IX

Durante un rato se oyó la alarma de un coche. Luego cesó. El sonido entró en los oídos de Becky pero no encontró conexión con su cerebro. Se arrastró por el suelo. Lo hizo sin pensar. Cada vez que sufría un nuevo calambre, se quedaba quieta con la frente hundida en el barro y el culo levantado, como un fiel que adora a Alá. Cuando se le pasaba el calambre, se arrastraba un poco más. Tenía el pelo lleno de fango y pegado a la cara, y las piernas empapadas de lo que fuera que seguía saliendo de su cuerpo. Notaba cómo escapaba de ella, pero no le dedicó más atención que a la alarma del coche. Iba lamiendo agua de la hierba mientras se arrastraba, moviendo la cabeza de un lado a otro y dando lengüetadas de serpiente, zup-zup. Lo hacía sin pensar.

Salió la Luna, inmensa y anaranjada. Becky giró la cabeza para mirarla y, al hacerlo, notó el peor calambre de todos. Y este no se le pasaba. Rodó sobre sí misma hasta apoyar la espalda en el barro y se quitó los pantalones cortos y las bragas. Ambos estaban empapados de algo oscuro. Por fin llegó un pensamiento claro y coherente que cruzó su cerebro como un relámpago: ¡El bebé!

Se quedó tumbada de espaldas en la hierba, con la ropa ensangrentada en los tobillos, las piernas abiertas y las manos en el vientre. Un fluido de la misma consistencia que el moco se escurrió entre sus dedos. Entonces la invadió un retortijón paralizante, y con él salió de su cuerpo algo duro y redondo. Un cráneo. Su curvatura encajó en las manos de Becky con una perfección exquisita. Era Justine (si era chica) o Brady (si era chico). Había mentido a todos al decir que no había tomado una decisión; sabía desde el principio que iba a quedarse con el bebé.

Trató de aullar, pero no logró emitir más sonido que un jaaahhh. La Luna la contemplaba, como un ojo de dragón inyectado en sangre. Becky empujó con todas sus fuerzas, con la barriga dura como un tablón y hundiendo el culo en el terreno enfangado. Algo se desgarró. Algo se deslizó. Algo llegó a sus manos. De pronto, sintió un vacío allí abajo, un gran vacío, pero al menos tenía las manos llenas.

Alzó el bebé salido de su cuerpo a la roja luz de la Luna mientras pensaba: No pasa nada. Hay mujeres que dan a luz en prados por todo el mundo.

Era Justine.

—Hola, preciosa —susurró—. Pero qué pequeñita eres…

Y qué calladita.

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