VIANA SINTIÓ como si una garra de hielo le aferrase el corazón. No se atrevió a detener el caballo, pero notó que el brazo de Belicia perdía fuerza y la muchacha se deslizaba hacia el suelo. La aferró como pudo, pero su situación no era muy favorable. Con el caballo al galope y un brazo inmovilizado, apenas podía sostener el cuerpo de Belicia y dominar a su montura al mismo tiempo.

—¡Airic! —gritó—. ¡Estamos heridas!

El muchacho frenó su caballo a duras penas, un poco más allá. No debían detenerse, porque Heinat y los suyos pronto saldrían en su persecución, pero no tenían más remedio.

Con un supremo esfuerzo, Viana detuvo su montura junto a la de él.

—¡Mi señora…! —exclamó el muchacho, horrorizado.

Viana hizo caso omiso de la flecha que aún sobresalía de su hombro izquierdo.

—¡No hay tiempo! Ayúdame, lleva tú a Belicia.

Sostuvo a su amiga como pudo. Se le encogió el estómago al ver que tenía una flecha clavada en la espalda. Una mancha escarlata teñía su camisón, cuya blancura había supuesto una diana perfecta en la oscuridad de la noche.

—Belicia… No… —susurró Viana con voz ronca.

La muchacha yacía yerta entre sus brazos, pálida como un fantasma, pero todavía respiraba. Viana sabía que sería peor tratar de arrancar la flecha.

—Ten mucho cuidado —imploró a Airic cuando este subió a Belicia a su caballo.

—Señora, es muy difícil que sobreviva a una herida como esta.

Viana sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos, pero no podía permitirse llorar. No en aquel momento. No hasta que estuviesen a salvo.

—¡Lo conseguirá! —replicó con fiereza—. Sujétala bien y escapad de aquí. Yo trataré de distraerlos —añadió, volviendo la cabeza hacia el camino; desde detrás del recodo, se oían ya los cascos de los caballos acercándose—. Nos encontraremos en la granja abandonada que hay a las fueras del próximo pueblo.

—Tened cuidado, Viana —dijo Airic muy serio, antes de picar espuelas y salir disparado con Belicia a cuestas. No iba muy seguro, pero al menos lograba mantenerse sobre el caballo y sostener el cuerpo de la fugitiva al mismo tiempo. Viana deseó que fuera capaz de conducirla sin contratiempos hasta el lugar de la cita.

La joven aguardó un instante hasta que sus compañeros se perdieron en la oscuridad. Entonces, y justo antes de que los bárbaros doblaran el recodo, hizo dar media vuelta al caballo y lo lanzó por una senda perpendicular al camino principal. Volvió la vista atrás para asegurarse de que los bárbaros iban tras ella, y se sintió satisfecha al comprobar que así era.

Fue una noche larga y angustiosa, pero Viana logró esquivar a sus perseguidores porque su caballo era ligero y veloz, y ella no suponía un gran peso para él. Sin embargo, los enormes bárbaros montaban imponentes caballos de guerra que, a pesar de su evidente fuerza y poderío, eran considerablemente más lentos.

Al amanecer llegó a la granja abandonada donde se había citado con Airic. No tardó en verlo aparecer.

—¿Te siguen? —le preguntó, ayudándolo a descargar el cuerpo inerte de Belicia.

—Creo que no —jadeó él.

Viana asintió. Se inclinó con ansiedad sobre el rostro de Belicia para comprobar que seguía respirando. Su piel, blanca como la cera, hacía presagiar lo peor; sin embargo, aún le quedaba un hálito de vida.

—Rápido, hay que curarla —dijo.

La llevaron hasta lo que quedaba del establo y la tendieron bocabajo encima de una manta que Airic desplegó sobre un montón de paja. Viana le desgarró el camisón teñido de rojo y examinó su herida con precaución. La flecha estaba hundida justo debajo del omóplato derecho, y Viana comprendió que no sería capaz de extraerla sin ayuda.

—Ayúdame a romperla —le pidió a Airic, con un nudo en la garganta—. Por aquí, justo encima del orificio de la entrada.

Quebraron la flecha con sumo cuidado. Belicia se estremeció y dejo escapar un gemido. Viana se apresuro vendarle la herida como mejor supo. Deseó que la punta de la flecha, alojada todavía en el interior del cuerpo de su amiga, no hubiese causado daños irreparables. Sin embargo, la expresión de Airic no invitaba al optimismo.

—Aguanta, Belicia —susurró—. Pronto estarás a salvo.

Pero su amiga no podía escucharla.

—Viana, vos también estáis herida —dijo Airic.

Ella no respondió. Sabía que Belicia estaba mucho más grave; sin embargo, no podía seguir ignorando la flecha que sobresalía de su hombro. Le dolía mucho y no le permitía mover el brazo izquierdo. Además, corría el riesgo de infectarse, y en tal caso sí podría ser mortal.

De modo que suspiró, se quitó el jubón como pudo y se arrancó la manga de la camisa con la otra mano. Después se arrodilló en el suelo.

—Adelante —le dijo a Airic—, sácala.

El muchacho se puso lívido.

—¿Estáis segura señora?

Viana asintió.

—No ha atravesado ninguna zona vital, así que no hay motivo para dejarla dentro. Si no sale a la primera, retuércela en círculos mientras tiras de ella.

Ella también palideció mientras lo decía, pero no tenía otra opción. Se puso el cinturón entre los dientes y lo mordió con fuerza, aguardando el tirón.

Airic lo hizo lo mejor que pudo, pero Viana no pudo evitar aullar de dolor. Por fortuna, la flecha salió con relativa facilidad. Aun así, la muchacha se dejó caer en el suelo, temblando y casi a punto de perder el sentido. Airic lavó y vendó la herida y le dio agua a Viana, que poco a poco fue sintiéndose mejor.

