LA LLEGADA DE VIANA AL CAMPAMENTO, diez días después de su partida, supuso una gran alegría para todos. La habían buscado por el bosque, pero evidentemente nadie, ni siquiera Lobo, había osado adentrarse tanto como para encontrarla. Muchos la daban por muerta; otros tenían la esperanza de que regresaría, y algunos barajaban la posibilidad de que no se hubiese marchado al Gran Bosque, sino a cualquier otra parte, en cuyo caso quizá volviese tarde o temprano. Airic repetía a todo el que lo quería escuchar que Viana había sido secuestrada por los bárbaros, aunque Lobo había afirmado que aquello era poco probable. Recordaba muy bien que Viana había hablado del manantial de la eterna juventud justo antes de desaparecer sin despedirse.
—Ese condenado juglar le llenó la cabeza de pájaros —gruñía.
Pero ni siquiera aquellos que no habían perdido las esperanzas pudieron ocultar su sorpresa al verla aparecer, hambrienta, desaliñada y acompañada de un extraño muchacho. Al principio, todos fueron saludos, risas, abrazos y muchas preguntas. Viana no sabía por dónde empezar a relatar su aventura, y Uri estaba tan asustado que no se despegaba de ella. Pero entonces intervino Alda, espantó a todo el mundo, condujo a los recién llegados junto a la hoguera y les sirvió sendos platos de sopa. Uri metió el dedo en el caldo con curiosidad; pero se quemó, lanzó una exclamación de dolor y sorpresa y arrojó la escudilla lejos de sí. Todos se quedaron mirándolos con extrañeza. Viana suspiró.
—Es una larga historia —dijo—. ¿Tenéis por ahí un trozo de pan? Creo que le gustará más que la sopa. Todavía no le he enseñado a usar la cuchara.
—¿No sabe usar la cuchara? —dijo Airic, mirándolo con desconfianza—. ¿Por qué no habla? ¿Y por qué tiene el pelo verde?
—No tiene el pelo verde… —empezó Viana; pero entonces se dio cuenta de que, en efecto, a la escasa luz del atardecer, el cabello rubio de Uri mostraba un tono verdoso—. Bueno, quizá un poco. Creo… creo que ha perdido la memoria, o algo parecido. Lo encontré en el bosque y me lo he traído porque… bueno, porque habría muerto si no lo hubiese rescatado.
Hubo un coro de murmullos y de exclamaciones ahogadas. Todo el mundo miró a Uri con curiosidad y algo de compasión, aunque el recelo no había desaparecido de sus ojos. Viana no podía reprochárselo: Uri era demasiado raro, y ahora, a la luz de la hoguera, sus diferencias se hacían todavía más patentes. La muchacha había acabado por acostumbrarse a su aspecto, con aquella piel moteada y aquel pelo salvaje, y también a sus extravagancias. Pero sus amigos estaban contemplando al muchacho del bosque por primera vez. Como ella misma cuando lo había hallado desnudo en el río.
Una de las niñas, sin embargo, lo observaba con fascinación. Viana la conocía: se llamaba Levina y era la hija de Alda.
—¡Háblanos de él, Viana! —le pidió—. ¡Cuéntanos qué has visto en el Gran Bosque!
—Eso puede esperar —dijo una voz con gravedad, y Viana alzó la cabeza de su plato de sopa para mirar con expresión culpable a Lobo, que acababa de llegar; era él quien había hablado.
—Lo siento —dijo inmediatamente.
—Ya puedes sentirlo —gruñó Lobo—. ¿Es que no me escuchas cuando hablo? Te dije que internarte en el bosque era una mala idea. ¿Sabes cómo perdí esta oreja? Cuando era un mozo, yo también quise averiguar qué había más allá. No hice caso de las advertencias de mi padre y me escapé al Gran Bosque, ¿y sabes qué? Me salió al paso un oso que era el doble de grande que yo. Tuve suerte de escapar con vida, pero me arrancó la oreja de un zarpazo. Ese día aprendí dos cosas: que uno siempre debe escuchar a sus mayores y que cabrear a un oso no es una buena idea. Y en cuanto a ti…
Viana agachó la cabeza porque sabía lo que venía a continuación. Y no se equivocó.
Lobo siguió abroncándola delante de todos. Comenzó por decir que era una inconsciente y una cabezahueca, y que si hubiese muerto en el bosque lo habría tenido bien merecido, por irresponsable. Viana aguantó el chaparrón como mejor pudo, con las mejillas encendidas. Sabía que iba para largo, de modo que trató de tomárselo con calma.
Sin embargo, la reprimenda duró menos de lo que había imaginado. De pronto, un sonido interrumpió la perorata de Lobo: una especie de grito extraño que sorprendió a todos… incluso a la persona que lo había lanzado.
Se trataba de Uri. No entendía lo que estaba sucediendo entre Lobo y Viana, pero parecía incómodo y molesto por la situación. Cuando Lobo se volvió hacia el muchacho, atónito, este se plantó ante Viana como si quisiera defenderla. No realizó, sin embargo, ningún gesto agresivo o desafiante. Se limitó a quedarse de pie ante ella.
—Ya basta, Uri —lo tranquilizó ella—. Todo está bien, ¿de acuerdo? Cálmate.
Reacio, el chico se sentó de nuevo a su lado, sin dejar de lanzar miradas de soslayo a Lobo. Este lo contempló desconcertado.
—¿De dónde has sacado a este zagal, Viana?
