VIANA NUNCA LLEGARÍA a saber cuánto tiempo estuvo tendida bajo la lluvia, inconsciente entre la maleza. Al cabo de un rato creyó escuchar un rumor entre los árboles y abrió los ojos, parpadeando. Solo vio la sombra de un hombre en la oscuridad, una risa seca y una voz que, por alguna razón, le resultó conocida:
—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí?
La joven intentó levantarse para salir huyendo, pero su cuerpo no la obedecía y le estaba costando mucho mantenerse consciente. Cuando el desconocido se inclinó sobre ella, Viana manoteó, desesperada, pero el esfuerzo le hizo perder el sentido de nuevo.
Despertó en varias ocasiones, aunque apenas guardaría recuerdo de todo ello. Solo luces cambiantes, el rumor de la lluvia, olor a bosque y a sopa caliente, el tacto áspero de la manta que la cubría y la sombra del hombre que la había rescatado recortándose contra una pared de troncos. Imágenes, retazos… que se conservarían para siempre en su memoria aunque no fuera capaz de unirlos para dibujar un lienzo completo.
Cuando por fin recuperó la conciencia, podrían haber pasado horas o podrían haber sido días; Viana no lo sabía. Descubrió que ya había amanecido, y también había cesado la lluvia, porque un rayo de sol se colaba por la ventana, jugueteando con sus cabellos de color miel. La muchacha parpadeó, confusa. Se llevó la mano al labio herido, con precaución, y notó que ya no sangraba, aunque todavía le dolía al tacto. La brutal huella que Holdar había dejado en ella tardaría un tiempo en sanar. De todas formas, se dio cuenta de que no tenía restos de sangre seca sobre su piel. Alguien la había limpiado y curado.
Miró a su alrededor. Se encontraba en el interior de una cabaña. En la pared del fondo, la chimenea conservaba los restos de un fuego que había servido para calentar el contenido de una pequeña olla. Ella estaba recostada sobre el único camastro de la única estancia que había, y se incorporó con aprensión; la ropa que colgaba de los ganchos de la pared (un grueso manto de pieles y un viejo jubón) era indudablemente masculina. ¿Quién la había acogido en su casa, y por qué razón lo había hecho? ¿Qué había sucedido mientras ella esta inconsciente… si es que había sucedido algo? Su temor creció al comprobar que solamente llevaba puesta su camisa interior. Buscó su vestido con la mirada y lo halló tendido cerca de la chimenea; probablemente su rescatador lo había puesto ahí para que se secara. Aun así, aquello no garantizaba…
Sus pensamientos fueron bruscamente interrumpidos por el chirrido de la puerta al abrirse. Viana se levantó de un salto —se sintió mareada, pero luchó por mantenerse en pie— y retrocedió hasta la pared, temblando.
El hombre que acababa de entrar era alto y nervudo. Portaba un arco y un carcaj a la espalda, y un par de conejos muertos pendían de su cinturón. Estaba a contraluz, de modo que Viana no podía ver sus rasgos con claridad; de todas formas, la capucha que le cubría la cabeza tampoco facilitaba las cosas.
—Así que ya estás despierta —dijo—. Ya era hora, marmota.
Viana no respondió. Estaba demasiado asustada como para sentirse ofendida, de modo que permaneció quieta, apoyada contra la pared, sin quitarle la vista de encima.
—Eres la hija del duque Corven, ¿verdad? —preguntó él—. La chica que se casó con el bárbaro Holdar.
Viana se irguió, molesta porque el desconocido no usaba con ella el trato que merecía su posición.
—¿Cómo lo sabéis? —farfulló como pudo, ya que el labio hinchado no le permitía vocalizar muy bien; trató, sin embargo, de imprimir un tono desafiante a su voz.
