Aunque estaba aterrorizada, en cuanto vio a aquel loco apartando la hierba y quedándose plantado frente a ella, Becky supo quién debía de ser. Llevaba ropa de turista: unos pantalones de color caqui y unos mocasines llenos de barro. Aunque la pista definitiva era la camiseta. Incluso manchada de barro y cubierta por una corteza de color granate oscuro que sin duda era sangre, se distinguía el dibujo de una cuerda enrollada como un ovillo de espaguetis, y Becky supo qué palabras llevaba impresas encima: EL OVILLO DE CUERDA MÁS GRANDE DEL MUNDO, CAWKER CITY, KANSAS. ¿Acaso ella no tenía una camiseta igual, perfectamente doblada en su maleta?
El padre de Tobin. De carne (aunque manchada de barro y savia) y hueso.
—¡Vete! —Se levantó de un salto, protegiendo su barriga con las manos—. ¡Vete! ¡NO ME TOQUES!
Papá sonrió. Sus mejillas mostraban una barba incipiente y tenía los labios muy rojos.
—Tranquilízate. ¿Quieres ver a mi esposa? O, ¡mejor aún! ¿Quieres salir de aquí? Es fácil.
Becky lo miró boquiabierta. Cal estaba gritando, pero en aquel momento no le prestó atención.
—Si se pudiera salir, no te habrías quedado aquí dentro —le dijo Becky.
El hombre soltó una risita.
—Buena idea, mala conclusión. Iba con mi hijo. Ya he encontrado a mi mujer. ¿Quieres conocerla?
Becky no dijo nada.
—Tú misma —concluyó él, y le dio la espalda. Empezó a internarse en la hierba. No tardaría en desaparecer por completo, como había hecho su hermano, y Becky notó una punzada de pánico. Saltaba a la vista que el hombre estaba loco; solo había que fijarse en sus ojos o escuchar las frases que pronunciaba como si fueran mensajes de móvil. Pero era un ser humano.
El hombre se detuvo y se volvió de nuevo hacia ella, sonriendo de oreja a oreja.
—Olvidé presentarme. Un fallo. Ross Humbolt es cómo me llamo. De agente inmobiliario es lo que hago. De Poughkeepsie. Mi mujer es Natalie. El pequeño, Tobin. ¡Buen chico! ¡Listo! Tú eres Becky. Tu hermano, Cal. Última oportunidad, Becky. Acompáñame o muere. —Bajó la mirada hacia el vientre de Becky—. El bebé también.
No te fíes de él.
Becky no se fiaba, pero le siguió de todos modos, manteniendo lo que esperaba que fuese una distancia prudente.
—No tienes ni idea de hacia dónde vas.
—¿Becky? ¡Becky!
Era Cal. Pero muy lejos. En algún lugar de Dakota del Norte. Tal vez Manitoba. Supuso que debía responder a su llamada, pero tenía la garganta demasiado irritada.
—Yo estuve igual de perdido en la hierba que vosotros —dijo el hombre—. Pero ya no. Besé la piedra. —Se volvió un momento para dedicarle una mirada traviesa y demente—. También la abracé. Fsss. Entonces lo ves. Todos esos tipos menudos, bailando. Lo ves todo. Claro como el agua. ¿Regresar a la carretera? ¡Todo recto! ¡Zumbando! Mi mujer está aquí. Tienes que conocerla. Es un encanto. Prepara el mejor martini de toda América. Un tipo era tan espantajo que se salpicó de ginebra el ejem! Para no fallar el chut, le añadió vermut. Supongo que ya sabes cómo termina. —Le guiñó un ojo.
En el instituto, Becky se había apuntado a una optativa de gimnasia llamada «Autodefensa para chicas». Trató de recordar lo que le habían enseñado, pero no pudo. Lo único que recordaba…
Al fondo de su bolsillo derecho tenía un llavero. La llave más larga y gruesa de todas abría la puerta delantera de la casa donde habían crecido ella y su hermano. La separó de las otras y la sostuvo con firmeza entre los dos primeros dedos.
—¡Aquí está! —proclamó Ross Humbolt con alegría mientras apartaba la hierba con las manos, como en las películas antiguas de exploradores—. ¡Saluda, Natalie! ¡Esta jovencita va a tener un churumbel!
Detrás de las altas briznas de hierba que el hombre sostenía abiertas había salpicaduras de sangre y Becky quiso detenerse pero sus pies la llevaban y él incluso se apartó un poco para dejarla pasar como en esas otras películas antiguas en las que el galán dice «Después de ti muñeca» y entran en el pintoresco club nocturno donde toca un cuarteto de jazz solo que aquello no era un pintoresco club nocturno sino un claro de hierba pisoteada donde esa mujer Natalie Humbolt si es que se llamaba así de verdad estaba tendida en una postura imposible y con los ojos hinchados y el vestido levantado mostrando unos enormes socavones rojos en los muslos y Becky supuso que ya sabía por qué Ross Humbolt de Poughkeepsie tenía los labios tan rojos y por qué a Natalie le faltaba un brazo que había sido arrancado por el hombro y tirado unos tres metros más allá sobre un pequeño claro donde la hierba empezaba a crecer de nuevo y en el brazo había más socavones rojos y enormes y el rojo aún parecía húmedo porque… porque…
Porque ha muerto hace poco —pensó Becky—. La oímos gritar. La oímos morir.
