Las direcciones se confundían en la hierba alta, y el tiempo también se confundía con ellas: un mundo imaginado por Dalí y dotado de sonido envolvente. Becky y Cal se perseguían la voz el uno al otro como dos niños cansados pero demasiado tercos para dejar de jugar al pilla-pilla y volver a casa para la cena. A veces, Becky parecía estar cerca y a veces lejos, pero Cal no llegó a verla nunca. De vez en cuando, el chico pedía ayuda a gritos, en una ocasión desde tan cerca que Cal saltó entre la hierba con los brazos extendidos para cogerlo antes de que desapareciera, aunque al final nunca había niño. Solo un cuervo con la cabeza y un ala arrancadas.
En este lugar no hay mañana ni noche —pensó Cal—, solo una tarde sin fin. Pero, al mismo tiempo que tenía este pensamiento, Cal constató que el azul del cielo empezaba a apagarse y que el suelo pantanoso que rodeaba sus pies enfangados se volvía más sombrío.
Si tuviéramos sombra, al menos esta se alargaría y podríamos utilizarla como guía para desplazarnos en la misma dirección —pensó. Pero no tenían sombra. No entre la hierba alta. Miró su reloj y no le sorprendió comprobar que se había parado pese a que era automático. Lo había detenido la hierba, estaba seguro. En la hierba había algún tipo de esencia maligna, alguna mierda paranormal al estilo de Fringe.
Habían dado las nada y media cuando Becky empezó a sollozar.
—¿Beck? ¿Beck?
—Necesito descansar. Cal, voy a sentarme. Estoy muerta de sed y empiezo a tener calambres.
—¿Contracciones?
—Creo que sí. Dios mío, ¿y si tengo un aborto en este puto campo, en medio de la nada?
—Quédate sentada donde estás —dijo él—. Se te pasarán.
—Gracias, doc, yo… —Nada. Al cabo de poco, Becky empezó a gritar—. ¡Fuera! ¡Vete! ¡NO ME TOQUES!
Aunque estaba demasiado exhausto para correr, Cal echó a correr.