Él dio un par de pasos hacia delante y la luz que entraba por la ventana iluminó su rostro. En ese momento, Viana lo reconoció y reprimió una exclamación de asombro: se trataba de Lobo, el hombre que había irrumpido en el castillo de Normont para anunciar que los bárbaros estaban en camino. Parecían haber pasado décadas desde entonces.
—Te vi en la celebración del solsticio —respondió él—, aunque entonces no sabía quién eras. Pero me llegaron rumores de tu boda con ese Holdar y no estábamos lejos de Torrespino, así que no he tenido más que atar cabos. Aunque también tenía entendido que estabas embarazada —añadió, echándole un vistazo crítico—. Sí que debe de ser escuálido ese pequeño bastardo.
Viana enrojeció y alzó la barbilla con dignidad, tratando de fingir que no le importaba que él la viera en ropa interior.
—No estoy en estado —anunció—. Solo lo simulé para que Holdar me dejara en paz.
Lobo pareció genuinamente sorprendido.
—Y ahora te has escapado, ¿verdad? —dio un paso hacia ella, pero Viana se puso tensa—. No temas —la tranquilizó—; aquí estarás a salvo de él.
A la joven le enfureció su tono condescendiente.
—No tengo miedo de Holdar porque está muerto —declaró—. Yo misma lo maté.
Lobo frunció el ceño, y Viana tuvo la satisfacción de comprobar que lo había impresionado. El hombre sacudió la cabeza y dijo:
—Todo eso me lo tienes que contar con calma y en detalle. Ven, siéntate aquí y…
—No tengo intención de sentarme en ningún sitio con vos, caballero —replicó ella con gélido orgullo—, al menos hasta que me habléis como corresponde a mi condición y, sobre todo, tengáis la decencia de devolverme… lo que me habéis arrebatado.
Lobo se quedó perplejo un momento, probablemente preguntándose a qué se refería Viana, hasta que cayó en la cuenta de que su vestido seguía tendido ante la chimenea. Dejó escapar una carcajada y se lo lanzó para que ella lo recogiera al vuelo.
—Como deseéis, mi señora —replicó, burlón—, pero deberíais ir haciéndoos a la idea de que «vuestra condición» ya no existe. Desapareció, igual que la mía, el día en que los bárbaros invadieron Nortia. Ahora, ellos son los reyes, los duques y los condes. Y nosotros solo tenemos dos posibilidades: someternos a ellos o luchar.
Viana había empezado a ponerse el vestido, roja de ira ante la actitud de Lobo, pero sus últimas palabras le dieron que pensar. Mientras se peleaba con los cordones de la prenda, que se ataban a la espalda —normalmente era Dorea quien se encargaba de vestirla todas las mañanas—, se preguntó en qué lado quería estar. Ya había probado la opción de someterse, porque era lo que se esperaba de una doncella como ella, y no le había gustado la experiencia. No quería regresar a Torrespino y arriesgarse a que la castigaran por haber matado a Holdar. Con la muerte, como había dicho Alda. Por otro lado, si Harak no la ejecutaba, seguramente la casaría con otro de los jefes bárbaros. Y la aterrorizaba la sola idea de pasarse el resto de su vida dando a luz hijos de los invasores.
No, no podía regresar. Pero tampoco podía luchar, como había insinuado Lobo. Al fin y al cabo, ella era una mujer; no tenía fuerza ni arrestos suficientes para plantar cara a los bárbaros.
Entonces recordó cómo había desafiado a Holdar y lo había golpeado para protegerse de su agresión. Y ahora el bárbaro estaba muerto. No estaba tan indefensa como parecía, ni él había resultado ser tan invencible. Sacudió la cabeza, confusa. También existía, claro, una tercera opción: huir y ocultarse en un lugar donde los bárbaros no lograran encontrarla nunca. Aquello no sería muy diferente a lo que había hecho Robian; pero, después de todo, Viana era una doncella. No se esperaba de ella que fuera valiente.
Lobo captó su turbación y sonrió.