—¿Creéis que podéis cabalgar? —le preguntó el chico.

Viana tragó saliva. Aún se sentía muy débil, y el hombro le dolía como si le hubiesen prendido fuego, pero de todas formas dijo:

—Tendré que poder. Hemos de llevar a Belicia a casa cuanto antes.

Confiaba en que, cuando llegara al campamento de los rebeldes, alguien sería capaz de extraer la flecha adecuadamente. Había allí soldados y guerreros que tenían experiencia en heridas de ese tipo.

Se pusieron en marcha sin permitirse siquiera un descanso para comer o echar una cabezada. Debían regresar al bosque cuanto antes.

ARBsep

Era ya noche cerrada cuando alcanzaron las lindes del gran bosque, y aún tardaron un poco más en llegar al campamento. Cada paso que daban hacia su destino les parecía una eternidad. Cuando Airic y Viana cargaron con Belicia porque la maleza era ya demasiado cerrada para permitir el paso de los caballos, tuvieron la sensación de que ya no respiraba; pero ninguno de los dos lo dijo en voz alta.

Finalmente llegaron al claro donde se hallaba el campamento de los proscritos. Viana suspiró, aliviada, al comprobar que aún quedaban algunos hombres junto a la hoguera.

Los momentos posteriores fueron muy confusos. Voces, exclamaciones de preocupación, la frágil silueta de Belicia mientras la llevaban en volandas hasta la cabaña de las mujeres…

Viana esperó junto a la hoguera, muerta de miedo. Minutos después, vio salir a Dorea entre un velo de lágrimas. El rostro triste de la mujer le reveló la verdad antes de que ella negara con la cabeza.

Viana dejó escapar un grito y se precipito al interior de la cabaña. Contempló el rostro blanco de Belicia, enmarcado de rizos castaños, sin ser capaz de reaccionar.

—Es demasiado tarde, Viana —dijo entonces Lobo a su espalda—. No hemos podido hacer nada por ella.

—No puede ser —susurró la muchacha—. ¡No puede ser!

Abrazó con fuerza el cuerpo de su amiga, sollozando. Su corazón ya no latía. Su piel empezaba adquirir la implacable frialdad de la muerte.

—No puede ser —seguía repitiendo Viana—. Belicia, no, tú no…

—Lo siento mucho —dijo Lobo, colocando una mano sobre su hombro sano.

Pero Viana no quería consuelo. Lo único que deseaba era que su amiga volviese a respirar.

Aunque eso, naturalmente, era imposible.

Se quitó de encima a Lobo, se secó las lágrimas y salió de la cabaña porque tenía la sensación de que se ahogaba ahí dentro. Ya en el claro, se detuvo un momento, pero tampoco soportaba las miradas de los demás porque sentía que se clavaban acusadoramente en su alma. «Sí, es culpa mía», pensó, «si no hubiese vuelto a Rocagrís, si no hubiese tratado de salvar a Belicia… ella todavía seguiría viva».

—Mi señora… —murmuró Airic.

Pero ella sacudió la cabeza y se alejó a paso ligero, luchando por contener las lágrimas.

Nadie la siguió.

Se internó entre los árboles, agradeciendo la soledad y el silencio del bosque, y avanzó hasta llegar al arroyo. Y, allí sí, se echó a llorar desconsoladamente.

Se quedó un buen rato en cuclillas junto a la orilla, sollozando. Se sentía muy miserable.

«¿Cómo puede ser?», se pregunto. «Todo lo que intento me sale mal. Si escapé de los bárbaros fue gracias a Dorea, pero yo… nunca he hecho nada que valga la pena. Siempre que actúo por mi cuenta, todos mis planes se vuelven del revés. Qué tonta he sido… creyendo que tenía algún poder sobre mi destino. Y ahora la pobre Belicia está muerta por mi culpa».

—Viana —oyó una voz tras ella—. Estoy contento porque has vuelto.

La joven volvió la cabeza y, bajo la luz de la luna, descubrió una silueta que conocía muy bien.

—Uri —suspiró—. Yo también me alegro de verte.

Había estado fuera solo tres días, pero en aquel momento se dio cuenta que, en efecto, lo había echado mucho de menos.

Y en tan poco tiempo, él había aprendido a hablar mejor. Aquel muchacho nunca dejaría de sorprenderla.

El chico se sentó junto a ella.

—¿Estás bien? ¿Qué te pasa? —le preguntó con dulzura.

—Estoy triste —confesó Viana—. He perdido a mi mejor amiga.

Antes de que se diera cuenta, le estaba relatando todo lo que había sucedido durante su viaje. Uri la escuchaba con el ceño fruncido y el semblante reconcentrado, y Viana dedujo que no entendía muy bien lo que le estaba contando. Era lógico, se dijo ella. Conceptos como «castillos» o «joyas» resultaban desconocidos para él. Tampoco estaba segura que aquel muchacho, en su inocencia, comprendiera de qué quería salvar a Belicia exactamente. Sin embargo, no dejó de hablar. Le hacía mucho bien saber que alguien la estaba escuchando sin juzgarla.

—Y Belicia ha muerto —finalizó—. Por mi culpa.

Rompió a llorar de nuevo. Uri la abrazó con cierta torpeza y le acarició el pelo para consolarla.

A Viana se le aceleró el corazón, pero no se detuvo a analizar sus sentimientos. Dio un respingo porque el hombro aún le dolía mucho; Uri lo notó y aflojó un poco su abrazo. Ella hundió la cara en su pecho y cerró los ojos, reconfortada por su presencia.

Notó que él rozaba con su hombro con la yema de los dedos.

—Te has herido —le dijo—. ¿Duele?