—Mi familia ya lleva un tiempo aquí —dijo Ross Humbolt en tono de confidencia amistosa mientras sus dedos manchados de verde rodeaban el cuello de Becky. El hombre soltó un hipido—. Puede entrarte hambre. ¡Y aquí no hay McDonald’s! Ni uno. Se puede beber el agua que sale de la tierra. Es arenosa y da vomitona de lo tibia que está, pero al cabo de un tiempo lo único que te importa es que llevas días aquí metido. Pero ahora estoy lleno. Me he dado un buen atracón. —Acercó mucho sus labios manchados de sangre a la oreja de Becky, y su barba de varios días le hizo cosquillas mientras le susurraba—: ¿Quieres ver la roca? ¿Quieres yacer desnuda sobre ella y sentirme dentro de ti, bajo las estrellas arremolinadas mientras la hierba corea nuestros nombres? Estoy hecho todo un poeta, ¿eh?
Becky intentó llenar los pulmones de aire para gritar, pero su tráquea no dejaba pasar ni un hilillo de voz. En sus pulmones se hizo un repentino y terrible vacío. El hombre hundió sus pulgares en la garganta de Becky, aplastando músculo, tendón y tejido blando. Ross Humbolt sonrió. Tenía manchas rojas en los dientes, pero su lengua era de un color entre verdoso y amarillo. Su aliento olía a sangre y también a césped recién cortado.
—La hierba tiene cosas que decirte. Solo debes aprender a escuchar. Tendrás que aprender a hablar en hierbalteño, preciosa. La roca sabe. Cuando hayas visto la roca, lo entenderás. He aprendido más de esa roca en dos días que en los veinte años que me tiré estudiando.
El hombre le estaba doblando la espalda hacia atrás, arqueando su columna. Becky se combó igual que un tallo alto de hierba frente al viento. El hálito verde del hombre volvió a inundarle la cara.
—Veinte años de escuela y me ponen en el turno malo —dijo, y rió—. Eso sí que era rock antiguo del bueno, ¿eh? Dylan. «Child of Yahveh.» «Bard of Hibbing.» ¿Sabes una cosa? La piedra que hay en el centro de este prado es roca antigua de la buena, pero es una roca sedienta. La pusieron a trabajar en el turno malo desde antes de que los hombres rojos cazaran en las Cuestas de Osage, desde que un glaciar la trajo aquí en la última glaciación y, joder cuanta sed tiene, chica.
Becky pensó en darle un rodillazo en las pelotas, pero le suponía demasiado esfuerzo. Lo máximo que podía hacer era levantar el pie unos centímetros y luego bajarlo de nuevo al suelo sin fuerza. Levantar el pie y bajarlo. Levantar y bajar. Becky parecía piafar a cámara lenta, como un caballo ansioso por salir de su compartimento.
En los límites de su visión explotaron constelaciones de chispas plateadas y negras. Estrellas arremolinadas, pensó Becky. Sintió una extraña fascinación al observar cómo nacían y morían nuevos universos, cómo aparecían y se apagaban. Comprendió que ella tampoco tardaría en apagarse. Y no parecía algo tan terrible. No requería acción inmediata.
Cal la llamaba a gritos desde muy lejos. Si antes estaba en Manitoba, ahora había descendido a una mina de Manitoba.
La mano de Becky se tensó en torno al llavero del bolsillo. Los dientes de algunas llaves se le clavaban en la palma de la mano. Le mordían.
—La sangre está bien, pero las lágrimas son mejores —dijo Ross—, para una vieja roca sedienta como esa. Y cuando te folle sobre la piedra, tendrá de las dos cosas. Ha de ser rápido, ojo. No quiero que el chaval me vea hacerlo. —Le apestaba el aliento.
Becky sacó la mano del bolsillo, con la punta de la llave de casa asomando entre sus dedos entre el índice y el corazón, y le dio un puñetazo a Ross Humbolt en toda la cara. Solo quería apartarle la boca para que no le echara el aliento encima. Se había hartado de oler aquella peste verde. Tenía el brazo muy débil y le salió un movimiento perezoso, casi amigable, pero la llave alcanzó a Ross por debajo del ojo izquierdo y le rasgó la mejilla dibujando un reguero de sangre.
El hombre se encogió y echó la cabeza hacia atrás. Aflojó sus manos sobre Becky que, por un momento, dejó de sentir aquellos pulgares hundidos en la piel suave de su garganta. Ross volvió a hacer presión casi al instante, pero Becky ya había logrado inhalar una bocanada sibilante de aire. Las chispas, las estrellas arremolinadas, que surgían y destellaban en la periferia de su visión, desaparecieron. Se le aclaró la mente, como si alguien le hubiera echado agua helada en la cara. Con el siguiente puñetazo que le propinó al hombre, proyectado desde el hombro, logró clavarle la llave en el ojo. Sus nudillos golpearon el hueso. La llave atravesó la córnea de Ross y se hundió en el centro líquido de su globo ocular.
