Unos cinco minutos más tarde, Cal pasó por una breve fase en la que se le fue un poco la cabeza. Sucedió después de intentar un experimento. Cal había saltado, mirado a la carretera, caído, esperado y, después de contar hasta treinta, saltado otra vez para mirar.
Para ser exactos, habría que afirmar que ya se le estaba yendo un poco antes de aquello, puesto que había considerado necesario llevar a cabo el experimento. Pero llegado aquel punto, empezaba a tener una sensación muy parecida a la del terreno que pisaba: resbaladiza y traicionera. No le había funcionado el sencillo truco de moverse hacia la voz de su hermana, que llegaba desde la derecha cuando avanzaba hacia la izquierda y desde la izquierda si caminaba a la derecha. A veces desde delante, a veces desde atrás. Y sin importar la dirección que tomara, siempre parecía estar alejándose de la carretera.
Saltó y clavó la mirada en el campanario de la iglesia. Era la brillante silueta de una lanza blanca que se recortaba contra el luminoso fondo azul de un cielo casi despejado. Sería una mierda de iglesia, pero tenía un campanario impresionante. A los feligreses tiene que haberles costado un ojo de la cara, pensó. Sin embargo, desde su posición a unos cuatrocientos metros de distancia absurdos, ya que no podía haber caminado ni treinta, no alcanzaba a ver la pintura descascarillada ni los tablones de las ventanas. Ni siquiera lograba distinguir su propio coche, rodeado de otros vehículos diminutos en el aparcamiento. Pero sí veía el Prius polvoriento. Era el que estaba en la primera fila. Cal trató de no pensar mucho en lo que había entrevisto en el asiento del copiloto; era un detalle de pesadilla que aún no estaba dispuesto a considerar.
En aquel primer salto, estaba encarado justo hacia el campanario y, en el mundo normal, debería de ser capaz de alcanzarlo caminando entre la hierba en línea recta con algún salto de vez en cuando para corregir pequeños desvíos. Entre la iglesia y la bolera había una señal de tráfico oxidada y agujereada, con forma de rombo y el borde amarillo, tal vez advirtiendo a los conductores que PODÍA HABER NIÑOS CRUZANDO LA CARRETERA. No estaba seguro, porque también se había dejado las gafas en el coche.
Volvió a aterrizar en el fango inestable y se puso a contar.
—¿Cal? —Era la voz de su hermana, desde algún lugar a su espalda.
—¡Espera! —gritó él.
—¿Cal? —repitió Becky, desde su izquierda—. ¿Quieres que siga hablando? —Y al no recibir respuesta, empezó a entonar con voz trémula desde algún punto enfrente de él—: Había una vez una chica muy oronda…
—¡Cállate y espera! —gritó él de nuevo.
Notaba la garganta seca y le costaba tragar. Aunque eran más o menos las dos de la tarde, el sol parecía estar justo encima de sus cabezas. Podía sentirlo en el cuero cabelludo y en las puntas de las orejas, que ya tenía irritadas y empezaban a tostarse. Pensó que si tuviera algo de beber, un solo trago de agua fresca de manantial o de las Coca-Colas que llevaban en el coche, tal vez no estaría tan crispado, tan inquieto.
Sobre la hierba refulgían las gotitas de condensación, centenares de lupas en miniatura que refractaban e intensificaban la luz solar.
Diez segundos.
—¿Chico? —llamó Becky desde su derecha. (No. Basta. No se está moviendo. Contrólate.) Por la voz, su hermana también parecía sedienta. Ronca—. ¿Sigues con nosotros?
—¡Sí! ¿Habéis encontrado a mi madre?
—¡Aún no! —gritó Cal cayendo en que hacía rato que no oían a la mujer. Tampoco es que en aquel momento le preocupara mucho.
Veinte segundos.
—¿Chico? —dijo Becky. Su voz volvía a venir de atrás—. Todo saldrá bien.
—¿Habéis visto a mi padre?
Cal pensó: Otro jugador. Genial. A lo mejor también está aquí William Shatner. Y Mike Huckabee, y Kim Kardashian… Y el tío que hace de Opie en Sons of Anarchy, y todo el reparto de The Walking Dead.
Cerró los ojos, pero al hacerlo sintió un mareo instantáneo, como si estuviera encaramado a una escalera que empezaba a bambolearse. Deseó no haber pensado en The Walking Dead. Ojalá se hubiera conformado con William Shatner y Mike Huckabee. Volvió a abrir los ojos y descubrió que estaba balanceándose sobre los talones. Le costó un poco enderezarse. El calor hacía que el sudor le picase en la cara.
Treinta. Llevaba treinta segundos sin moverse del sitio. Lo prudente sería esperar un minuto entero, pero no fue capaz, así que saltó para echar otro vistazo a la iglesia.
Una parte de él, la parte que él intentaba reprimir con toda sus fuerzas, sabía de antemano lo que iba a ver. Esa parte de su mente llevaba tiempo interpretando el papel de comentarista casi jovial: Todo se habrá movido, Cal, viejo amigo. La hierba fluye y tú también estás fluyendo. Considéralo una forma de hacerte con la naturaleza, hermano.
Cuando sus cansadas piernas lo impulsaron de nuevo, vio que ahora el campanario de la iglesia estaba a su izquierda. No se había desviado mucho, solo un poco. Sin embargo, él había derivado tanto a la derecha que ya no veía la señal amarilla de frente, sino su cara posterior de aluminio plateado. Y no estaba seguro, pero creía que todo estaba un poco más lejos que la última vez. Como si hubiera retrocedido unos pasos mientras contaba hasta treinta.
En alguna parte, el perro volvió a ladrar: bup, bup. Se oía una radio a lo lejos. No pudo distinguir la canción, aunque sí el bajo. Los insectos rasgueaban su única nota alienígena.