—Un poco —respondió la muchacha—. Pero ya me han curado.

Uri apartó con cuidado la ropa rasgada de la muchacha para inspeccionar la lesión. Viana se estremeció y apretó los dientes, pero le dejó hacer.

—No está curado —dijo por fin Uri, un poco desconcertado.

—Claro que sí —sonrió ella—. Me han sacado la flecha, y lavado y vendado la herida. Ya no sangra, ¿ves?

Lo cierto es que Uri no podía ver gran cosa en la penumbra. Viana pensó que quizá le había preocupado la mancha de sangre que teñía su camisa.

—No está curado —insistió Uri—. Tu piel… ya no es suave.

Le acarició la espalda por debajo de la camisa y Viana volvió a experimentar una deliciosa sacudida en su interior. Tragó saliva y luchó por mantener la cordura. «No se merecía aquello», se dijo. No podía dejarse llevar por aquel sentimiento, fuera el que fuese, ni permitirse disfrutar de la presencia de Uri. No después de lo que había pasado.

—No importa —dijo ella—. Ya se curará. Sin embargo, Belicia…

Se le quebró la voz y no pudo evitar romper a llorar de nuevo.

Uri la estrechó otra vez entre sus brazos, con cuidado para no hacerle daño. Viana se abandonó en ellos sin poderlo evitar y permitió que él siguiera acariciándola para consolarla. Cuando cesaron sus lágrimas y el dolor empezó a ser sustituido por algo más grato y apremiante, la muchacha se dio cuenta que también el chico del bosque respiraba entrecortadamente.

—Uri —susurró, maravillada—. ¿Qué estás haciendo?

Lo sabía perfectamente, pero él no parecía estar muy seguro.

—No lo sé. Viana, no sé qué me pasa.

Ella reprimió una sonrisa. Por fin, Uri comenzó a comportarse de acuerdo a la edad que aparentaba.

Y, siguiendo un impulso, hundió los dedos en el cabello del chico y lo atrajo hacia ella. Cuando lo besó en los labios, Uri dejó escapar una exclamación de sorpresa. Pero instintivamente rodeo su cintura con los brazos y la estrechó contra su cuerpo. Viana jadeó, pero no intento apartarse de él. Lo besó otra vez, y en esta ocasión Uri correspondió a su beso con entusiasmo.

—Uri —susurró ella; por algún motivo, su nombre, aunque fuese un nombre prestado, le parecía mágico—, Uri, Uri, Uri —repitió.

Él trató de besarla de nuevo, pero Viana lo apartó un poco, con suavidad. Tenía las mejillas ardiendo y el corazón a punto de salírsele del pecho.

—Espera un momento —murmuró—. Tengo que pensar.

—Me gusta —dijo Uri—. ¿Podemos hacerlo otra vez?

Viana estuvo a punto de dejar escapar una carcajada. Por un lado le divertía que tuviera que explicarle todo aquello, pero por otro sentía cierta inquietud. A Uri lo entusiasmaba todo lo nuevo. Quizás le habría gustado besar a cualquier chica.

En cambio, para ella aquel beso había supuesto mucho más.

Respiró hondo mientras se acurrucaba entre los brazos del muchacho del bosque. Una parte de ella deseaba abandonarse a él y admitir que lo que sentía era algo más que amistad. Pero una voz en su interior le recordaba que Uri era un ser extraño y salvaje, y que una joven como ella estaba destinada a casarse con alguien de la nobleza. Para eso estaba luchando, en realidad. Para expulsar a los bárbaros de Nortia y que todo volviera a ser como antes.

—Se llama «beso» —le explicó—. Damos besos a las personas que nos gustan.

Uri ladeó la cabeza, pensando, y Viana comprendió que estaba haciendo una lista mental de la gente a la que encontraba agradable y a la que, por lo tanto, tendría que besar.

—A las personas que nos gustan de una manera especial —aclaró.

—¿Qué es especial? —quiso saber él.

Viana se preguntó cómo debía explicárselo. Suponía por la forma en que él había reaccionado, que el beso lo había excitado. Pero ella necesitaba asegurarse de que había algo más.

—Me refiero al amor —susurró en voz baja—. Cuando amas a alguien sientes algo aquí —añadió, colocando su mano sobre el corazón de Uri—. Tan fuerte que parece que no puedes respirar. Tan intenso que deseas estar siempre con esa persona y no separarte de ella nunca más.

Cerró los ojos mientras le asaltaba una punzada de nostalgia. Así la había hecho sentir Robian por mucho tiempo. Se preguntó, con un poco de…

—¿Tú sientes así… conmigo? —preguntó Uri.

Viana tardó un poco en responder. En otras circunstancias, habría dado largas a cualquier muchacho que le hubiese preguntado aquello. Lo habría llamado insolente y habría fingido que se sentía muy ofendida, pero si le hubiese gustado de verdad, también le habría alentado, quizás con una caída de pestañas o con una leve sonrisa, a que siguiera intentándolo.

Pero comprendió enseguida que los fatuos juegos amorosos de la corte no tenían ningún sentido allí, en el bosque, con Uri.

—Creo que sí —respondió—. Por eso te he besado.

El chico sonrió ampliamente y después volvió a besarla con tanto ardor que la dejo sin respiración.

—Quieto, Uri, ¿qué haces? —lo detuvo ella.

—Te doy un beso —respondió él, un tanto desconcertado por la reacción de Viana—. Porque te amo.

La muchacha se quedo sin palabras. Uri había hablado con tanta franqueza y sencillez que la había desarmado por completo. Aun así, su corazón pareció volverse loco. «Siente lo mismo que yo…», pensaba; en realidad, no podía pensar en otra cosa. «¿Y que siento yo? Lo amo, y él me ama».

