Becky oyó que Cal pedía a voces al chico que se quedara quieto por mucho miedo que tuviera para que pudiesen llegar hasta él. Parecía un buen plan, siempre que el imbécil de su hermano dejara que ella lo alcanzara. Estaba empapada, sin aliento y, por primera, se sentía realmente embarazada. La parte positiva era que Cal no andaba lejos, a su derecha, a la una en punto más o menos.
Sí, pero estas zapatillas acabarán para tirar a la basura. De hecho, los Beckster ya creen que están para tirar.
—¿Becky? ¿Dónde demonios te has metido?
Eso sí que era raro. Cal seguía a su derecha, pero ahora sonaba más bien a sus cinco en punto. Es decir, casi a su espalda.
—Aquí —respondió ella—. Y pienso quedarme aquí hasta que vengas. —Echó un vistazo a su Android—. Cal, ¿tienes cobertura?
—Ni idea. Me he dejado el móvil en el coche. Sigue hablando hasta que te vea.
—Y ¿qué pasa con el chico? ¿Y con la madre loca? Hace rato que no la oímos.
—Primero reunámonos tú y yo y después ya nos preocuparemos de ellos, ¿vale? —propuso Cal. Becky conocía a su hermano y no le gustó nada su tono de voz. Era el que le salía cuando estaba nervioso pero trataba de ocultarlo—. De momento, ve hablándome.
Becky pensó un poco y acto seguido se puso a recitar, marcando el ritmo con sus deportivas embarradas.
—Un tipo era tan espantajo que se salpicó de ginebra el badajo. Para no fallar el chut, le añadió vermut e invitó a su chica a un lingotazo.
—Precioso… —dijo él. Ahora se le oía justo detrás de ella, casi tan cerca como para extender un brazo y tocarlo. ¿Por qué sentía tanto alivio? Si solo se habían metido en un prado, por el amor de Dios…
—¡Eh, chicos! —El chico. Flojo. Ya no se reía; ahora solo parecía perdido y aterrorizado—. ¿Me estáis buscando? ¡Tengo mucho miedo!
—¡SÍ! ¡SÍ, VALE! ESPERA —vociferó Cal—. ¿Becky? Becky, sigue hablando.
Becky puso las manos encima de su abultamiento (se negaba a llamarlo «tripita de bebé» como la llamaban en la revista People) y lo acunó con suavidad.
—Vamos, ahí va otro: Había una mujer un poco diva que se tragó una píldora explos…
—Calla, calla un momento. No sé cómo, pero me he pasado de largo.
En efecto, ahora su voz llegaba desde enfrente. Becky dio otra media vuelta.
—Deja de hacer el idiota, Cal. No tiene gracia. —Tenía la boca seca. Tragó saliva, pero también tenía la garganta áspera. Cuando chasqueaba de ese modo era porque la tenía muy seca. En el coche había una botella grande de agua Poland Spring. Y un par de latas de Coca-Cola en el asiento de atrás. Podía visualizarlas: latas rojas, letras blancas.
—¿Becky?
—¿Qué?
—Aquí falla algo.
—¿A qué te refieres? —dijo, aunque en realidad pensó Como si no lo supiera…
—Escúchame, ¿puedes saltar?
—¡Claro que puedo saltar! ¿Por quién me tomas?
—Te tomo por alguien que va a dar a luz este verano, ni más ni menos.
—Aun así, puedo… ¡Cal, no te alejes!
—No me he movido —respondió él.
—¡Tienes que haberte movido! ¡Sigues haciéndolo!
—Cállate y escucha. Voy a contar hasta tres. A la de tres, levantas las manos por encima de la cabeza como un árbitro que confirma un gol y saltas todo lo que puedas, ¿vale? Yo haré lo mismo. No hará falta que te eleves demasiado, basta con que pueda verte las manos, ¿de acuerdo? Entonces vendré.