—Creo que deberíamos hablar con calma —dijo—. Tengo mucha curiosidad por saber cómo has matado a Holdar, si es cierto que lo has hecho, y cómo has aparecido aquí.
A Viana no le importó en esta ocasión que su salvador volviera a hablarle como a una chiquilla. Docenas de ideas daban vueltas por su mente y necesitaba ordenarlas, por lo que accedió a sentarse junto a Lobo frente a la chimenea. Mientras él encendía el fuego, colocaba sobre la lumbre un caldero lleno de agua, desollaba y troceaba los conejos y pelaba algunas hortalizas para el guiso, Viana le relató todas sus desventuras desde el día en que los dos emisarios del rey Harak se presentaron ante las puertas de Rocagrís. Lo hizo lentamente y con muchas pausas, pero Lobo no la interrumpió ni una sola vez. Solo frunció el ceño cuando ella le habló del somnífero y de su falso embarazo, y después, de nuevo, al relatarle el incidente del asado. Viana pensó que seguramente su anfitrión desaprobaba su conducta, pero cuando terminó de hablar y él tomó la palabra de nuevo, no parecía enfadado, sino pensativo.
—Vaya, muchacha, quién lo hubiera dicho; parece que tienes agallas. Todas las damas de alta cuna en edad de merecer han sido desposadas con guerreros bárbaros; Harak las ha repartido entre los jefes de los clanes como si fueran cabezas de ganado. Sin embargo, que yo sepa, solo tú has tenido la desfachatez de resistirte al destino que habían elegido para ti. Algunos de los caballeros del rey Radis no podrían decir lo mismo.
Viana no respondió enseguida. Apenas había mencionado a Robian, porque seguía siendo un asunto demasiado doloroso para ella, pero no pudo evitar pensar en él en aquel momento. Recordó entonces que, si era cierto lo que Belicia le había contado, Lobo habría sido también un caballero del rey.
—¿Y vos? —le preguntó—. ¿No luchasteis contra los bárbaros? ¿Qué hacéis aquí?
Lobo hizo una mueca.
—Fui uno de los primeros en acudir al encuentro de los bárbaros, porque mi dominio está… estaba al pie de las Montañas Blancas. Los vi venir. Escuché sus tambores y sus gritos de guerra, y casi pude oler su apestoso aliento desde mi torre. Reuní a todos los hombres que pude y traté de detenerlos… Pero eran muchos, y los ejércitos del rey llegaron demasiado tarde. Yo tuve la suerte de escapar con vida porque me hirieron en un costado, me cayó el caballo encima y me dieron por muerto. Tenían tantas ganas de obtener un premio mayor que no se molestaron en comprobar si aún respiraba. Arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, pero apenas se detuvieron, porque los objetivos de Harak eran el corazón de Nortia, el castillo de Normont y la corona del rey Radis.
»Cuando recuperé la conciencia, descubrí que todos mis soldados estaban muertos y que mi casa había ardido hasta los cimientos. Vine a refugiarme al bosque, para lamer mis heridas como un perro viejo. Cuando estuve listo para volver a la acción, ya era demasiado tarde. O al menos, eso penaba —añadió, dirigiendo a Viana una mirada de soslayo que ella no supo interpretar.
—Pero es demasiado tarde —recalcó ella—. No hay nada que podamos hacer para recuperar Nortia, ¿verdad?
—No había nada que pudiéramos hacer y, sin embargo, una muchachita remilgada como tú, educada para ser la perfecta esposa de un perfecto caballero, que no ha sido adiestrada en las artes de la guerra, ha logrado derrotar al jefe de uno de los grandes clanes de las estepas.
Viana enrojeció; no supo si de vergüenza o de satisfacción.
—Pero fue por casualidad —argumentó—, un accidente. No habría sido capaz de hacerlo en otras condiciones.
