LA FIESTA DEL SOLSTICIO ACABÓ, y todos los nobles se dispusieron a regresar a sus tierras. Viana lo hizo con el ánimo triste; tardaría mucho en ver de nuevo a Belicia y a Robian y, además, cuando llegaran a casa, su padre debería reunir a todos sus soldados y guerreros para unirse en primavera al ejército del rey. Viana intentó sonsacarle información durante el viaje de vuelta, pero el duque Corven respondió con evasivas. Su actitud inquietó a la joven todavía más. Parecía sumido en profundas reflexiones, y su rostro era la viva imagen de la preocupación. ¿Habría tomado en serio las advertencias de Lobo?
El invierno llegó para quedarse en el dominio de Rocagrís, y fue especialmente duro y frío. Viana languidecía junto a la ventana, bordando las prendas de su ajuar y arrancando notas melancólicas a su laúd. No podía hacer otra cosa que esperar. Robian le había prometido que iría a verla antes de que llegara la primavera, pero la muchacha tenía un oscuro presentimiento al respecto, y temía que aquella visita no llegara a producirse. Su padre había cumplido el mandato del rey y estaba sometiendo a sus guerreros a un duro entrenamiento con la intención de prepararlos para la contienda que se avecinaba. Los ominosos presagios de Lobo parecían haber ensombrecido el ánimo de todos.
Por fin, cuando el invierno estaba ya en pleno apogeo, llegó a Rocagrís un mensajero del rey. Había galopado a toda prisa por los caminos helados, pese al riesgo que ello suponía para él y para su montura, porque tenía noticias urgentes que comunicar. Y no eran buenas nuevas.
Los bárbaros, dijo, habían atravesado las montañas. Los pasos estaban bloqueados por la nieve, pero ellos se las habían arreglado para cruzarlas contra todo pronóstico, y habían arrasado ya las tierras que se extendían a sus pies. Tomados por sorpresa, los soldados de los puestos fronterizos no habían sido capaces de detenerlos.
El duque Corven asintió, como si hubiera esperado aquella noticia. Sin apenas pronunciar palabra, lo dispuso todo para la partida.
Viana asistió a los preparativos con el corazón en un puño. Cuando su padre y sus guerreros se marcharan, el castillo quedaría protegido solo por un pequeño destacamento de guardia que estaría a sus órdenes. La muchacha sabía que era así como se hacían las cosas: los hombres se iban a la guerra y las damas ejercían como señoras del dominio en su ausencia. Pero ella había crecido en tiempos de paz, y sería la primera vez que se quedara allí sola. Notó la mano tranquilizadora de Dorea en su hombro y se sintió algo mejor. Dorea, que había sido su nodriza y que después se había convertido en una segunda madre para ella, estaría a su lado y la acompañaría hasta el regreso del duque.
Las dos acudieron al patio para despedir a los caballeros. Viana era vagamente consciente de que quizá aquella era la última vez que veía a su padre, pero trataba de no pensar demasiado en ello. Los bárbaros habían invadido Nortia, sí, pero, como Robian afirmaba, el ejército del rey Radis era muy superior.
Robian… También él iría a la guerra. Era joven y fuerte, y un diestro guerrero, pero carecía de experiencia. A menudo, desde la noche del solsticio, Viana había tenido pesadillas acerca de enormes y fieros bárbaros, peludos como bestias, que mataban a su padre en la batalla; otras veces, el muerto era su prometido, y en ocasiones caían los dos. Pero ahora, a punto de despedirse del duque, todo aquello se le antojaba lejano, casi irreal, tan impalpable como la niebla que se había alzado desde el arroyo aquella mañana. Los hombres irían a la guerra, lucharían y regresarían triunfantes. No podía ser de otro modo; Viana se aferraba a aquella esperanza.
El duque Corven se inclinó para besar la frente de su hija.
—Sé fuerte, Viana —dijo—. Estoy seguro de que sabrás cuidar bien del castillo. Si todo va bien, estaremos de vuelta antes de que llegue la primavera.
—Si todo va bien… —repitió Viana con un susurro.
El duque la contempló un instante.
—Regresaremos —afirmó—. Te lo prometo.
Viana sospechaba que un guerrero no debía hacer nunca tales promesas, pero no se lo dijo. Se limitó a asentir sin una palabra.
Cuando el duque ya echaba un pie al estribo de su caballo, Viana lo detuvo un momento:
—Espera, padre. Por favor, dile a Robian… —le falló la voz.
Pero él entendió sin necesidad de más palabras.
—No te preocupes, Viana. Él ya lo sabe.
La joven asintió de nuevo.
Por fin, el duque de Corven y sus hombres se pusieron en marcha, Viana se quedó mirando cómo se alejaban hasta que desaparecieron por un recodo del camino, envueltos en una nube de barro y escarcha. Entonces suspiró, sacudió su cabeza y dio media vuelta para regresar al castillo.
Dorea la acompañaba. La tomó del brazo en señal de consuelo, pero no la tranquilizó asegurándole que volverían, porque sabía lo que era una guerra y, a diferencia del duque, pensaba que no tenía sentido crearle falsas esperanzas.
Tras la partida de los guerreros, Rocagrís quedó silencioso y frío. Viana se dedicó a ejercer su labor como señora del castillo, esperando noticias de la guerra y deseando que tanto Robian como su padre estuviesen bien. No se atrevía a conjeturar cómo debía de ser el campo de batalla, y cuando lo hacía, lo imaginaba similar a las justas, pero con algo más de sangre; así de ingenua era su visión del asunto.
De este modo pasaban los días, deslizándose lenta y perezosamente, como las aguas del río que regaba las tierras del duque Corven; hasta que por fin llegó un mensajero al castillo de Rocagrís. Llevaba varios días sin dormir, porque no pensaba detenerse hasta haber alertado del peligro en todos los rincones de Nortia. Su pobre caballo murió de agotamiento sobre el portón levadizo antes de poder alcanzar el establo.
Viana atendió al recién llegado lo mejor que pudo, pero él se detuvo solo para tomar un trago de agua y una escudilla de estofado, y en el tiempo en que tardaban en ensillarle un caballo de los establos, les contó las terribles noticias.
El ejército del rey había caído. Tanto él como el príncipe Beriac habían muerto en la batalla. Los bárbaros habían llegado hasta el corazón del reino, dejando tras de sí un reguero de terror y destrucción, y habían ocupado Normont y el castillo real. Su líder, un hombre llamado Harak, se había proclamado nuevo rey de Nortia.
Viana lo escuchó horrorizada.
—¡Pero no es posible! —pudo decir al fin—. ¡El ejercito del rey es invencible!
El visitante esbozó una sonrisa cansada.
—No, mi señora, ya veis que no. Huid ahora que aún podéis. Escapad de aquí antes de que sea demasiado tarde. Yo debo proseguir mi camino.