El hombre no gritó. Emitió una especie de ladrido, como un gruñido agudo, y la empujó a un lado con fuerza. El hombre tenía los antebrazos quemados por el sol. Desde tan cerca, Becky reparó en que también se le había quemado la piel de la nariz, tanto que parecían salirle chispas. Ross hizo una mueca y mostró sus dientes manchados de color rosa y verde.
La mano de Becky descendió flácida después de soltar el llavero, que todavía colgaba de la cuenca ocular izquierda del hombre, mientras las otras llaves tintineaban y rebotaban en su mejilla sin afeitar. La sangre descendía por el lado izquierdo del rostro de Humbolt, y su ojo se había convertido en un agujero rojizo y brillante.
La hierba siseó alrededor de ellos. El viento arreció y los altos tallos se agitaron y azotaron a Becky en la espalda y las piernas.
Entonces, el hombre le asestó un rodillazo a Becky en la barriga. Becky sintió dolor, y algo peor que dolor, en la zona baja donde el abdomen se encuentra con la ingle. Fue una especie de contracción muscular, un retortijón, como si hubiera una cuerda anudada en torno a su útero y alguien la hubiera tensado de sopetón, dejándola más sujeta de lo que debía estar.
—¡Oh, Becky! ¡Sí, chica! ¡Hasta el culo…, ahora sí que estás de mierda hasta el culo! —gritó él con cierto matiz de burla en su voz.
Le propinó un segundo rodillazo en la barriga y luego un tercero. Cada impacto provocaba una detonación nueva, negra y venenosa en Becky. Está matando al bebé, pensó. Notó un chorrito de algo que resbalaba por la parte interna de su pierna izquierda. No sabía si era sangre u orina.
Bailaron juntos, la embarazada y el tuerto demente. Bailaron en la hierba, chapoteando, con las manos de él alrededor del cuello de ella. Habían rodeado a trompicones el cadáver de Natalie Humbolt dibujando un semicírculo. Becky reparó en el cadáver que tenía a la izquierda, vislumbró sus muslos blanquecinos, ensangrentados y mordidos, su arrugada falda vaquera y sus bragas de señora mayor que habían quedado a la vista, manchadas de savia. Y su brazo. El brazo de Natalie justo detrás de los pies de Ross Humbolt. El brazo arrancado de Natalie, sucio, (¿cómo había podido arrancárselo?, ¿retorciéndolo como un muslo de pollo?) descansaba con los dedos entrecerrados y las uñas sucias partidas.
Becky se arrojó contra Ross, embistiéndolo con todo su peso. El hombre dio un paso atrás y pisó el brazo, que rodó bajo su talón. Soltó un feroz rugido de angustia mientras caía, agarrado a Becky para derribarla con él. No le soltó el cuello hasta que dio con la espalda contra el suelo y sus dientes entrechocaron con un fuerte ¡clac!
Ross absorbió la mayor parte del impacto, y la masa protuberante de su barriga de padre de familia acomodada amortiguó la caída de Becky. Ella se apartó rápidamente y empezó a adentrarse en la hierba, a gatas.
Pero no podía moverse deprisa. Sus entrañas palpitaban con un peso horrible y una sensación tirante, como si se hubiera tragado un balón. Sintió ganas de vomitar.
Ross le atrapó el tobillo y tiró de él. Becky cayó de plano, sobre su sensible y herido abdomen. Una oleada de dolor desgarrador invadió su vientre y tuvo la sensación de que algo iba a explotar. Se dio con la barbilla en la tierra húmeda. Su visión se llenó de motas negras.
—¿Adónde crees que vas, Becky DeMuth? —Ella jamás le había dicho su apellido al hombre. Era imposible que lo supiera—. Volveré a encontrarte. La hierba me mostrará dónde te escondes y los pequeños bailarines me conducirán hasta ti. Ven. Ya no hace falta que vayas a San Diego. No hay decisión que tomar sobre el bebé. Está todo arreglado.
Se le aclaró la vista. Justo delante de ella, sobre una pequeña zona de hierba aplanada, vio un bolso de paja con su contenido desperdigado y, entre todos los objetos, distinguió unas tijeritas de manicura, tan pequeñas que más bien parecían unas pinzas. Las hojas de las tijeras estaban llenas de sangre, pegajosas. Becky no quiso pensar para qué las habría usado Ross Humbolt de Poughkeepsie ni para qué podía usarlas ella.
De todos modos, las guardó en una mano.
—Que vengas, he dicho —insistió Ross—. Ahora mismo, zorra. —Tiró de su pie.
Becky se retorció y volvió a arrojarse contra él, con las tijeras de manicura de Natalie Humbolt en el puño. Aporreó su cara, una vez, dos, tres, antes de que Ross empezara a gritar. Eran gritos de dolor pero, antes de que terminara con él, se transformaron en unas carcajadas histéricas. Becky pensó: El niño también se reía. Y después, durante un periodo bastante largo, no pensó en nada más. No hasta que salió la Luna.