—Aun así, te atreviste a desafiarlo, y eso es algo digno de tenerse en cuenta. Verás, he estado pensando mucho este tiempo, rumiando sobre lo que haría si tuviese un puñado de hombres valientes a mis órdenes, si pudiese organizar un ejército…
—No entiendo lo que queréis decir.
Lobo la miró pensativo.
—No importa —dijo finalmente—. Quizá me estoy precipitando.
Sobrevino un breve silencio; Viana aprovechó para preguntar:
—Pero ¿dónde estamos?
—En el Gran Bosque —respondió Lobo.
La joven se incorporó, sobresaltada.
—No temas —añadió él al ver su reacción—. No nos encontramos en el bosque profundo, sino en sus límites, muy cerca de la civilización.
—Aun así… ¡se trata del Gran Bosque! —exclamó ella—. ¿No habéis oído las historias que se cuentan? ¡Debemos salir de aquí cuanto antes!
—Tranquila, conozco estos parajes y te garantizo que conmigo estarás a salvo —insistió Lobo—. Si hay brujas o duendes viviendo en el bosque, yo no los he visto. Además, los bárbaros nunca llegan hasta aquí. No se atreven.
«Y seguramente tienen buenos motivos», pensó Viana, pero no lo dijo en voz alta, porque en el fondo se sentía aliviada.
Lobo le sirvió una escudilla del guiso de conejo que había estado borboteando en la olla, y ella la aceptó agradecida. Lobo la dejó comiendo junto al fuego y se levantó para ir en busca de su capa.
—¿Te vas? —preguntó Viana, sin ser consciente de que ella también había dejado de tratarlo de vos.
—Voy a acercarme a Campoespino. Espérame aquí y aprovecha para descansar; volveré al anochecer.
Viana asintió sin una palabra. Lobo tampoco añadió nada más. Se despidió con un gruñido y se fue dando un portazo.
Ella no salió de la cabaña en toda la tarde. Pese a que Lobo le había asegurado que no corría peligro en las lindes del Gran bosque, se sentía más segura entre cuatro paredes.
Lobo regresó, como había prometido, cuando las primeras sombras del crepúsculo empezaban a culebrear por los recodos del bosque. Había aprovechado bien el tiempo. Mientras desplumaba las dos perdices que había cazado, le contó que las cosas estaban muy revolucionadas en el castillo. Privados de su líder, los bárbaros no habían sabido reaccionar. Finalmente, habían enviado un emisario a la corte para informar a Harak de lo sucedido. Los demás seguían buscando a Viana por todas partes, para hacerle pagar la muerte de Holdar.
—¿Y Dorea? —preguntó Viana, impaciente—. ¿Y el resto de la gente que dejé en el castillo?
—Parece ser que, aprovechando la confusión general, escaparon sin ser advertidos. Cuando los hombres de Holdar quisieron encontrarlos, ya era demasiado tarde. De modo que no solamente te buscan a ti: también a tu dama de compañía y a la familia de campesinos a las que acogiste. Les has causado un buen dolor de cabeza a esos salvajes, jovencita —añadió, riéndose entre dientes.
—No puede ser —murmuró Viana—. Dorea sabe cuidar de sí misma, pero esa mujer y sus hijos no tienen ninguna culpa. Solo fueron al castillo para pedir algo de cenar porque estaban hambrientos. ¿Qué les pasará si los encuentran?
—Con un poco de suerte, pronto dejarán de buscarlos. Después de todo, fuiste tú quien acabó con la vida de Holdar, y ellos estaban allí solamente por casualidad.
—De todas formas, me quedaría más tranquila si sé que están totalmente a salvo.
Lobo asintió.
—Bien —dijo—. Volveré al pueblo dentro de unos cuantos días para ver si me entero de más cosas.
Viana le dirigió una mirada llena de agradecimiento.