—¡Espera! —lo detuvo Viana—. ¿Qué hay de mi padre? ¿Y de Robian, el hijo del duque Landan de Castelmar?
Pero el mensajero no supo decirle nada.
Cuando abandonó el castillo, Viana se sintió tan débil que tuvo que apoyarse en Dorea para no caer al suelo.
—No puede ser… —murmuro—. Los bárbaros…
—Niña, debéis marcharos —dijo Dorea—. Haced caso del consejo que os han dado y escapad lejos de aquí, donde esos bárbaros no puedan encontraros.
Pero Viana tragó saliva y negó con la cabeza.
—No, Dorea —dijo—. Le prometí a mi padre que cuidaría del castillo en su ausencia, y eso voy a hacer. Además, no sabemos si él o Robian están vivos. He de quedarme aquí por si regresan.
Dorea no dijo nada. Sin embargo, en los días siguientes trató de convencer a Viana de que no debía esperar al duque, él preferiría, sin duda, verla a salvo de aquellos salvajes. Pero Viana se mantuvo en su decisión; además, era demasiado ingenua e inocente como para sospechar que pudiesen hacerle nada malo. Oh, claro que conocía las historias de muchachas forzadas por los guerreros victoriosos que invadían un nuevo territorio, pero siempre había creído que aquellas cosas les pasaban a las campesinas; que los bárbaros la respetarían porque hasta ellos sabrían reconocer que ella, como mujer noble que era, merecía un destino mejor.
Y, en cierto modo, no se equivocaba.
Cinco días después, dos hombres se presentaron ante las puertas del castillo.
No eran oriundos de Nortia. Lucían largas cabelleras, eran anchos y fornidos y vestían ropajes de cuero y bastas pieles. No parecían tan simiescos como los había imaginado Viana en sus sueños, en realidad, presentaban un gesto serio y solemne que, de alguna manera, incluso ennoblecía un poco la rudeza de su aspecto. No bramaban enloquecidos, echando espuma por la boca, ni trataron de derribar el portón con sus hachas. Por el contrario, se detuvieron ante la muralla y uno de ellos proclamó:
—¡El rey Harak saluda a la señora del castillo y requiere su presencia en Normont en un plazo de tres días desde hoy!
Hablaba el idioma de Nortia, aunque con un fuerte acento gutural que delataba su procedencia extranjera. Viana, que había estado atisbando junto a la ventana, sin asomarse del todo, sintió la necesidad de responder. Salió al balcón antes de que Dorea pudiera detenerla y observó desde allí a los bárbaros con detenimiento. El portavoz lucía un largo bigote y llevaba el pelo recogido en una trenza. El otro era un poco más alto, y su rostro quedaba ensombrecido por una hirsuta melena y una barba que le confería cierto aspecto feroz.
El del bigote la saludó con un gesto que pretendía ser galante, pero que carecía de la gracia y desenvoltura que exhibía hasta el más torpe de los caballeros de Nortia. Sin embargo, Viana apreció el esfuerzo, sobre todo teniendo en cuenta que el segundo bárbaro permanecía apartado encerrado en un silencio hosco.
—¿Sois vos la hija del señor de estas tierras o acaso su esposa? —quiso saber el emisario.
—¿Dónde está mi padre? —pregunto Viana a su vez; calló enseguida al darse cuenta de que había revelado información importante sin darse cuenta.
—No lo sé, señora, no conozco el destino de todos los hombres de Radis que pelearon contra nosotros. Acudid a la corte, tal y como mi rey ha ordenado, y allí saldréis de dudas.
Viana apretó los dientes.
—¿Para qué desea verme tu señor? —preguntó.
—Como nuevo rey de Nortia, es natural que desee conocer a sus súbditos. Ha enviado emisarios a todos los señoríos y ha convocado a todos los nobles y a sus herederos para reorganizar sus tierras.
A Viana no le gustó esto último.
—¿Y si no atiendo a su petición?
El bárbaro se encogió de hombros.
—No es una petición, señora; es una orden. Si la ignoráis, se considerará que os habéis rebelado contra la voluntad de vuestro rey, y él enviará a sus guerreros para tomar este castillo a la fuerza.
Viana calló de nuevo, tratando de fingir que su amenaza no la había afectado. No sabía qué responder. ¿Debía acudir a la corte como había ordenado aquel caudillo bárbaro que se hacía llamar «el nuevo rey de Nortia»? ¿O, por el contrario, se esperaba de ella que mostrase resistencia y se negara a obedecer al usurpador?
—Tenéis hasta el amanecer para decidiros —dijo el bárbaro, adivinando su vacilación—. Entonces volveremos para recibir vuestra respuesta. Si obedecéis al requerimiento del rey Harak, os escoltaremos hasta Normont y nos aseguraremos de que llegáis sana y salva. Por tanto, no necesitaréis acompañamiento alguno. Tales son las instrucciones de nuestro señor.
Viana asintió en silencio. Los bárbaros se despidieron con una inclinación de cabeza, volvieron grupas y se alejaron por el camino. El corazón de la joven continúo latiendo con fuerza hasta mucho después de que ellos hubiesen desaparecido tras el recodo.
—¿Qué debo hacer? —susurró.
—¡Debéis escapar de aquí, mi señora! —la apremió Dorea, pálida como un fantasma—. Esos dos bárbaros no podrán tomar el castillo ellos solos. ¡Todavía estáis a tiempo de marcharos antes de que lleguen los demás!
—¿Y entregarles Rocagrís? —Viana sacudió la cabeza—. No puedo; debo luchar por conservar el patrimonio de mi familia hasta que mi padre regrese.
—¿Y si no regresa, niña? —murmuró su nodriza.
Viana tragó saliva.
—Entonces, yo soy la heredera, y con mayor motivo debo defender nuestras tierras. Pero quizá… —dudó un momento antes de proseguir—, quizá debería acudir a la corte para averiguar si mi padre…
—¡No, no, mi señora, eso nunca! ¡Os pondréis en manos de los bárbaros!
—Para ser bárbaros me han parecido bastante… corteses y comedidos —respondió ella—. No tengo opción, Dorea. Si huyo, los bárbaros se apoderarán del dominio de mi padre sin necesidad de presentar batalla. Y si no acudo al llamamiento de ese Harak, me considerarán rebelde, atacarán el castillo… y yo no podré defenderlo. Quién sabe… quizá… quizá en la corte pueda descubrir cuál es mi situación actual. Tal vez me permitan quedarme con mi propiedad… hasta que mi padre regrese… o si no regresa.
Dorea se mordió los labios, inquieta, pero no dijo nada.
—Si el rey Radis ha muerto, y también el príncipe Beriac —prosiguió Viana—. ¿Qué habrá sido de la reina? ¿Y del príncipe Elim?
