Anna despertó. Ismael y Vito también abrieron los ojos. Aaron no se movía. Y Lydia no lo haría jamás, al igual que el resto de los soñadores de las cabinas. No había rastro de Sammy.
Los tres muchachos se levantaban despacio, todavía atontados, incapaces de creer lo que había ocurrido. Con el monstruo derrotado había sido fácil despertar. Había bastado con desearlo. Durante unos instantes, Anna se preguntó si no sería ese nuevo mundo el universo de sueño y el que acababan de dejar atrás el real. Allí todo era más vívido, más detallado, más intenso.
Salieron de la habitación, no mediaron palabra, muy cerca unos de otros. No eran capaces de expresar lo que sentían. Fue Sammy quien los encontró y los condujo hasta el sótano. Por la expresión de su cara, Anna intuyó que las cosas tampoco habían sido fáciles para él. Aun así, lo último que se esperaba era encontrar a su madre allí.
Estaba herida, herida por un disparo de uno de los guardias. Este estaba en el suelo, cubierto por una sábana. Y solo tuvo que mirar a Dominic para comprender que había sido él quien había disparado.
En circunstancias normales, aquello habría sido más de lo que podría soportar, pero su interior estaba apagado y no terminaba de responder. Miró sus manos, que en el mundo del sueño habían sujetado las de Lydia al despedirse. Ahora, como era lógico, estaban vacías, pero todo su ser se rebelaba contra esa ausencia, como si fuera inconcebible. ¡La había tocado, había notado la tibieza de sus dedos entrelazados con los suyos! ¿Cómo era que ahora sus manos solo agarraban aire? Esas mismas manos habían sujetado la cintura de Lydia, se habían enredado en su pelo. Ahora le parecían burdas imitaciones de unas extremidades antaño maravillosas.
Vito se acercó a ella, como si intuyera su desesperación. Colocó una mano en su hombro. Tuvo que levantar bastante el brazo para hacerlo, ya que Anna le sacaba unos cuantos centímetros, y aquel gesto entre tierno y risible le resultó entrañable.
—¿Hemos hecho lo correcto, Vito? ¿Debimos salir de la nube?
—Creo que nos lo preguntaremos durante el resto de nuestra vida —contestó el muchacho—. Pero sabes lo que implicaba quedarnos allí. Nos lo dejaron muy claro.
Anna asintió. Había sido el padre de Ismael quien se lo había explicado, otro de los espectros del nuevo reino de Lydia.
—En este lugar el tiempo está congelado —les dijo—. Y mientras el monstruo viva seguirá así. Si permanecéis aquí durante mucho tiempo, vuestro cuerpo fuera sufrirá consecuencias. Es inevitable. Y llegado el momento moriréis fuera del sueño, no tendréis cuerpo al que regresar. El cerebro humano no está preparado para la tensión de vivir permanentemente en tiempo detenido. Si decidís quedaros será para siempre, porque estaréis muertos al despertar.
—Lydia tenía razón —dijo Ismael con voz fría, casi inexpresiva—. Allí fuera nos necesitan más que en la nube. El mundo que vamos a encontrar cuando salgamos de aquí está seriamente herido. Tenemos mucho trabajo por delante. Tenemos que explicarles lo que ha ocurrido y evitar que vuelva a suceder.
Anna miró a Ismael. Tenía la cara pálida y ojerosa, con el mismo gesto de amargura que, con toda seguridad, encontraría en la suya si se mirase en un espejo.
—¿Podremos volver allí dentro algún día? —le preguntó.
—No. —Ismael suspiró—. Los hemos dejado atrás. Para nosotros pueden haber pasado solo unos minutos, pero en la nube ha transcurrido una eternidad. Y aunque pudiéramos regresar, ¿qué encontraríamos? Si queda algo de ellos allí dentro es probable que ni siquiera nos recuerden. Tal vez hayan muerto de forma definitiva y ahora allí solo quede oscuridad y vacío.
Aquello le planteaba preguntas difíciles de contestar, pero sobre todo abría puertas que hasta entonces nadie había llegado a imaginarse que podían abrirse. ¿Sería aquello el principio de una nueva revolución? Eso pensaba. Eso temía. No le costaba trabajo imaginar en qué dirección se encaminaría ahora la experimentación. Entornos oníricos de tiempo detenido adonde poder trasladar la conciencia de los moribundos o de los que estuvieran hartos de la vida. Paraísos artificiales donde seguir viviendo eones aunque tu cuerpo estuviera a las puertas de la muerte. ¿Crearían nuevos monstruos para ello? ¿Se atreverían a hacerlo? Sí, probablemente sí. Nunca aprendía, la humanidad nunca aprendía. Ismael tenía la sospecha de que lo que había sucedido allí ese día había supuesto el fin del sueño y el principio de la inmortalidad.
—Todos los… todos los muertos —murmuró Anna—. Estaban allí dentro. Vivos…
—No todos —murmuró Dominic—. No todos —repitió en voz más baja todavía.
