VIANA CAMINÓ TODO EL DÍA, sin detenerse a pensar en que estaba internándose más y más en el Gran Bosque, el lugar donde nacían todas las leyendas y contra el que le habían prevenido desde que era niña. Se limitó a cruzar el arroyo en tres saltos y a seguir adelante, siempre adelante, como si aquello no fuera una búsqueda imposible, sino una partida de caza como la de cualquier otro día.
Y al principio, así se lo pareció. El bosque que se extendía al otro lado del torrente no era muy distinto al que había dejado atrás. Quizá un poco más espeso y umbrío… pero aquí se acababan las diferencias. Los mismos pájaros que ya conocía silbaban entre las ramas, los árboles no parecían más oscuros o amenazantes ni tampoco se atisbaban extrañas criaturas acechando entre la maleza: no había hadas, trasgos, duendes ni trols.
Viana, sin embargo, no bajó la guardia. Por una parte, tras su aprendizaje con Lobo, se sentía en el bosque como pez en el agua y tenía mucha confianza en sí misma y en sus capacidades. Pero, por otro lado, había pasado toda su vida escuchando historias terroríficas acerca del Gran Bosque, y nunca había dudado en su veracidad.
Llegó la noche, y la joven no había descubierto nada extraordinario. Al menos, no aún. Pero de todos modos, eligió para acampar un lugar resguardado en el hueco de un enorme árbol, y renunció a encender ninguna hoguera que pudiera revelar su posición. Ya no refrescaba tanto al caer la tarde, por lo que esperaba que su capa bastaría para mantenerse caliente y, además, guardaba en su morral algo de pan, queso y carne en el salazón, así que por el momento no necesitaba fuego para cocinar. Sabía, por supuesto, que tarde o temprano tendría que cazar, pero ya se lo plantearía más adelante, cuando no le quedara otra alternativa.
Se acurrucó, pues, al pie del árbol y se envolvió bien en su manto, dispuesta a pasar la noche. Daba por supuesto que sería incapaz de dormirse; pero oyó el canto de los grillos, el susurro de la brisa de los árboles y el ulular de un búho, y nada de aquello le pareció peligroso. Al contrario: le recordaba tanto a su hogar en el bosque que no tardó en caer rendida por el cansancio.
Cuando despertó, todo seguía igual. Ningún hada la había transformado en animal durante su sueño ni había sido devorada por trol alguno. Y todas sus pertenencias seguían allí: los gnomos no se habían aventurado en su refugio para llevárselas, aunque descubrió que un ratón había husmeado en su morral y le había dado un par de mordiscos a lo que quedaba del queso. «Y aún tenía suerte de que no había robado nada más», pensó Viana, un tanto avergonzada. Preocupada por si recibía visitantes sobrenaturales, había descuidado a los habitantes habituales del bosque.
Desayunó rápidamente y se pudo en marcha. A aquellas alturas, seguro que en el campamento ya habían notado su falta. Se preguntó si Lobo habría adivinado hacia dónde se dirigía y si, de ser así, iría tras ella. Viana no conocía a nadie que se hubiese internado tanto en el Gran Bosque como ella, y tampoco estaba segura de hasta dónde llegaba el respeto de Lobo hacia aquel lugar. Porque él se negaba a creer en la existencia de cosas tales como un manantial de la eterna juventud, pero, por otro lado, también le había repetido muchas veces que adentrarse en el Gran Bosque era una auténtica locura.
Por si acaso, apretó el paso. Le llevaba ventaja, pero el viejo caballero era muy diestro siguiendo rastros y, además, se desplazaba por el bosque con más facilidad que ella.
A lo largo de la jornada, sin embargo, empezó a notar que todo a su alrededor se volvía diferente. Los árboles parecían más altos, y su ramaje, más tupido. Se hacía cada vez más difícil encontrar huecos entre la espesura, y los sonidos del bosque se oían con mayor intensidad, como si sus moradores fueran conscientes de que allí, en aquel reducto, no debían preocuparse de si los seres humanos los escuchaban o no. También empezó a ver especies de insectos y plantas que desconocía, y una pequeña criatura peluda, de enormes ojos redondos y larga cola anillada, la contempló sin inmutarse desde lo alto de una rama. Viana se quedó mirándola, con el arco a punto, por si fuera alguna especie de duende. Pero el animal trepó ligeramente hasta la copa del árbol y se perdió entre el follaje, y Viana no se preocupó más por él.