—Espera —logró decir—. Espera.

Se separó un poco de él y se miraron los ojos. Viana alzó la mano para acariciarle el rostro, todavía maravillada por lo que acababa de descubrir.

—Es… extraño —dijo entonces Uri.

—Lo sé —convino Viana.

—Yo nunca… —se detuvo porque no encontraba las palabras.

—¿Nunca habías amado a nadie? —lo ayudó ella.

—Eso es.

Por algún motivo. Viana se sintió un poco culpable de que para ella no fuera la primera vez.

—Yo sí estuve enamorada —confesó—. Pero eso ya quedó atrás. De todas formas… quizás sí ames a alguien y lo que sucede es que no lo recuerdas —añadió, consciente de que el muchacho había perdido la memoria; tal vez alguna chica de piel moteada lo estuviera esperando en el lugar del que procedía.

—No, nunca —respondió Uri con rotundidad.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Lo sé —insistió él—. Mi gente… no siente esto. No siente así —trató de explicar, golpeándose el pecho con la mano.

—¿No podéis amar? Pero es… Pero entonces… ¿por qué tú sí?

—Yo soy distinto.

Viana se quedó mirándolo con fijeza.

—¿Qué más cosas recuerdas?

Uri le devolvió una mirada desconcertada.

—No entiendo.

—Perdiste la memoria —trató de explicarle Viana—. No sabías quien eras ni de dónde venías. Ni quién era tu gente.

—Sí sé —respondió él sin comprender—. Yo soy Uri. Vengo del bosque. Allí esta mi gente.

Viana no insistió.

—No importa —dijo—. Pero quiero que sepas… ya que tu gente no siente estas cosas… que tú si me amas, y yo te amo, esto es especial y muy hermoso. No sucede todos los días. Es una de las cosas más bonitas que tiene nuestro mundo.

Uri se quedó callado un momento, pensando. Después volvió a clavar en ella sus intensos ojos verdes.

—¿Puedo besarte otra vez? —preguntó.

Viana sonrió.

—Supongo que no hay motivo para no hacerlo. Quiero decir —añadió al ver que no la había entendido—, que sí, puedes.

Se besaron tierna y dulcemente, estremeciéndose el uno en los brazos del otro, hasta que Viana lo detuvo de nuevo.

—Espera —le dijo—. Tenemos que ir poco a poco. Hay muchas cosas que pasan cuando dos personas se enamoran, pero no tienen que pasar todas al mismo tiempo, ¿entiendes?

—No —respondió él. Parecía un poco frustrado porque no iban a seguir besándose, pero aún así acató los deseos de la muchacha.

Viana se recostó contra él y Uri se calmó un poco acariciando el crespo cabello de ella. Después, sus dedos bajaron hasta rozar su cuello y su espalda.

—Quiero curarte —insistió Uri.

Viana estaba ya medio dormida; las caricias de Uri habían obrado en ella un efecto sedante, mitigando la pena y relajando su cuerpo. Como no respondió, el muchacho apartó con delicadeza las vendas que cubrían su hombro.

—¿Qué haces? —murmuró ella—. ¡Ay! —dio un respingo cuando la herida quedó al descubierto.

—Te duele —declaró Uri—. Voy a curarte.

—Como quieras —musitó Viana agotada, apenas sintió que los dedos de Uri acariciaban suavemente su hombro lesionado antes de caer rendida por el sueño.

Cuando despertó, al día siguiente, todavía yacía en brazos del muchacho del bosque. Se incorporó azorada.

—Uri… Uri, despierta.

Lo sacudió con suavidad hasta que él abrió los ojos, parpadeando. La saludó con una radiante sonrisa.

—Viana —dijo—. Buenos días. Quiero besarte otra vez —añadió muy convencido.

Ella sintió que le subían los colores. ¿Qué había hecho? La noche anterior había confesado su amor por Uri. Pero ¿cómo iba a casarse con él? ¿Y qué clase de mujer sería a los ojos de todos si mantenía una relación con él sin intención de formalizarla decentemente?.

Sin embargo, cuando volvió a mirar a Uri a los ojos, desechó todos sus reparos.

—Buenos días —respondió—. Yo también quiero besarte.

Y lo hizo. Pero no podían pasarse allí todo el día, comprendió, con una punzada de culpabilidad. Había dejado el cuerpo de Belicia en el campamento. Debía darle sepultura.

—Tenemos que volver, Uri —le dijo.

Se levantó y fue a lavarse en el arrollo. El chico la siguió.

—¿Sabes? —empezó ella, inquieta—, quizá no deberíamos contárselo a los demás por el momento. Que estamos enamorados, quiero decir.

—¿Por qué?

—Bueno… —a Viana se le ocurrían por lo menos una docena de razones, pero ninguna que pudiera servirle a él—. Porque al principio, cuando dos enamorados se declaran sus sentimientos, es mejor que sea secreto.

Eso no era del todo mentira. Así funcionaba el juego del amor en la corte.

—¿Qué es un secreto?

—Cuando sabes algo que no puedes contar. Cuando es mejor que no lo sepa nadie. Por los motivos que sean.

Viana pensó que no se había explicado con suficiente claridad, pero, para su sorpresa, Uri asintió gravemente.

—Entiendo lo que es secreto —dijo—. ¿Por qué el amor es secreto?

—Es difícil de explicar… —empezó Viana, pero se detuvo de pronto.

Había estado ajustándose de nuevo la venda, pero sus dedos no eran capaces de encontrar la lesión. Rascó con cuidado, preparada para sentir un aguijonazo de dolor, pero no pasó nada. Se miró los dedos. Lo único que delataba la herida que había sufrido hace dos noches atrás eran algunos rastros de sangre seca entre las uñas. Extrañada, se lavó el hombro. Cuando volvió a palparse la zona atravesada por la flecha, no halló nada.