—Mi señora, el príncipe Elim es demasiado joven para ejercer como rey de Nortia y, sin embargo, es el heredero —musitó Dorea—. Cualquiera que quiera ceñirse la corona deberá pasar por encima de él. Y no es tan difícil: solo tiene siete años.
Viana tardó un poco en asimilar lo que ella estaba insinuando.
—¿Quiere decir… que tal vez lo hayan…?
Dorea no respondió, pero sacudió la cabeza con pesar.
Viana no durmió aquella noche. No dejó de dar vueltas en la cama preguntándose qué debía hacer. Una parte de ella deseaba seguir el consejo de su nodriza y escapar lejos, donde los bárbaros no pudieran encontrarla. Pero eso supondría abandonar el señorío a su suerte y, por otro lado, necesitaba saber que su padre y Robian estaban bien.
Fue el deseo de salir de dudas, de descubrir qué había sido de sus seres queridos, lo que la hizo levantarse bien entrada la madrugada, pálida y con profundas ojeras, decidida a acudir al llamamiento de Harak, el bárbaro. Dorea ahogó un gemido de consternación cuando Viana le pidió que la ayudara a preparar el equipaje, pero no dijo nada.
—Hay algo que debo hacer antes de marcharme —recordó la muchacha.
Rebuscó en el fondo de su arcón y extrajo de él un estuche forrado de terciopelo negro.
—Las joyas de vuestra madre —susurró Dorea al reconocerlo.
Viana lo abrió. En su interior había diversas alhajas, pendientes y gargantillas que relucían bajo la luz de las velas. No eran gran cosa, comparadas con la riqueza de algunas damas de la corte, pero habían pasado de madres a hijas, de generación en generación, dentro de la familia de Viana, y tenían un gran valor histórico y sentimental para ella.
—No puedo dejarlas aquí —dijo Viana—, por si atacan Rocagrís mientras estamos fuera. Pero tampoco las llevaré conmigo a una corte llena de bárbaros. ¿Qué puedo hacer?
Dorea contempló las joyas, pensativa. Después corrió hacia la cama de Viana y la desplazó un par de pasos hacia un lado. La muchacha la observó desconcertada.
—Mirad, mi señora —dijo entonces la buena mujer—, aquí hay una losa suelta. La vi hace tiempo mientras limpiaba. Podemos ocultar las joyas debajo.
Viana se arrodilló sobre el suelo de piedra. A continuación, ella y Dorea retiraron la losa, no sin dificultad, y descubrieron un hueco lo bastante amplio como para esconder el estuche. Cuando volvieron a colocar la piedra en su sitio, apenas sobresalía un poco.
—Aquí estará bien hasta que regresemos —dijo Viana satisfecha.
Pero no había tiempo que perder, porque en cuanto el sol empezó a despuntar por el horizonte, los dos emisarios del nuevo rey de Nortia se plantaron otra vez ante el puente levadizo.
—¡Señora del castillo! —llamó el portavoz—. Hemos regresado para que nos hagáis saber cuál es vuestra decisión.
Viana no se asomó al balcón esta vez. En lugar de eso, y por toda respuesta, mandó bajar el portón. Las monturas ya estaban ensilladas para entonces: su palafrén blanco y dos mulas, una que cargaba con el equipaje y otra que llevaría a Dorea sobre su lomo.
Cuando el bárbaro vio salir a las dos mujeres, asintió sin una palabra. Sin embargo, su huraño compañero, que no había hablado hasta entonces, despegó los labios para señalar a Dorea y preguntar, con un gruñido, algo que ninguna de las dos entendió. El otro le respondió en el mismo idioma, una lengua brusca y áspera; ambos discutieron unos instantes hasta que el segundo hombre sacudió la cabeza y no replicó más. El más cortés se volvió de nuevo hacia ellas.
—En marcha, pues —dijo—; si nos damos prisa, llegaremos a la ciudad mañana al atardecer.
Viana se dio cuenta entonces de que eso significaba que tendrían que hacer noche por el camino. No se había detenido a pensar en que estarían solas, a merced de aquellos dos hombres. Titubeó un instante; pero ya era tarde para volverse atrás, de manera que espoleó a su caballo y cruzó la puerta. Dorea la siguió.
Antes de alejarse, sin embargo, Viana volvió la cabeza para mirar a los sirvientes, que se habían reunido en el patio para verlas partir. Había dejado instrucciones para que cuidaran de la propiedad mientras ella estaba fuera, y también los guardias tenían orden de defender Rocagrís con sus propias vidas; pero todos sabían que, a menos que el duque y sus caballeros regresaran a casa, poco podrían hacer si los bárbaros decidían atacarlos. Viana contempló sus semblantes, inquietos y consternados, y les sonrió tratando de infundirles un valor que ella misma estaba lejos de sentir.
—Volveré —les aseguró.
Y, respirando hondo, siguió a sus escoltas por el camino.
No sabía que tardaría mucho tiempo en poder cumplir aquella promesa.
El viaje hasta Normont se les hizo interminable. Las dos estaban muy nerviosas, pese a que los dos bárbaros no les dieron motivo de preocupación. Las trataron con respeto y la mayor parte del tiempo se limitaron a ignorarlas.
Llevaban un buen ritmo; no se detuvieron a descansar ni un solo momento, ni siquiera a la hora del almuerzo; los bárbaros les entregaron un pedazo de carne en salazón, un mendrugo de pan y un pellejo lleno de una cerveza fuerte y turbia. Viana apenas probó nada, porque todo le producía arcadas. Uno de sus escoltas, el más callado, le dirigió una mirada de desdén, pero el otro le dedicó una media sonrisa.
—Tendréis ocasión de descansar y de tomar una cena más abundante en el castillo de Normont, señora —le dijo.
Viana no respondió, aunque reprimió un suspiro de desaliento, porque no llegarían a la ciudad hasta el día siguiente. ¿Las obligarían a marchar también durante la noche? Se estremeció solo de pensarlo. Aunque quizá aquello fuera mejor que tener que pernoctar con los bárbaros. Llevaban poco equipaje. ¿Habrían cargado solamente una tienda? ¿Tendrían que dormir todos juntos? ¿Y si…? Viana no se atrevía a preguntar, pero tampoco osaba seguir imaginando el resto.
De pronto, al girar un recodo, uno de los bárbaros se detuvo de golpe y ordenó a los demás que hicieran lo mismo.
—¿Qué…? —empezó Viana, pero el otro hombre la mandó callar con un gesto brusco.
Ella obedeció, con el corazón en un puño, mientras los bárbaros escudriñaban el bosque a su alrededor con la atención de dos perros de presa al acecho.
Entonces, súbitamente, un grito rasgó el silencio:
—¡Por Rocagrís!
—¡Por Rocagrís! —corearon varias voces más.