La tarde fue complicada. Cada vez le resultaba más difícil abrirse paso por aquel intrincado laberinto vegetal, pese a su entrenamiento junto a Lobo. Cuando se puso el sol, casi se sintió aliviada porque tenía un buen motivo para detenerse y descansar.
La segunda noche en el Gran Bosque, sin embargo, fue bastante peor que la primera. La humedad del ambiente traspasaba su capa y la hacía añorar el calor de una buena hoguera, pero seguía sin atreverse a encenderla. De modo que volvió a tomar una cena fría y a arrebujarse en su manto, tiritando. Y en esta ocasión los sonidos nocturnos, más extraños e inquietantes que aquellos a los que estaba acostumbrada, la mantuvieron alerta hasta bien entrada la madrugada.
Se despertó con las primeras luces del alba, entumecida y agradeciendo, en el fondo, que se hubiese hecho de día por fin. El bosque no parecía tan amenazador a la luz de la mañana, y se reprendió a si misma por ser tan medrosa. De nuevo se puso en marcha, pero en esta ocasión se preguntó por primera vez si estaría muy lejos de su destino y si reconocería el lugar cuando lo viera.
No se dio cuenta de que unos profundos ojos rasgados la contemplaban desde la espesura. Tampoco oyó los susurros y las risas contenidas que ocultaba la floresta, ni descubrió las ligeras huellas de unos pies diminutos sobre el barro ni los retazos de la piel moteada que podían atisbarse entre los árboles para aquellos que sabían mirar. Todo ello le pasó inadvertido, y no porque no fuera una experta rastreadora sino, simplemente, porque algunas de las criaturas que habitaban en el bosque profundo eran mucho, muchísimo más viejas que ella, y sabían muy bien como ocultarse a los ojos de los mortales.
Por fortuna para Viana, los seres que la vieron abrirse paso por el Gran Bosque fueron todos benévolos o, en el peor de los casos, indiferentes. Incluso había pasado demasiado cerca del cubil de una mantícora sin advertirlo. Solo la suerte quiso que la bestia estuviera en aquel momento durmiendo tras una comilona, y que la brisa no soplara en su dirección. Pero Viana nunca supo lo cerca que había estado de no regresar jamás.
Así, aquella tarde llegó hasta un claro del bosque con cierta sensación de inquietud, pero sin haberse visto en peligro en ningún momento y sin haber percibido nada sobrenatural o extraordinario en aquel lugar. No obstante, cuando los árboles se abrieron y dieron paso a un espacio más despejado, Viana lo agradeció profundamente, sobre todo porque por aquel paisaje discurría un río, y ella estaba deseando lavarse y rellenar su cantimplora de agua fresca.
Se acuclilló, pues, a la orilla, y procedió a asearse. Se detuvo a pensar si valía la pena desvestirse para bañarse un poco, pero desechó la idea porque el agua estaba muy fría.
Remontó un poco el curso del río, buscando un paso para vadearlo, y encontró un lugar donde el caudal estaba salpicado de piedras que sobresalían del agua. Viana saltó sobre la primera piedra de ellas y pasó la mirada por el río, tratando de elaborar mentalmente un itinerario para cruzar.
Y entonces vio algo que llamó su atención.
Al principio no supo qué era y se quedó mirándolo, desconcertada: una forma de color pardo cubría una de las rocas por las que tenía previsto pasar. Quizá fuera maleza o musgo, pero parecía demasiado sólido.
Se aproximó con precaución, saltando de piedra en piedra. Cuando estaba un poco más cerca, pensó que tal vez se trataba del cuerpo de algún animal. Se detuvo de nuevo, cautelosa, pero aquello no se movía. Quizá estuviese muerto.
Y entonces se dio cuenta de que era humano. O, al menos, lo parecía.
Viana se agachó sobre la roca en la que se encontraba y observó.
Era un muchacho. Yacía de bruces sobre la piedra musgosa, la parte inferior de su cuerpo sumergida en el agua, los brazos desmadejados, el cabello cubriéndole el rostro. Viana reprimió el impulso de correr en su ayuda por dos motivos: la piel del chico era de un extraño color moteado entre pardo y verdoso… y estaba completamente desnudo.
