VIII

Con la última luz del día, Cal se sentó en la hierba y se secó las lágrimas de las mejillas.

No se permitió un sollozo propiamente dicho. Solo se dejó caer sobre las nalgas después de ni se sabía cuánto tiempo vagando en vano y llamando a Becky, que ya llevaba mucho sin responder. Y pasó un rato allí, sintiendo el hormigueo en sus ojos húmedos y su propia respiración entrecortada.

El anochecer fue espectacular. El cielo era de un azul oscuro y solemne, casi negro, y el resplandor infernal de unas brasas casi apagadas iluminaba el horizonte por el oeste, detrás de la iglesia. De vez en cuando, cuando reunía las fuerzas necesarias y se convencía de que servía para algo, Cal saltaba para verla.

Las zapatillas de deporte estaban tan empapadas que pesaban mucho y le dolían los pies. Le picaba la cara interior de los muslos. Se quitó la zapatilla derecha y dejó caer de su interior un chorrito de agua sucia. No llevaba calcetines, y sus pies desnudos tenían el blanco cadavérico y la complexión marchita de un cuerpo ahogado.

Se quitó la otra zapatilla, pero vaciló antes de vaciarla. Se la acercó a los labios, inclinó la cabeza hacia atrás y dejó caer en su lengua un líquido arenoso que sabía igual que sus pies malolientes.

Había oído a Becky y al Hombre muy lejos, entre la hierba. Había escuchado la voz jubilosa e intoxicada del Hombre, que casi parecía estar dando lecciones a su hermana, aunque Cal no había podido comprender casi nada de lo que decía. Algo sobre una roca. Algo sobre unos hombres que bailaban. Algo sobre la sed. Un verso de una vieja canción folk. ¿Qué era lo que había cantado? Veinte años escribiendo y te ponen en el turno de noche. No, no era así, pero se parecía. Cal nunca había sido un gran experto en música folk: a él le iban más los RUSH. Habían recorrido todo el país con su Permanent Waves.

Después había oído golpes y forcejeos entre la hierba, los gritos ahogados de Becky y los discursos que le soltaba el hombre. Por último, llegaron gritos… gritos que se parecían terriblemente a gritos de júbilo. Pero no eran de Becky, sino del Hombre.

En aquel momento Cal se había puesto histérico, había corrido y saltado y chillado para llamarla. Gritó y corrió durante mucho tiempo antes de lograr controlarse, antes de obligarse a detenerse y escuchar. Se había agachado, con las manos en las rodillas y la garganta irritada por la sed, y había prestado atención al silencio.

La hierba se calmó.

—¿Becky? —había vuelto a llamarla con voz ronca—. ¿Beck?

No recibió más respuesta que el viento siseando al colarse entre los tallos.

Anduvo un poco más. La llamó de nuevo. Se sentó. Trató de no estallar en llanto.

Y el anochecer fue espectacular.

Rebuscó en sus bolsillos a la desesperada, por centésima vez, sumido en la terrible fantasía de encontrar una seca y rugosa barrita de chicle Juicy Fruit. Había comprado un paquete de chicles en Pennsylvania, pero entre él y Becky se los habían terminado antes de llegar a Ohio. Comprar chicle era tirar el dinero. El intenso golpe cítrico de azúcar se pasaba enseguida y…

… palpó una cartulina rígida y sacó del bolsillo una carterita de cerillas. Cal no fumaba, pero se las habían regalado en el bar que había enfrente del dragón Kaskaskia, en Vandalia. En la lengüeta había una fotografía del dragón de diez metros construido en acero inoxidable. Becky y Cal, después de comprar un puñado de fichas, habían dedicado gran parte de la sobremesa a alimentar al gran dragón metálico, viendo cómo arrojaba chorros de propano ardiente por el hocico. Cal imaginó al dragón aterrizando en aquel prado y casi se mareó de placer con la idea de que exhalara una columna de fuego sobre la hierba.

Giró la carterita de cerillas en la mano, sintiendo la cartulina seca contra el pulgar.

Quema el campo —pensó—. Quema el puto campo. Si le pegaba fuego, la hierba alta ardería igual que la paja…

Visualizó un río de hierba en llamas, chispas brillantes y jirones de vegetación calcinada elevándose por los aires. Era una imagen tan potente que, si cerraba los ojos, casi podía olerla, casi podía percibir el reconfortante hedor de los tallos quemándose a finales de verano.

¿Y si las llamas se volvían en su contra? ¿Y si alcanzaban a Becky, dondequiera que estuviese? ¿Y si su hermana estaba inconsciente y la despertaba el fuerte olor de su propio pelo al arder?

No. Becky huiría del incendio. Él también huiría del incendio. Se le había metido en la cabeza que tenía que hacerle daño a la hierba, demostrarle que no pensaba aguantar más mierda, y así ella le permitiría (les permitiría) marcharse. Cada vez que unas hebras le acariciaban la cara, Cal tenía la sensación de que lo hacían para fastidiarle, para burlarse de él.