Los días siguientes transcurrieron muy deprisa. Viana se recuperó pronto de su enfrentamiento con Holdar y su desesperada huida bajo la tormenta, pero, convencida ya de que estaba segura en casa de Lobo, empezó a sentirse cómoda en aquel lugar. Él le había cedido caballerosamente su camastro, y al cabo de un par de noches Viana empezó a dormir mejor y a comer con mayor apetito, e incluso se animó a dar cortos paseos por los alrededores de la cabaña, aunque sin atreverse a alejarse demasiado.
Al cabo de unos días, Lobo volvió a ausentarse para recabar información y, cuando volvió, las noticias que traía no eran muy esperanzadoras.
El rey Harak se había enterado de la osadía cometida por Viana y había puesto precio a su cabeza. Y era un precio muy alto, pero no porque la consideraran realmente peligrosa (al fin y al cabo, no era más que una doncella), sino porque no se había conformado con ocupar el lugar que le correspondía y había desafiado el poder de los invasores. La ofensa no era solo contra Holdar: era contra todo el pueblo bárbaro y, por extensión, contra el mismo rey Harak.
—De hecho —comentó Lobo, pensativo—, creo que se lo habría tomado mejor si hubieses sido un caballero. Entonces, probablemente, y tras alabar en público tu fuerza y tu valor, te habría regalado un castillo. Torrespino, por ejemplo. Con esos bárbaros, nunca se sabe.
Viana levantó la mirada, esperanzada.
—¿Podría devolverme Rocagrís si demuestro que soy…? No, olvídalo —concluyó, al darse cuenta de lo absurdo de su pretensión.
—No esperes que vaya a perdonarte —dijo él—. Considera que lo has insultado gravemente, así que todo mundo está buscándote para entregarle tu cabeza en bandeja de plata.
Viana se estremeció.
—Entonces he de escapar de aquí —murmuró.
Lobo soltó una carcajada burlona.
—¿Y a dónde crees qué podrías ir sin que te capturarán?
—Intentaría llegar al sur…
—Aunque lograrás atravesar Nortia, los reyes del sur temen el poder de Harak. Ya están tratando de congraciarse con él porque saben que son su próximo objetivo. Cobardes —escupió con desagrado.
Viana se quedó de piedra.
—¡Pero deberían reunir un ejército para pelear contra Harak, no adularlo! —exclamó.
—Eso es exactamente lo que pienso yo —gruñó Lobo—. Pero también pensaba así el rey Radis, y mira como acabó —recordó, y había cierto poso de amargura en su voz—. Los poderosos son capaces de cualquier cosa por conservar lo que tienen.
Viana pensó en Robian y se dijo así misma, con tristeza, que Lobo tenía mucha razón.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? Quizá, si me oculto en alguna aldea y me hago pasar por campesina…
Pero su anfitrión respondió con una carcajada.
—No me hagas reír, Viana. Tú jamás pasarías por una campesina. Mírate: tienes la piel blanca de quien nunca ha trabajado al sol, tus manos son suaves y finas, y está claro que no has pasado hambre —añadió, echando una mirada burlona a la figura de la muchacha.
Viana enrojeció, sintiéndose muy ofendida. Ella era una doncella muy hermosa: la piel blanca, el rostro redondo y las formas generosas eran signos de belleza y salud. Obviamente, una mujer delgada lo era porque no comía lo suficiente, de modo que no entendía las insinuaciones de Lobo.
—¿Qué hay de malo en mí? —protestó—. Incluso cuando todo el mundo sabía que estaba prometida a Robian, los caballeros jóvenes me cortejaban a docenas —declaró—. Componían muchas canciones alabando mi belleza.
—Y no mentían —respondió Lobo, conciliador—. Pero tu aspecto indica el tipo de vida que has llevado: no has trabajado jamás y, por tanto, serías incapaz de adaptarte en el campo. Llamarías tanto la atención como un bárbaro en un baile de la corte. De la antigua corte, quiero decir.
