10.Buenos Aires, 1922

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Buenos Aires, 1922

La pelea con su madre le ha dejado un mal sabor. Va a escribirle una frase tan sólo, la respuesta que no quiso darle en la estación de ómnibus, le hará bien. A las dos. Aunque lo que ha pasado en esa visita de Nadia a Buenos Aires se le antoja sin vuelta atrás.

Sabe que para sus padres es un enorme esfuerzo, no sólo económico, que Mika viva y estudie en Buenos Aires y le gustaría satisfacerlos, que estén contentos, pero no puede. Las diferencias entre Nadia y Mika se están tornando insalvables. Ha hecho de todo para convencer a su madre de que está equivocada: mostrarle su libreta universitaria con las buenas notas de sus exámenes y el artículo que escribió para la revista Insurrexit, hablarle de sus ideas y apelar a los valores que sus padres le transmitieron, pero no hay caso, Nadia sigue con que la vida que lleva, todo el día en la calle, no es la de una señorita, que vuelva a Rosario, antes de que sea tarde.

La chismosa de Gertrudis. La dueña de la pensión le ha contado que Mika no ha regresado a dormir varias noches, y vaya a saber qué más le ha dicho para que Nadia tenga tanto miedo: que cuidado con las malas compañías, los hombres buscan muchachas ingenuas de la provincia.

—Qué malas compañías, mamá, las mejores. Tengo amigas y amigos extraordinarios, luchadores, inteligentes, solidarios.

De Hipólito no había querido hablarle hasta ahora, para evitar que sus padres coartaran su libertad, pero, si su madre supiera la felicidad que está viviendo, no estaría tan preocupada por ella, y avanzó, con recato, tímidamente: tengo buenos amigos… y un amor, mamá, alguien maravilloso, Hipólito.

Quiso de verdad compartirlo con su madre, transmitirle su alegría, pero el miedo de Nadia zanjó la confidencia. Frases agolpadas, una atrás de otra: que Hipólito no es nombre judío, y que después con los hijos, y que si le propuso matrimonio o sólo quería… y que si tiene trabajo.

La furia de Mika y esas palabras ofensivas que no hubiera querido pronunciar, para qué, y ya no pudieron regresar a esa zona que pudo ser clara. Apenas si logró llegar a un acuerdo de fecha: no iba a volver hasta diciembre, después de los exámenes, mientras tanto que la ayudaran, mamá, no podía tirar por la borda meses de estudio, que lo hablara con papá, él la apoyaría, él quiere que termine la carrera. Se quedaría en otro lado, más económico, propuso, eso ni hablar, aquí y cumpliendo con los horarios, de acuerdo, aceptó Mika.

—¿Y él te quiere? —le preguntó Nadia, despacito, ya a punto de subir al ómnibus, como si pudiera retomar ese hilo que su hija le había tendido horas atrás.

Demasiado tarde, a Mika le dio fastidio:

—Subí, dale, apurate, vas a perder el ómnibus.

Ahora lamenta no habérselo dicho. Se lo escribirá en una carta: Sí, me quiere mucho. Y yo a él.

Salvadora me ayudó a tomar la decisión de encarar a mis padres, era mi vida, después de todo, y si ellos me querían, lo iban a aceptar.

Salvadora Medina Onrubia de Botana. Poeta, dramaturga, anarquista, todo un personaje en la sociedad porteña. Cuando se casó con Natalio Botana, el dueño y director del diario Crítica, ya tenía un hijo que Botana reconoció e inscribió como propio. Una mujer excepcional. Y una amiga de ley, pese a las enormes diferencias que nos separaban.

La conocí por Alfonsina Storni, de quien era muy amiga. Sentí rechazo por esa pelirroja atractiva, extravagante, me costaba ver en esa mujer, vestida como lo que también era, una rica burguesa, a la anarquista indómita —como decía Alfonsina— que intercambiaba cartas y luchaba por la liberación de Simón Radowitzky, el joven anarquista, preso desde 1910 por asesinar al jefe de policía, Ramón Falcón. Un ídolo para mí. Debí verlas con mis propios ojos para creerlo. Me habían contado que Salvadora participó en las manifestaciones de la Semana Trágica de 1919, y que llevó a su hijo pequeño para que se enterara de lo que es la lucha social.