Cal se levantó, con las piernas doloridas, y tiró de unos tallos para intentar arrancarlos. Eran bastos y rugosos como cuerdas viejas y duras. Le hicieron heridas en las manos, pero logró arrancar algunos y los partió para formar un montón y arrodillarse ante él como un penitente frente a su altar privado. Separó una cerilla, la apoyó contra la franja áspera del librito, dobló la lengüeta contra ella para que no bailara y tiró de ella. Brotó una llama. Cal tenía la cara muy cerca e inhaló un ardiente olor a azufre.

Pero en el mismo instante en que la cerilla tocó la hierba, densa y húmeda, con sus tallos impregnados de savia y cargados de un rocío que nunca se secaba, se apagó.

Cal encendió una segunda cerilla con la mano temblorosa.

El fósforo emitió un silbido al entrar en contacto con la hierba y apagarse. ¿Jack London no había escrito un relato sobre eso?

Y otra. Y otra. Cada cerilla soltaba una volutita de humo al entrar en contacto con la vegetación mojada. Una de ellas ni siquiera llegó hasta la hierba, ya que la suave brisa la apagó antes, inmediatamente después de encenderla.

Al final, cuando ya solo le quedaban seis cerillas, encendió una y, desesperado, la acercó a la carterita. La cartulina prendió con un fogonazo y Cal la dejó caer sobre el montón de hierba, que tenía los bordes chamuscados pero seguía húmeda. La carterita se mantuvo un instante en la cima del montículo de hojas amarillentas, alimentando una resplandeciente lengua de fuego.

Entonces la carterita quemó un agujero en la hierba empapada, cayó al fango y se apagó.

Cal dispersó el montón de hierba dando patadas y más patadas, poseído por una terrible desesperación enfermiza. Era la única forma de evitar el llanto.

Después se sentó y permaneció quieto, con los ojos cerrados y la frente apoyada en una rodilla. Estaba agotado y quería descansar; quería tumbarse y ver cómo aparecían las estrellas. Sin embargo, no le apetecía hundirse en aquel barro pegajoso, ni que se le metiera entre el pelo, ni que empapara la espalda de su camisa. Ya iba bastante sucio. Sus piernas descubiertas estaban llenas de cortes que le habían producido los bordes afilados de la hierba. Pensó en intentar de nuevo regresar a la carretera antes de quedarse sin luz, pero casi no era capaz ni de levantarse.

Lo que acabó logrando que lo hiciera fue el repentino sonido lejano de la alarma de un coche. Pero no era una alarma cualquiera, no. Aquella alarma no hacía ua-ua-ua como la mayoría de alarmas, sino que aquella alarma hacía UIII-ong, UIII-ong, UIII-ong. Por lo que él sabía, los únicos coches que rebuznaban de ese modo ante una intrusión, mientras encendían y apagaban los faros, eran los Mazda antiguos.

Como el que estaban usando Becky y él para cruzar el país.

UIII-ong, UIII-ong, UIII-ong.

Tenía las piernas molidas, pero aun así logró dar otro salto. La carretera volvía a estar más cerca (no es que importara), y sí, alcanzó a ver unos focos parpadeantes. No vio mucho más, pero tampoco lo necesitaba para deducir lo que estaba ocurriendo. Los habitantes de aquel tramo de carretera debían de saberlo todo acerca del prado de hierba alta que crecía al otro lado de la iglesia y la bolera abandonada. Seguro que sus propios niños tenían prohibido cruzar la carretera. Y cuando algún turista de paso oía que alguien pedía ayuda a gritos y se adentraba en la hierba alta, decidido a hacer de buen samaritano, los lugareños visitaban los coches y los despojaban de todo lo que valiera la pena.

Deben de estar encantados con este viejo prado. Y deben de temerlo. Y adorarlo. Y…

Trató de bloquear la conclusión lógica, pero fue incapaz.

Y ofrecerle sacrificios. ¿El botín que se llevan de los maleteros y las guanteras? Un extra sin importancia.

Ansiaba ver a Becky. Dios, cómo ansiaba ver a Becky. Y Dios, cómo ansiaba comer algo. No sabía qué ansiaba más.

—¿Becky? ¿Becky?

Nada. En lo alto ya titilaban las estrellas.

Cal se dejó caer de rodillas y apretó las manos contra el suelo esponjoso hasta que afloró más agua. La bebió intentando filtrar la tierra entre los dientes. Si Becky estuviera conmigo, tal vez lo solucionaríamos. Sé que podríamos. Porque tal para cual, piensan igual.

Sorbió más agua, aunque esta vez se olvidó de filtrarla y tragó más arena. Y también algo que se retorcía. Un insecto, o quizá un gusano pequeño. En fin, ¿qué más daba? Todo era proteína, ¿no?

—Jamás la encontraré —dijo Cal. Observó la hierba que se mecía en la creciente oscuridad—. Porque tú no vas a permitirlo, ¿verdad? Te dedicas a separar a las personas que se quieren, ¿no? Nos harás dar vueltas y más vueltas en círculos, llamándonos el uno al otro, hasta que nos volvamos locos.