—Piel suave —dijo Uri satisfecho—. Ahora estás curada.

Viana se volvió hacia él con brusquedad.

—¿Me estás diciendo que lo has hecho tú? —le preguntó con voz ronca; temblaba, y no sabía si era de miedo o de excitación.

—Yo te dije: voy a curarte —le explicó él pacientemente.

Viana retrocedió con brusquedad y estuvo a punto de caerse al agua.

—No tengas miedo —le pidió Uri, angustiado—. No es malo. Te he curado. Te amo.

Ella respiró hondo y trató de tranquilizarse. Quizá no era lo que parecía. Después de todo, no podía verse la espalda.

—De acuerdo —dijo—, no te preocupes. Vamos a ver a Dorea.

Regresaron al campamento. Viana se sentía muy confusa. Habían sucedido tantas cosas en unas pocas horas… Necesitaba regresar a la realidad. Y no conocía a nadie más sensato que su antigua nodriza.

Había un grupo de personas reunidas en un extremo del claro. En el suelo, a sus pies, reposaba un gran bulto alargado envuelto en una sabana.

Viana sintió que se le encogía el corazón. Era el cuerpo de Belicia.

—Te estábamos esperando —dijo Lobo con cierta aspereza.

—No la riñas —intervino Alda—. Ha estado llorando a su amiga muerta.

Viana se ruborizó, recordando los besos que había compartido con Uri en el bosque. Pero nadie pareció advertir su turbación ni concedió importancia al hecho que él la acompañase.

Se acercó a sus amigos y descubrió que habían cavado una tumba junto a los árboles.

—Pensamos que quizá querríais decir algo —dijo Airic, algo incómodo—, porque, después de todo… —se interrumpió, pero Viana entendió lo que quería decir.

—Belicia de Valnevado era mi mejor amiga —comenzó, casi sin pensar—. De niñas, soñábamos con un futuro de cuentos de hadas. Imaginábamos que el amor y la felicidad nunca nos faltarían. Habíamos nacido en un mundo en el que todo parecía fácil.

»Los bárbaros nos han enseñado que la vida no es así. La última vez que vi a Belicia antes de anoche fue cuando el rey Harak nos dio en matrimonio a dos de los jefes bárbaros. Ambas aprendimos y maduramos mucho desde entonces. Sufrimos, y lloramos, y perdimos a seres queridos. Pero nadie, ni siquiera una muchacha que un día lo tuvo todo, merece pasar por el infierno que soportó Belicia antes de morir.

»Yo quise salvarla de esa vida que ella no había elegido. No salió bien. Ella murió, y por eso estoy aquí, diciendo estas palabras. Pero habría querido rescatarla de su marido, un hombre al que Belicia temía y odiaba. Ella misma me lo suplicó. Se habría adaptado bien a la vida en el bosque. Os habría gustado mucho, porque era alegre e ingeniosa… —se interrumpió de pronto, recordando a la pálida sombra que había rescatado del castillo—. Habríais llegado a quererla —concluyó con un nudo en la garganta—. Todo el mundo lo hacía.

»Donde quiera que estés, Belicia, deseo que no sufras ni llores nunca más. Donde quiera que estés, amiga mía… hermana… deseo que encuentres la felicidad que mereces.

No fue capaz de hablar más. Apenas oyó cómo sus amigos murmuraban algunas palabras de despedida para una joven a la que la mayoría no había llegado a conocer, pero que habían intuido vívidamente a través de las palabras de Viana.

Cuando el cuerpo de Belicia quedó sepultado bajo una buena cantidad de paletadas de tierra, Viana añadió a media voz:

—Y no voy a dejarlo así. Juro que te vengaré y que expulsaré de nuestra tierra a todos y cada uno de esos bárbaros… cueste lo que cueste.

Casi nadie la oyó. Pero Lobo alzó la cabeza y le lanzó una mirada penetrante.

Los proscritos regresaron a sus tareas con el ánimo triste. Viana apenas sintió el abrazo consolador de Uri. De forma automática, cerró los ojos y hundió el rostro en su hombro.

—Ella vuelve a la tierra —dijo el muchacho señalando el lugar donde reposaba Belicia—. Un día saldrá otra vez.

Viana sonrió tristemente. Se preguntó si el pueblo de Uri enterraba a sus muertos con la convicción de que resucitaría en el futuro. Era una idea hermosa.

—No lo creo, Uri —respondió—. Pero gracias por intentar consolarme.

De pronto recordó el motivo por el cual había regresado al campamento a toda prisa. Volvió a palparse en el hombro, desconcertada; la herida que había recibido dos noches atrás parecía haber desaparecido definitivamente.

Alcanzó a Dorea un poco más allá.

—¿Qué os sucede, niña? —preguntó la mujer.

La joven, por toda respuesta, la tomó del brazo y la hizo entrar con ella en la cabaña.

—Mira esto —le pidió, mostrándole su hombro herido.

Dorea lanzó una exclamación de alarma y Viana pensó, por un momento, que lo que había vivido aquella mañana, junto al río, había sido producto de su imaginación. Pero su nodriza dijo:

—¡Ay mi señora! ¿Qué os ha pasado? ¿De dónde ha salido toda esa sangre?

—¿No ves la herida, Dorea?

La mujer examinó concienzudamente la piel de Viana.

—Solo veo que tenéis la camisa manchada, mi señora. Vuestro hombro está bien. Pero ¿a qué viene esto? ¿Qué se supone que tengo que ver aquí?

Viana estuvo tentada a contarle lo que había pasado; además, Airic podría corroborarlo. Sin embargo, no sería tan sencillo explicar cómo era posible que aquella herida tan profunda hubiese desparecido de un día para otro.