La joven sintió que le subían los colores. Ni la convivencia con los rebeldes del campamento ni los modales groseros de Lobo habían logrado borrar el decoro que le habían inculcado desde pequeña. Después de todo, había nacido de un duque y no acostumbraba a ver muchachos desnudos. Por fortuna, aquel estaba tumbado bocabajo sobre la roca. Aun así su vista le resultaba perturbadora, por lo que se acercó más y le echó su propia capa encima para cubrir su cuerpo. Una vez hecho esto, pudo pensar con un poco más de claridad.
Era evidente que aquel no era un chico corriente. Nadie tenía una piel así, por no hablar de su cabello. Viana lo estudió con curiosidad. Parecía rubio, pero de un tono que no había visto nunca, como el del trigo cuando aún no está del todo maduro. El corazón de Viana empezó a latir más deprisa. ¿Qué clase de criatura era aquella? ¿Sería un duende? Ella había oído decir que los duendes eran más pequeños, y el muchacho de piel moteada parecía bastante alto. También contaban que las criaturas feéricas tenían las orejas puntiagudas, Viana observó con aprensión. No se atrevía a apartarle el pelo para verlo con mayor claridad, pero habría jurado que sus orejas eran normales.
Por lo demás, parecía un chico normal, de unos quince o dieciséis años. Salvo por aquella extraña piel y aquel pelo tan raro, y por el hecho, claro, de que estaba desnudo en mitad del bosque.
Quizá aquel muchacho supiera algo sobre el manantial de la eterna juventud o cómo llegar hasta él. Eso, naturalmente, en el caso de que estuviera vivo.
Viana se atrevió a rozarlo con la punta de los dedos. Su piel estaba cálida y, al mismo tiempo, sorprendentemente suave. La joven casi habría esperado que fuese áspera o rugosa, pero parecía la de un niño.
El muchacho se estremeció bajo su tacto y dejó escapar un especie de gañido.
Estaba vivo. Viana retrocedió con brusquedad y lo observó un momento más, dudando entre salir huyendo o ayudarlo. Finalmente, la compasión fue más fuerte y se inclinó sobre él, con precaución, para comprobar su estado. Le dio la vuelta —manteniendo su capa estratégicamente situada sobre el cuerpo de él— y examinó su rostro. No parecía haber sufrido heridas ni golpes, pero sus labios estaban resecos y agrietados. «Tiene sed», advirtió Viana, extrañada. ¿Cómo era posible que aquel chico hubiese llegado sediento hasta el centro de un río sin haberse detenido a beber? «Quizá el agua no sea buena», pensó la joven con una punzada de temor. Desechó aquella idea de su mente. No había notado nada anormal en su sabor y, en todo caso, si estaba contaminada era ya demasiado tarde para ella. Decidió arriesgarse, y mojó los labios del muchacho con un chorro de agua de su cantimplora.
Él dio un respingo, sobresaltado. Viana contuvo el aliento al ver sus ojos, de un verde tan profundo como el musgo que cubría los árboles centenarios.
—Tranquilo, tranquilo —trató de calmarlo—. Estás a salvo. Bebe, te sentará bien.
Pero el muchacho no parecía entenderla. Contempló asustado la boca de Viana, como si no comprendiera por qué salían de ella tantos sonidos, y después se quedó mirando el odre que le tendía, al parecer sin saber qué debía hacer con él. Viana, entre desconcentrada y exasperada, vertió un chorro sobre sus labios…
… Y él se asustó tanto que se removió entre sus brazos, resbaló sobre la roca y cayó al río con un sonoro chapoteo.
Viana no entendía por qué el chico de piel moteada actuaba de una forma tan extraña. ¿Estaría desorientado? ¿O quizá enfermo? En cualquier caso, tenía que sacarlo del agua, porque parecía evidente que tampoco sabía nadar.