—Iba a contárnoslo cuando has venido tú a interrumpir la fiesta, Lobo —intervino Garrid—. No seas tan duro con la chica: ha estado más de una semana en el Gran Bosque y ha vuelto para contarlo. No sé vosotros, pero yo me muero por saber qué ha visto allí.
—Árboles —respondió Viana tras una pausa en la que sorbió lentamente su sopa, pensativa—. Pero no cantaban —añadió con una sonrisa; sin embargo, nadie entendió el comentario, porque ninguno de ellos había estado presente en aquella celebración del solsticio en la que Oki había hablado del manantial de la eterna juventud—. Bueno, en realidad no he encontrado nada extraordinario en el Gran Bosque. Es muy frondoso, y más allá de sus límites he descubierto plantas y animales que nunca antes había visto. Pero nada de seres mágicos ni sobrenaturales. Salvo que él sea uno de ellos, por supuesto… algo de lo que aún no estoy segura —concluyó, señalando a Uri con el mentón.
El muchacho mordisqueaba un pedazo de pan, sentado muy cerca de Viana, sin percibir, aparentemente, que estaban hablando de él.
—Pero ¿quién es? —insistió Airic—. No me gusta; tiene un aspecto muy raro.
—No sé quién ni qué es —respondió Viana; todos, incluso Lobo, la escuchaban atentamente—. Lo encontré medio muerto en un arroyo. No habla nuestro idioma… y yo diría que no sabe hablar. En realidad, hay tantas cosas que desconoce… que prácticamente hay que enseñárselo todo, como si fuera un niño pequeño.
—Pobrecillo, es retrasado —dijo Alda, compadecida.
—No lo creo —la contradijo Viana—, porque aprende muy deprisa. Es listo, de verdad. Es solo que… no sé. Es como si todas las cosas le sucedieran por primera vez. Yo creo —añadió bajando la voz—, que ha perdido la memoria. Ha olvidado cómo comportarse y lo está aprendiendo todo de nuevo.
Sus oyentes se miraron unos a otros, incrédulos.
—Ah, si —dijo entonces Dorea—, eso puede pasar. Recuerdo el caso de un mozo de cuadra que recibió un buen golpe en la cabeza y se olvidó hasta de su nombre.
—Exacto —asintió Viana, agradecida de que su nodriza mencionara el incidente.
—También puede suceder algo así cuando alguien recibe una impresión muy fuerte —intervino uno de los soldados—. Conocí una vez a una muchacha que se había quedado muda tras ver cómo unos bandidos asesinaban salvajemente a su familia. Pasó tanto miedo que se olvidó de casi todo, como si en el fondo no quisiera recordar algo tan terrible.
Viana contempló a Uri, intrigada. ¿Por qué habría perdido la memoria? ¿Habría sido un golpe o una experiencia traumática? ¿O algo más?
—Al final, decidí traerlo conmigo —concluyó—, porque no habría sido capaz de sobrevivir solo en el bosque. Como no sé su nombre, lo llamo Uri.
—Como el duende de los cuentos —dijo Levina.
—Sí, en efecto —sonrió Viana—. Lo he llamado así porque me recuerda a un duende. Por esa piel y ese pelo. Pero es demasiado grande para ser un duende y, además, tiene las orejas normales. Por no hablar que se mueve por el bosque como si fuera chafando huevos.
Todos se rieron; Uri levantó la cabeza y sonrió, y las llamas arrancaron reflejos verdes de sus extraños ojos. Pero Lobo no parecía convencido.
—¿Y qué vas a hacer con él? —quiso saber.
—¿Hacer? —repitió Viana sin entender.
—Cuando recupere la memoria… ¿lo vas a devolver al lugar de donde vino?
La muchacha parpadeó, desconcertada.
—No lo había pensado —admitió—. En realidad, en el lugar del que vino no hay nada. Estaba solo en el bosque, Lobo. Ya te lo he dicho.
—¿Y no te has preguntado cómo llegó hasta allí?
—Por supuesto que me lo he preguntado —replicó Viana, enfadada—. Pero él no está en condiciones de responder, me temo.
Lobo sacudió la cabeza, no muy convencido.
—¿Y no crees que quizá alguien lo eche de menos? Tal vez haya más como él.
Viana reflexionó.
—Si es así, yo no los he visto. De modo que no sabría a dónde llevarlo de vuelta —recordó la columna de humo que había visto elevarse desde el corazón del bosque, pero no mencionó ese detalle—. Además —añadió—, tengo la sensación de que él quería venir aquí.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Lobo—. ¿Acaso te lo ha dicho él?
Viana negó con la cabeza, pero no respondió. Rememoró el momento en el que había reemprendido su viaje hacia el corazón del bosque y Uri había reaccionado como si no quisiera volver allí. Por el contrario, se había mostrado bastante animado cuando Viana había cambiado el rumbo para dirigirse hacia la parte civilizada de Nortia.
—Cuando recupere la memoria —dijo—, tal vez pueda regresar a casa por sí solo o, al menos, decirnos quién es y de dónde procede.
«Y quizá pueda guiarme hasta el manantial de la eterna juventud» pensó, pero no lo dijo en voz alta.
—¿Y si no recupera la memoria? —preguntó Alda, contemplándolo con preocupación.
—Por lo menos, le enseñaré a comportarse como una persona. Ya sé que con ese aspecto es difícil que pueda vivir en el pueblo, pero quizá aquí, en el bosque, no llame tanto la atención.