Por otro lado, si había sucedido de verdad… entonces…

Viana se puso de pie, sobresaltando a Dorea.

—Tengo que ir a hablar con Uri… no, con Lobo… no, primero con Uri —dijo atropelladamente.

Y salió de la cabaña, dejando a atrás a Dorea, que la miraba desconcertada.

Uri estaba esperando a Viana a la entrada. Ya hacía tiempo que había aprendido que no debía entrar en ningún sitio, especialmente en las cabañas de las mujeres, sin ser invitado. Pero alzó la cabeza cuando oyó salir a Viana, y sus ojos se iluminaron al verla.

—Viana —dijo, levantándose de un salto.

Ella no le permitió añadir nada más. Lo tomó de la mano y lo arrastró hasta un lugar un poco más discreto.

—¿Cómo me has curado el hombro? —le preguntó a bocarrajo. Él se mostró incómodo de pronto.

—Te he curado —dijo solamente.

—Sí, ya lo sé, pero… ¿de qué manera? ¿Has utilizado, acaso, agua del manantial de la eterna juventud?

La propia Viana sabía que aquello era absurdo. Había encontrado a Uri desnudo en el bosque; no había ningún lugar donde hubiese podido esconder una redoma de agua mágica sin que ella lo advirtiera.

—Yo sé curar —dijo Uri con cierta reserva—. No puedo decir cómo.

Viana se quedó mirándolo con fijeza. Por un instante cruzó por su mente la idea de que, si se hubiese llevado consigo a Uri a su viaje, quizá él habría podría salvar a Belicia antes de que fuera demasiado tarde. Pero la apartó con rapidez. «No te tortures», se dijo. «No tenías manera de saberlo».

—¿Es un secreto, pues?

El rostro de Uri se iluminó con una sonrisa.

—Sí —asintió, aliviado porque Viana lo hubiese comprendido—. Es un secreto.

Ella inspiró hondo. Le había pedido a Uri que no le hablara a nadie de su relación, y ahora él le pedía que respetara su deseo de no contarle lo que más necesitaba saber en ese momento. Quizá no tuviera nada que ver con la fuente de la eterna juventud de la que hablaba Oki… o tal vez sí.

En cualquier caso, Uri acababa de curarla de una herida de flecha muy similar a la que había recibido Harak, y de la que se había repuesto milagrosamente delante de sus ojos.

—Has visto a Belicia, ¿verdad? —le dijo—. Los bárbaros la han matado y ella no había hecho nada malo —se le quebró la voz de rabia e impotencia—. Si hubieses podido curarla… —sacudió la cabeza y trató de volver a empezar—. El rey de los bárbaros que mataron a Belicia… el jefe de mis enemigos… no puede ser herido. Se cura cuando alguien le hace daño. Quizá sea un brujo. Quizá sea como tú —añadió, aunque la repugnaba la sola idea de que Harak y Uri pudiesen tener algo que ver—. Y solo podremos derrotarlo si descubrimos por qué no es vulnerable. Por qué nada puede herirlo. ¿Has entendido?

Uri asintió. Sus ojos verdes mostraban una sombra de pesar, como si supiera, incluso mejor que Viana, de qué estaba hablando.

—Mi gente sabe curar —dijo, y el corazón de la muchacha latió más deprisa—. La gente mala… ellos se llevaron nuestro secreto. Pienso que ellos hacen daño a tu amiga. Pienso que mis enemigos… son también los tuyos.

El corazón de Viana dio un vuelco.

—¿Quieres decir que los bárbaros han conquistado también tu tierra y han arrebatado a tu gente el secreto de la inmortalidad? ¿El manantial de la eterna juventud? —insistió; pero Uri no la entendió y, además, no había terminado de hablar.

—Ellos me dicen a mí que voy a buscar ayuda. Al lugar donde viven muchas personas.

—Uri —murmuró Viana, asombrada—. ¡Estás recordando! Así que tenías una misión que cumplir, y por eso abandonaste a los tuyos. Pero… ¿qué te pasó en el bosque? ¿Acaso los bárbaros te atacaron, y te dejaron desnudo e inconsciente en el río? Pero los bárbaros no llegan tan adentro del bosque, ¿no?

—Ellos llegan por otro lado —explicó Uri—. Desde el lugar donde ellos viven.

—¿Desde el norte? ¿El Gran Bosque se extiende más allá de las Montañas Blancas, hasta las estepas de los bárbaros? ¿Me estás diciendo que encontraron un camino desde allí hasta el lugar donde procedes, donde está el manantial de la eterna juventud… o lo que quiera que usas para curar a la gente?

Viana hablaba atropelladamente; Uri apenas la entendía y, por tanto, no pudo contestar. Pero la muchacha no necesitaba más confirmación. Todo encajaba.

—Hay que contárselo a Lobo —decidió.

Sin detenerse a ver si Uri la seguía, Viana salió corriendo en busca de su mentor.

Lo halló en el otro extremo del campamento, frente a su cabaña, recogiendo sus cosas para salir de caza.

—Lobo —dijo, jadeante—, he de hablar contigo.

Él le dirigió una breve mirada.

—Yo también —dijo, en un tono helado que enfrió el entusiasmo de Viana—. Acompáñame, ¿quieres?

Viana asintió y lo siguió sin una palabra. Lobo tampoco habló hasta que llegaron a su destino: una loma a las afueras del bosque desde la que se dominaba Campoespino, que acababa de despertar bajo el sol de un nuevo día. Al fondo del valle, el castillo de Torrespino parecía una oscura atalaya que controlaba los destinos de todos los habitantes del pueblo.

Ambos se sentaron sobre la hierba y contemplaron el paisaje en silencio.

—¿Quieres saber cómo perdí la oreja? —dijo Lobo de improviso.