—Oh, vamos… —dijo Cal. Nunca había sido muy dado a hablar solo. Cuando era adolescente le había dado un venazo skater budista, y se había enorgullecido del tiempo que podía pasar en un silencio sereno. Pero ahora estaba hablando, casi sin darse cuenta—. Vamos, joder. Esto es… Esto es de locos.
Y además, había echado a andar. Estaba caminando en dirección a la carretera casi sin darse cuenta.
—¿Cal? —gritó Becky.
—Esto es de locos —volvió a decir resollando y apartando la hierba a manotazos.
Se enganchó el pie con algo y cayó de rodillas sobre dos centímetros de agua pantanosa. Estaba caliente; no templada, sino caliente como en un baño y, al salpicarle la entrepierna de los pantalones, le provocó la sensación de haberse meado encima.
Aquello le desanimó un poco. Se puso en pie de un salto. Esta vez corrió mientras la hierba le azotaba la cara. Era dura y afilada y, cuando una daga verdosa lo alcanzó bajo el ojo izquierdo, sintió un dolor agudo. El dolor le azuzó la rabia y corrió más, tan deprisa como podía.
—¡Tenéis que ayudarme! —gritó el niño. Eso sí que no había quien lo entendiera: Tenéis que había llegado desde la izquierda de Cal y ayudarme desde la derecha. Era la versión de Kansas del sonido estéreo.
—¡Esto es de locos! —volvió a gritar Cal—. ¡Es de locos, de locos, de locos, joder! —Sus palabras empezaron a confundirse—: ¡Delocosdelocosdelocos!
Menuda estupidez. Menuda obviedad. Y no podía dejar de repetirlo.
Volvió a tropezar y esta vez cayó de bruces y quedó tumbado sobre el pecho. Ya tenía la ropa manchada de una tierra tan rica, tibia y oscura que daba la sensación de ser materia fecal. Incluso desprendía ese olor…
Se levantó de nuevo, corrió cinco zancadas más, notó que la hierba se enmarañaba alrededor de sus piernas, como si hubiera metido los pies en un rollo de alambre y por sus muertos que dio con los huesos en tierra una tercera vez. El cráneo le zumbaba como si lo tuviera lleno de moscardones.
—¡Cal! —Becky estaba gritando—. ¡Basta, Cal! ¡Basta!
Sí, basta. Como no pares, acabarás pidiéndome ayuda a gritos como hace el chaval. Formaréis un puto dueto.
Tragó bocanadas de aire. Tenía el corazón desbocado. Esperó a que se le pasara el zumbido de la cabeza, pero al final comprendió que el zumbido no estaba dentro de su cráneo. Realmente había moscas. Veía cómo se internaban y salían de la hierba, una nube de moscas agolpadas alrededor de algo, más allá de la oscilante cortina verde y amarilla que Cal tenía delante.
Metió las manos entre la hierba y la apartó para mirar.
Había un perro, que parecía haber sido un golden retriever, tendido de costado en el lodazal. Un pelaje lacio, entre marrón y rojizo, relucía bajo un manto de moscardas. La lengua, hinchada, le colgaba entre las encías, y unos ojos como canicas sucias sobresalían de su cabeza. La placa de su collar resplandecía entre el pelo. Cal volvió a mirarle la lengua. Estaba cubierta de una capa de color blanco verdoso. No quiso pensar por qué. El pelaje mugroso, mojado y cubierto de moscas del perro recordaba a una sucia alfombra dorada dejada caer de cualquier manera sobre un montón de huesos. Algunos mechones se mecían con la brisa cálida.
Contrólate. Lo pensó él, aunque en su interior oyó la voz firme de su padre. Esa voz le ayudaba. Miró el abdomen hundido del perro y vio un batiburrillo de movimiento. Un hervidero de larvas, como las que había visto retorcerse en las hamburguesas que alguien se había dejado a medio comer en el asiento de aquel maldito Prius. Unas hamburguesas que llevaban días allí. Alguien las había dejado allí, había salido del coche y las había dejado, y no había regresado, y nunca…
Contrólate, Calvin. Si no es por ti, que sea por tu hermana.
—Lo haré —le prometió a su padre—. Lo haré.
Se arrancó las duras briznas de hierba que se le habían enredado en los tobillos y las piernas, apenas consciente de los pequeños cortes que tenía. Se irguió.
—Becky, ¿dónde estás?
Mucho tiempo sin oír nada, el suficiente para que el corazón abandonara su pecho y se instalara en su garganta. Y luego, desde una distancia imposible:
—¡Aquí! Cal, ¿qué hacemos? ¡Nos hemos perdido!
Volvió a cerrar los ojos por un instante. Esa es la frase del niño. Y luego pensó: «Le niño, c’est moi». Incluso tenía cierta gracia.
—Seguir llamándonos —dijo él, avanzando hacia el lugar de donde parecía proceder la voz de su hermana—. Seguir llamándonos hasta que nos reunamos.
—¡Tengo una sed que me muero! —Ahora se oía a Becky más cerca, pero Cal ya no se fiaba. No, no, no.
—Yo también —dijo él—. Saldremos de esta, Beck. Solo tenemos que procurar que no se nos vaya la cabeza.
Jamás le confesaría a su hermana que a él ya se le había ido, (un poco, solo un poco). Al fin y al cabo, ella jamás le había dicho el nombre del chico que le había hecho el bombo, así que estaban más o menos empatados. Un secreto a favor de ella, uno a favor de él.
—¿Y el chico?
Ah, Dios, ya volvía a perderla. Cal estaba tan asustado que la verdad fluyó sin trabas de sus labios, y a viva voz:
—¡Al chico que le den por culo, Becky! ¡Ahora debemos preocuparnos por nosotros!