bando, o discutiendo politiquerías con los camaradas del POUM, que estaban tan encantados con ella.
Frío, restos de nieve y ese sol de mediodía madrileño iluminando sin piedad los caballos reventados que el coche del POUM debía esquivar en su camino, muebles quemados, casas ardiendo, destrozos, camilleros, heridos. Mujeres y niños pasándose piedras para construir barricadas. Madrid abierta y sangrando por los cuatro costados. Mika quería salir de inmediato a la batalla, no descansar ni un día en el cuartel, no pensar, no tener que escuchar los desalentadores comentarios de sus camaradas españoles, en la línea de lo que había escuchado en La Grange: los milicianos del POUM tienen el derecho a combatir y morir con sus propias insignias pero no se sabe por cuánto tiempo, el PC exigirá que nuestra organización sea sacrificada.
Siempre la política del PC, como un fantasma, amenazando. Llevabas años escuchando lo mismo, en Argentina, en Francia, en Alemania, ahora en España. Estabas harta. Pero no era lo mismo, era la guerra civil. No podías medir las consecuencias de lo que estaba poniéndose en marcha, mucho más graves que cuando estabas en aquellas reuniones de militantes del Partido Comunista Obrero, preparando el número de la revista Chispas.