Solo que Becky había dejado de llamar. Como había ocurrido antes con la Madre del niño, Becky había desapar…

—No tiene por qué ser así —dijo una vocecilla clara.

Cal se volvió rápidamente. Era un niño pequeño con la ropa llena de barro. Tenía el rostro enjuto y sucio. El niño sostenía un cuervo muerto por una de sus patas amarillas.

—¿Tobin? —susurró Cal.

—Ese soy yo.

El chico se llevó el cuervo a la boca y hundió el rostro en su vientre. Las plumas crujieron. El cuervo movió su cabeza muerta arriba y abajo, como diciendo: Eso es, entra, llega hasta el meollo del asunto.

Cal habría jurado que el último salto lo había dejado demasiado exhausto para actuar, pero el horror impone sus propios mandatos y Cal pasó a la acción de todos modos. Arrancó el cuervo de las manos fangosas del chico, apenas consciente de los intestinos que se desplegaban desde la panza abierta. Sin embargo, sí se fijó en la pluma que se quedó adherida a un lado de la boca del chico. Eso lo vio con total nitidez, incluso en la penumbra.

—¡No puedes comerte eso! ¡Dios mío, chico! ¿Estás loco o qué?

—Loco no, solo hambriento. Y los cuervos no están mal. No pude comerme nada de Freddy. Le quería mucho, ¿sabes? Papá sí que se comió una parte, pero yo no. Claro que entonces aún no había tocado la roca. Cuando tocas la roca (o la abrazas, da igual), puedes ver. Sabes un montón de cosas más. Pero también te da más hambre. Y como dice Papá, «Pájaro que vuela, a la cazuela». Después de ir a la roca nos hemos separado, pero dice que podemos volver a encontrarnos siempre que queramos.

Cal se había quedado pillado con lo de antes.

—¿Freddy?

—Era nuestro golden retriever. No veas lo bien que atrapaba el platillo volador, como los perros de la tele. Aquí dentro es más fácil encontrar las cosas cuando están muertas. El prado no mueve por ahí las cosas muertas. —Sus ojos brillaron en la oscuridad y miró el cuervo destrozado que sostenía Cal—. Creo que la mayoría de los pájaros se mantienen alejados de la hierba. Creo que lo saben y se lo cuentan entre ellos. Pero algunos no hacen caso. Los cuervos son los que menos caso hacen, supongo, porque aquí dentro hay bastantes de ellos muertos. Si te das una vuelta, los encuentras.

Cal dijo:

—Tobin, ¿nos has atraído aquí a propósito? Dímelo. No me enfadaré. Apuesto a que te obligó tu padre.

—Cuando llegamos nosotros, oímos a alguien gritar. Una niña pequeña. Dijo que se había perdido. Por eso entramos. Funciona así. —Hizo una pausa—. Supongo que mi padre ha matado a tu hermana.

—¿Cómo sabes que es mi hermana?

—La roca —respondió el niño como si fuera evidente—. La roca te enseña a escuchar a la hierba, y la hierba alta lo sabe todo.

—Entonces debes de saber si está muerta o no.

—Podría averiguarlo —dijo Tobin—. No. Puedo hacer algo mejor: te lo puedo enseñar. ¿Quieres que vayamos a ver? ¿Quieres saber cómo está? Vamos, sígueme.

Sin esperar respuesta, el chico dio media vuelta y se internó en la hierba. Cal soltó el cuervo muerto y salió corriendo tras el niño para no perderlo de vista ni un segundo. Si se le escapaba, vagaría para siempre por aquel prado sin volver a verlo. «No me enfadaré», le había dicho a Tobin, pero en realidad ya estaba enfadado. Muy enfadado. No lo suficiente para matar a un niño, por supuesto (probablemente por supuesto), pero tampoco iba a permitir que el pequeño Judas se marchara como si nada.

Pero eso es precisamente lo que ocurrió porque por encima de la hierba se alzó la Luna, grande y naranja. Parece embarazada, pensó Cal, y, cuando bajó de nuevo la mirada, Tobin había desaparecido. Cal obligó a sus cansadas piernas a correr, apartando la hierba a manotazos y llenándose los pulmones de aire para llamar al niño. Hasta que no quedó más hierba que apartar. Había llegado a un claro, a un claro de verdad, no una zona de hierba aplastada. En el centro, una enorme roca negra sobresalía del suelo. Tenía el tamaño de una camioneta y estaba cubierta de tallas que representaban a diminutos hombres hechos de palitos que bailaban. Eran de color blanco y parecían flotar. Parecían moverse.

Tobin, que estaba de pie junto a la roca, alargó un brazo y la tocó. Sintió un escalofrío, que a Cal no le pareció fruto del miedo sino del placer.

—Madre mía, qué bien sienta. Vamos, Cal, prueba tú —le animó.

Cal se acercó a la roca.

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