El suelo tembló y retumbó.
Alex y yo gritamos aterrorizados.
Pero un ruido sordo que se convirtió rápidamente en un gruñido amortiguó nuestros gritos.
La tierra se abrió bajo nuestros pies.
Ambos levantamos los brazos mientras nos hundíamos.
Yo caí de bruces, Alex de espaldas. El suelo temblaba y retumbaba tambaleándose a nuestro alrededor.
—¡Es… es el monstruo! —gritó mi hermano.
«¡No puede ser! —pensé mientras me levantaba con dificultad.
»Ese monstruo forma parte de un cuento de una estúpida historia de campamento.
»No puede estar en este bosque».
Ayudé a Alex a ponerse en pie. Pero el suelo volvió a moverse, y los dos caímos de rodillas.
BUM. BUM.
—¡No puede ser verdad! —grité—. No puede ser…
Me quedé boquiabierto de miedo al ver aparecer frente a nosotros una enorme cabeza peluda de ojos encendidos, rojos como llamas. Eran unos ojos redondos, espantosos, brillantes, hundidos en un rostro desagradable y malhumorado. La criatura nos dedicó una mirada enfurecida.
—¡E-el monstruo! —tartamudeó Alex.
Los dos estábamos de rodillas, sin poder evitar dar bandazos sobre aquel inestable suelo.
¿Era el suelo? ¿O el pecho del monstruo?
La criatura abrió la enorme boca, semejante a una cueva, y nos mostró filas y filas de dientes amarillos muy afilados.
Levantó la cabeza muy lentamente y la fue acercando cada vez más.
Tenía las peludas fauces muy abiertas, se disponía a engullirnos mientras nosotros luchábamos, desesperados, por huir.
—¡Harry! ¡Harry! —Alex me llamaba a gritos—. ¡Se nos va a tragar! ¡Va a devorarnos!
Y entonces, de repente, se me ocurrió una idea.