XII

Y allí estaba Cal, en la cenicienta luz del amanecer, observándola desde arriba. Tenía la mirada nítida y ansiosa.

—No intentes moverte —dijo—. Quédate quieta. Descansa. Estoy aquí.

Cal, descamisado, se arrodilló junto a ella. Su pecho huesudo se veía muy blanquecino en la deslustrada penumbra. Tenía el rostro muy quemado por el sol y le había salido una ampolla en la punta de la nariz, pero aparte de eso parecía estar bien y descansado. No, más que eso: parecía que le hervía la sangre en las venas.

—El bebé —intentó decir Becky, pero lo único que salió de su garganta fue un chasquido rasposo, el sonido de alguien intentando forzar una cerradura oxidada con ganzúas igual de oxidadas.

—¿Tienes sed? Seguro que sí. Toma. Coge esto. Póntelo en la boca. —Le metió entre los labios un extremo retorcido de su camiseta. La había empapado de agua y la había enrollado hasta formar una cuerda.

Becky sorbió desesperada, como una lactante hambrienta.

—No —dijo Cal—. No más, o te pondrás enferma. —Retiró la húmeda cuerda de algodón y dejó a Becky dando bocanadas como un pez en un balde.

—Bebé —susurró.

Cal le dedicó su mejor sonrisa de payaso, la que siempre la hacía reír.

—¿Verdad que es un encanto? La tengo yo. Es perfecta. ¡Recién salida del horno y justo en su punto!

Se inclinó hacia un lado y levantó un fardo envuelto en la camiseta de otra persona. Becky vio la punta azulada de una naricita asomando de la mortaja. No, no era una mortaja. Las mortajas eran para los cadáveres. Era un arrullo. Becky había dado a luz en aquel lugar, entre la hierba alta, y ni siquiera había tenido que refugiarse en un pesebre.

Cal, como de costumbre, habló como si tuviera línea directa con los pensamientos privados de ella.

—Ahí está mi pequeña Virgen María. ¡Espero que los Reyes Magos no tarden en aparecer! ¡Me pregunto qué regalos nos traerán!

Por detrás de Cal apareció un chico pecoso con la piel quemada y los ojos un poco separados. También iba descamisado. La camiseta que envolvía al bebé debía de ser de él. El chico se inclinó, con las manos en las rodillas, para contemplar a la hija de Becky.

—¿Verdad que es maravillosa? —preguntó Cal, enseñándosela.

—Deliciosa —dijo el niño.

Becky cerró los ojos.

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