En algún lugar, un perro ladró: bup-bup. Se oyeron martillazos, un fuerte golpe tras otro llamando a Becky de vuelta a la conciencia.
Tenía los labios secos y agrietados, y volvía a estar sedienta. Sedienta y hambrienta. Se sentía como si le hubieran dado unas cuantas docenas de patadas en el estómago.
—Cal —susurró—. Cal.
—Tienes que comer algo —dijo él, y le puso una tira de algo frío y salado en la boca. Tenía los dedos llenos de sangre.
Si Becky no hubiera estado tan fuera de sí, quizá le habrían dado arcadas. Pero aquel bocado sabía bien, salado pero con un punto dulce, y tenía la textura grasa de una sardina. Incluso olía un poco a sardina. Lo sorbió con el mismo afán con que había sorbido la camiseta mojada de Cal.
Cal dio un hipido mientras ella chupaba aquella tira de lo que parecía un espagueti, se la metía en la boca y la tragaba. Le dejó un regusto agrio, pero hasta eso le resultó agradable. Era el equivalente gastronómico al sabor que quedaba después de tomarse un margarita y lamer un poco de sal del borde de la copa. El hipido de Cal sonó casi como un sollozo risueño.
—Dale otro trozo —dijo el niño, inclinándose por encima del hombro de Cal.
Cal le dio otro trozo.
—Ñam, ñam. Adentro, nena.
Becky tragó y cerró los ojos de nuevo.