Oh, silba y acudiré a ti, muchacho mío, pensó Becky. No sabía de dónde salía aquella frase; quizá también de literatura de primero. Pero lo que sí sabía era que, por mucho que su hermano dijera que no se movía, lo estaba haciendo, se estaba alejando cada vez más de ella.
—¿Becky? ¡Beck…!
—¡Vale! —gritó ella—. ¡Vale, estoy lista!
—¡Uno! ¡Dos…! —contó Cal—. ¡TRES!
A los quince años, Becky DeMuth pesaba 37 kilos. Su padre la llamaba «Palillo» y formaba parte del equipo de carreras de obstáculos del instituto. A los quince años era capaz de cruzar el instituto entero haciendo el pino. Becky quería creer que seguía siendo esa persona; una parte de ella había albergado la sincera esperanza de continuar siendo esa persona toda la vida. Aún no se había hecho a la idea de tener diecinueve años y estar embarazada, ni a la de pesar 59 kilos y no 37. Su intención era saltar mucho —Houston, tenemos impulso—, pero era como saltar con un niño pequeño a caballito, (cosa que, bien pensado, se parecía bastante a la realidad).
Los ojos de Becky solo superaron la punta de la hierba por un instante, concediéndole una visión fugaz del terreno que había dejado atrás. Pero lo que vio fue suficiente para cortarle la respiración del susto.
Cal y la carretera. Cal… y también la carretera.
Aterrizó, sintiendo la sacudida de un impacto que subió por sus talones hasta las rodillas. El suelo blando cedió bajo su pie izquierdo. Cayó sentada sobre el fango negro con un nuevo impacto, un azote literal en el culo.
Becky creía haberse adentrado unos veinte pasos en la hierba. Treinta como mucho. La carretera debería de estar a tiro de piedra. Pero la había visto tan alejada como si hubiera recorrido más de un campo de fútbol. El Datsun rojo destartalado que vio circulando a toda velocidad parecía un cochecito de juguete. Ciento treinta metros de hierba, todo un océano de acuosa seda verde que fluía con parsimonia, se interponían entre ella y la fina hebra de asfalto.
Sentada en el barro, su primer pensamiento fue: No. Imposible. La vista te ha jugado una mala pasada.
Su segundo pensamiento fue sobre una nadadora desfallecida, cautiva de la marea en retirada, cada vez más alejada de la costa e incapaz de comprender la magnitud de su problema hasta que empieza a gritar y descubre que nadie la oye desde la playa.
Por sobresaltada que la hubiera dejado la visión de la carretera a una distancia imposible, el breve atisbo que había tenido de Cal era igual de desconcertante. No porque estuviera muy lejos, sino por lo cerca que lo había visto. Su hermano había brincado sobre la hierba a menos de tres metros de ella, pero los dos llevaban un tiempo gritando a pleno pulmón solo para poder oírse.
El fango era cálido, pegajoso, placentario.
La hierba bullía con la furia de los insectos.
—¡Tened cuidado! —gritó el chico—. ¡No os perdáis vosotros también!
Llegó otra breve explosión de risa, un aturdido y desconcertado sollozo de hilaridad. No eran ni Cal ni el chico, esta vez no. Y tampoco había sido la mujer. Aquella risa sonó desde algún lugar a su izquierda, para luego desvanecerse ahogada por el zumbido de los insectos. Era de hombre y tenía cierto matiz etílico.
De pronto, Becky recordó una de las cosas que había gritado Mamá Chiflada: ¡Deja de gritar, cariño! ¡O te oirá él!
Pero ¿qué coño…?
—Pero ¿qué coño…? —gritó Cal, repitiendo lo que ella pensaba. Becky no se sorprendió. «Tal para cual, piensan igual», le gustaba decir a la señora DeMuth. «Como son del mismo paño, se les ocurre el mismo apaño», le gustaba decir al señor DeMuth.
Se hizo un silencio en el que solo se oía el viento y el revoloteo de los insectos. Y después, Cal vociferó a pleno pulmón:
—PERO ¿QUÉ COÑO ES ESTO?