II

Así fue como terminaron en Kansas, un día cálido y primaveral de abril, conduciendo un Mazda de ocho años con matrícula de New Hampshire en cuyos estribos aún quedaban restos de la sal de las carreteras de Nueva Inglaterra. Silencio en vez de la radio, ventanillas abiertas en vez del aire acondicionado. Por eso los dos oyeron la voz. Tenue pero clara.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

Los hermanos se miraron asustados. Cal, que conducía, se detuvo en el arcén de inmediato. La arena repiqueteó contra los bajos del coche.

Antes de salir de Portsmouth habían decidido que no irían por la autopista de peaje. Cal quería ver el dragón Kaskaskia en Vandalia, Illinois, y Becky quería presentar sus respetos al ovillo de cuerda más grande del mundo en Cawker City, Kansas. Tras cumplir ambas misiones, los dos querían pasar por Roswell y visitar alguna de esas chorradas de extraterrestres. Ya se encontraban bastante al sur de la enorme madeja de cuerda, que habían encontrado hirsuta, aromática y, sin duda, más impresionante que lo que esperaban, y ahora conducían por la Ruta 73. Era una carretera asfaltada en dos direcciones y bien conservada, por la que terminarían de cruzar la llanura de Kansas hasta llegar a Colorado. Por delante quedaban kilómetros y kilómetros de carretera sin un solo coche ni camión a la vista. Atrás dejaban lo mismo.

En su lado de la carretera vieron unas pocas casas, una iglesia con tablones en las ventanas llamada La Roca Negra del Redentor (a Becky le pareció un nombre raro para una iglesia, pero al fin y al cabo estaban en Kansas) y una bolera en ruinas que parecía haber cerrado en la época en que los Trammps incendiaron la música pop con su famosa canción «Disco Inferno». Al otro lado de la 73 no había más que hierba verde y alta, que se extendía hasta el horizonte.

—¿Eso ha sido un…? —empezó a decir Becky. Llevaba un chaquetón ligero con la cremallera medio subida hasta el vientre, que empezaba a abultarse. Estaba de seis meses largos.

Él levantó una mano sin mirarla. Observó la hierba.

Chis. ¡Escucha!

Se oía música a lo lejos, procedente de una de las casas. Un perro soltó un triple ladrido (bup-bup-bup) y luego se hizo un silencio. Alguien daba martillazos a una tabla. Además, se oía el apagado murmullo de un viento constante. Becky cayó en la cuenta de que incluso podía ver el viento, que combaba la hierba al otro lado de la carretera. Provocaba unas ondas que recorrían la hierba desde donde estaban ellos hasta perderse en la lejanía.

Justo cuando Cal empezaba a pensar que en realidad no habían oído nada (tampoco sería la primera vez que imaginaban algo al mismo tiempo), se oyó un nuevo grito:

¡Socorro! ¡Ayuda, por favor! —Y luego: —­¡Me he perdido!

En esa ocasión la mirada que cruzaron fue de alarma. La hierba era increíblemente alta (el hecho de que un prado tan extenso hubiera crecido casi hasta los dos metros tan a principio de temporada era muy raro, aunque no repararon en ello hasta más tarde). Algún niño debía de haberse adentrado en la hierba, posiblemente para explorar un poco, casi con toda certeza procedente de alguna casa próxima a la carretera. Se habría desorientado y se habría ido internado cada vez más. A juzgar por la voz, debía de tener unos ocho años y, por lo tanto, era demasiado bajito para orientarse dando un salto.

—Deberíamos sacarlo de ahí —dijo Cal.

—Aparca en la iglesia. Mejor que el coche no se quede en el arcén.

Cal dejó a su hermana al borde de la carretera y se metió en un descampado que había frente a la iglesia del Redentor. Había varios coches aparcados, cubiertos de polvo y con los parabrisas, negros como escarabajos, reflejando la potente luz del sol. Que todos los coches salvo uno tuvieran aspecto de llevar allí días, si no semanas, era extraño, aunque en aquel momento fue algo que no captaron. Caerían más adelante.

