Cuando volvió a descubrirse despierta, Cal se la había echado al hombro y se estaban desplazando. Becky daba cabezazos y se le contraía el estómago con cada paso.
Susurró:
—¿Hemos comido?
—Sí.
—¿Qué hemos comido?
—Una cosa deliciosa.
—Cal, ¿qué hemos comido?
En vez de responder, Cal apartó unos tallos de hierba salpicados de gotitas marrones y salió a un claro. En el centro de la zona sin hierba había una roca negra enorme. De pie a su lado distinguió una silueta infantil.
Ahí estás —pensó—. Te he buscado por todas partes.
Solo que no había sido una roca. Las rocas no se pueden perseguir. Había sido una niña.
Una niña. Mi niña. Mi responsabi…
—¿QUÉ HEMOS COMIDO? —Empezó a aporrear a su hermano, pero no tenía fuerza en los puños—. ¡DIOS MÍO! ¡OH, DIOS MÍO!
Cal la sentó en el suelo y la miró, sorprendido al principio y curioso después.
—¿Qué crees que hemos comido? —Miró al chico, que sonreía y movía la cabeza de un lado a otro, como se hace cuando alguien acaba de cometer una hilarante metedura de pata—. Beck… cariño… solo hemos comido un poco de hierba. Hierba, semillas y cosas así. Las vacas lo hacen a todas horas.
—Había una vez un granjero en la campiña —cantó el niño, y se tapó la boca con las manos para contener la risa. Tenía los dedos rojos.
—No te creo —dijo Becky con un hilo de voz. Estaba mirando la roca. Tenía tallas de figuras que bailaban por todas partes. Y sí, a la luz de aquel amanecer temprano parecían bailar de verdad, parecían moverse en espirales ascendentes como la hélice de una broca.
—En serio, Beck. El bebé está… está genial. A salvo. Toca la roca y lo verás. Lo entenderás. Toca la roca y te…
Miró al chico.
—¡Te redimirás! —gritó Tobin, y se rieron juntos.
Tal para cual, ríen igual, pensó Becky.
Caminó hacia la roca… extendió un brazo… y se echó hacia atrás. Lo que había comido no sabía a hierba. Sabía a sardinas. Sabía como el último trago dulce, salado y amargo de un margarita. Y como…
Como yo. Como lamer el sudor de mi propia axila. O… o…
Estalló en gritos. Trató de dar media vuelta, pero Cal la tenía agarrada por un brazo y Tobin por el otro. Al menos podría haberse librado del niño, pero Becky seguía muy débil. Y además estaba la roca. La roca también tiraba de ella.
—Tócala —susurró Cal—. Dejarás de estar triste. Verás que el bebé está bien. La pequeña Justine. Está mejor que bien. Está elemental. Becky, fluye.
—Sí —dijo Tobin—. Toca la roca. Ya verás. Dejarás de estar perdida aquí fuera. Entenderás a la hierba. Formarás parte de ella. Del mismo modo en que Justine forma parte de ella.
La escoltaron hasta la roca, que emitía un zumbido ajetreado. Feliz. Del interior de la piedra emanaba el resplandor más bello que pudiera imaginarse. Fuera, los diminutos hombres y mujeres de palitos bailaban levantando sus brazos de palito al cielo. Había música. Becky pensó: Toda carne es hierba.
Becky DeMuth abrazó la roca.