—Entonces nunca podré salir de este bosque —murmuró ella, sintiéndose muy desgraciada—. Y aquí me quedaré, hasta que los bárbaros vengan a buscarme. Porque hoy no se atreven a traspasar sus fronteras, pero pronto alguien lo hará… y descubrirá que no hay nada que temer… y avanzará un poco más, y así hasta que encuentre esta cabaña. Porque ellos son así, Lobo. Nuca permiten que algo les dé miedo durante demasiado tiempo.
—Por eso tenemos que prepararte —dijo él, levantándose con decisión—. Mañana empezará tu entrenamiento.
—¿Entrenamiento? —repitió Viana, sin entender.
Lobo asintió.
—Hasta ahora has tenido suerte, pero me temo que a partir de ahora vas a necesitar algo más que bebedizos y rellenos abdominales para sobrevivir en este mundo de bárbaros. Así que te voy a enseñar a luchar.
—¿A luchar? ¡Pero soy una doncella! —se escandalizó Viana.
—Con mayor motivo. ¿Ves esto? —señaló su oreja mutilada—. ¿Sabes cómo la perdí? Cuando era joven tuve que escoltar a una dama hasta el castillo de su tío. Nos atacaron unos bandidos por el camino; no eran grandes luchadores, pero pudieron herirme porque me vi obligado a defender a la dama. Ese día aprendí algo importante: que es más fácil pelear si no tienes que cuidar de otro… y que las mujeres dan muchos problemas.
—Vaya —refunfuñó Viana.
—También te enseñaré a moverte por el bosque, a seguir rastros, a cazar… ¿O es que creías que podrías seguir viviendo aquí sin hacer nada? Esto no es el castillo de tu padre. Te has recuperado del todo y no vas a seguir ganduleando: ahora aprenderás a valerte por ti misma.
—¡Pero yo soy una doncella! —insistió Viana.
Lobo negó con la cabeza.
—No, Viana: ahora eres una proscrita.
La muchacha se estremeció de horror. Los proscritos eran gente malvada: individuos malcarados que vivían como salvajes en los bosques, se comportaban como animales y olían aún peor.
—Significa que estás fuera de la ley —le explicó Lobo, malinterpretando su expresión.
—Ya sé lo que significa —se defendió ella—. Y sigue siendo igual de espantoso, muchas gracias.
Pero Lobo rio entre dientes.
—No si se trata de la ley de Harak. Piénsalo bien.
Y no dijo más.
Pero Viana, en efecto, meditó mucho al respecto.
Pensó en todas las veces que había deseado ser hombre para defender sus derechos. En lo mucho que había odiado a los bárbaros desde la muerte de su padre. En que había escapado del destino que Harak había elegido para ella y en que Lobo tenía razón: no era más que una muchacha y, sin embargo, había acabado con la vida de uno de los grandes jefes bárbaros. Y no había sido la única en desafiar a los invasores: también Dorea había colaborado, y mucho, en la caída de Holdar. Y también ella era mujer.
A la mañana siguiente, se levantó muy emocionada. Apenas había podido dormir pensando en las posibilidades que le ofrecía Lobo. ¿Aprendería a cazar como un montero? ¿A luchar como un guerrero? ¿A cabalgar a horcajadas, como lo hacían los hombres? ¿Sería capaz de manejar una espada? ¿De enfrentarse a los bárbaros?
De repente, y en muy pocos días, sus deseos habían cambiado completamente. Ya no se imaginaba como una pobre damisela en apuros. Ya no soñaba con una boda de cuento (de hecho, el recuerdo de Robian le causaba más ira que dolor). Ahora se veía a sí misma como la heroína que desafiaría a Harak y vengaría a su padre.
Sin embargo, Lobo echó por tierra todas sus expectativas cuando le arrojó a la cara un montón de prendas viejas.
—¿Qué es esto? —casi chilló Viana.
—Ropa de hombre —replicó él—. ¿O es que pensabas andar por el bosque con ese vestido?