Lobo había dejado de inspeccionar a Uri para volverse de nuevo hacia Viana.
—¿Y tú? —preguntó, como si le hubiese leído la mente—. ¿Encontraste lo que habías ido a buscar?
Viana enrojeció. Le daba vergüenza confesar en público que creía en la historia de Oki.
—No llegué lo bastante lejos —se limitó a contestar—. Tuve que regresar antes de tiempo por culpa de un imprevisto —añadió, y le mostró la mano lesionada.
La venda se había caído, y tenía la muñeca bastante hinchada. Al verla, Dorea lanzó una exclamación y corrió a examinarla.
Viana se dejó hacer, feliz de estar de nuevo en casa. Vivir a su aire había sido una experiencia interesante, pero allí, en el campamento, se sentía más segura. Y era una sensación agradable.
No hablaron más aquella noche, porque Uri se había quedado dormido junto a Viana. Costó muchísimo despertarlo para llevarlo hasta una de las chozas y, además, cuando se dio cuenta de que lo iban a separar de la muchacha, se debatió con tanta furia que no quedó más remedio que permitirle dormir a la entrada de la cabaña de las mujeres.
—No os preocupéis —les dijo Viana—. Es como un niño pequeño. No tiene malicia ni siente atracción por las mujeres, al menos todavía.
—Vaya —dijo Levina decepcionada—. Yo creía que estaba enamorado de ti.
Viana respondió con una carcajada.
—No, cariño. Es que soy la única que conoce aquí. Está un poco asustado, es natural.
Aquella primera noche, sin embargo, todos durmieron inquietos en el campamento. Todos menos Uri, que cayó en un profundo sueño del cual solo fue capaz de despertarlo la luz de la mañana.
Los días siguientes transcurrieron dentro de una tranquilidad que a Viana le resultaba enojosa. Mientras no se le curara la muñeca, no podría ir a cazar, de modo que se veía obligada a quedarse en el campamento todo el día. Entretanto, los hombres de Lobo seguían luchando contra la autoridad de Harak, asaltando carretas de comida destinadas a las casas señoriales, atacando las forjas que reparaban sus armas y herraban sus caballos u hostigando a los destacamentos de bárbaros que patrullaban los caminos y custodiaban los puentes. Como nuevo señor de Torrespino, Robian se esforzaba por darles caza; pero la gente de Lobo siempre resultaba ser más rápida, más astuta y más audaz. Todo ello estaba socavando la poca confianza que Harak pudiera haber depositado en el joven duque de Castelmar. Y Viana se alegraba de ello. Se lo tenía bien merecido, pensaba.
La joven sabía que no le estaba permitido unirse a aquellas expediciones, lo cual la llenaba de frustración. Pero su forzada inactividad, que en un principio le pareció un fastidioso inconveniente, terminó por resultarle agradable. Pasaba los días enseñando a Uri cómo debía comportarse. Le encontró un atuendo más apropiado y le mostró cómo vestirse, cómo comer y cómo emplear la mayor parte de utensilios cotidianos que tenían en el campamento. Sin embargo, y aunque el muchacho atendía a sus lecciones con gran interés, nada le fascinaba más que el lenguaje. Podía pasarse horas enteras mirando cómo hablaban otras personas y tratando de imitarlas. Al principio dejaba escapar sonidos, gorjeos y exclamaciones variadas, pero de repente una tarde dijo:
—Daaaa.
Se sorprendió de lo que había hecho, se rio y volvió a decir:
—Daaaa. Dadadaaaa.
Y paso el resto del día practicando su nuevo hallazgo. Por la noche ya había conseguido decir «tatata» y después paso a «bababa» y «papapa». Dorea no daba crédito a lo que oía.
—Es como un bebe que estuviera aprendiendo a hablar —dijo—. Exactamente igual. Solo que él avanza mucho más deprisa que cualquier niño que yo haya visto antes.
—Quizás es porque no está aprendiendo de verdad —aventuró Viana—, sino solo recordando algo que ya sabía y que había olvidado por completo.
—Pudiera ser, mi señora. En cualquier caso, siento curiosidad por descubrir qué cosas nos dirá cuando pueda comunicarse en nuestro idioma.
También Dorea se había encariñado con el extraño muchacho del bosque. Era difícil no hacerlo, se dijo Viana una noche mientras lo observaba dormido junto al fuego. Siempre se estaba riendo, todo le parecía nuevo y maravilloso y era, al mismo tiempo, impulsivo, entusiasta y enternecedoramente tierno.
Y adoraba a Viana. Iba con ella a todas partes, pero había dejado de seguirla como un perrillo faldero. Simplemente, la acompañaba como si fuera su amigo más leal… como lo que había sido Robian… o lo que debería haber sido.
Pero era diferente, claro. Porque Uri no era como Robian. Dorea tenía razón al decir que en muchos aspectos se comportaba como un bebe que estuviese descubriendo el mundo.
Sin embargo, la primera palabra con sentido que dijo hizo que el corazón de la muchacha empezara a palpitar más deprisa mientras un inoportuno rubor cubría sus mejillas.
Sucedió unos días después de que Uri iniciara sus balbuceos. Ambos habían ido al río para llenar un cubo de agua para el puchero. Viana se inclinó junto a la orilla y recordó el día en que había encontrado al muchacho medio muerto en el bosque. Estaba tan sumida en sus pensamientos que la corriente por poco le arrebató el balde de las manos. Uri lo recogió antes de que se le escapara, y los dedos de ambos se encontraron en el agua. Viana quiso retirar las manos, pero él se las estrecho con fuerza y rio, encantado, como si aquello fuera un nuevo y maravilloso juego.