Tiró de él hasta ponerlo de nuevo a salvo sobre la roca y después recuperó su capa, que estaba totalmente empapada. Era absurdo volver a ponérsela ahora, de modo que la apartó con un suspiro y trató de no fijarse en el cuerpo desnudo del muchacho. Volvió a sostenerlo entre sus brazos e intentó obligarlo a beber agua. Al principio, él mantuvo sus labios obstinadamente cerrados, pero Viana lo forzó a abrir la boca y a tomar un par de tragos. El chico tosió, apunto de atragantarse; entonces pareció comprender que el agua le sentaba bien, porque dejó de poner resistencia. Finalmente, saciada su sed, el joven contempló con maravillado interés todo lo que lo rodeaba. Metió un pie en el agua y aguardó un momento. No sucedió lo que él parecía estar esperando que pasara, fuera lo que fuera eso, de modo que sacó el pie con el ceño fruncido y observó la cantimplora como si no terminara de comprender del todo su funcionamiento. La volcó para ver cómo caía el agua de ella, y después se la llevó a la boca. Pero se quedó muy desconcertado al ver que no salía más líquido.
—Así no —lo riñó Viana, arrebatándosela de las manos—. Mira, se utiliza así —añadió, llenándola en la corriente y bebiendo para después mostrárselo.
El chico la contempló fascinado y luego volvió a tomar la cantimplora para mirarla desde todos los ángulos. Viana suspiró cargada de paciencia.
—Eres como un niño pequeño —le dijo—. Y supongo que no me entiendes cuando te hablo, ¿verdad? ¿Es que hablas en otro idioma? ¿El de los duendes, quizá? ¿O el de los elfos? ¿O no hablas en absoluto? —adivinó al ver cómo él la observaba con asombro cada vez que pronunciaba alguna palabra—. Pero no puedes ser tan…
«Tonto», estuvo a punto de decir. Se contuvo, sin embargo, porque no quería ser grosera con un desconocido, aun cuando este se pasease en cueros por el bosque y no comprendiera una sola palabra de lo que decía. «Quizá ha perdido la memoria», pensó. Sí, eso le parecía lo más probable. Cuando Viana era pequeña, uno de los mozos del castillo había recibido una coz en plena cara. Había permanecido inconsciente durante unos días, y al despertar no recordaba quién era. Se necesitaron varias semanas para que recuperara parte de sus recuerdos, pero nunca volvió a ser el de antes.
Viana miró al muchacho del río, conmovida. Se preguntó entonces qué clase de cosas había olvidado. ¿Quién era él? ¿Era humano, como parecía? Y, en ese caso, ¿por qué tenía un aspecto tan extraño?
El chico, ajeno a las cavilaciones de su salvadora, seguía jugando con la cantimplora. Se sobresaltó cuando, tras volcarla por encima de su cabeza, le cayó un chorro de agua en la cara, pero pareció encontrarlo divertido, porque dejó escapar una carcajada. También lo asustó el sonido de su propia risa, como si llevara mucho tiempo sin oírlo.
Viana reaccionó. Era curioso ver cómo aquel muchacho desmemoriado parecía estar redescubriendo el mundo, pero ella tenía muchas cosas que hacer.
Lo sacó del río como pudo (el chico se armó tal lío con piernas y brazos que por poco no acabaron en el agua los dos) y lo sentó al pie de un árbol mientras rebuscaba en su morral.
—Tengo ropa de repuesto —le dijo—. Tienes suerte de que no sean vestidos de doncella.
Tal y como esperaba, el muchacho no dio muestras de comprenderla, pero observó con curiosidad lo que hacía. Cuando Viana le lanzó una camisa y unas calzas, se asustó y se quitó las prendas de encima rápidamente.
—Eh, no, ni hablar —replicó Viana—. No me importa si en tu mundo los hombres vais en cueros por la vida; yo sigo siendo una dama y no pienso tratar contigo hasta que no estés vestido con decencia.
Era perfectamente consciente de que su compañero no la entendía, pero oírselo decir a sí misma en voz alta la tranquilizó un poco.
Entretanto, el muchacho de piel moteada había estado examinado la ropa con interés. Pareció darse cuenta de que era similar a la que cubría a Viana. Ladeó la cabeza y se la quedó mirando como si la viera por vez primera.
—Sí, eso es —asintió ella, incómoda de repente—. Mira, ¿ves para qué sirve? —le mostró su propia ropa y la comparó con la que él tenía entre sus manos—. Ahora, tú. Ah, no, no, eso sí que no —protestó al ver que el muchacho parecía esperar que lo ayudara a vestirse—. Aprende tú solo. Ya he estado más cerca de ti de lo que debería, y hasta que no estés vestido… —tomó aire, consciente de que había enrojecido otra vez—. Pues eso —concluyó.
