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Buenos Aires, 1923
Se han reunido esa noche para hacer un balance y tomar la decisión correcta. En dos años Insurrexit ha llegado muy lejos, más de lo que ellos podían haber soñado. Excelentes intelectuales, activistas políticos, escritores como Almafuerte, Alfonsina Storni, Horacio Quiroga, Romain Rolland, Henri Barbuse y Magdalena Marx han escrito para la revista.
Cada artículo, cada sección despertó gran interés no sólo en la Argentina, también en Latinoamérica, y hasta comentarios de Francia, Estados Unidos e Inglaterra han recibido. La necesidad de una Tercera Internacional, la huelga de los obreros en Córdoba, el análisis de la política nacional y la internacional, el cuestionamiento al Partido Socialista, la literatura social y los libros sobre la guerra, la situación de la mujer bajo las leyes soviéticas, la crítica a la prensa burguesa, entremezclándose con citas de autores e incitaciones a la rebeldía y a la acción. Desde sus páginas los sindicalistas han llamado a la unidad de los trabajadores, y los estudiantes han denunciado los conflictos en los centros educativos, un signo de la anhelada unidad de obreros y estudiantes que ellos buscan.
Han podido superar varias crisis, sobre todo la de agosto de 1923, cuando se exaltaron las diferencias y no las coincidencias entre los integrantes del grupo, y la revista estuvo a punto de expirar. Pero sobrevivieron. «Si flaqueó nuestra organización jamás tembló nuestro entusiasmo», comunicaron en el editorial.
—Hemos asumido un compromiso y vamos a cumplirlo. Buscaremos nuevos recursos —sostiene Pancho Piñero.
Pero por mucho empeño que pongan, por mucho reconocimiento que tengan, lo cierto es que para hacer Insurrexit se necesita dinero, y ellos no lo tienen. Las suscripciones son insuficientes para mantenerlo, y en la venta no se puede confiar, ellos regalan muchos ejemplares, no van a negar la revista a quien no pueda pagarla.
—Ojalá el dinero fuera el único problema —dice apesadumbrado Ángel Rosemblat—. Hay que reconocer la dura realidad: la mayoría de los jóvenes son indiferentes a la cuestión social. La universidad es una fábrica de profesionales fríos y apáticos. Los centros de estudiantes apenas se mueven para las elecciones y luego se duermen.
No, que no exagere: hace unos días se formó la federación de estudiantes comunistas, y en La Plata, los estudiantes del Liceo no asistieron a clases en repudio al asesinato de los sindicalistas italianos Sacco y Vanzetti.
Hipólito Etchebéhère es contundente:
—El tiempo que invertimos en procurar los medios para editar Insurrexit es tiempo que sustraemos a la acción. Y ya es hora… —frena de golpe, como si lo que fuera a decir requiriera un especial cuidado y no encontrara las palabras adecuadas.
—¿Hora de qué? —se impacienta Rinesi.
—¿No escribimos en nuestro editorial: «¡Viva la revolución social! ¡Viva el comunismo!»? ¿No pasamos horas leyendo a Marx, Engels, Lenin? ¿No pensamos que la Revolución Rusa debe extenderse a todas las sociedades? Pues bien, en Argentina hay un partido comunista que nos espera. Insurrexit ha cumplido su ciclo.
Algunos acordaron militar en el Partido Comunista, otros, como yo misma, no estábamos seguros. Aun cuando la Revolución Rusa era la catalizadora de nuestra rebeldía y habíamos abordado el marxismo con seriedad, me resistía a aceptar la disciplina de un partido, ¿y si no estaba de acuerdo con sus directrices?
—Lo decís, como en Insurrexit —me animaba Hipólito.
—No creo que sea lo mismo —le replicaba yo.
El tiempo habría de darme la razón, pero en la vida no se pueden saltar etapas.
Julio Barcos no quería afiliarse al PC, él iba a concentrarse en la dirección de la revista literaria vanguardista Quasimodo, hermana de Insurrexit. A Pancho Piñero las dos revistas le parecían imprescindibles, él escribía también en Prisma, que fundó Jorge Luis Borges, y en Proa. Le sobraban energía y pasión.
¡Pobre Pancho! No fue el destino ya jugado de la revista —que no volvió a salir— lo que reunió al grupo, sino la tragedia. Pancho Piñero murió en un accidente de automóvil. Tenía veintitrés años. Un terrible golpe para todos, una gran pérdida. Sus compañeros recopilamos sus escritos, poemas y prosa, y los publicamos en un libro que titulamos Cerca de los hombres.
Así, como escribía Pancho, cerca: «Hoy quiero hablarte despacio y decirte cosas profundas, quiero hablar a tu corazón». Recordé toda la vida unos versos suyos: «Cuando me arrimo a un alma, tengo siempre cuidado de su abismo». Borges, en la revista Proa, los definió como «versos altaneros, definitivos como estatuas». El primer texto que escribimos a dos manos con Hipólito fue el prólogo a la obra de Pancho Piñeiro.