Y de entre los árboles surgió un grupo de hombres armados que atacaron a los bárbaros con fiereza y decisión. Viana se asustó al principio, hasta que los reconoció: eran algunos guardias del castillo. Leales hasta el final, habían acatado la decisión de su señora de acompañar a los invasores hasta la corte, pero después no habían soportado la idea de abandonarla en sus manos y habían acudido al rescate. Eran al menos una docena; sin duda acabarían con sus enemigos y la llevarían de vuelta a casa.
Acercó su montura a la de Dorea, temblando, y ambas se apartaron un poco de los hombres que peleaban. Pero, si Viana esperaba un rescate rápido y limpio, como los que había leído en algunas de sus novelas predilectas, sufrió una decepción.
Porque resultó que, pese a su superioridad numérica, los nortianos estaban perdiendo. Los bárbaros, implacables y feroces, habían desenfundado sus armas, y en comparación con ellas, las de los guardias de Rocagrís parecían de juguete. Sus movimientos, seguros y contundentes, cercenaban miembros y hacían brotar profusos chorros de sangre de los cuerpos contrarios. Antes de que Viana pudiese asimilar lo que estaba sucediendo, los cadáveres de sus hombres yacían en el suelo, como muñecos rotos y ensangrentados.
Viana gritó, horrorizada. Jamás había presenciado una escena semejante, tan violenta y brutal. Dorea trató de sujetarla, pero ella siguió chillando, histérica, como si así pudiese despertar de aquella pesadilla, sin apartar los ojos de los cuerpos de aquellos hombres buenos y leales.
Los bárbaros limpiaron sus armas y las guardaron con indiferencia, como si participar en una carnicería de aquel calibre fuese algo que hiciesen todos los días. El de la barba le gritó a Viana, pero ella apenas lo escuchó.
—Mujer, haz callar a tu señora —le dijo el otro a Dorea—. Hemos de seguir adelante.
Viana dejó de gritar, pero estalló en sollozos. Su nodriza la consoló como pudo y consiguió que la muchacha apartara la vista de aquella macabra escena.
—Vamos, niña —susurró Dorea—. Ya no podemos hacer nada por ellos.
Viana enterró la cara entre las manos mientras los bárbaros arrastraban los cuerpos a ambos lados del camino. Después, los dos hombres las obligaron a proseguir la marcha. La joven aún temblaba cuando dejaron atrás el recodo donde había tenido lugar la pelea.
Apenas fue consciente del paso de las horas. Se sentía como si flotase en medio de un extraño y horrible sueño. En algún momento, se repetía a sí misma una y otra vez, tendría que despertar; mientras tanto, se limitaba a dejarse llevar, como una sonámbula, hacia un destino incierto.
Finalmente, cuando se puso el sol y la muchacha estaba ya tan cansada que casi no podía mantenerse sobre la silla, los bárbaros se detuvieron. Viana volvió a la realidad cuando la ayudaron a desmontar, y se esforzó por mantenerse alerta. Encendieron una hoguera en un claro no lejos del camino; la joven confirmó que no llevaban ninguna tienda cuando les dieron un par de mantas ásperas y les recomendaron que se acomodaran en el suelo como buenamente pudiesen. Uno de los hombres se alejó y regresó al cabo de un rato con una perdiz y un conejo, que asaron al fuego. Viana tenía tanta hambre que empezó a devorar su parte, sin preocuparse de mantener los modales que le habían enseñado. Pero entonces, de pronto, se acordó de los guardias muertos y ya no pudo comer más. Sintió que el estómago se le cerraba y que la sola visión de la carne le producía arcadas.
—Descansad, señoras —les aconsejó el bárbaro cuando las dos mujeres se envolvieron en las mantas con cierto reparo—. Mañana será un día muy largo.
A pesar de que se sentía agotada, Viana tardó mucho en conciliar el sueño. Uno de sus escoltas dormía profundamente, pero el otro, el más adusto, se mantenía sentado junto a la hoguera, vigilando, y las llamas arrancaban reflejos siniestros de sus ojos acerados. Dorea se había echado muy cerca de ella y también estaba alerta, asegurándose de que los dos hombres mantenían las distancias.
Por fin, Viana se durmió, y el suyo fue un sueño incómodo y plagado de pesadillas.
Se despertó de golpe cuando sintió que alguien le tocaba el hombro. Dio un respingo y retrocedió con un grito de alarma. Pero solo se encontró con la sonrisa burlona del guerrero de la barba negra, que se limitó a decirle algo en su lengua incomprensible mientras señalaba el cielo, donde se veían ya las primeras luces del alba.
Viana entendió que era hora de partir y se levantó, todavía temblando. Cuando el bárbaro no miraba, se aseguró de que toda su ropa seguía en su sitio, reprochándose a sí misma el haberse rendido al sueño.
—Todo está en orden, niña —le susurró Dorea.
Ella se relajó un tanto, aunque se sintió todavía más culpable por haberse dormido cuando parecía evidente que su nodriza había estado velándola toda la noche.
Sus acompañantes les permitieron acercarse un momento al arroyo para asearse, pero después, tras un desayuno frugal, reanudaron la marcha. A Viana le dolía todo el cuerpo, pero aun así estaba un poco más tranquila que el día anterior. Pronto llegarían a la corte, un lugar que ella conocía, y quizá allí encontrara algunas caras amigas.
Así, al caer la tarde, divisaron por fin las murallas de Normont.
Viana contempló las torres del castillo. Recordó que la última vez que había recorrido aquel camino, la víspera del solsticio de invierno, había soñado con su futura boda con Robian. Ahora se veía obligada a acudir a la corte antes de lo previsto, y en unas circunstancias que jamás habría llegado a imaginar. Y Robian…
Le estaba costando mucho asimilar todo aquello. Ni siquiera se había hecho a la idea de que probablemente su prometido estaba muerto, por lo que no podía llorarle. Albergaba la esperanza de poder encontrarlo en la corte, o tal vez en cualquier otro lugar. A lo largo de aquel viaje había imaginado que un grupo de bravos caballeros del rey, entre los que se encontraba Robian y su padre, aún resistía a los bárbaros en alguna parte.
Tuvo que parpadear rápidamente para contener las lágrimas cuando llegaron a las puertas de Normont: cuánto había cambiado su vida en tan poco tiempo y cuántas cosas había perdido…
Las calles estaban vacías. Todavía quedaban rastros de la lucha que los bárbaros habían mantenido con la guardia de la ciudad, pero todo parecía seguir en buen estado. En contra de sus costumbres, los bárbaros no habían prendido fuego a las casas y hasta parecía que habían respetado a sus habitantes, porque los únicos cadáveres que ardían en la pira de la plaza eran los de los soldados. Sin embargo, los ciudadanos se mantenían ocultos es sus viviendas, y solo algunos curiosos osaban asomar la nariz por entre las contraventanas para verlos pasar.