Se alejó un poco de él y lo dejó contemplando las prendas. Supuso que tendría que tener paciencia con él y darle una oportunidad. «Tonto no parece», reconoció. «Es simplemente… como si esto le sucediera por primera vez». Seguía convencida de que había perdido la memoria, pero, además de eso, también era posible que el muchacho procediera de un lugar donde los usos del mundo civilizado fueran del todo desconocidos. Viana había estado escuchando historias acerca de las cortes del reino de las hadas, sofisticadas y resplandecientes, pero también le habían contado cuentos sobre un mundo subterráneo, hogar de duendes y trasgos, donde aquellas criaturas vivían casi como animales. Aguardó un tiempo prudencial y después regresó al árbol para ver si el chico se había vestido ya. Parecía haber captado bien la idea general, porque se había puesto las calzas más o menos correctamente, aunque se había hecho un lío con las mangas de la camisa. Viana rio divertida y lo ayudó a colocársela bien.
—Ahora —le dijo—, pareces un muchacho decente.
Pero lo cierto era que el chico del río estaba bastante desconcertado. Así, vestido como una persona de verdad, su extraño pelo resultaba todavía más salvaje, y el sorprendente color de su piel resaltaba contra la blancura de la ropa.
—Bueno —suspiró entonces Viana—, creo que ha llegado el momento de hablar de cosas importantes. Quiero decir… que yo hablaré y tú escucharás, supongo. Y espero hacerte comprender algo.
Se sentó junto a él y lo obligó a mirarla a los ojos. De nuevo se quedó sin palabras ante aquel verde oscuro tan profundo como el corazón del bosque, y tuvo que carraspear antes de continuar hablando:
—Yo me llamo Viana —se presentó—. Vi-a-na. ¿Comprendes? Vamos, repítelo: Vi-a-na.
Pero el muchacho se limitó a contemplar su boca con curiosidad. Ni siquiera hizo amago de repetir los sonidos, y la chica empezó a plantearse si no sería mudo.
—¿Cómo te llamas tú? —lo interrogó, colocando el índice sobre el pecho del muchacho al pronunciar la última palabra.
Se lo preguntó de todas las maneras posibles y gesticulando mucho, pero él seguía sin hablar. Se limitaba a observarla desconcertado, como si no entendiera nada de lo que estaba haciendo.
Finalmente, Viana se rindió.
—De acuerdo, no tienes nombre. Y supongo que tampoco podrás indicarme por dónde se va a la fuente de la eterna juventud o dónde está ese lugar donde dicen que los árboles cantan —añadió mirándolo de soslayo; pero el chico permaneció inexpresivo—. Bueno, pero tendré que llamarte de alguna manera. Y «mozo» o «muchacho» no me parece apropiado, teniendo en cuenta que ya te he visto… eh… mejor dejémoslo estar —concluyó precipitadamente. Él siguió mirándola sin inmutarse, y Viana se sintió conmovida por su inocencia.
Se calló un momento, preguntándose cómo debería llamarlo. Porque estaba claro que él necesitaba un nombre.
Lo miró de nuevo. Era guapo a su manera, aunque al contemplar su extraña piel (sintió deseos de acariciarla, sin saber por qué) volvió a recordar los cuentos que le contaba su madre cuando era niña. Algunos de ellos estaban protagonizados por un duende travieso llamado Uri. Aquellos habían sido sus favoritos.
—Bien —dijo—, creo que ya lo tengo. Te llamaré Uri, si no te importa.
No pareció importarle. Estaba muy entretenido jugando con sus propios dedos. Viana no pudo evitar sonreír.
Se preguntó entonces qué iba a hacer con él. Estaba claro que, si lo dejaba solo, no sería capaz de sobrevivir en el bosque, al menos mientras no recuperase la memoria. Pero resolvió posponer la decisión hasta el día siguiente, porque ya estaba atardeciendo.
Montó un campamento junto al río. Por alguna razón, la presencia de Uri le hacía sentirse segura, y pensó que no habría nada de malo en encender un fuego cuando cayera la noche.
—Pero primero vamos a comer —le dijo—. Estarás hambriento, ¿no?
Le tendió lo poco que le quedaba de la cecina, pero el muchacho la tomó y le dio vueltas entre las manos, desconcertado.