¿Y vive en ese palacio? Es incoherente Salvadora —juzgaba yo, implacable—, tan distinto de lo que la Semana Trágica significó para Hipólito.

De una forma o de otra, seguí señalándole sus incoherencias a lo largo de los años, sin que la amistad con Salvadora se resquebrajara. Una amistad que se prolongaría en su hija, la China Botana, y en su nieto, el genial Copi, tan irreverente como su abuela, con quien tenía unas fantásticas charlas en París. Aunque cuando leí la valiente carta que en 1931 Salvadora dirigió desde la cárcel a Uriburu, ese canalla que inauguró los gobiernos de facto en Argentina, me sentí muy orgullosa de ella. Una carta bofetada, extraordinaria.

Y no fue la única vez que Salvadora me asombró con sus acciones. Cuando los alemanes entraron en París, yo ya había llegado a la Argentina, y fue Salvadora quien me puso en ese barco unos meses antes.

En aquellos años veinte tomamos la costumbre de encontrarnos en la confitería Ideal o en el café Tortoni. La casa de Salvadora era frecuentada por los más variados intelectuales, políticos y artistas, pero a mí no me gustaba ir. Demasiado rimbombante, demasiado lujo, y yo terminaba enojándome por cualquier cosa. En las confiterías, en cambio, éramos sólo dos mujeres. Mujeres bastante especiales, transgresoras, osadas, independientes. Eso nos unía tanto como otras circunstancias de nuestras vidas nos separaban.

Hablábamos de todo: de política, del amor, de las mujeres y los hombres, de historia, de pintura, de nuestras vidas. Éramos tan distintas… y teníamos tanto en común. Yo sé que he influido en algunas decisiones de Salvadora, y ella me alentó a abandonar la ayuda y la protección de mi familia, para irme a vivir con Hipólito.

Era difícil en aquellos años, sin pasar por la sinagoga, la iglesia o el registro civil. Nos casamos, me propuso Hipólito cuando le conté la situación con mi familia. Pero yo no quería.

—No se van a casar para que tu madre no se enoje —dijo Alfonsina.

—Ni mucho menos por lo que digan los otros —dijo Salvadora.

El apoyo y la experiencia de vida de estas dos amigas, mayores que yo, fue muy valioso para mí.

Me conmovía el valor de Alfonsina, criando a su hijo sola —ella también fue madre soltera— y escribiendo los más maravillosos poemas, y ocupando, contra viento y marea, el lugar que se merecía. Y su sutil sentido del humor. Nos hemos reído tanto las tres, de los políticos, de los periodistas, de los intelectuales, de nosotras mismas.

Salvadora me consiguió un trabajo con el que podía ganarme unos pesos sin dejar la facultad ni la militancia: pasaba manuscritos a máquina. Alguna obra de teatro, poemas de ella, o de algún conocido suyo escritor.

El curso de mecanografía en la Pitman lo hice en tiempo récord, y la máquina me la regaló Salvadora. Yo nunca me creí que fuera usada, me mintió para que yo la aceptara: Estos periodistas son unos caprichosos, apenas sale un nuevo modelo, quieren cambiarla.

Una noche la acompañé a la redacción de Crítica. Cuando vi todos esos escritorios y todas esas máquinas de escribir, me dije que qué importaba una menos.

En esa máquina escribí algunos textos para una sección de Insurrexit, que se llamaba «Caja de Conversión», donde cuestionábamos, denunciábamos, algunos artículos que salían en los periódicos de la época.

—¿De Crítica también? —me preguntó Salvadora, divertida, cuando le conté la idea.

—Si se da el caso, por supuesto.

Aunque no era Crítica, un diario de las clases medias, nuestro blanco de cuestionamiento, pero a Salvadora tampoco le habría afectado. No sé cómo hizo para conjugar esa vida de locos que tuvo y mantener la independencia de sus ideas, pero lo logró.

Y llegó esa tarde de otoño, en que yo puse mis libros, algo de ropa, el mate y la bombilla que me traje de Rosario, en una valija, y toqué la puerta de la pieza que alquilaba Hipólito en la calle Talcahuano. Nos abrazamos largamente. Al fin en casa.

Una casa que habría de cambiar de forma y de país varias veces, pero que desde aquella primera tarde en la calle Talcahuano fue el calor, la luz, el bienestar, la seguridad.