Y entonces dijo:
—Viaaana.
Y se rio otra vez.
La muchacha, emocionada, no reaccionó enseguida. Uri frunció el ceño, sin duda creyendo que no lo había hecho bien, y repitió:
—Viaaana.
Ella comprendió que debía darle una respuesta.
—Sí —asintió, parpadeando para retener las lágrimas—. Sí, Uri. Soy Viana.
Uri volvió a reír, entusiasmado, y la abrazó, cogiéndola totalmente por sorpresa. El primer impulso de Viana fue quitárselo de encima, pero se contuvo porque entendía que el gesto no era más que una demostración de afecto que carecía de segundas intenciones.
—Viaaana —dijo Uri por tercera vez, y ella por fin se relajó entre sus brazos, sintiendo la fresca suavidad que emanaba de su piel y su intenso olor a bosque.
«¿Quién eres?», pensó por enésima vez. «¿De dónde has salido?».
Pero no dijo nada, porque sabía que él no la entendería. Sin embargo, tuvo la sensación de que quizá no tardaría mucho en ser capaz de responderle.
Así, abrazados, los encontró Airic, que acababa de regresar del pueblo. Su rostro se ensombreció al verlos.
—Viana, ¿qué hacéis? —preguntó con cierta brusquedad.
Ella se separó de Uri con las mejillas encendidas.
—¡Ha aprendido a decir mi nombre! —exclamó entusiasmada.
—Vaya, sí, es una gran noticia —masculló Airic—. Pero deberías volver al campamento, señora. Lobo y yo traemos nuevas.
—¿Sobre los bárbaros? ¿Sobre Robian? —inquirió ella, levantándose con el balde cargado de agua. Uri se apresuró a sostenerlo en su lugar para que ella no forzara su muñeca herida.
Airic negó con la cabeza.
—Mejor será que os lo cuente él.
Intrigada, Viana regreso al campamento, acompañada por Uri. Airic los miraba de reojo y con mala cara. La muchacha sabía que él nunca había confiado en el chico del bosque, pero era la primera vez que parecía mostrar abiertamente su hostilidad hacia él.
—Airic, ¿qué pasa? —preguntó por fin ella, cansada de su hosco silencio—. Uri es inofensivo ¿sabes?
El chico negó con la cabeza.
—Tal vez —dijo—, pero vos merecéis alguien mejor.
Viana se detuvo perpleja.
—¿Alguien mejor? —repitió.
—Sois una dama —explicó Airic—, y él es un… es un salvaje.
Ella lo contemplo un momento. Después se echó a reír.
—Airic, solo somos amigos.
—Como vos digáis —repitió el muchacho—, pero se toma demasiadas confianzas, creo yo. Ningún hombre debería atreverse a acercarse a vos con tanto descaro.
—No sabe lo que hace… —trató de explicarle Viana con paciencia.
—Porque es un salvaje —reiteró el muchacho, tozudo.
Viana no insistió.
Encontraron a Lobo desplumando una perdiz frente a la puerta de su choza. Viana se sentó a su lado y lo contempló con expectación.
—Airic dice que hay novedades —le soltó.
—Airic podría haber mantenido la boca cerrada —replicó lobo.
—Tiene derecho a saberlo —se defendió el muchacho.
—¿A saber qué? —insistió ella.
—Han ocupado la casa de vuestra familia, mi señora —soltó Airic a bocajarro.
—¿Qué? ¿Hay bárbaros viviendo en Rocagrís? —saltó Viana.
—No te escandalices —dijo Lobo—. Ya sabíamos que eso iba a suceder antes o después. Y cierra la boca, que te van a entrar moscas.
Viana trató de calmarse. Su mentor tenía razón: desde el día en que el rey Harak había repartido entre sus hombres los señoríos de Nortia, la muchacha había supuesto que tarde o temprano llegaría aquel momento. Sin embargo, Rocagrís había permanecido abandonado desde su partida, y en el fondo de su corazón había albergado la esperanza de que continuara así hasta que ella estuviese en situación de reclamarlo de nuevo… por quimérico que pudiera parecer.
Pero la muerte de Holdar y la llegada de Robian a Torrespino habían precipitado las cosas.
Respiró hondo.
—¿Y quién vive allí ahora? Se trata de Robian, ¿verdad?
Lobo dejó escapar una seca carcajada.
—¿Te refieres a tu amorcito, Robian culo al aire? ¿Crees en serio que Harak le entregaría un castillo como ese a un hombre con semejante apodo?
Viana enrojeció, mientras Airic se reía con disimulo.
—¿De verdad lo llaman así?
—Oh, sí —respondió lobo con fruición—. A estas alturas no hay nadie en Nortia que no conozca su desafortunado encuentro con la muchacha a la que ofendió delante de toda la corte bárbara.
—Pero ¿cómo es posible? —murmuró Viana—. Robian no se lo mencionaría a nadie, y su criado tampoco, si sabe lo que le conviene.
Lobo lanzó una carcajada.
—Y dime, ¿acaso yo debía guardarme semejante información por alguna razón en particular?
—¡Lobo! —exclamó ella, escandalizada—. ¡No me digas que lo has ido contando por ahí!
—¿Y por qué no?