—Es comida —le explicó Viana—. Co-mi-da.
Mordió un poco y la masticó exageradamente para que él entendiera lo que quería decir. Uri mordisqueó una esquina, dubitativo. Pero movió la comida en el interior de su boca sin saber muy bien qué hacer con ella, y puso tal cara de asco y desconsuelo que Viana no pudo evitar echarse a reír.
—Bueno, comprendo que no es un gran banquete —le dijo—. Tíralo si no te gusta. Aún falta un poco para el anochecer; iré a cazar algo más sabroso.
Dejó a Uri sacándose de la boca los restos de la cecina y contemplándolos con repugnancia, y se internó en el bosque.
No tardó en hacerse con un pequeño tejón que ni siquiera salió corriendo cuando la vio. Era evidente que el animal jamás había visto a un ser humano. Viana casi lamentó acabar con una presa tan confiada.
A su regreso, encontró a Uri en la orilla del río, hurgando en el barro. Tenía las manos muy sucias, y Viana lo apartó de allí antes de que se manchara la ropa también, aunque ya tenía las calzas empapadas.
—¿Qué voy a hacer contigo? —lo riñó mientras le lavaba las manos en el agua.
Lo sentó de nuevo al pie de un árbol mientras preparaba el fuego para asar el tejón. Sin embargo, la reacción del muchacho cuando prendió la primera chispa la sorprendió. Uri contempló fascinado la llama que lamió la leña, pero cuando vio que esta se transformaba en un fuego que ardía con viveza, profirió un grito y retrocedió aterrorizado. Viana trató de calmarlo, pero solo consiguió asustarlo más. Uri se deshizo de su abrazo y echó a correr hacia lo profundo del bosque, tropezando con ramas y raíces. Viana lo llamó y quiso salir tras él, pero ya había anochecido y no se atrevió a alejarse del campamento.
Uri no regresó. Abatida, Viana asó el tejón en el fuego. Cenó sin ganas, a pesar del hambre. Lo cierto era que echaba de menos al extraño muchacho, y sospechaba que no volvería a verlo más. «Y tal vez sea mejor así», se dijo, «¿Qué se supone que iba a hacer con él?». Pero cuando se echó a dormir junto a las últimas brasas del fuego, le costó arrancarse del corazón aquella sensación de añoranza.
La mañana le trajo una sorpresa. Al incorporarse, bostezando y frotándose los ojos, descubrió que Uri había regresado durante la noche, había excavado un hoyo en el suelo, a una prudente distancia de los restos de la hoguera, y se había hecho un ovillo en su interior, como un animalillo en su madriguera. El barro manchaba su piel y sus ropas, pero no parecía importarle. Dormía tan profundamente como un bebé.
Viana se sintió molesta y aliviada al mismo tiempo. Molesta porque Uri había hecho todo aquello sin que ella se diese cuenta (¿qué diría Lobo si supiera que había sido tan descuidada?), y aliviada porque, después de todo, él estaba allí de nuevo. Lo cierto era que Viana temía por él. En su estado, no parecía muy probable que fuera capaz de sobrevivir en el bosque. Pero su regreso le planteaba otro inconveniente.
—Y ahora, ¿qué? —murmuró.
Tenía tres opciones: o bien lo abandonaba allí mismo, o proseguía su viaje con él, o volvía a casa para ponerlo en buenas manos. Comprendió enseguida que sería incapaz de dejarlo atrás. Sin embargo… ¿cómo iba a continuar hacia el corazón del bosque si tenía que cargar con él? No obstante, la tercera posibilidad también tenía sus desventajas. Por ejemplo, si volvía a casa no tendría otra oportunidad de partir en busca del manantial encantado. Lobo la vigilaría de tal forma que no sería capaz de escaparse otra vez.
En aquel momento, Uri abrió los ojos. Parpadeó, un tanto desconcertado, y entonces la vio. Le dedicó una amplia sonrisa, tan cálida que conmovió profundamente a Viana.
—De acuerdo —decidió—. Será difícil, pero no imposible. Andando, Uri: nos vamos.
Tras recoger el campamento y asearse, Viana reemprendió la marcha. Sin embargo, le costó un poco conseguir que el muchacho la siguiera. Parecía indeciso, y por un momento se quedó parado en la orilla del río, mirándola desconsolado.
