—Harry, ya sabes que ir en autobús me marea —se quejó Alex.
—Alex, déjame un rato tranquilo. —Empujé a mi hermano contra la ventanilla—. Ya estamos llegando. ¡Ahora no empieces con el cuento de que ir en autobús te marea!
El autobús avanzó con gran estrépito por la estrecha carretera. Me agarré al asiento situado frente a mí y miré por la ventanilla.
Sólo se veían pinos. Entre todos, formaban una enorme mancha verde. Los rayos del sol irrumpían a través del polvoriento cristal de la ventanilla.
«Estamos llegando al campamento Spirit Moon», pensé y me sentí feliz.
Estaba impaciente por bajar del autobús. Mi hermano Alex y yo éramos los únicos pasajeros. Resultaba un poco desagradable.
El conductor iba oculto tras una cortina verde. Yo le había echado una ojeada cuando Alex y yo subimos al autobús. En su rostro se dibujaba una amplia sonrisa, tenía la tez muy bronceada, la cabellera rubia y rizada, y llevaba un pendiente de plata en una oreja.
—¡Bienvenidos, chicos! —saludó.
Pero una vez comenzado el largo recorrido en autobús, ya no volvimos a verle ni a oírle. Espeluznante.
Afortunadamente, Alex y yo nos llevamos bastante bien. Él es un año menor que yo. Tiene once años. Pero es tan alto como yo. Algunos nos llaman los gemelos Altman, aunque no lo somos.
Ambos tenemos la cabellera negra y lisa, ojos oscuros y rostro serio. Nuestros padres siempre nos dicen que alegremos la cara, ¡incluso cuando estamos de muy buen humor!
—Estoy un poco mareado, Harry —se lamentó mi hermano.
Aparté la mirada de la ventanilla. De repente, Alex estaba completamente amarillo y la barbilla le temblaba. Era una mala señal.
—Alex, imagina que no estás en un autobús —le dije—. Imagina que vas en coche.
—Pero el coche también me marea —se quejó.
—Olvida lo del coche —le respondí. No era una buena idea. ¡Alex se marea incluso cuando mamá da marcha atrás para salir del garaje de casa!
Es una mala costumbre que tiene. Se le pone el rostro completamente amarillo, empieza a temblar… y llega el desastre.
—Tienes que aguantar —le animé—. Pronto estaremos en el campamento y te encontrarás bien.
Alex tragó saliva con fuerza.
El autobús se balanceó al pasar por un gran bache que había en la carretera. Alex y yo pegamos un bote.
—Me estoy mareando mucho —volvió a quejarse Alex.
—¡Ya sé! —grité—. ¡Canta una canción! Eso siempre te alivia. Cántala en voz muy alta. Nadie te oye. Estamos solos en el autobús.
A Alex le encanta cantar. Tiene una voz muy bonita.
El profesor de música del colegio dice que tiene el tono perfecto. No estoy seguro de lo que significa, pero sé que es bueno.
Alex se toma muy en serio lo de cantar. Pertenece al coro del colegio. Papá dice que el próximo otoño le buscará un profesor de canto.
Miré atentamente a mi hermano mientras el autobús volvía a balancearse. Estaba tan amarillo como la piel de un plátano. Mal síntoma.
—Vamos, canta —le ordené.
La barbilla de Alex volvía a temblar. Se aclaró la garganta y empezó a cantar una canción de los Beatles que a los dos nos gustaba mucho.
Su voz se quebraba cada vez que el autobús se balanceaba, pero su aspecto mejoró tan pronto como empezó a cantar.
«Ha sido una idea genial, Harry», me felicité a mí mismo.
Observé los soleados pinos mientras escuchaba la canción que cantaba Alex. Verdaderamente, tiene una voz impresionante.
¿Estoy celoso?
Quizás un poco.
Pero él no sabe golpear una pelota de tenis como yo, y siempre le gano en las carreras de natación. Así que estamos empatados.
Alex dejó de cantar. Sacudió la cabeza con tristeza.
—Ojalá papá y mamá me hubieran apuntado al campamento de música —suspiró.
—Alex, estamos a mitad de verano —le recordé—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Papá y mamá esperaron demasiado. Era demasiado tarde.
—Ya lo sé —contestó, y frunció el entrecejo—. Pero me hubiera gustado que…
—El campamento Spirit Moon era el único al que podíamos ir a estas alturas del verano —insistí—. ¡Eh, mira!
A través de la ventanilla vi dos ciervos, uno alto y una cría pequeña. Estaban allí mismo, mirando cómo el autobús pasaba zumbando.
—Sí. Increíble. Ciervos —murmuró Alex. Puso los ojos en blanco.
—Eh, anímate —le dije. Mi hermano tiene un humor muy cambiante. A veces me gustaría sacudirle—. Puede que el campamento Spirit Moon sea el más divertido del mundo —aseguré.