En la nube solo habían encontrado refugio los que habían muerto tras la detención del tiempo. Allí no estaban los que habían fallecido durante los primeros ataques del monstruo. Ni Aaron ni, por supuesto, su hermano. Él ni siquiera tenía el consuelo de que Armind continuaba vivo de alguna forma en aquella disparatada realidad onírica. La conciencia de Zola estaba tan extinta como su vida. El intento de Dominic de encontrar la expiación había fracasado. Aunque al menos le quedaba el consuelo de haber salvado a alguien. Al menos había evitado que el guarda rematara a Cordelia y probablemente acabara con Sammy y con él. No dudó un instante cuando vio disparar al guarda. Empuñó la pistola, la misma que aquel guarda había hecho caer de la mano de Sammy durante su primer encuentro, y había abierto fuego.
Cuando salieron del edificio, a Anna le sorprendió lo apagado de los colores, lo grisáceo y marrón de las escasas hierbas que asomaban entre la gravilla. ¿Dónde estaban los tonos brillantes de los sueños, las texturas avanzadas de lo onírico? Las pequeñas plantas y hierbas, la vida que pugnaba por subsistir, le parecieron patéticas, y le recordó a ellos mismos, a un pequeño grupo de supervivientes que se resistía a sucumbir, que asomaba, tenaz, entre la gravilla y los recovecos de una civilización que en algún momento había sido gloriosa. Una vez más, Lydia acudió a su memoria, y con ella el brillo y la magnificencia de la nube. ¿Era realmente mejor esto que las pesadillas? ¿Era mejor el suelo duro, el cielo incoloro, los edificios pétreos que el terror, si este se desarrollaba en un universo donde existía la chica de las mariposas? Hasta el banco donde se habían besado por primera vez, aquel banco que no era más que un añadido de su mente, espoleada por una criatura con intenciones perversas, era cien vez más fulgurante, más vivo, que aquel entorno de postín.
En la lejanía, en dirección a la ciudad, se vislumbraban columnas de humo. ¿Cuánta gente habría muerto allí? Unos asesinados por el monstruo en mitad del sueño, otros muertos en accidentes al caer desmayados cuando la nube se conectó a ellos.
Durante unos momentos se sintió sola y perdida, abandonada en un mundo que no conocía, que le era extraño. Miró a su madre y le costó reconocerla, a aquella mujer pálida, arrugada, envejecida. Ella era uno de los culpables de lo sucedido, y saberlo la lastraba todavía más, la hería. Le pareció más pequeña, estaba encogida y encorvada. Se preguntó qué habría sido aquella mujer en el mundo del sueño, qué reinado tan terrible podría haber impuesto; en su lucha contra el monstruo había llegado a adoptar propiedades de esta, pensaba que ni semejante bestia podría detener a aquel vehículo arrollador de energía y autoridad. Ahora no era más que un humano más, una mortal vulnerable del mundo de la vigilia, y para Anna esto significaba una decepción mayúscula, un golpe brutal más en su regreso a la realidad. El rojo manchaba el vendaje improvisado que le había colocado la doctora de la granja. Según esta, no corría peligro inmediato, pero le asombraba no sentir compasión hacia su madre herida. Era como si el mundo del sueño la hubiera saturado, como si la hubiera despojado de muchas de sus emociones. Miró a su progenitora y supo que ya nada sería igual, que ya nunca podría volver a la vida que habían compartido. Su madre la miró a su vez, y una infinita tristeza parecía invadir su rostro, como si comprendiera bien por lo que estaba pasando.
—¿Volverás conmigo? —le preguntó, como si conociera ya la respuesta y, a pesar de ello, todavía tuviera esperanza.
Anna no contestó enseguida. No había forma de disimular, de esconder la contestación que era inevitable.
—Mamá… —Aquellas palabras también eran extrañas, como si no le pertenecieran—. Después de todo esto, después de lo que habéis hecho… Creo que necesito un tiempo.
Cordelia asintió. En otra época, Anna se habría asombrado de la docilidad de su madre, de su resignación. Pero tras lo sucedido todo había cambiado. Volvió la cabeza y vio a Ismael, que la miraba con una expresión indeterminada, entre la seriedad y la compasión. Estaba solo, como ella. Dejó escapar el aliento y se acercó a él. Ismael bajó la frente y ella también, chocaron entre ellos, un toque leve, sutil, apenas un abrazo. Las ganas de llorar tomaron a Anna por sorpresa, e hizo lo imposible por contenerlas. «No ahora —pensó—, ahora debemos ser fuertes. Si Lydia nos viera… debemos ser fuertes». Cogió una mano de Ismael, estaba extrañamente fría. La apretó con fuerza. Nadie como él podía comprenderla en ese momento, nadie como él para entender la nada que estaba carcomiendo su vientre, nadie como él para compartir esa angustia que la devoraba. Lydia se había ido, y solo Ismael podía entender ese vacío. Hacía tan poco tiempo lo había odiado, la habían consumido los celos. Deseó odiarlo de nuevo: eso significaría que Lydia estaba allí, entre ellos. Ahora no le quedaba odio, solo un terrible desastre en el lugar donde antes había estado su corazón. Lydia siempre había sido una criatura del sueño, una quimera onírica lejos de su alcance, un mito de su subconsciente. Nunca podría volver a concebir algo tan bello, y eso hacía que quisiera romperse por dentro, convertirse en polvo, quedarse para siempre en el mundo del sueño.