—Yo he de proseguir mi viaje —trató de explicarle ella—. Si quieres venir conmigo, estupendo. Si no… tendré que dejarte atrás.
Como sabía que él no la comprendía, echó andar, sin más, hacia las profundidades del Gran Bosque. Lo hizo sin prisas, pero sin mirar atrás, esperando que él captara la idea.
Apenas unos instantes después, Uri echó a correr tras ella, con aquel trote desmañado que lo caracterizaba. Tropezó con un par de raíces y estuvo a punto de caer al suelo, pero se las arregló para alcanzarla. Cuando lo hizo, le dirigió una sonrisa que Viana interpretó como un «voy contigo».
—Bien —asintió ella, sonriendo a su vez.
La lógica le decía que Uri le complicaría el viaje. Pero una parte de ella se alegraba de poder contar con su compañía.
La mañana resultó agotadora. Uri era decididamente torpe, y además hacía mucho ruido. Viana se preguntó si todos los duendes serían así. Ella tenía entendido que los seres feéricos se desplazaban por el bosque tan sigilosos como sombras, hasta el punto de que casi llegaban a fundirse con él. La piel moteada de Uri apoyaba dicha creencia. Entonces… ¿por qué avanzaba por la espesura como un muchacho de la cuidad?
Tuvieron suerte, porque nada los atacó, pero al mismo tiempo Viana encontró problemas para sorprender a sus presas. Se alegró de haber guardado parte del tejón del día anterior. Aquella mañana pudo almorzar sin necesidad de cazar porque, entre otras cosas, Uri seguía sin comer.
Viana pensó que tal vez tuviera algún tipo de problema con la carne, de modo que seleccionó algunas bayas para él. Pero tampoco esa opción resultó sencilla. A medida que se internaban más y más en el Gran Bosque, la vegetación se tornaba más extraña. Encontró arándanos y grosellas, pero también otros frutos que crecían en arbustos cuyo aspecto le resultaba totalmente desconocido, y que decidió no tocar por si eran venenosos.
Tampoco las bayas parecieron entusiasmar a Uri. Sin embargo, era evidente que tenía hambre.
Por fin, cuando acamparon al caer la tarde, Viana encendió una hoguera para asar la cena: una tórtola que había logrado ensartar con una flecha solo porque tenía problemas para volar. Uri volvió a mostrarse aterrorizado ante la visión del fuego, aunque en esta ocasión no salió corriendo. Se alejó de las llamas para contemplar desde lejos cómo Viana cocinaba su presa, con una mezcla de terror, fascinación y desconfianza. Cuando Viana empezó a comer, se acercó un poco, casi con timidez. La muchacha le tendió un puñado de grosellas con una sonrisa, y Uri se las metió a la boca, las masticó y después se las tragó con dificultad. Había estado observando a Viana fijamente mientras ella devoraba su cena y finalmente se había decidido a imitarla.
Y debieron de gustarle, porque se terminó todas las bayas y miró a Viana pidiendo más.
La joven le ofreció, dubitativa, uno de los muslos de la tórtola. Uri lo mordió, al principio vacilante y después con mayor entusiasmo.
—Me alegro de que por fin te hayas decidido a comer —le dijo ella.
El chico le devolvió una radiante sonrisa, sin dejar de masticar. Parecía que, ahora que se había animado, estaba disfrutando con la comida: pero Viana apartó la vista y se preguntó cómo podría hacerle entender que debía comer con la boca cerrada.
El resto de la noche transcurrió sin incidentes, aunque Viana se despertó de madrugada, sobresaltada, al escuchar un aullido en la lejanía. Uri, sin embargo, seguía durmiendo plácidamente. La joven, con el corazón aún latiéndole con fuerza, decidió montar guardia hasta el amanecer.
Cuando se pusieron en marcha de nuevo, al romper el alba, Viana volvía a estar inquieta. Ciertamente, Uri le hacía compañía, pero no sería de gran ayuda en caso de que algún animal los atacara, y ni siquiera sabía hacer una guardia en condiciones, porque en cuanto le entraba sueño se echaba a dormir, y no entendía que debía mantenerse despierto para vigilar. Su presencia la obligaba a estar siempre pendiente de él y podía hacerle pasar por alto algún peligroso potencial. Y ahora debía estar especialmente alerta. El bosque se volvía cada vez más extraño a medida que avanzaban: había muchas plantas y árboles que desconocía, y los sonidos que surgían de la espesura resultaban muy inquietantes.
