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De cerca, saltaba a la vista que la roca no era originaria de Kansas. Tenía la superficie negra y reluciente de la piedra volcánica. La luz de la Luna le confería una pátina iridiscente a sus superficies angulosas, provocando reflejos en tonos de jade y perla.

Los hombres y las mujeres de palitos bailaban cogidos de la mano, entre ondas de hierba. Cal no habría sabido decir si las imágenes estaban talladas en la piedra o pintadas.

Desde allí, a ocho pasos, daban la impresión de flotar unos milímetros por encima de la superficie de aquel enorme fragmento de-algo-que-probablemente-no-era-obsidiana.

A seis pasos, parecían encontrarse suspendidos apenas por debajo del material negro y reluciente: unos objetos esculpidos a partir de la luz, como hologramas. Era imposible mantener el enfoque. Era imposible apartar la mirada.

A cuatro pasos de distancia, Cal pudo oír la roca. Emitía un suave zumbido, como el filamento electrificado de una lámpara de tungsteno. Sin embargo, Cal no podía sentirlo: no era consciente de que el lado izquierdo de su cara empezaba a enrojecer como si el sol le quemara. No tenía la menor sensación de calor.

Aléjate de ella, pensó, pero curiosamente encontró difícil dar un simple paso atrás. Parecía que sus pies ya no se movían en esa dirección.

—Creía que ibas a llevarme con Becky.

—Te he dicho que íbamos a ver cómo está. Es lo que estamos haciendo. Le consultaremos a la piedra.

—Me trae sin cuidado tu maldita… Solo quiero a Becky.

—Si tocas la roca, ya no estarás perdido —dijo Tobin—. Nunca volverás a estar perdido. Te redimirás. ¿No es genial? —añadió y, con un gesto distraído, se quitó la pluma negra que todavía llevaba pegada en la comisura de los labios.

—No —replicó Cal—. No me lo parece. Prefiero seguir perdido. —Tal vez fuera solo producto de su imaginación, pero el zumbido parecía cada vez más intenso.

—Nadie prefiere seguir perdido —dijo el chico, amable—. Becky no quiere seguir perdida. Ha tenido un aborto. Si no la encuentras, lo más seguro es que muera.

—Mientes —dijo Cal sin ninguna convicción.

Tal vez avanzara medio paso. Del centro de la roca había empezado a emanar una luz suave y fascinante, por detrás de los muñecos flotantes… Como si la vibración de tungsteno procediera de debajo de la piedra, a medio metro más o menos, y alguien estuviera suministrándole más potencia poco a poco.

—No miento —dijo el chico—. Si te acercas, podrás verla tú mismo.

En el cuarzo ahumado del interior de la roca distinguió las facciones neblinosas de un rostro humano. Al principio pensó que estaba viendo su propio reflejo pero, aunque la imagen se le parecía, no era él. Era Becky, con los labios tensos en un rictus canino de dolor. Tenía un lado de la cara lleno de pegotes de mugre. Los tendones de su cuello estaban tensos.

—¿Beck? —dijo, como si su hermana pudiera oírlo.

No logró resistir la tentación de dar otro paso e inclinarse para ver mejor. Había levantado las manos al frente con las palmas por delante, en una especie de gesto de no me acerco más, pero no sintió las ampollas que empezaban a formarse a causa de lo que fuese que irradiaba aquella piedra.

No, demasiado cerca, pensó y, al hacer el ademán de retroceder, no lo consiguió. Al contrario, los talones le resbalaron como si estuviera sobre un montículo de tierra blanda que cedía bajo sus pies. Solo que el terreno era llano: si resbaló hacia delante fue porque la piedra lo había capturado con su propia gravedad y seguía tirando de él como un imán atrae las limaduras de hierro.

Al fondo de la inmensa y angulosa bola de cristal que era la gran piedra, Becky abrió los ojos y pareció mirar a Cal, entre maravillada y temerosa.

El zumbido creció en su mente.

El viento se alzó al unísono. La hierba se meció de un lado a otro, en éxtasis.

En el último instante, Cal comprendió que se estaba quemando, que su piel se achicharraba en aquel clima antinatural que envolvía la roca. Supo que cuando tocara la piedra sería como apoyar las manos en una sartén caliente, y empezó a gritar…

… y paró, porque el sonido quedó atrapado en su garganta que, de pronto, se había oprimido.

La piedra no estaba caliente. Estaba fría. Tenía un frescor delicioso y Cal apoyó la cara en su superficie, como un peregrino agotado que por fin ha llegado a su destino y puede descansar.

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