Mientras Cal se quedaba en el coche, Becky cruzó al otro lado de la carretera. Se puso las manos alrededor de la boca para que se la oyera mejor y gritó:

—¡Chico! ¡Eh, chico! ¿Me oyes?

Al cabo de un momento, el chico respondió:

¡Sí! ¡Ayúdame! ¡Llevo DÍAS aquí!

Becky, que sabía cómo era la noción del tiempo de los niños pequeños, supuso que quería decir que llevaba unos veinte minutos allí. Buscó un sendero de hierba rota o pisoteada por donde hubiera podido entrar el chico, seguramente mientras se inventaba algún ridículo videojuego o una película de acción en la selva, pero no encontró ninguno. No pasaba nada; Becky estimó que la voz procedía de su izquierda, más o menos a las diez de un reloj. Y no parecía estar muy adentro. Tenía sentido: si el chico se hubiera internado mucho en la hierba, no habrían podido oírlo ni siquiera con la radio apagada y las ventanillas abiertas.

Becky se disponía a descender por un terraplén hasta el límite de la hierba cuando oyó una segunda voz, esta vez de mujer, ronca y confusa. Parecía tener la aspereza de alguien que acaba de levantarse y necesita un poco de agua. Desesperadamente.

—¡No! —gritó la mujer—. ¡No entre! ¡Por favor! ¡Aléjese! ¡Tobin, deja de gritar! ¡Deja de gritar, cariño! ¡O te oirá él!

—¿Hola? —vociferó Becky—. ¿Qué ocurre?

Oyó que se cerraba la puerta de un coche a su espalda. Era Cal, que cruzaba hacia ella.

—¡Nos hemos perdido! —gritó el niño—. ¡Por favor! ¡Por favor, mi madre está herida! ¡Por favor! ¡Ayúdanos, por favor!

—¡No! —replicó la mujer—. ¡No, Tobin, no!

Becky se volvió para ver por qué Cal tardaba tanto.

Su hermano había recorrido unos metros en el aparcamiento y se había detenido ante lo que parecía un Prius de primera generación. Tenía el parabrisas completamente cubierto por una blanquecina y fina capa de polvo. Cal se encorvó un poco, se cubrió los ojos con las manos a modo de visera y miró por la ventanilla lateral, fijándose en algo que había en el asiento del copiloto. Frunció el ceño un momento y luego hizo una mueca, como si le hubiera picado un tábano.

—¡Por favor! —insistió el chico—. ¡Nos hemos perdido y no encuentro la carretera!

—¡Tobin! —empezó a decir la mujer, pero se le quebró la voz, quizá por la falta de saliva.

A menos que se tratara de una broma pesada, allí pasaba algo. Becky DeMuth no fue consciente de llevarse la mano hacia la curva de su abdomen, tenso y firme como una pelota de playa. Tampoco asoció la sensación que la invadía entonces con los sueños que la asediaban desde hacía casi dos meses; unos sueños en los que conducía de noche y de los que ni siquiera había hablado con Cal. En esos sueños también aparecía un niño gritando.

Becky se dejó caer terraplén abajo con dos grandes zancadas. Era más profundo de lo que parecía y, al llegar al fondo, comprendió que la hierba superaba por mucho los dos metros de altura, bastante más de lo que le había parecido al principio.

Notó una ráfaga de viento. La muralla de hierba se abombó y se retiró con la fluidez de una marea susurrante.

—¡No nos busque! —exclamó la mujer.

—¡Ayuda! —la contradijo el niño, gritando para tapar sus palabras… Y su voz parecía próxima. Becky le oía cerca, a su izquierda. No lo bastante cerca para estirar un brazo y sacarlo de allí, pero sin duda a menos de diez o doce metros de la carretera.