—Claro —respondió Viana con cierta impaciencia—, seguro que es una historia apasionante. Pero probablemente pueda esperar. Escucha, he descubierto algo que…

—Me refiero a cómo perdí la oreja… de verdad —cortó él.

Viana se quedó mirándolo.

—¿Hablas en serio? ¿No me vas a contar una historia inventada?

—Ninguna de mis historias es inventada —se defendió Lobo—. Todo lo que te he contado me sucedió alguna vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones perdí la oreja. Sí… he tenido una vida muy interesante —sonrió con amargura—. Sin embargo, todas esas historias son solo anécdotas sin importancia que no dejaron una gran huella en mi vida. Pero esto es diferente. Lo he ocultado, aunque no pudiera esconder la cicatriz que me desfigura desde entonces.

—Entonces, ¿por qué quieres contármelo a mí? —preguntó Viana, casi sin aliento.

Lobo le dirigió una lenta mirada, preñada de decepción y de pena, que hizo estremecer a la muchacha.

—Porque quizá así comprendas el motivo por el cual voy a pedirte que abandones el campamento y sigas tu vida lejos de la rebelión, Viana.

Ella se quedó helada.

—¿Qué dices? No puedes estar hablando en serio…

—Muy en serio. Te he advertido muchas veces, pero no he conseguido hacerte entrar en razón, y ahora una muchacha buena e inocente ha muerto porque tú eres incapaz de dejar de hacer las cosas a tu manera, sin contar con nadie.

Sus palabras hirieron profundamente a Viana. No le respondió nada porque sabía que Lobo tenía razón.

—No puedo arriesgarme a que pongas en peligro a nuestro grupo ni lo que pretendemos llevar a cabo —prosiguió él—. He sido muy paciente contigo, he tratado de protegerte de los bárbaros, pero creo que ya he tenido suficiente. A partir de ahora, tú seguirás tu camino, y yo el mío. Y tu padre, esté donde esté, no podrá negar que he hecho todo lo posible por cumplir la promesa que le hice.

Viana quería decir muchas cosas, pero las últimas palabras de Lobo la hicieron callar.

—Le juré en el campo de batalla que cuidaría de ti si algo le sucediera —dijo Lobo a media voz—, pero luego lo perdí de vista, y después me hirieron, y para cuando llegué a Rocagrís ya te habían casado con Holdar y estabas esperando un hijo, o eso me dijeron. No me pareció el mejor momento para rescatarte, pero, por si acaso, me instalé en las inmediaciones de Torrespino, con la intención de sacarte del castillo en cuanto hubieras dado a luz al pequeño bastardo. Me sorprendió que escaparas antes de que yo tuviera la oportunidad de salvarte, pero comprendí que, a pesar de las apariencias, en tu interior corría la sangre de los duques de Rocagrís. Eres digna heredera de tu padre, Viana, pero te falta su sensatez y, ante todo, su prudencia.

Los ojos de Viana se llenaron de lágrimas, en parte por la reprimenda de Lobo, pero sobre todo por los recuerdos que comenzaban a inundarla por dentro.

—¿Conociste a mi padre? —preguntó en un susurro.

—Fuimos muy amigos, sí —asintió Lobo—. Él, y yo, y el rey Radis, cuando era un príncipe apuesto, valiente y atolondrado. Éramos inseparables.

Viana recordó la forma en la que el rey había tratado a Lobo en el último solsticio que se había celebrado en Normont, y abrió la boca para comentarlo, extrañada; sin embargo, en el último momento, optó por no decir nada.

Lobo se dio cuenta.

—Sí, aquellos eran otros tiempos —dijo, sonriendo con amargura—. Luchamos en cien batallas y sobrevivimos a la primera invasión bárbara. Pero hubo algo que nos superó: una mujer.

Viana se incorporó un poco, atenta, intuyendo que Lobo iba a relatar la historia que quería contar.

—Era, con diferencia, la dama más hermosa de toda Nortia y, desde mi punto de vista, tampoco tenía rival en los reinos del sur. Nos conocimos cuando tuve que escoltarla a través de mi dominio hasta el castillo de su tío, el rey Ridead. Me enamoré de ella como un tonto. Pero el destino le tenía reservado un destino diferente: su primo, el príncipe Radis, también la amaba desde que eran niños. El nombre de la dama, olvidaba mencionarlo, era Nivia de Belrosal.

Viana respiró hondo. Empezaba a comprender por dónde iba la historia que le estaba relatando Lobo: Nivia era el nombre de la última reina de Nortia, la madre de Beriac y Elim, la mujer que había desafiado la voluntad del rey Harak quitándose la vida antes que acceder a ser su esposa.

—El decoro que se enseñaba a las doncellas de la corte no le permitía mostrar preferencias por ninguno de los dos —prosiguió Lobo—, pero yo siempre creí que tenía alguna posibilidad. Me volví loco de celos, y reté a Radis a un duelo a muerte por el amor de la bella Nivia. Como maestro de armas de Normont, yo le había enseñado a Radis casi todo lo que sabía, de modo que partía con ventaja. Sin embargo, él aceptó el duelo, luchó como un león y consiguió llevarse mi oreja izquierda antes de que lo arrinconara contra la pared. Y lo habría matado, de no ser porque tu padre llegó en el último momento para salvarnos a los dos.

»Solo aquello evitó que el rey Ridead me condenara a muerte por traición. Aquello, y la intervención de la propia Nivia. Pero me expulsaron de la corte y me arrebataron mis tierras. Me condenaron al exilio al pie de las Montañas Blancas, a donde me fui, con un puñado de hombres leales y valientes, para vigilar la frontera. No estoy orgulloso de lo que hice. Radis no fue un gran rey, pero no era malo. Y eligió bien. Nivia sí fue una gran reina de Nortia.