Viana abrió la boca para replicar, pero comprendió que no tenía argumentos para rebatirle. Todavía no estaba segura de si le gustaba o no la idea de que Robian fuera ridiculizado en toda Nortia, por lo que optó por volver al tema principal.
—Entonces —dijo—, si no es Robian, ¿quién está viviendo en mi casa?
—Otro de los jefes bárbaros, con su familia —respondió Lobo—. Pero eso no es importante, Viana. Hazte a la idea de que no recuperarás Rocagrís a no ser que Harak y los suyos vuelvan al infierno de hielo al que pertenecen.
Viana no respondió enseguida. Parecía muy entretenida dibujando círculos en la tierra con un palito, como si estuviera muy lejos de allí. Sin embargo, cualquiera que la conociera bien podía adivinar que estaba maquinando algo.
—Bueno —dijo por fin—. Entonces, si no se van por voluntad propia, habrá que invitarlos a marcharse, ¿no?
Lobo dejó de desplumar la perdiz y la miró fijamente.
—¿Y cómo piensas hacer eso?
Viana alzó la vista por fin y clavó en él la mirada de sus ojos grises.
—Dímelo tú —replicó—. Tú eres el que lleva meses preparando una revuelta, ¿no es así?
Esta vez le tocó a Lobo sorprenderse. Viana sonrió.
—¿Crees que no me he dado cuenta? Sé que no vas a seguir conformándote con emboscadas y pequeñas incursiones. Ese tipo de acciones pueden molestar a Harak, pero no le harán daño de verdad. En el campamento hay cada vez más gente y todo el mundo está entrenando muy duro; incluso aquellos que jamás habían empuñado un arma están aprendiendo a pelear. Además, varios de tus hombres de confianza se han ido sin dar explicaciones, y corre el rumor de que los has enviado al sur en calidad de mensajeros. Imagino que quieres pedir apoyo a los soberanos de los reinos meridionales, y no soy tonta, Lobo; no necesitas tantos guerreros para acabar con una patrulla o robar un cargamento de cerveza. Todo el mundo parece estar al tanto de un secreto que yo he tenido que deducir sola. ¿Por qué me quieres mantener apartada de todo esto?
—Tengo que irme a… —intervino Airic, incómodo—. Bueno, tengo que irme —concluyó de forma abrupta.
Ni Lobo, ni Viana le respondieron, aunque Uri lo despidió con la mano.
Lobo suspiró.
—No creo que estés preparada para esto, eso es todo.
—¿Por qué? —se indignó ella—. Soy buena con el arco y con el cuchillo, tú lo sabes.
—No se trata de eso, eres desobediente e indisciplinada, y te tomas la guerra contra los bárbaros como si fuera un asunto personal.
—¿Y no lo es?
—Si quieres unirte a nosotros, no. Verás, es extremadamente difícil convertir en un ejército a una pandilla de inútiles como la que zanganea en este campamento. Y ya que eres tan lista y observadora, te habrás dado cuenta de que, en efecto, eso es justamente lo que estoy tratando de hacer aquí. Algo así, Viana, solo funciona cuando todos los hombres trabajan al unísono y obedecen órdenes sin cuestionarlas. Y tú ya has actuado por tu cuenta demasiada veces. No puedo arriesgarme a que tengas otra de tus brillantes ideas y nos pongas en peligro a todos. Así que quédate aquí y cuida de tu mascota del bosque; yo tengo cosas importantes que hacer y no puedo permitir que me distraigas con tus cuentos para niños.
Aquellas palabras cayeron sobre Viana como un jarro de agua fría, pero Lobo no las suavizó. Con un resoplido, se levantó y fue a llevarle la perdiz a Alda, sin despedirse. Viana tampoco hizo el menor comentario, aunque parpadeaba para contener lágrimas de rabia e indignación.
Uri, sin embargo, le dijo a Lobo adiós con la mano. Viana se quedó mirándolo y él le dedicó una radiante sonrisa.
—Parece que eres el único que no está enojado conmigo —comentó con un suspiro—, quizá Lobo tenga razón y debería quedarme aquí, cuidando de ti, mientras otros van a la guerra. Pero eso ya lo hice una vez y no me gustó lo que sucedió después.
Sin embargo, tenía que admitir que Lobo la conocía muy bien. Era cierto que sus motivos para unirse a la lucha contra los bárbaros eran fundamentalmente de índole personal. Quería recuperar su patrimonio, pero sobre todo quería vengarse de los bárbaros por todo lo que le habían hecho padecer. Quizá debería empezar a comportarse de otra forma para que Lobo se diese cuenta de que estaba dispuesta a cambiar con tal de unirse a los rebeldes.
Y lo intentó. Hasta Lobo se percató de ello. Empezó a entrenar con los soldados para aprender a manejar una espada, y por las noches se sentaba junto a ellos a escuchar relatos de batallas. Obedecía hasta la más mínima orden de su mentor, y ya no volvió a mencionar el manantial de la eterna juventud ni a escaparse al pueblo por su cuenta.
No obstante, había dos asuntos que seguían requiriendo parte de su atención y que la apartaban de los demás, impidiendo que se integrase completamente en el grupo.