«Los bárbaros no han venido a destruirlo todo», comprendió entonces Viana. «Es cierto que ese Harak quiere convertirse en nuestro rey, y no tiene sentido arrasar la tierra que aspira a poseer». Eso renovó sus esperanzas. Quizá, después de todo, Robian y su padre aún siguieran vivos. Cuando la comitiva entró en el castillo, Viana recordó desalentada la alegría que había reinado en el lugar durante su última visita, en las celebraciones del solsticio de invierno. Y tuvo que reconocer que ni en sus sueños más optimistas podían imaginar que todo volviera a la normalidad.
Los bárbaros las ayudaron a descabalgar en el patio. Viana miró con aprensión a los hombres que rondaban por allí. Incluso el muchacho que se ocupó de llevar sus monturas a los establos parecía rudo y fiero, y eso que no debía de superar los trece años. Se estremeció.
Ella y Dorea caminaron muy juntas a través de los corredores del castillo, en pos de los dos bárbaros que las habían guiado hasta allí. Todo estaba más silencioso, más vacío, pero relativamente intacto. Las señales de lucha que podían apreciarse aquí y allá (una cortina rasgada, una mancha de sangre en la pared, una ventana rota) desaparecerían en pocos días si alguien se tomaba la molestia de limpiar un poco. Quedaba claro que los bárbaros no se habían ensañado: Harak deseaba establecerse definitivamente en el castillo de Normont.
Pero ¿qué habría sido de la reina y del príncipe?
Finalmente, y para alivio de las dos, los bárbaros las dejaron en una gran sala llena de damas y doncellas. Todas ellas estaban pálidas y asustadas, pero parecían encontrarse sanas y salvas.
—Aguardad aquí a que os llamen —les dijo el bárbaro antes de marcharse.
Cerraron la puerta tras ellas, pero a Viana le intrigaba el hecho de estar atrapada con las hijas y esposas de nobles de diferente rango y condición. Los hombres de sus familias habían acudido a la batalla junto al rey Radis. ¿Qué habría sido de todos ellos, y por qué los bárbaros habían reunido allí a sus mujeres?
—¡Viana! ¡Oh, Viana! —la llamó entonces una voz.
La muchacha se echó a llorar de alegría al ver a Belicia, que corría hacia ella desde el otro extremo del salón. Se abrazaron temblando.
—¡Ha sido horrible, Viana! —exclamó Belicia, muy alterada—. ¿Quién va a ayudarnos ahora?
—Pero ¿qué es lo que ha pasado aquí?
Belicia suspiró y echó un vistazo crítico a las dos recién llegadas.
—Parecéis agotadas —dijo sobreponiéndose—. Venid, nos sentaremos allí al fondo, junto a la ventana. Hay una mesa con viandas; me imagino que tendréis hambre.
Viana lo agradeció enormemente. Bebió casi con ansia, y solo cuando ella y Dorea hubieron comido un par de pastelillos de miel y almendras, Belicia empezó su relato:
—Ese tal Harak ha enviado a sus hombres por todos los dominios de Nortia y ha ordenado que todas las damas y doncellas de alcurnia nos presentemos ante él —dijo—. Mi madre y yo llegamos esta mañana, y por el momento nos han tratado bien… Hemos podido dormir y descansar, y la comida es buena porque a los cocineros reales se les ha permitido continuar con su trabajo… Pero no sabemos por qué estamos aquí. Algunas de las damas temen que los bárbaros quieran forzarnos a todas, y están muy trastornadas. Mi madre se encuentra ahora junto a la marquesa Arminda, que se desmayó nada más llegar y lleva todo el día traspuesta…
—¿Y qué ha sido de la reina? ¿Y el príncipe?
—Ah… —Belicia titubeó; tomó las manos de Viana y las apretó con fuerza para darle ánimos antes de continuar—. Verás, la guardia de la ciudad resistió a los bárbaros heroicamente, y los soldados del castillo hicieron cuanto pudieron para impedirles entrar, pero fue inútil. Ese tal Harak llegó hasta el salón del trono, donde la reina se había encerrado, y echó la puerta abajo. Dicen que ella se comportó con gran valor y dignidad y le ordenó que volviese por donde había venido. Pero Harak respondió que él era el nuevo rey de Nortia y que, por tanto, estaba allí para sentarse en el trono y reclamarla como esposa legítima. Traía la corona del rey Radis y se la puso ante ella, como si ese gesto le otorgara todo tipo de derechos —concluyó Belicia con disgusto.
—¿Y qué hizo la reina? —preguntó Viana conteniendo el aliento.
—Respondió que, tras la muerte del rey Radis y del príncipe Beriac… —titubeó, y un suspiro casi imperceptible estremeció su pecho al recordar al amor perdido; Viana se dio cuenta de lo mucho que le costaba hablar, por lo que esperó a que se sobrepusiera—, tras la muerte de Beriac, dijo, la corona correspondía al príncipe Elim por derecho de nacimiento. Parece ser que, antes de que los bárbaros entrasen en la ciudad, la reina había confiado al príncipe a un grupo de soldados leales, que debían llevarlo lejos del castillo por una salida secreta para ponerlo a salvo. De modo que ella esperaba que su hijo hubiera logrado escapar de los bárbaros. Pues bien… —Belicia tragó saliva—, Harak alzó un saco que llevaba colgado del cinto y extrajo de él… la cabeza del príncipe Elim —concluyó en un susurro.
Viana y Dorea lanzaron una exclamación horrorizada.
—Se la mostró a la reina —prosiguió Belicia con los ojos anegados en lágrimas—, y le dijo que, puesto que aquella cabeza no estaba en situación de sostener ninguna corona, él reclamaba el derecho de portarla en su lugar.
Viana lloraba al imaginar la escena. Belicia se secó las lágrimas y continuó:
—Pero la reina… ¡la reina no desfalleció! Dicen que contempló… lo que quedaba del príncipe Elim con semblante pálido, pero no lloró ni se desmayó, sino que se limitó a mirar a ese tal Harak con profundo desprecio. Y entonces, él insistió en que quería casarse con ella, y trajo un brujo de su tribu, o algo parecido, para que celebrase el matrimonio según las creencias de los bárbaros.
—¿Y la reina consintió? —preguntó Viana, horrorizada.
—Ella no pronunció palabra en toda la ceremonia, y nadie le preguntó su opinión al respecto. Según los ritos bárbaros, es el hombre el que toma esposa, y la mujer no puede negarse si su padre está de acuerdo. Pero la reina no tenía ningún padre que pudiera hablar por ella.
»Después se retiró a sus aposentos, mientras los bárbaros vociferaban y se emborrachaban en el comedor para celebrar la boda de su rey… Y cuando Harak acudió a su alcoba para consumar el matrimonio… la encontró muerta: se había quitado la vida con una daga.
