Cuando Becky levantó la cabeza no supo si el sol estaba saliendo o poniéndose, y le dolía la barriga como si se estuviera recuperando después de una semana de gastroenteritis. Se secó el sudor de la cara con el dorso de un brazo, se levantó y salió de la hierba en dirección al coche. Suspiró de alivio al comprobar que las llaves seguían en el contacto. Becky salió del aparcamiento y siguió carretera arriba, conduciendo sin prisa.
Al principio no sabía hacia dónde iba. Le costaba pensar con aquellas oleadas de dolor en el abdomen. A veces era una leve palpitación, las quejas de unos músculos que habían hecho un sobreesfuerzo; otras veces se intensificaba sin aviso para convertirse en un dolor agudo y, de algún modo acuoso que le atravesaba las entrañas y ardía en su entrepierna. Tenía el rostro caliente y febril, y ni siquiera conducir con las ventanillas bajadas lograba refrescarla.
Empezaba a anochecer de verdad y los últimos estertores del día le llevaron el olor de los céspedes recién cortados, de las barbacoas de los patios traseros, de las chicas preparándose para acudir a sus citas y de los niños jugando a béisbol bajo los focos. Becky recorrió las calles de Durham bajo el apagado brillo rojo del sol, que recordaba a un goterón de sangre en el horizonte. Dejó atrás el parque Stratham, donde había entrenado con su equipo de atletismo en el instituto. Dobló por el campo de béisbol. Un bate de aluminio tintineó. Los niños gritaron. Una silueta oscura corrió hacia la primera base con la cabeza agachada.
Becky condujo distraída, recitando para sí misma uno de sus epigramas sin ser muy consciente de estar haciéndolo. Canturreó en voz baja el más viejo que había encontrado mientras investigaba para su trabajo de literatura, un epigrama escrito mucho antes de que evolucionaran hacia otras rimas más picantes, aunque ya apuntaba maneras:
Una chica se escondió en la hierba alta —canturreó.
Y asaltaba a cualquier chico que pasara.
Igual que las leonas devoran gacelas,
los hombres caían rendidos ante ella,
y no había ninguno que no degustara.
Una chica, pensó casi por azar. Su chica. Entonces recordó lo que estaba haciendo. Había salido a buscar a su chica, a la que en teoría estaba haciendo de niñera y, ¡Oh, Dios, mío!, menuda mierda: la niña se había escapado de casa y Becky tenía que encontrarla antes de que volvieran sus padres, y estaba anocheciendo deprisa y ni siquiera recordaba cómo se llamaba la niñata esa.
Se esforzó por recordar cómo había podido ocurrir aquello. Durante un segundo, su memoria a corto plazo parecía un enorme blanco. Entonces cayó en la cuenta. La niña quería columpiarse en el patio trasero y Becky le había dicho: «Vale, ve» casi sin prestar atención. Estaba ocupada cruzando mensajes de texto con Travis McKean. Estaban discutiendo. Becky ni siquiera oyó cómo se cerraba la puerta con mosquitera que daba al patio.
y que le digo a mi madre, dijo Travis, si no se ni si quiero seguir en la facultad no hablemos de formar una familia. Y esta otra perla: si nos casamos tambien tendre que decirle SI QUIERO a tu hermano? xq siempre esta sentado en tu cama leyendo revistas de skatbord, lo raro es que no estuviera mirando la noche que te deje preñada. Si quieres formar una familia hazlo con el.
Becky había soltado un grito débil desde el fondo de su garganta y había arrojado el teléfono contra la pared, donde dejó una marca en el yeso. Confió en que los padres volvieran borrachos y no lo notaran. (¿Quiénes eran los padres, por cierto? ¿De quién era aquella casa?) Beck se había acercado al ventanal que daba al patio trasero, apartándose el pelo de la cara e intentando recobrar la compostura… y vio el columpio vacío mecido por un viento suave, y oyó el tenue rechinar de las cadenas. La puerta de la verja trasera que daba al camino estaba abierta.
Salió a la tarde que olía a jazmín y gritó. Gritó en el camino. Gritó en el patio. Gritó hasta que le dolió el estómago. Se plantó en el centro de la carretera desierta y gritó: «¡Eh, niña, eh!» con las manos alrededor de la boca. Recorrió el bloque de viviendas y se metió en la hierba, donde estuvo lo que le parecieron días apartando sus altos tallos, buscando a la niña perdida, a su responsabilidad perdida. Cuando por fin salió, su coche estaba esperándola y arrancó. Y allí estaba, conduciendo sin rumbo, oteando las aceras mientras un pánico desesperado y animal se acumulaba en su interior. Había perdido a su niña. Su niña se había alejado de ella (niña caprichosa, responsabilidad perdida) y quién sabía lo que podía pasarle, lo que podía estar pasándole en aquel momento. La incertidumbre le provocaba dolor de estómago. Le provocaba mucho dolor de estómago.
Una bandada de pajaritos cruzó la oscuridad por encima de la calzada.
Becky tenía la garganta seca. ¡Mierda! Tenía tanta sed que casi no lo soportaba.
El dolor la acuchilló, entró y salió de ella como un amante.
Cuando volvió a pasar por delante del campo de béisbol, los jugadores ya se habían ido a casa. Partido suspendido a causa de la oscuridad, pensó, una frase que le erizó los pelos de los brazos, y fue entonces cuando oyó los gritos de una niña.
—¡BECKY! —llamó la cría—. ¡ES HORA DE CENAR! —Como si fuese Becky quien se había perdido—. ¡TIENES QUE VENIR A CASA A CENAR!
—PERO ¿QUÉ HACES, NIÑA? —replicó Becky a voz en grito, mientras aparcaba con dos ruedas sobre el bordillo—. ¡VEN AQUÍ! ¡VEN AQUÍ AHORA MISMO!
—¡TENDRÁS QUE COGEEERME! —gritó la niña en tono jocoso—. ¡SIGUE MI VOZ!
Los gritos parecían llegar desde el otro extremo del campo, donde la hierba estaba alta. ¿Allí no había mirado ya? ¿No había pisoteado aquella hierba para buscarla? ¿No se había perdido ella misma entre aquellos tallos?
—¡HABÍA UNA VEZ UN GRANJERO EN LA CAMPIÑA! —gritó la niña.
Becky empezó a cruzar el campo de béisbol. Dio un par de pasos y tuvo una sensación de desgarro en el útero que le arrancó un grito.
—¡QUE SE COMIÓ UN SAQUITO DE SEMILLAS! —trinó la niña con la voz en vibrato por la risa descontrolada.
Becky se detuvo, exhaló el dolor y, cuando por fin empezó a remitir, avanzó un paso con cautela. El dolor volvió de inmediato, más intenso que antes. Tuvo la sensación de que algo se rebanaba en su interior, como si sus intestinos fueran una sábana tensa que empezaba a rasgarse por el centro.
—Y AUNQUE NO TE LO CREAS TE ASEGURO —vociferó la niña—, ¡QUE LE SALIERON MIL HIERBAS DEL CULO!
Becky sollozó de nuevo, dio un tercer paso vacilante, casi hasta la segunda base, con la hierba ya no muy lejos, y entonces otro latigazo de dolor la hizo caer de rodillas.
—¡Y LE BROTÓ MALEZA EN LA PILILA! —gritó la niña con la voz entrecortada por la risa.
Becky aferró el fofo y vacío odre de su estómago, cerró los ojos, bajó la cabeza, esperó a que se le pasara y, cuando empezó a notar una leve mejoría, abrió los ojos…