»De modo que ya lo sabes. Perdí la oreja por amor y por estupidez. Podría haber matado al heredero del reino aquella noche. De no ser por tu padre, podría haber provocado una guerra civil. Esa noche aprendí muchas cosas. No te imaginas cuántas.

Hizo una pausa. Viana se sintió conmovida por la amargura y el dolor que se adivinaban en sus palabras.

—Por eso ahora —concluyó Lobo—, por lo que hice, por Nivia y por Radis, y también por tu padre, Corven de Rocagrís, debo reconquistar Nortia para sus legítimos herederos. Y por eso no puedo perder el tiempo atendiendo los caprichos de una niña mimada. No cuando pueden costarnos tantas vidas. No seas como yo, Viana. No antepongas tus intereses personales al bien de todo un reino.

Viana tragó saliva. Sentía que Lobo le estaba dando una lección importante, sabía que hablaba en serio cuando decía que quería que abandonara el campamento, pero todavía tenía la mente puesta en la historia que él le había contado.

—Yo sé quién eres —mustió—. Mi padre hablaba mucho de ti, del héroe de la primera batalla bárbara, la mano derecha del rey Radis, el mejor maestro de armas que había habido en el castillo de Normont. Tú eres el conde Urtec de Monteferro, ¿me equivoco?

El rostro de Lobo se crispó en un rictus de amargura. Viana no necesitó otra confirmación.

—Mi padre dijo que habías muerto —dijo en voz baja.

—Y no mentía, no del todo —respondió Lobo—. Me despojaron de mi título y de mis tierras, pero Radis dijo que podía seguir usando el escudo de armas de mi familia. Dijo que no merecía ni uno solo de los siete lobos andantes que adornaban su bordura. «Te concedo uno, al menos», dijo Radis con cierta guasa. Y desde entonces fui el Deshonrado Caballero del Lobo; lo cual se quedó en Lobo, para los amigos.

Hubo un largo silencio. Finalmente, Viana dijo:

—Gracias por contarme tu historia. Siento mucho haberte decepcionado. De verdad. Sé que he hecho cosas que no debería, y que he tomado decisiones equivocadas. Y nadie lamenta más que yo lo que le ha pasado a Belicia. Es solo que… tenía que ayudarla, ¿comprendes? Si la hubieras visto allí… si hubieras visto lo que le habían hecho los bárbaros, en qué la habían convertido… No podía dejarla atrás. Sé que no te gusta que haga las cosa por mi cuenta, pero… toda mi vida ha consistido en sentarme junto a la ventana y esperar a que otros actuaran por mí. Y quería hacer algo por mi misma… por una vez.

Lobo no dijo nada. Viana continuo:

—Y no soy tan inútil como piensas. Algunas de las cosas que he hecho han servido para algo, aunque no lo creas. Mira, cuando estuve en Rocagrís me enteré de que los bárbaros se están movilizando para atacar los reinos del sur cuando llegue el invierno.

Lobo la miró fijamente, con un brillo acerado en sus ojos de halcón.

—¿Estás segura de eso?

Viana asintió.

—Los oí hablar de ello durante la cena. Estaban entusiasmados porque Harak por fin los hacía entrar de nuevo en acción.

—Eso significa que la paz que han firmado con los reyes del sur es papel mojado —reflexionó Lobo—, y que, en tal caso, más de uno podría estar dispuesto a unirse a la rebelión.

—Eso es lo que pensé —asintió Viana, entusiasmada—. Pero espera, que eso no es todo: también sé por qué Harak es invulnerable. Se trata de un conocimiento que poseen los habitantes del Gran Bosque, incluido Uri. Los bárbaros, en realidad…

—Viana, no sigas por ahí —cortó Lobo—. La información que me has traído es muy valiosa, pero hay que saber distinguir los hechos reales de las historias fantásticas.

—Pero esto es real —protestó ella—. Uri me curó la herida, ¿no quieres verlo? Él dice…

—Viana, he dicho que ya es suficiente.

La joven calló, intimidada por le tono de voz de Lobo. El viejo caballero parecía enfadado, como si toda su paciencia se hubiera agotado.

—Pero… pero nosotros podemos… —intentó seguir, con cierta timidez; cerró la boca, sin embargo, cuando Lobo la miró lleno de ira.

—Tengo la sensación de que no has escuchado nada de lo que te he contado —dijo él—. Ya no hay un «nosotros». Le debía mucho a tu padre, pero te he enseñado a valerte por ti misma, y considero que mi deuda está saldada. Vete a jugar con tu amigo del bosque, piérdete en la espesura si quieres, pero déjame en paz. Por si no te ha quedado bastante claro: ya no eres parte de la rebelión. La lucha contra los bárbaros ya no te concierne.

—¡Claro que me concierne! —protestó Viana—. ¡Me han arrebatado mi vida entera y a todos los seres que amaba!

—En tal caso —replicó Lobo con frialdad—, lucha si quieres, pero hazlo por tu cuenta. Después de todo, eso es algo que se te da bien, ¿verdad? Vuelve al campamento y recoge tus cosas. Quiero que te marches antes del mediodía. Y llévate a Uri contigo. Preparamos una guerra y no tenemos tiempo para cuidar de él.

Y, con esas palabras, Lobo se levantó y se internó de nuevo en el bosque.

—Muy bien —masculló Viana, con los ojos llenos de lagrimas de dolor e ira—. Seguiré sola, pues. Encontraré la manera de matar a Harak, por muy indestructible que sea, y vengaré a mi padre y a todos los muertos de Nortia.

El Gran Bosque fue testigo de su juramento, y las hojas de los árboles susurraron, movidas por una ráfaga del septentrión.