El primero de ellos era, naturalmente, Uri. Ahora que había empezado a aprender algunas palabras, Viana, entusiasmada por sus progresos, pasaba mucho tiempo con él, enseñándole a comportarse y, sobre todo, a hablar. Y poco a poco, el joven empezó a hacerse entender. Aprendió términos de uso cotidiano y empezó a construir frases sencillas. Viana le preguntó cómo se llamaba de verdad y de dónde procedía. A la segunda pregunta, Uri respondía que había venido del bosque, pero se mostraba incapaz de ser más preciso. A la otra, sin embargo, contestaba desconcertado que él, por supuesto, se llamaba Uri.
—Tú sabes —le decía dolido, como si no entendiera por qué su amiga parecía haber olvidado su nombre de repente.
—No, no —respondía Viana—. Uri es el nombre que yo te puse. Pero tú debías de tener uno propio… antes de conocerme a mí.
El chico la miraba sin comprender, y Viana conservaba la esperanza de que sería capaz de contestarle cuando supiera hablar mejor.
También le preguntaba por su pasado y la gente a la que había dejado atrás, pero Uri tampoco parecía tener nada que contarle.
—Yo en el bosque —le explicaba pacientemente.
—Sí, pero… ¿no tienes amigos? ¿Y familia?
—Familia en el bosque —insistía Uri—. Amigos, tú —concluía con una radiante sonrisa.
Viana estaba cada vez más convencida de que el pobre Uri había perdido completamente la memoria. Sus primeros recuerdos se remontaban al momento en que ella lo había encontrado en el bosque. Todo lo anterior se había borrado de su mente, quizá para siempre.
Sin embargo, la muchacha no dejaba de intentar averiguar más cosas. Así, una noche, sentados cerca del fuego, le preguntó entre susurros:
—Uri, ¿por qué estás aquí?
—Contigo —respondió él, como si fuera evidente.
—No, quiero decir… ¿a dónde ibas cuando te encontré? ¿Por qué estabas desnudo en medio del bosque?
Los ojos verdes de Uri parecieron desenfocarse un momento, como si estuvieran recordando algo lejano.
—Yo… —empezó; pero le faltaban las palabras—. Voy lejos —dijo por fin.
—¿A dónde? —insistió Viana—. ¿Lo recuerdas?
—Aquí —concluyó él. Parecía que quería explicarle más cosas, pero no sabía cómo.
—No te preocupes —lo tranquilizó ella—. Ya me lo contarás más adelante, cuando puedas. Si es que puedes —añadió en voz baja.
Los progresos de Uri, sin embargo, no terminaban de hacerle olvidar el asunto que mantenía su mente ocupada, y que sospechaba que terminaría por dar al traste con sus esfuerzos por ser aceptada como miembro del grupo de rebeldes.
No podía dejar de pensar en Rocagrís, ahora en manos de los bárbaros, y en todas las cosas que había dejado atrás. Hacía ya mucho que no echaba de menos sus vestidos, su laúd o sus labores de bordado. Ni siquiera la comodidad de su habitación o las suculentas comidas que solían disfrutar ella y su padre en tiempos mejores. Incluso la época en la que le leía aquellas novelas de romance y caballería que tanto le gustaban parecía haber quedado olvidada.
Sin embargo, si hubiera podido rescatar algo de todo lo que había perdido, sin duda habría elegido las joyas de su madre, el único recuerdo que le quedaba de ella. Pensaba mucho en aquel estuche de terciopelo que había ocultado bajo una losa debajo de su cama. Se preguntaba si los bárbaros lo habrían encontrado, y, en caso de que lo hubieran hecho, qué habría sido de aquellas alhajas que tanto valor tenían para ella. Y se imaginaba una y otra vez entrando furtivamente en su antiguo dormitorio para recuperarlas.
Tantas veces lo imaginó que llegó un momento en que supo que no tardaría en hacerlo de verdad. Y cuando llegó a esta conclusión suspiró, pesarosa.
Porque sabía perfectamente que, si llevaba a cabo su plan, Lobo jamás la admitiría en las filas de los rebeldes.
De modo que aún dudó un par de días más antes de tomar la decisión definitiva. Sí, regresaría a casa a buscar las joyas de su madre. Y tendría que hacerlo a escondidas porque, de conocer sus planes, Lobo no se lo permitiría. Como tantas otras cosas, reconoció con amargura. «Es cierto que se trata de una empresa peligrosa», pensó, «y que él tiene razón al decir que todo lo que planeo conlleva sus riesgos… igual que ir a la Fiesta del Florecimiento o buscar el manantial de la eterna juventud. Pero son cosas que quiero hacer, y que nadie va a hacer por mí». Era muy consciente de que si ella no regresaba a casa por la joyas de la familia, nadie más lo haría. Y no podía permitir que se perdieran para siempre. La simple idea de que una mujer bárbara luciera sobre su pecho el collar de esmeraldas de su madre le ponía los pelos de punta; además, sabía que aquellas piezas podrían sufrir un destino peor: podrían desmontarlas, fundir el oro y la plata y vender las piedras a cualquier mercader. Siglos de historia de su familia habían pasado por esas joyas.
«Iré a buscarlas», resolvió. «Aunque Lobo me prohíba unirme al ejército rebelde después».
Una vez lo hubo decidido, se sintió mucho mejor, y empezó a planear su escapada. Le parecía demasiado arriesgado viajar sola hasta Rocagrís, pero tampoco sabía a quién pedir que la acompañara. Lobo, por supuesto, estaba descartado. Dorea no le sería de mucha utilidad; además, aunque la vieja nodriza conocía muy bien el valor de aquellas joyas para ella, encontraría su plan demasiado peligroso. Garrid era una buena opción, pero estaba demasiado enfrascado en la organización del ejército rebelde y no pospondría aquella tarea sin una buena razón.