—Con este precisamente, no —dijo ella ofendida; llevaba todavía la misma ropa con la que había huido de Torrespino, y había estado suspirando por cambiarse desde entonces—. Pero cuando me dijiste que me traerías una muda, pensaba que te referías a otra cosa.
Lobo le respondió con una carcajada seca. Viana se tragó su indignación, porque comprendía que él estaba en lo cierto: si quería hacer cosas de hombres, tendría que vestir como uno de ellos.
Volvió a entrar en la cabaña para cambiarse. Le costó más de lo que había imaginado, y cuando finalmente salió al exterior estaba muerta de vergüenza porque las calzas que llevaba le hacían sentir que iba enseñando las piernas a todo el mundo.
—No me mires tanto —gruñó, tratando de taparse con las manos ante la mirada inquisitiva de Lobo.
—Llevas mal puesta la camisa —dijo él, y se acercó a Viana para ajustársela.
—¡Es que es demasiado corta! —se quejó ella.
—Es una camisa de hombre, Viana. ¿Y dónde está tu jubón?
Ella enrojeció.
—No me quedaba bien —se defendió; pero lo cierto era que no había sabido ponérselo.
Lobo sacudió la cabeza.
—No me lo puedo creer —masculló—. Vamos, deja de protestar; aquí no va a verte nadie.
—¡Me estás viendo tú!
Lobo puso los ojos en blanco y suspiró.
—¿Quieres que sea tu maestro, sí o no?
Viana dudó un poco, pero finalmente asintió.
—Bien —respondió Lobo con brusquedad—. Entonces sígueme.
Dio media vuelta y se alejó de ella con paso rápido. La joven se esforzó por mantener su ritmo; se sentía muy extraña llevando aquellas ropas, casi como si fuera medio desnuda. Pero pronto fue abandonando aquella sensación, porque había muchas otras cosas de las que ocuparse.
En primer lugar, descubrió que era mucho más fácil moverse sin las pesadas faldas que estaba acostumbrada a llevar. Maravillada, no tardó en olvidarse del decoro, o de la falta de él, y se centró en mantener el paso de Lobo a través de la espesura. Le resultó más difícil de lo que había imaginado: pese a su recién adquirida ligereza, tropezaba con todas las raíces y el pelo se le enredaba en todas las ramas; además, los arbustos arañaban su delicada piel. Sin embargo, no se quejó en ningún momento. Se daba cuenta que había discutido cada una de las decisiones de Lobo, a pesar de que en el fondo le parecían razonables. Y aunque los hábitos que le habían enseñado desde niña eran muy difíciles de olvidar, estaba dispuesta a dejarse adiestrar por él. Por eso, se tragó su orgullo y las lágrimas que amenazaban con asomar a sus ojos, y luchó por demostrar que estaba a la altura.
De pronto, Lobo se detuvo y alzó la cabeza para escuchar con atención. Viana tardó un poco en alcanzarlo.
—Silencio —dijo él, pero la muchacha no podía dejar de jadear de puro cansancio. Lobo le dirigió una mirada irritada y, lentamente, armó su arco con una flecha. Después rápido como el pensamiento, se dio media vuelta y disparó.
Se oyó un chillido en la espesura y Viana alcanzó a ver una mancha gris que se alejaba corriendo. Lobo lanzó una maldición.
—Lo has espantado, pedazo de torpe —la riñó—. Haces tanto ruido, en realidad, que me sorprende que hayamos podido llegar tan cerca. Qué pena; era una buena pieza.
—Lo siento —murmuró ella, no tenía ni idea cuál era el animal que Lobo había pretendido cazar, pero ni siquiera se atrevió a preguntarlo.
Entonces él se quedó mirándola y pareció ablandarse un poco.
—No te preocupes —la consoló—. Para ser el primer día, lo has hecho bastante bien.
—¿Tú crees? —Viana lo miró con desconfianza, convencida de que se estaba burlando de ella, porque no tenía la sensación de estar haciendo un buen trabajo. Sin embargo, Lobo parecía sincero.