De nuevo, Dorea y Viana lanzaron una exclamación ahogada.
—¡No puede ser! —pudo decir la joven—. ¿Quieres decir que toda la familia real ha muerto? ¿Que no queda nadie que pueda disputarle el trono a Harak?
Belicia negó con la cabeza.
—Él ya se ha ocupado de eliminar a todos los nobles que pudieran tener pretensiones al trono. Los que no le han jurado fidelidad y sobrevivieron a la batalla han sido ejecutados. Nuestros padres… —concluyó, y se echó a llorar otra vez, incapaz de continuar.
Viana sintió que se le contraía el estómago. No osó preguntar por el destino del conde Valnevado, y tampoco por el de Robian o su propio padre. Sencillamente, no estaba preparada para asumir que pudiera haberles sucedido algo tan terrible. A pesar de la espantosa escena que había presenciado durante su viaje, había albergado la esperanza de que se pudiese razonar con el líder de los bárbaros. Sin embargo, el relato de Belicia la había hecho estremecerse de puro espanto. ¿Qué piedad podía esperarse de un hombre que decapitaba a un niño de siete años y luego mostraba la cabeza a su horrorizada madre? Tampoco podía olvidar a los guardias de Rocagrís, y lamentaba profundamente que hubiesen perdido la vida por intentar rescatarla. Parecía que todos los que se atrevían a oponerse a los bárbaros estaban condenados sin remedio.
—¿Qué harán con nosotras? —se preguntó, mientras ella y Belicia se abrazaban, asustadas—. ¿Por qué nos han traído aquí?
Dorea, que había permanecido en silencio hasta entonces, movió la cabeza con pesar.
—¿No es evidente, mis señoras? La reina ha muerto y no puede engendrar ya a los vástagos del usurpador. De modo que él está buscando una nueva esposa.
A Viana se le cayó el mundo encima ante la posibilidad de que acabara casada con aquel horrible bárbaro en lugar de ser la esposa de Robian, como había soñado desde niña. Todas aquellas desgracias… solo podían ser producto de una cruel y horrible pesadilla. Hundió el rostro entre las manos y estalló en sollozos incontenibles. Belicia se abrazó a ella con gesto desdichado.
—Tened valor, niñas —susurró Dorea. Pero no había mucho más que pudiera decir para consolarlas.
Momentos más tarde, un grupo de guerreros bárbaros entró en el recinto y condujo a todas las mujeres hasta el salón del trono. Viana caminaba, asida al brazo de Belicia, como si ambas acudieran a recibir una sentencia de muerte. La madre de Belicia no tardó en unirse a ellas. Le dio el pésame a Viana, aunque ella respondió, con un hilo de voz, que no tenía confirmación de que su padre y su prometido estuviesen muertos. Pero la condesa le dirigió una mirada de profunda conmiseración.
Las mujeres cruzaron las puertas, temerosas. Sentado en el trono que solía ocupar el rey Radis estaba ahora un hombre imponente, de rasgos duros y mirada astuta y penetrante, que se había colocado en la cabeza la corona de los reyes de Nortia. A diferencia de la mayoría de sus guerreros, Harak no llevaba barba, sino que lucía un rostro perfectamente afeitado; sin embargo, algo en su expresión lo hacía más temible que ellos. Los ojos del usurpador recorrieron la fila de temblorosas damas, evaluándolas. Las más valientes ocultaron tras ellas a las más niñas, apartándolas de la mirada de aquel hombre sanguinario.
Viana no fue capaz de moverse. Se quedó allí, paralizada, sin apartar los ojos del bárbaro, como un ratón hipnotizado ante la serpiente que va a devorarlo.
Entonces Harak se levantó, y Viana comprobó, sobrecogida, que era mucho más alto y terrible de lo que le había parecido en un primer momento.
—Bienvenidas a mi humilde morada, mis damas —las saludó con una ladina sonrisa. Nadie le contestó—. Espero que hayáis disfrutado del viaje. He escogido como embajadores a aquellos hombres que mejor conocían los usos y costumbres de vuestro país, para que no os sintierais incómodas en su compañía. Confío en que os hayan tratado con la cortesía que merecéis.
Viana recordó a los dos bárbaros que la habían sacado de su castillo, y se le revolvió el estómago. Era verdad que habían manifestado cierta caballerosidad, aunque algo burda; pero después, durante la emboscada de los soldados, habían demostrado que, por debajo de aquel barniz de civilización, seguían siendo bárbaros.
—Habéis sido llamadas ante mi presencia —prosiguió Harak—, para rendir homenaje al que es ahora vuestro nuevo rey y señor. Y, como debéis de saber, todo rey necesita una reina.
Los ojos de Viana se desviaron hacia el sitial de la reina, ahora vacío. Allí reposaba la diadema que ella solía lucir, y que ahora esperaba una nueva dueña.
En otras circunstancias, en tiempos más fáciles, cuando ambos príncipes vivían, la mitad de las doncellas de Nortia habían suspirado por ceñirse aquella diadema y reinar en el futuro junto al apuesto Beriac. Pero en aquellos momentos ninguna de ellas se movió, y algunas, incluso, retrocedieron un tanto, tratando de pasar inadvertidas.
Harak lanzó una risotada seca y desagradable y volvió a acomodarse en el trono que había conquistado por la fuerza.
—¡Troylas! —bramó—. Es la hora.
Un hombrecillo pálido y tembloroso acudió prestamente ante él e inclinó la cabeza en señal de sumisión; llevaba un viejo y pesado libro que mostraba en la cubierta el escudo de armas de los reyes de Nortia: un halcón peregrino sobrevolando un castillo de plata en campo de azur.
—Es el archivero real —susurró Belicia—. Como muchos de los sirvientes del rey Radis, temía por su vida y ha jurado lealtad al bárbaro.
Viana asintió, lo conocía de vista, aunque hasta aquel momento no había sabido cuál era su nombre ni su función en la corte. Y tampoco entendía por qué razón alguien como Harak podría estar interesado en sus servicios.
No tardó en descubrirlo. Con voz aguda, Troylas empezó a llamar a las damas, una a una. Los hombres de Harak empujaban a las más reticentes, de modo que todas ellas terminaban acercándose al trono cuando eran reclamadas. Una vez allí, Troylas recitaba el nombre de la dama, su título, linaje y posesiones. Y, ante la mirada horrorizada de las demás, Harak la examinaba con detenimiento y la emparejaba con uno de sus hombres. Viana pronto se dio cuenta de que las mujeres eran un premio al valor y la lealtad de los guerreros. Los jefes de los clanes se llevaban a las damas de más alta cuna. La belleza no tenía nada que ver con su elección; lo que el caudillo bárbaro estaba regalando eran tierras, patrimonio y un título nobiliario. Los señores de los clanes bárbaros engendrarían en aquellas damas y doncellas hijos de su estirpe que heredarían los distintos dominios de Nortia. En un par de generaciones, serían los dueños legítimos de todo el reino y nadie podría echarlos de allí nunca más.