Por un momento, Viana acarició la idea de ir con Uri. Se sentía a gusto con él y sabía que, si abandonaba el campamento y lo dejaba atrás, aunque fueran pocos días, lo iba a echar mucho de menos. Pero la sensatez se impuso y la joven comprendió que, fuera de los límites del bosque, Uri llamaría mucho la atención. Además, sabía que Dorea cuidaría bien de él.
De modo que Viana optó por hablar con Airic. Dudó mucho antes de tomar esta decisión, porque el muchacho era todavía muy joven y, si aceptaba, probablemente tendrían que partir sin pedir permiso a su madre. Sin embargo, Airic había demostrado tener ingenio y muchos recursos, y eso era lo que Viana necesitaba. No pensaba tomar el castillo por la fuerza, sino entrar en él mediante algún tipo de ardid. Y un chico como Airic despertaría menos sospechas que un adulto.
Así que, una tarde, Viana y Uri se acercaron al muchacho, que estaba tallando flechas.
—Airic, ¿tienes un momento? Me gustaría proponerte algo.
Él dejó inmediatamente lo que estaba haciendo.
—Claro, mi señora, faltaría más.
—No, no, puedes seguir con tu trabajo —lo tranquilizó ella—. Solo necesito que me escuches y me des una respuesta, ¿de acuerdo?
Airic asintió, intrigado.
—No sé si sabes que tuve que marcharme de mi casa de una forma un tanto precipitada —comenzó Viana—. No me refiero a Torrespino, sino a la casa de mi padre, el duque de Corven de Rocagrís, que cayó en la batalla contra los bárbaros. Pues bien… Harak ha entregado la propiedad de mi familia a uno de los suyos, y yo quisiera regresar para recuperar algo que dejé escondido allí.
A pesar de las indicaciones de Viana, Airic no pudo evitar dejar las flechas a un lado para mirarla con los ojos brillantes.
—¿Regresar a Rocagrís, mi señora? ¿De qué manera? ¿Y qué es eso que queréis ir a buscar? Si se puede preguntar —añadió rápidamente, temiendo haber sido demasiado indiscreto.
Viana sonrió.
—Se trata de las joyas de mi madre, que en paz descanse —respondió—. Significan mucho para mí, y no quiero que caigan en manos de bárbaros.
—Por supuesto que no —coincidió Airic, escandalizado ante la idea—. Iremos a buscarlas, mi señora. ¿Atacaremos el castillo?
—Me temo que no, Airic. Lobo no querrá descubrir nuestras fuerzas tan pronto, ni estará de acuerdo en que vaya a recuperar lo que es mío, de modo que tendré que hacerlo sola. Conozco bien el castillo donde me crie. Encontraré un modo de entrar y salir sin que nadie me descubra. Pero necesitaré que alguien me acompañe. ¿Querrías hacerlo tú?
—¡Por supuesto, mi señora! —respondió el chico, dando un salto—. ¡Ya sabéis que podéis contar conmigo para lo que haga falta! Soy vuestro más leal y sincero servidor.
—No me cabe duda —sonrió Viana, conmovida—. Pero será peligroso, y me pregunto qué le voy a decir a tu madre si algo te sucediera.
—Soy casi un hombre —replicó él, algo ofendido—. Sé cuidar de mí mismo, y mi madre tiene que aceptarlo.
Viana tenía alguna duda al respecto, pero la desechó rápidamente al ver su entusiasmo. Hizo una pausa para pensar en los detalles de su plan. Su mirada se detuvo en un extremo del campamento, donde pastaban varios caballos que los rebeldes habían robado de las cuadras de Robian. Los habían utilizado en una incursión reciente y, por lo que Viana sabía, no tenían intención de organizar otra hasta varios días después. Una idea cruzó su mente.
—¿Sabes montar a caballo? —le preguntó a Airic.
Él vaciló.
—No muy bien, pero puedo aprender sobre la marcha.
Viana sospechó que, en realidad, no sabía montar en absoluto. No era extraño, tratándose de un muchacho de origen humilde.
—Tendrá que bastar con eso —suspiró Viana—. Si vamos a pie, tardaremos mucho más. Pero Rocagrís está a dos días a caballo. Necesitaremos, pues, víveres y monturas para el viaje. Tomaremos un par de caballos prestados —añadió en voz baja.
Se estremeció al decirlo. No podía creer que fuera a regresar por fin.
Airic siguió la dirección de su mirada y entendió en seguida cuáles eran sus planes. Asintió.
—Entonces, ¿él no viene con nosotros? —preguntó, señalando a Uri.
—No, él no viene. La gente se fijaría en su aspecto, y nos conviene pasar desapercibidos.
—Mejor —opinó el joven, satisfecho.
Uri los miraba alternativamente, tratando de comprender la conversación. Cuando se alejaron de Airic, con la promesa de volver a reunirse por la noche para ultimar los preparativos, Uri se dirigió hacia ella, vacilante.
—¿Tú… viaje? —inquirió—. ¿Dónde?
—A casa —respondió ella sonriendo.
—¿Casa? —repitió Uri, señalando a su alrededor.
—No, Uri, esto no es mi casa. Unas personas me echaron de mi hogar, y ahora quiero regresar.
—¿Yo… no voy contigo?
—No, Uri, esta vez no. Pero no te preocupes; volveré pronto. No me marcho para siempre.