—Me has seguido hasta aquí —hizo notar—. Y he dejado atrás gente más experimentada que tú. Pero resulta que eres muy obstinada. Por suerte para ambos.
Viana no sabía si debía sentirse o no alagada, pero optó por no replicar, entre otras cosas porque estaba tan cansada que agradecía que se hubiesen detenido aunque fuera solo un momento. Mientras Lobo se inclinaba para examinar un rastro que a ella le resultaba completamente invisible, la muchacha aprovechó para tratar de desenredarse el pelo y quitarse los rastrojos que habían quedado enganchados en él. Cuando alzó la mirada vio que Lobo la observaba fijamente. Y supo lo que estaba pensando.
—Oh, no —protestó—. Ni hablar.
Él sonrió.
—Me temo que sí, mi estimada damisela.
Al día siguiente, Viana salió de la cabaña con paso lento, como si acudiera a su propia ejecución. Se había puesto su ropa de hombre sin quejarse, aunque con gran esfuerzo, porque le dolía todo el cuerpo debido a la excursión del día anterior.
Fuera la esperaba Lobo, afilando su navaja. Viana tragó saliva.
—Me encanta hacer esto antes de desayunar —comento él con fruición.
Viana suspiró y se sentó en un tocón, de espaldas a él. Sintió las manos de Lobo recogiendo su largo cabello color miel. Cerró los ojos, pero él se detuvo.
—¿Estás segura?
Viana abrió los ojos de nuevo. Pensó en Harak y en sus aires de superioridad. En Holdar y sus modales groseros. Y también pensó en Robian y en cómo se había desentendido de ella cuando más le necesitaba. Entornó los ojos y apretó los dientes.
—Sí —dijo con rotundidad—. Adelante.
—Muy bien —asintió Lobo—. Ahora no te muevas. ¿Sabes cómo perdí una oreja? Fue por culpa de un barbero al que le temblaba demasiado el pulso. Ese día aprendí dos cosas: que nunca se debe esgrimir algo afilado después de haber bebido y que uno no debe fiarse de los barberos.
Viana reprimió una sonrisa, pero no respondió. En silencio, observó cómo los mechones de su cabello caían al suelo uno tras de otro. Cada uno de ellos se llevaba con él un retazo de su vida anterior. Una vida, asumió por fin, que había dejado atrás para siempre.
Cuando Lobo terminó, Viana agitó la cabeza y la sintió sorprendentemente fresca y ligera. De nuevo, y al igual que cuando había vestido ropa de hombre por primera vez, experimentó una desconcertante sensación de desnudez.
Se volvió hacia Lobo.
—¿Cómo estoy? —le preguntó.
Su maestro pareció un poco confundido por la pregunta. Se rascó la cabeza un momento antes de responder:
—No sé… Distinta.
—Distinta —repitió Viana, casi paladeando la palabra—. Distinta —volvió a decir.
Movió la cabeza de nuevo, sintiendo que los mechones que quedaban de su melena golpeaban su rostro, libres y salvajes.
Sí, probablemente se veía distinta. Y se dio cuenta en aquel momento que también se sentía diferente. Una parte de ella se resistía a abandonar a la remilgada damisela que había sido. Pero otra Viana, más fuerte y valiente pugnaba por abrirse paso entre los jirones de aquel pasado que no iba a volver. La nueva Viana había nacido y crecido a la sombra de la invasión bárbara y de todo lo que había surgido de ella. La nueva Viana, comprendió de pronto, estaba preparada para luchar.
Se levantó de un salto. Reprimió una mueca de dolor y miró a Lobo con expresión resuelta.
—Bien, estoy lista —anuncio—. Espero hacerlo mejor que ayer.
Lobo le dedicó una media sonrisa.
—No me cabe la menor duda —le aseguró.
Viana también sonrió.