Me quedé de una pieza.

Eché a correr por entre las espesas espirales de oscura niebla.

Aquella oscura y contorneante cortina parecía flotar sobre el suelo entre los árboles. Mientras corría hacia la chica sentía frío y humedad en el rostro.

A través de la negrura entreví a la chica tendida boca abajo, sobre el suelo.

Y su cabeza…

Su cabeza…

Me incliné y la recogí. No sé en qué estaba pensando.

¿Acaso pretendía volver a colocarla sobre sus hombros?

Totalmente aterrorizado, temblando de miedo, me incliné entre la niebla… y recogí la cabeza con las dos manos.

Era muy dura, casi inhumana.

La alcé, la elevé hasta la altura de mi cara.

Y vi que lo que tenía entre las manos era la pelota.

No era una cabeza. No era la cabeza de la chica.

Oí un quejido. Y al bajar la mirada vi a la chica que se ponía de rodillas. Murmuró algo y agitó la cabeza.

Tenía la cabeza sobre los hombros.

Se quedó allí y me miró frunciendo el entrecejo.

Yo la observé, contemplé su rostro, su cabeza. Me temblaba todo el cuerpo.

—Tu cabeza… —dije.

Ella se apartó la rubia cabellera lisa de la cara, se limpió los pantalones cortos blancos con la mano y luego alcanzó la pelota.

—¡Harry, tú no eres del primer equipo! —oí que gritaba un chico.

—¡Sal del campo! —me dijo otro.

Al volverme vi que las jugadoras habían vuelto a sus posiciones.

—¡Pero yo he visto cómo se le caía la cabeza! —grité.

Enseguida me arrepentí de haberlo dicho. Sabía que no debía haber afirmado tal cosa.

Todos se rieron. Echaron las cabezas hacia atrás y se carcajearon de mí. Alguien me dio una palmadita en la espalda.

Sus rostros burlones, mofándose de mí, flotaban a mi alrededor. Por un momento, me pareció que a todos se les había caído la cabeza, que estaba rodeado de cráneos que se reían de mí y se agitaban a la misteriosa y tenue luz que desprendían los focos.

La chica levantó las manos, se cogió la cabeza y tiró de ella.

—¿Ves, Harry? —gritó—. ¡Todavía está pegada!

—¡Mejor que alguien compruebe si la cabeza de Harry está bien! —gritó un chico.

Todos volvieron a soltar la carcajada.

Vino un chico, me agarró por la cabeza y tiró de ella.

—¡Au! —grité.

Las risas siguieron.

Lancé el balón hacia la portería y me escabullí del campo.

«¿Qué me pasa? —me pregunté—. ¿Por qué estoy tan confundido?

»¿Por qué sigo imaginándome cosas?

»¿Es sólo que estoy muy nervioso por estar en un campamento nuevo? ¿O es que me he vuelto loco?».

Regresé con dificultad al banquillo y después lo pasé de largo. No sé adónde iba. Quería alejarme de aquellos chicos, que seguían burlándose de mí, y del campo de fútbol.

La espesa niebla había cubierto todo el terreno de juego. Dirigí la vista atrás. Aunque oía los gritos y risas de los jugadores, apenas se les veía.

Me di la vuelta y eché a andar hacia las cabañas. El rocío que mojaba el alto césped me hacía cosquillas al andar.

Estaba a medio camino cuando me di cuenta de que alguien me seguía.