—Para siempre —repitió Uri, paladeando la expresión—. ¿Por qué… yo no voy contigo?
Viana se detuvo, tratando de organizar sus ideas. Era largo de explicar.
—Porque eres diferente —dijo, acariciando su extraño pelo—. Y yo voy a un lugar donde hay muchas personas. Personas como yo y Airic. Pero no como tú.
Uri entornó los ojos y meditó aquella información.
—¿Personas… como tú? ¿Muchas? —quiso saber. Paseaba la mirada por el campamento, y pareció asombrado al descubrir que había más gente en alguna parte. Más personas, además de aquellas a las que conocía.
—Muchas más —confirmó Viana.
Uri alzó la cabeza con decisión.
—Yo voy contigo —afirmó.
—No, Uri, no puedes. En este viaje necesito que nadie se fije en mí. Que nadie me mire —trató de explicarle—. Y tú eres diferente. La gente me mirará. Y yo no podré esconderme de mis enemigos.
—¿Enemigos? —repitió Uri.
—Gente mala —definió Viana; pensó que también tendría que explicarle aquello, pero, ante su sorpresa, Uri asintió lentamente y con seriedad, como si comprendiera el concepto incluso mejor que ella.
—Gente mala —repitió.
Tomó la mano de Viana y la alzó para contrastarla con la suya. Solía hacerlo a menudo: unir piel con piel para observar las diferencias entre la suya, parda y moteada, y la de ella, que había sido blanca y fina, pero que la vida al aire libre había bronceado.
—Gente mala… no debe mirar.
—Me alegro de que lo entiendas —dijo ella con sinceridad.
Pero él parecía angustiado, y Viana no sabía si se debía a su inminente separación o al hecho de que existieran personas malvadas de las que había que esconderse.
—Volveré, de verdad —le prometió—. Serán solo unos pocos días.
Uri tomó sus manos y la instó a mirarlo a los ojos.
—Yo… tengo que ver.
—¿Qué es lo que tienes que ver?
—Gente mala —respondió él.
—¿A la gente mala? —repitió ella con sorpresa—. ¿A qué te refieres? ¿A mis enemigos, los bárbaros? ¿O es que tú también tienes enemigos?
Uri parecía confuso, y Viana se dio cuenta de que no había entendido del todo la pregunta.
—Yo… viaje. A casa de muchas personas. De los enemigos.
—Quieres ir fuera del bosque —comprendió Viana—. A donde hay más gente. Donde están los bárbaros. ¿Por qué? ¿Para qué?
Pero la respuesta del muchacho fue tan extraña que no supo interpretarla: alzó las manos y dio una vuelta sobre sí mismo, para que ella lo viera bien.
—No lo entiendo, Uri.
Él sacudió la cabeza, como si desistiera de tratar de explicárselo. Y Viana no insistió.
Airic y Viana organizaron el viaje rápida y discretamente y, apenas tres días más tarde, cuando rayaba el alba, salieron sigilosamente del campamento, arrastrando tras de sí dos de los caballos de los rebeldes. Viana sabía que Lobo los echaría de menos, pero esperaba que no adivinara lo que se proponía hasta que estuviesen bien lejos. Se preguntó una vez más si no sería un plan descabellado. Pero no parecía mucho más peligroso que adentrarse en el Gran Bosque y, después de todo, no había salido tan mal parada.
Justo en los lindes de la floresta se encontraron con Uri, que los estaba esperando.
—¿Qué haces aquí? —inquirió Viana, un tanto desconcertada, temiendo que el joven quisiera acompañarlos.
—Yo… digo adiós —respondió Uri, moviendo una mano en señal de despedida.
—Entiendo —asintió ella, emocionada por su gesto.
—Mi señora, no tenemos mucho tiempo —protestó Airic.
—Será solo un momento.
Se acercó a Uri y, tragando saliva, le apartó el pelo de la cara con una caricia.
—No te preocupes por mí, Uri. Volveré, te lo prometo. Pórtate bien y cuida de todos, ¿vale?
—Tú… vuelves. Y enseñas. Yo hablo mejor. Y puedo hablarte a ti.
—¿Quieres hablarme? ¿Qué quieres contarme?
—Mucho —dijo él con fervor, y Viana entendió que se sentía frustrado y limitado por su escaso conocimiento del lenguaje.
El corazón le latió un poco más deprisa. ¿Quería decir aquello que Uri estaba empezando a recordar retazos de su pasado perdido? Acarició la idea de retrasar su viaje, pero comprendió que no podía dejar pasar la oportunidad de marcharse ahora que lo tenía todo dispuesto.
—Claro que sí, Uri —le dijo—. Volveré y seguiremos practicando, y me contarás muchas cosas.
—Después —prosiguió él—, vamos a la casa de mucha gente.
Viana no tenía tiempo de discutir con él ni de decirle de que, con su aspecto, lo más probable es que jamás pudiera salir del bosque.
—Claro, Uri. Cuando vuelva.
—Tú vuelves —repitió él, y la abrazó con fuerza.
Viana hundió la cabeza en su hombro, ante la mirada desaprobadora de Airic, y permitió que él la estrechara un breve instante.
—Yo vuelvo —le prometió.
Después, ambos se separaron —sus manos quedaron prendidas un momento antes de desligarse por completo— y la muchacha dio la espalda al bosque, y al muchacho que había encontrado en él, para dirigirse al hogar familiar, sin estar segura de si iba a poder cumplir su promesa.