III

¡Socorro! ¡Ayuda!

El niño estaba cerca, pero tal vez no tanto como había creído Cal. Y un poco más a la izquierda.

¡Vuelvan a la carretera! —gritó la mujer a quien, en cambio, se la oía más próxima que antes—. ¡Vuelvan ahora que aún pueden!

¡Mamá! ¡Mami! ¡Solo quieren AYUDARNOS!

Entonces el niño gritó. Subió de tono hasta convertirse en un alarido que hacía rechinar los dientes, vaciló y, de repente, se transformó en otra carcajada histérica. Se oyeron golpes, tal vez fruto del pánico o tal vez por un forcejeo. Cal echó a correr en aquella dirección, convencido de que encontraría un claro de hierba pisoteada donde el tal Tobin y su madre estarían sufriendo el ataque de un demente con cuchillo salido de una película de Quentin Tarantino. Había recorrido diez metros y empezaba a creer que tenía que estar mucho más lejos cuando la hierba se enredó en torno a su tobillo izquierdo. Cal se agarró a otros tallos para frenar la caída, pero no logró más que arrancar dos manojos de los que chorreaba una savia verde y pegajosa, que fluyó por la palma de sus manos hasta las muñecas. Se cayó al suelo rezumante y logró expulsar barro por ambas fosas nasales. Maravilloso. ¿Cómo podía ser que nunca hubiera cerca un árbol cuando a uno le hacía falta?

Se arrodilló.

—¿Chico? ¿Tobin? Canta. —Estornudó barro, se limpió la cara con la mano y reparó en que ahora olía a pringue de hierba cada vez que respiraba. La cosa mejoraba por momentos. Un auténtico festín para los sentidos—. ¡Cántame, chico! ¡Usted también, señora!

La madre no lo hizo. Tobin sí.

¡Ayúdame, por favooor!

Ahora el chico se oía a la derecha de Cal, y parecía estar mucho más adentro que antes. ¿Cómo era posible? Hacía un momento, habría jurado que podía extender el brazo y agarrarlo.

Cal dio media vuelta con la esperanza de ver a su hermana, pero solo se veía hierba. Una hierba altísima. Debería de haberse partido por donde él la había pisado al correr, pero estaba intacta. Solo vio una zona despejada, la que había machacado al caer, pero incluso allí la vegetación empezaba a recuperarse. Vaya hierba más dura que tenían en Kansas… Hierba dura y alta.

—¿Becky? ¿Beck?

—Tranquilo, estoy aquí mismo —respondió su hermana. Aún no podía verla, pero era cuestión de segundos: la oía como si la tuviera al lado. Parecía enfadada—. He perdido a la mujer de emergencias.

—No pasa nada. Con tal de que no me pierdas a … —Se volvió de nuevo y se acercó las manos a la boca—. ¡Tobin!

Nada.

¡Tobin!

—¡Aquí! —Apenas se oía. Por Dios, ¿qué estaba haciendo ese chico? ¿Viajar a Nebraska campo a través?—. ¿Venís a buscarme? ¡Tenéis que seguir adelante! ¡No os encuentro!

¡NO TE MUEVAS, CHICO! —Cal gritó con tanta fuerza que le dolió la garganta. Era como estar en un concierto de Metallica pero sin la música—. SÉ QUE ESTÁS MUY ASUSTADO, PERO ¡NO TE MUEVAS! ¡NOSOTROS IREMOS A POR TI!

Se dio la vuelta, esperando de nuevo ver a Becky, pero solo vio la hierba. Flexionó las rodillas y saltó. Alcanzó a ver la carretera (aunque más lejos de lo que había pensado; debía de haber corrido un buen trecho sin darse cuenta). También vio la iglesia, La Casa del Aleluya Infinito o comoquiera que se llamase, y la bolera, pero nada más. No había esperado ver la cabeza de Becky, que solo medía un metro cincuenta y cinco, pero el surco que había abierto al caminar entre la hierba. Pero las ráfagas de viento estaban combando los tallos en unas ondas que sugerían docenas de posibles caminos.

Volvió a saltar. Cada vez que caía, chapoteaba en el suelo pastoso. Aquellos vistazos fugaces de la Ruta 73 le estaban haciendo perder la chaveta.

—¿Becky? ¿Dónde demonios te has metido?

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