—O puede que sea un tugurio —contestó Alex. Cogió una porquería que salía de un agujerito del asiento del autobús.
—El campamento de música es tan divertido… —suspiró—. Interpretan dos musicales cada verano. ¡Hubiera sido estupendo!
—Alex, olvídalo —le ordené—. Disfrutemos del campamento Spirit Moon. Son pocas semanas.
De pronto el autobús chirrió y se paró.
Sorprendido, me balanceé hacia delante, luego hacia atrás. Me volví hacia la ventanilla esperando ver un campamento, pero sólo se veían pinos y más pinos.
—¡Campamento Spirit Moon! ¡Todo el mundo abajo! —gritó el conductor.
¿Todo el mundo? ¡Si sólo estábamos Alex y yo!
El conductor asomó la rubia cabellera desde el otro lado de la cortina y nos dedicó una sonrisa burlona.
—¿Qué tal el viaje, chicos? —preguntó.
—Fantástico —contesté mientras avanzaba por el pasillo. Alex no dijo nada.
El conductor descendió del autobús. Le seguimos a lo largo del costado. Los rayos de sol hacían que el alto césped brillara a nuestro alrededor.
El conductor se agachó en el maletero, sacó nuestras mochilas y los sacos de dormir, y lo dejó todo sobre el césped.
—Mmm… ¿dónde está el campamento? —preguntó Alex.
Me protegí del sol con la mano y miré a mi alrededor. Sólo vi una estrecha carretera que se prolongaba en una curva y desaparecía en el bosque de pinos.
—Recto por ahí, chicos —indicó el conductor. Apuntó hacia un camino descuidado que empezaba entre los árboles—. Está muy cerca. No tiene pérdida.
El conductor cerró el compartimento de equipajes y subió de nuevo al autobús.
—¡Que os divirtáis! —gritó.
La puerta se cerró y el autobús arrancó.
Alex y yo echamos un vistazo hacia el descuidado camino a través de los rayos de sol. Me colgué del hombro la mochila con la ropa. Luego me coloqué el saco de dormir debajo del brazo.
—¿No deberían haber mandado a alguien del campamento para que viniera a recibirnos? —preguntó Alex.
Me encogí de hombros.
—Ya has oído al conductor. Dijo que el campamento está a dos pasos de aquí.
—¿Y qué? —insistió—. ¿No deberían haber enviado a un monitor a recogernos en la carretera?
—No es el primer día de campamento —le recordé—. Estamos a mitad del verano. Deja de quejarte por todo, Alex. Recoge tus cosas y vámonos. ¡Hace mucho calor aquí!
A veces tengo que hacer de hermano mayor y darle órdenes. ¡Si no, no haríamos nada!
Alex cogió sus cosas y yo inicié la marcha. Nuestras zapatillas de deporte crujían sobre la tierra roja y seca, mientras avanzábamos por el camino entre los árboles.
El conductor tenía razón. Tras andar sólo dos o tres minutos, nos encontramos en una pequeña explanada cubierta de césped en la que había una señal de madera que rezaba CAMPAMENTO SPIRIT MOON en letras rojas. Una flecha hacia la derecha indicaba el camino.
—¿Ves? ¡Ya hemos llegado! —exclamé contento.
Subimos una corta pendiente hasta una pequeña colina. Dos conejos marrones cruzaron corriendo el camino delante de nosotros. Flores silvestres rojas y amarillas asomaban por toda la colina.
Al llegar a la cima vimos nuestro objetivo.
—¡Parece un campamento de verdad! —exclamé.
Había filas de pequeñas cabañas blancas frente a un lago azul. Algunas canoas estaban amarradas a un muelle de madera que se adentraba en el lago.
A un lado se levantaba un gran edificio de piedra. Probablemente se trataba del comedor o del centro de reunión. Cerca del bosque se distinguía una plaza de tierra, rodeada de bancos. Imaginé que era el lugar donde se hacían los fuegos de campamento.
—¡Mira, Harry, hay un campo de béisbol y otro de fútbol! —exclamó Alex mientras los señalaba.
—¡Qué bien! —contesté.
Frente a los árboles divisé una fila de dianas rojas y blancas.
—¡Uau! También se puede practicar tiro al arco —le dije a Alex. Me encanta ese deporte, y soy bastante bueno.
Me coloqué la pesada bolsa de la ropa en la espalda y empezamos a descender la colina, hacia el campamento.
Los dos nos detuvimos a mitad de la cuesta y nos miramos mutuamente.
—¿No notas algo extraño? —preguntó Alex.
Yo asentí con la cabeza.
—Sí.
Tuve una sensación muy extraña. De pronto, se me secó la garganta y noté un peso en el estómago.
El campamento estaba vacío.
No había nadie.