Viana no podía hacer otra cosa que permanecer allí de pie, paralizada, como una res a punto de ser conducida al matadero. Sabía que tarde o temprano llegaría su turno, y no se le ocurría nada que pudiera hacer para evitarlo.
—¡Analisa de Belrosal! —anunció entonces Troylas.
Una niña de unos nueve o diez años avanzó por la sala, temblando de puro terror. Pero, con un grito, su madre se abalanzó tras ella y se interpuso entre Harak y la pequeña.
—¡Piedad, señor! —suplicó—. Analisa no es más que una niña. Tomadme a mí en su lugar.
Un murmullo recorrió el grupo de las damas.
—La marquesa de Belrosal es hermana de la difunta reina y prima del rey Radis —murmuró Belicia, aunque Viana ya lo sabía—. Está doblemente emparentada con el linaje real de Nortia.
Harak no dijo nada. La marquesa se quedó ante él, abrazada a Analisa, mientras Troylas recitaba la larga lista de títulos de la niña. Finalmente, el caudillo bárbaro anunció:
—Analisa de Belrosal será nuestra nueva reina.
Lo repitió en su propio idioma para que todos sus hombres lo entendieran, y ellos lo celebraron ruidosamente. La marquesa imploró a Harak que reconsiderara su decisión, pero sus argumentos se volvieron en su contra.
—Vos sois ya una mujer madura, señora marquesa —replicó Harak con una torcida sonrisa—. Analisa es una niña, sí, pero las niñas crecen. Y tiene mucho tiempo por delante para engendrar hijos sanos y fuertes.
La marquesa lanzó un grito desesperado, pero no pudo hacer nada por evitar el destino de su hija. Se le permitió, sin embargo, quedarse en la corte para cuidar de ella como dama de compañía.
Viana lo sentía mucho por la pobre Analisa; pensó en Rinia, la hermana pequeña de Robian, y se preguntó, con el corazón encogido, si la obligarían a casarse también. Pero no la vio por ninguna parte, ni tampoco a su madre, la duquesa de Castelmar. Se preguntó si eso era una buena señal. También albergó por un momento la esperanza de que, ahora que Harak ya había encontrado a su reina, las demás mujeres pudieran volver a casa.
No fue así. Se sintió desfallecer cuando oyó que el siguiente nombre pronunciado por Troylas era el suyo.
Trató de sacar fuerzas de flaqueza. La marquesa se había dirigido a Harak y este la había escuchado, aunque no hubiese concedido su petición. Tal vez ella podría razonar con él. Se deshizo suavemente de las manos de Dorea y Belicia, que intentaban retenerla a su lado, y avanzó por el salón con la vista fija en el suelo, sin atreverse a mirar al terrible bárbaro.
—Viana —dijo Troylas—, es la hija del duque Corven de Rocagrís, que cayó en la batalla y no tenía más hijos, ni varones ni doncellas. Es la única heredera de su dominio.
La muchacha apenas escuchó cómo el archivero describía detalladamente sus títulos y propiedades. La noticia de la muerte de su padre había caído como un mazazo sobre ella. Había sabido desde el principio que era muy poco probable que el duque hubiese sobrevivido al combate y, sin embargo, aún albergaba cierta esperanza de volverlo a ver. Cerró los ojos para retener las lágrimas y estuvo a punto de desfallecer, pero entonces la voz de Harak la devolvió a la realidad.
—Bien; será una buena esposa para Holdar.
Un enorme jefe bárbaro, que lucía una encrespada barba pelirroja y llevaba un hacha cruzada a la espalda, dedicó al rey un vítor entusiasmado. Un grupo de guerreros de su clan lo secundaron.
Viana estaba absolutamente horrorizada. ¿La iban a casar con aquel monstruo? ¿Serían los hijos que tuviese con ese Holdar los herederos de Rocagrís? ¡No podía permitirlo!
—Mi señor… —se atrevió a decir—. No puedo casarme con ese hombre.
Harak la miró sorprendido y un tanto molesto. Hasta aquel momento, solo la marquesa de Belrosal se había atrevido a objetar sus decisiones, y era hasta cierto punto comprensible, porque estaba defendiendo a su hija y porque tenía sangre real. Los bárbaros acogieron la pretensión de Viana con un coro de risotadas, pero Harak las detuvo con un gesto y se inclinó un poco hacia delante. Sus ojos acerados contemplaron a la joven sin pestañear, y ella se sintió de pronto tan minúscula como una mota de polvo. Algo en su interior se rebeló ante aquella circunstancia. Después de todo, por imponente que pareciera, aquel hombre no era más que un bárbaro usurpador. Se esforzó por alzar la cabeza y sostener su mirada. Harak frunció el ceño.
—¿Cómo osas contradecir mi voluntad? —gruñó.
—Yo… —a Viana le temblaba la voz, pero se las arregló para proseguir—. Os pido disculpas, señor, pero ya estoy prometida con otra persona. Nuestros padres así lo decidieron hace mucho tiempo —añadió, recordando que, según el relato de Belicia, aquellos bárbaros tenían en cuenta la opinión del padre de la doncella en los asuntos matrimoniales.
Harak miró a Troylas, que pasaba las hojas de su libro con cierto nerviosismo.
—No consta aquí, señor —dijo el archivero finalmente.
—Entonces, ¿la muchacha está mintiendo?
—Yo no diría tanto. Seguramente dice la verdad, pero incluso aunque tal unión contara con el beneplácito del rey, si no consta en el libro es porque todavía no se ha hecho efectiva.
—¿Y eso quiere decir que aún no están casados?
—Así es, señor.
Harak volvió a centrar su atención en Viana.
—Es muy posible que tu prometido muriera en la guerra —dijo—. ¿Eres consciente de ello, muchacha?
Viana asintió, tratando de disimular el hecho de que le temblaban las piernas.
—Yo tengo la esperanza de que haya sobrevivido, señor —respondió.
—¿Y quién es el afortunado, si puede saberse?
—Robian de Castelmar, hijo del duque Landan —declaró ella, sintiéndose más segura con cada palabra que pronunciaba.
—¿Robian? —repitió Harak, alzando una ceja con una sonrisa.
Viana no entendía qué era lo que le parecía tan divertido. Asintió, mientras sentía que sus mejillas enrojecían. Esperaba que Troylas consultara su libro para informar a su nuevo señor acerca de la identidad de su prometido, pero el archivero ni siquiera hizo ademán de volver a abrirlo. Y Viana no tardó en descubrir por qué.