A media mañana, Viana montó un campamento y dejó allí a Uri mientras se iba a cazar, porque necesitaba pensar.
Logró atrapar una paloma, pero eso no la animó, porque a cada paso que daba era más consiente de que su viaje era una completa locura. Llevaba ya varios días avanzando a través del Gran Bosque, cada vez con mayor dificultad, y no tenía ni la más remota idea de por dónde debía seguir, ni de si iba en la dirección correcta. Ciertamente, aquello era inmenso. Sacudió la cabeza; no podía seguir así, avanzando a ciegas, y menos si debía de cuidar de Uri. Necesitaba un plan.
Se le ocurrió entonces una idea. Buscó un árbol lo bastante alto y frondoso y trató de trepar por él. Al principio le resultó relativamente fácil, porque había muchas ramas en las que apoyarse, y el tronco nudoso también ofrecía múltiples apoyos. Sin embargo, Viana pronto se dio cuenta de que era mucho más alto de lo que había calculado: subía y subía, pero seguía estando rodeada de ramas y hojas por todas partes. Tragó saliva y se obligó a no mirar abajo.
Tras un rato eterno y angustioso, llegó hasta lo alto de la copa y estiró el cuello para ver más allá.
Se quedó sin respiración.
El bosque parecía no tener límites: los árboles se extendían hasta donde alcanzaba la vista, en todas direcciones salvo en una. Allá, al fondo, se veían campos de labranza, y el horizonte estaba cortado por una cadena montañosa que Viana reconoció inmediatamente. Aquello era Nortia, su hogar. Y parecía ridículamente cerca en comparación con el camino que tenía por delante hasta llegar al corazón del bosque. Volvió a escudriñar la espesura en busca de algún espacio que pudiera parecer diferente —árboles más altos, o de una coloración diferente, o que estuvieran haciendo algo parecido a cantar—, pero no tuvo suerte.
Entonces algo llamó su atención en la lejanía: una fina columna de humo que se elevaba hasta las alturas y que parecía surgir de las mismas entrañas del Gran Bosque. ¿Qué sería aquello? Habría jurado que se trataba de una hoguera o de algo parecido, pero no podía creer que hubiese asentamientos humanos en un lugar tan apartado. Tal vez, pensó, estuviese allí el hogar de Uri. Enseguida imaginó una aldea primitiva habitada por gente de piel moteada.
En cualquier caso, era algo que valía la pena investigar, aunque calculó que necesitaría varios días más de viaje para llegar hasta allí.
Decidió que lo intentaría, al menos, e inició el descenso.
Y entonces, cuando ya apenas le quedaban unos metros para llegar a tierra, la rama a la que acababa de asirse se partió con un crujido y la muchacha se precipitó al suelo.
Cayó de bruces y logró amortiguar el golpe con las manos, pero sintió un agudo dolor en la muñeca, oyó un chasquido desagradable, y supo que se la había torcido. Mascullando maldiciones, se sentó como pudo en el suelo musgoso y se la frotó con energía. Le dolía mucho. Procedió a vendársela tal y como Lobo le había enseñado, lamentando que no hubiera por allí cerca un arroyo donde sumergir la mano para reducir la inflamación en el agua fría.
Y fue entonces cuando se dio cuenta de que en aquellas circunstancias no podría cazar.
Se levantó cojeando —sentía que tenía magulladuras en todas las partes blandas de su cuerpo— y tomó su arco. Probó a tensar la cuerda y la soltó con un gemido. No; definitivamente, no podía usar la muñeca. Y estaba por ver si sería capaz de manipular cuerdas para hacer trampas.
Palpó la presa, que aún pendía de su cinturón, para asegurarse de que seguía allí, y respiró hondo. Pensó que era una suerte que la hubiese cazado antes de tener la ocurrencia de subirse al árbol. Porque sería lo único que comería en bastante tiempo.
Cuando regresó al lugar donde había dejado a Uri, su rostro reflejaba la decisión que acababa de tomar. Aun así, le costó verbalizarla.
—Vamos arriba —le dijo al chico a media voz—. Volvemos a casa.