—¡Estoy cerca, chico! —le gritó Becky—. Sigue andando hacia mí. Casi estás en la carretera. Casi estás fuera.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡No te veo! —gritó el niño, su voz más cerca todavía. Las frases llegaron seguidas de una risa histérica y sollozante que dejó a Becky helada.

Cal dio un paso y resbaló por el terraplén, intentó derrapar al llegar abajo y casi se cayó de culo. La tierra estaba húmeda. Si Becky se había resistido a adentrarse en la densa hierba para coger al niño había sido porque no quería empaparse los pantalones cortos. Una hierba tan alta contendría suficientes gotitas brillantes para llenar un pequeño estanque de agua.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Cal.

—Hay una mujer con él —dijo Becky—. Dice cosas extrañas.

—¿Dónde estáis? —sollozó el chico casi farfullando desde apenas un par de metros más adentro. Becky buscó un atisbo de sus pantalones o de su camiseta, pero no vio nada. El niño se encontraba demasiado adentro para verlo—. ¿Vais a venir? ¡Por favor! ¡No encuentro la salida!

—¡Tobin! —gritó la madre, con voz distante y forzada—. ¡Tobin, basta!

—Aguanta, chico —dijo Cal mientras se adentraba en la hierba—. ¡Capitán Cal al rescate! ¡Tatachán!

Becky ya había sacado su teléfono móvil y lo sostenía en una mano mientras se disponía a preguntarle a Cal si debía llamar a una patrulla de tráfico o a cualquier cuerpo policial que tuviesen por allí y que vistiera de azul.

Cal dio un paso, luego otro y, de pronto, Becky solo vio la parte trasera de su camisa vaquera azul y sus pantalones cortos de color caqui. Por algún motivo muy alejado del raciocinio, la idea de perderlo de vista le aceleró el pulso.

Aun así, echó un vistazo a la pequeña pantalla negra táctil de su Android y comprobó que tenía las cinco barritas de cobertura. Marcó el 911 y descolgó. Mientras se acercaba el teléfono a la oreja, dio un largo paso adentrándose en la hierba.

El teléfono dio un tono antes de que una voz de robot le anunciara que la llamada sería grabada. Becky dio otro paso para no perder de vista la camisa azul y los pantalones cortos de su hermano. Cal era muy impaciente. Por supuesto, ella también lo era.

La hierba mojada chirrió al rozar contra su blusa, los pantalones cortos y las piernas descubiertas.

Desde el interior de la máquina de baños… —pensó Becky, cuyo subconsciente empezaba a escupir fragmentos de un epigrama de Edward Gorey a medio digerir—. Llegó un alboroto de entusiasmo, que fue oído a lo largo y a lo ancho, y no sé qué de la marea, bla bla bla.

Becky había escrito un trabajo sobre epigramas para su clase de literatura de primero, que a ella le parecía bastante ingenioso pero que en realidad solo había servido para llenarle la cabeza de rimas tontas que no conseguía olvidar y para que le pusieran un bien alto.

Una voz humana sustituyó al robot:

—Emergencias del Condado de Kiowa. Indique dónde se encuentra y el motivo de su llamada, por favor.

—Estoy en la Ruta 73 —dijo Becky—. No sé el nombre del pueblo, pero hay una iglesia llamada La Roca del Redentor, o algo así… y una pista de patinaje hecha polvo… no, no, me parece que es una bolera… y un niño se ha perdido entre la hierba. Su madre también. Oímos sus gritos de auxilio. El chico está cerca, la madre no tanto. Él parece asustado; la madre parece más bien… —Iba a decir «rara», pero ya no pudo.

—Disculpe, hay muy mala cobertura. Por favor, repita su…

Nada. Becky dejó de andar para mirar el móvil, que ahora solo mostraba una barrita de cobertura que desapareció mientras la observaba y que fue reemplazada por un aviso de Sin servicio. Cuando levantó de nuevo la mirada, la vegetación ya se había tragado a su hermano.

Por encima de ella, un avión dejó una estela blanca en el cielo a diez mil metros de altura.

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