—¡Robian de Castelmar, hijo de Landan! —bramó Harak en medio del regocijo general.
Todos se volvieron hacia un rincón de la sala en el que Viana no había reparado. Allí había varios hombres, pero no eran bárbaros, sino caballeros nortianos. Los conquistadores parecían tan enormes y ruidosos que aquel grupo había pasado totalmente desapercibido. Además, tampoco parecían dispuestos a llamar la atención. Permanecían en la sombra y rehuían la mirada de las damas, como si se sintieran avergonzados.
—¡Robian! —llamó de nuevo Harak—. ¡Aquí hay una damita que pregunta por ti!
Hubo un movimiento en el grupo de nobles nortianos, y el corazón de Viana dio un vuelco. ¿Podría ser verdad? ¿Robian estaba vivo?
Apenas unos instantes después lo vio, avanzando pesadamente hacia su nuevo rey. Viana reprimió una exclamación de alegría. ¡Era Robian, su Robian! No cabía duda. Parecía más serio y cansado que nunca, su cabello estaba desgreñado y sus ropas presentaban algunas salpicaduras de sangre, pero estaba sano y salvo.
Viana se contuvo para no correr a sus brazos, y su rostro se iluminó de felicidad. Había hecho bien en conservar la esperanza y en informar a Harak de que estaba comprometida, pensó. Robian la salvaría del matrimonio con aquel horrible bárbaro. Le dedicó una sonrisa radiante; pero, ante su desconcierto, el joven apenas la miró.
—¿Mi señor? —dijo, inclinándose ante Harak.
—Muchacho, tras la muerte de tu padre eres el heredero de Castelmar. Si conservas aún tu dominio es porque preferiste vivir para servirme antes que morir en mis manos. ¿Es así?
—Así es, mi señor —respondió el joven con voz neutra.
Viana contemplaba la escena sin saber cómo debía sentirse al respecto. Robian era un traidor y probablemente un cobarde, pero estaba vivo. ¿Habría preferido ella que su prometido muriese en la batalla como un héroe, igual que su padre, que no volvería a ver nunca más?
—Juraste aceptar que siempre serías un recién llegado —prosiguió el bárbaro—, y que tu posición estaría por debajo de la de mis hombres. Tienes, pues, menos derechos que ellos.
—Lo recuerdo —asintió Robian en voz baja.
—Le he prometido a mi buen Holdar que le entregaría a esta muchacha por esposa. Ella es joven y de buena estirpe, y tiene grandes propiedades. Holdar, por su parte, es un bravo guerrero, valiente y leal, y lidera uno de los clanes más poderosos entre los Pueblos de las Estepas. En cambio, tú eres un vulgar traidor. Creo que no mereces desposar a esta doncella. ¿Estás de acuerdo conmigo?
Robian frunció los labios, pero respondió:
—Naturalmente, mi señor. El jefe Holdar será un buen esposo para Viana.
La muchacha lanzó una exclamación consternada, sin creer lo que acababa de escuchar. Harak sonrió.
—No parece que ella esté dispuesta a creerlo. ¿Renuncias a ser su esposo, Robian de Castelmar? Dilo aquí y ahora.
El joven caballero se incorporó para mirar a Viana, que lo contemplaba suplicante. Pero bajó la cabeza enseguida, como si no se atreviera a sostener su mirada.
—Renuncio a ella, mi rey. El compromiso que acordaron nuestros padres queda anulado.
—Bien —asintió Harak, satisfecho—. Muy bien.
Viana lanzó un grito desesperado y llamó a Robian, pero él no levantó la vista. La entregarían a Holdar, el bárbaro, sin que su prometido hiciera nada para evitarlo.
La selección de esposas para los jefes de los clanes continuó hasta bien entrada la noche. Entonces llegó un bárbaro mucho más bajo y con una complexión más frágil que los demás. Pese a ello, todos callaban a su paso y lo trataban con respeto y veneración. Viana lo observó con cierta aprensión. Le llamaron la atención su largo cabello gris, trenzado con esmero, y las pinturas que adornaban su rostro. Nunca había visto a nadie como él.
—Es el brujo —susurró alguien, y la muchacha se estremeció sin saber por qué.
Pronto descubrió que aquel hombre, poseyera o no el poder mágico que le atribuían los demás bárbaros, tenía autoridad para oficiar bodas. Celebró primero la de Harak y la desdichada Analisa, que no dejaba de llorar, y después casó al resto de las parejas sin que ninguna de las mujeres se le permitiera objetar nada al respecto. Ahora, Harak era el rey, y él dictaba las leyes; y, según las costumbres de su pueblo, aquellos matrimonios eran perfectamente válidos.
Después, Viana tuvo que acompañar a su nuevo esposo y no hubo tiempo para las despedidas. También a Belicia la habían casado con uno de los jefes bárbaros; Viana alcanzó a ver cómo su amiga replicaba a su nuevo marido con insolencia y este le cruzaba la cara de un bofetón para ponerla en su lugar. Se estremeció de miedo y lanzó una última mirada suplicante a Robian, que hacía todo lo que podía por ignorar su presencia en la sala. «Tal vez», se dijo a sí misma, «haya trazado un plan para derrotar a Harak y por eso debe seguirle la corriente ahora. Seguro que no tardará en venir a rescatarme».
Pero aquella noche, en la que ella y Dorea durmieron en un pequeño cuarto de invitados del castillo real, Robian no fue a visitarla. Su nuevo marido tampoco, afortunadamente, pero Viana no se hacía ilusiones al respecto y sabía que no tardaría en exigirle que cumpliera su deber de esposa.
Cuando, al día siguiente, Holdar lo dispuso todo para partir en dirección a una de las muchas propiedades que el rey le había entregado, Viana montó sobre su palafrén, desolada, sin poder hacer otra cosa que seguirlo hacia una nueva vida que adivinaba llena de pena y miseria.
Hasta el último momento estuvo girando la cabeza por si veía a Robian en alguna parte, tal vez despidiéndola desde las almenas o desde algún ventanal del castillo, quizá oculto entre la gente que se asomaba a la plaza principal de Normont, o puede que acechando en la espesura, junto al camino, dispuesto a emboscar a la comitiva para rescatar a su doncella. Con una fe inquebrantable, Viana soñó que Robian la salvaba de mil maneras distintas. En ningún momento se atrevió a imaginar lo que sucedería si eran los bárbaros quienes vencían en la lucha, como había ocurrido cuando los guardias de Rocagrís se habían enfrentado a ellos; en su corazón todavía quedaba un resquicio para la esperanza. Pero al caer la tarde llegaron a su destino, y Robian no había acudido al rescate.
Ni lo haría jamás, comprendió de pronto Viana.
Su prometido la había abandonado en manos de aquel bárbaro. Estaba sola.
Todos sus sueños se habían hecho pedazos para siempre.