—¡Eh!
Me incorporé de golpe. Todavía sentía el frío y humedad en mi piel.
Miré a mi hermano.
—¡Alex, me has dado un susto de muerte! —susurré—. ¿Qué quieres?
Alex se puso de pie sobre el colchón, mirándome con sus ojos negros.
—No puedo dormir —se quejó.
—Pues sigue intentándolo —repliqué con sequedad—. ¿Por qué tienes las manos tan frías?
—No lo sé —contestó—. Hace frío aquí dentro.
—Ya te acostumbrarás —dije—. Siempre tienes problemas para dormir en sitios nuevos.
Bostecé y esperé a que bajara a su litera. Pero no se movió.
—Harry, tú no crees en fantasmas, ¿verdad? —susurró.
—Claro que no —aseguré—. No dejes que un par de historias tontas te quiten el sueño.
—Sí. De acuerdo —asintió—. Buenas noches.
Le deseé buenas noches. Alex volvió a su cama, donde le oí dar vueltas. Su colchón chirriaba mucho.
«Pobre chico —pensé—. Esa estúpida broma del campamento fantasma y la niebla le han asustado.
»Por la mañana estará mejor», decidí.
Me volví y observé la litera de Joey y Sam en la oscura cabaña. ¿Les brillarían aún los ojos de aquella forma tan extraña?
No.
Todo estaba oscuro.
Empecé a darme la vuelta, pero me detuve, y miré fijamente.
—¡Oh, no! —murmuré en voz alta.
Observé a Joey a la pálida luz, estaba estirado, dormido, ¡suspendido medio metro por encima del colchón!