A Carolina, la tía de Pancho, la emocionó mucho y nos adoptó como sus sobrinos. Fue ella quien nos prestó el dinero para irnos a la Patagonia. Pero eso fue tres años después, cuando la salud de Hipólito se agravó. Ya nos habían expulsado del partido.
En noviembre de 1923, al regreso de una obligada estadía en el campo por razones de salud, Hipólito Etchebéhère entró al Partido Comunista. El fervor con que abrazó la causa, sus apasionados discursos, fueron barriendo poco a poco las dudas de Mika. Pero ella se resistía a la idea de afiliarse. Hasta esa noche, en la provincia de Córdoba.
Hipólito viajaba con frecuencia para difundir las ideas del partido en distintos actos, Mika no siempre podía acompañarlo: la facultad, el trabajo. A Córdoba fueron juntos. Y en esa plaza, como si lo escuchara por primera vez, como si no viviera con él, cayó presa de esa radiante exaltación que Hipólito provocaba en su auditorio. ¿Cómo podía aún estar fuera de las filas del PC? Se afilió en julio de 1924.
Para recuperar el tiempo de dudas, Mika se zambulló en una actividad febril: organizó grupos de mujeres, habló en las fábricas y en la calle, en la ciudad y en los pueblos. Si lo había hecho a los quince años en Rosario, con mucha más razón con la experiencia que había ganado.
El partido tenía que afianzarse en Argentina y ellos no escatimaban esfuerzos.
Claro que también estaba la Facultad de Odontología, Mika iba a graduarse sí o sí en 1925, y las copias a máquina hasta la madrugada, y de cuando en cuando alguna charla con las amigas, y la comida sana que ella había planeado minuciosamente con el médico de Hipólito. Nunca más él debía descuidarse así, Mika no lo permitiría. Era sencillo, sólo hacía falta un calentador a kerosene en la pieza, método, y un poco de tiempo para hacer las compras y preparar la comida.
Tiempo, tiempo.
Un tiempo que las discusiones en el partido consumían sin piedad. Un tiempo necesario, porque era importante debatir las ideas, y no aceptar sin chistar la línea que imponía la Internacional Comunista, ¿no lo ven, camaradas?
Con la misma pasión con que ganaban adeptos, se enfrentaban en las reuniones del partido. Y cada día eran más los que, como Hipólito y Mika, cuestionaban ese pensamiento necio, sin salida, que sólo aceptaba órdenes. Pero más que el debate por las ideas fueron las buenas relaciones con Moscú las que pesaron en el partido, y se impuso en la dirección la línea que apoyaba la Komintern, no la de Hipólito y Mika, que había ganado un importante espacio entre los camaradas argentinos. Era el poder lo que movía a algunos, no la revolución. Poco importaron los conocimientos teóricos de Hipólito sobre el marxismo-leninismo, por los que el Comité Ejecutivo le había encargado la redacción de la carta orgánica, poco importó la excelencia de su oratoria que a tantos había acercado, poco importaron las acciones que Mika organizaba, ellos no acataban incondicionalmente las políticas de la Internacional Comunista, manifestaron su admiración por León Trotski, y fueron expulsados del partido a fines de 1925.
En 1926, junto a otros camaradas, echados o desencantados del PC, fundaron el Partido Comunista Obrero. Una maestra sindicalista, obreros gráficos y metalúrgicos, dos médicos y un arquitecto, un chofer, una odontóloga, intelectuales y sindicalistas de diversos sectores, y un mismo entusiasmo. La revista Chispas fue el órgano de difusión del grupo.
Para nosotros lo normal era discutir las ideas, así lo habíamos hecho en Insurrexit, y así lo seguiríamos haciendo toda la vida. Cuando nos expulsaron del PCA comenzamos a atisbar lo que en años posteriores, en Europa, íbamos a sufrir en su verdadera dimensión, y sus dramáticas consecuencias.
Visto en perspectiva, tal como éramos, no podíamos haber formado parte mucho tiempo de ningún partido u organización política. El sometimiento a dogmas, la burocracia, los retorcidos recovecos del poder no eran lo nuestro.
Entonces fue el Partido Comunista Obrero, y más tarde los grupos de oposición al estalinismo. Estábamos en desacuerdo con las políticas del Partido Comunista, pero era nuestra referencia. En París íbamos a los actos del Partido Comunista, en Berlín estudiamos alemán en la escuela del partido, y nos sumábamos a esas grandiosas manifestaciones convocadas por el KPD. Nos considerábamos comunistas, éramos comunistas.
Pero en España, durante la Guerra Civil, quedó claro como nunca que quienes disentíamos con las políticas del sanguinario estalinismo éramos considerados peligrosos enemigos a quienes había que eliminar.
Pocos meses antes de la feroz represión desatada contra el POUM, sin embargo, cuando fui unos días a París a reponerme, al regreso de Sigüenza, yo ni quería hablar de lo que los camaradas del grupo de oposición Que Faire y otros que participaron de la reunión en Perigny estaban empeñados en analizar. Las noticias de los procesos de Moscú contra los que Stalin consideraba adversarios eran escalofriantes. Los camaradas veían con mucha más claridad que yo el peligro que entrañaba la intervención rusa en España, tal vez porque no estaban inmersos en el día a día de la guerra.