Cordelia se quedó sentada en el bordillo de la acera. La doctora le había inyectado un analgésico potente y apenas sentía dolor, solo un agradable mareo, una leve ola que iba y venía. La mujer le había extraído la bala con rapidez y eficacia, y la había vendado con fuerza tras suministrarle todo tipo de medicamentos preventivos. No iba a morir, como había sospechado al ver la sangre tras el disparo. Una parte de ella lo había deseado, y esa parte seguía activa, carcomiéndola por dentro mucho más de lo que una bala podría llegar a hacer. Esa parte se retorció y apretó, cada vez con más fuerza, un nudo gigante de sentimientos que amenazaba con explotar mientras veía alejarse a su hija, a la que había sido siempre la luz de su existencia, la única luz de su tibia y apagada vida. Sabía, sin embargo, que aquello no había sido un adiós definitivo, que dentro de Anna todavía quedaba un lugar (diminuto y lejano, eso sí) para el perdón. Antes de desaparecer junto a Sammy, Ismael y Vito, esta le dedicó una leve sonrisa, apagada y triste, pero sonrisa al fin y al cabo. Su hija estaría en buenas manos, si es que quedaba un mundo donde vivir, un mundo por el que luchar. Tenían un largo y duro camino por delante.
Una mano se posó en su hombro. Levantó la vista y reconoció a Dominic, el chico de ojos insondables que había matado a su hermano y le había salvado la vida. Reconoció en su rostro la misma expresión contenida de desesperación, de pérdida, que imaginaba en su propia cara. Por primera vez en mucho tiempo, no se sintió juzgada, reprochada. Dominic se sentó a su lado y Cordelia se apoyó con lentitud y cuidado en su hombro. Sí, quedaba un largo y duro camino por delante.
* * *
El último de los tres soles se puso sobre un mar de oro líquido, y los rayos que quedaron de luz dorada se extendieron por todo el horizonte; iluminaron las siluetas de algunos delfines alados que jugaban entre las olas más alejadas. Todo tenía una tonalidad cálida, casi anaranjada. Se sentaron en el acantilado a ver llegar la noche; esta solía ser casi tan hermosa como el día, cuando venía. En ocasiones aparecía otro sol, sin previo aviso, y el día se prolongaba; cualquier cosa podía suceder en el mundo de los sueños. En la distancia se alcanzaba a distinguir la ciudad que habían construido los soñadores muertos; en aquel momento era un delirio vivo de edificios en continuo movimiento, aunque no pasaría mucho tiempo hasta que el consejo municipal decidiera que ya iba siendo hora de soñar otra cosa. En las alturas se veía volar un dragón malcarado y gruñón, uno de los pocos soñadores que había decidido quedarse en el sueño y dejarse morir en la vida real. Aquel dragón se había autoproclamado sheriff de la ciudad del sueño: el teniente Salomon, se llamaba. Nadie le hacía demasiado caso.
La chica del colgante de mariposa balanceó las piernas sobre el vacío. A su lado, un joven vestido con ropas militares miraba al frente, embelesado con la puesta de sol. De vez en cuando algo interrumpía su meditación: una mesa voladora, algún soñador que saltaba de forma descomunal, o algún animal que se inventaba a sí mismo conforme avanzaba, paseando sin problema sobre el agua del mar. Casi no se apreciaba la barrera cristalina que separaba aquel lugar del resto del mundo del sueño. El joven de las ropas militares seguía siendo un prisionero allí, un prisionero al que, una vez cada día, al anochecer, anocheciera o no, ella visitaba. En el fondo era él quien mantenía aquel lugar vivo, era él quien mantenía el tiempo detenido.
—¿Qué es lo que más echas de menos del mundo de los vivos? —preguntó Lydia. Era un juego al que jugaban a menudo.
—La tarta de queso. El sabor de la tarta de queso —respondió él. Cada atardecer contestaba algo diferente. Cuantas más jornadas pasaban en el mundo del sueño, más cosas recordaba del mundo de la vigilia—. No sé si es que he olvidado a qué sabía realmente, pero aquí su sabor es vaporoso, tenue, nada que ver con el original.
—Yo nunca la he probado —comentó la joven, curiosa.
—Es muy anterior a tu tiempo. De antes de la guerra. Uno pensaría que el dulce no pega con el queso, pero no es así. La que hacía mi abuela era muy cremosa y tenía una base gruesa de galleta machacada. La cubría de mermelada de arándanos.
—Me pregunto a qué sabrá aquí.
El joven militar se rio. Últimamente lo hacía de vez en cuando, una risa breve, sin maldad.
—Sabrá a lo que tú quieras que sepa. Podría ser la experiencia culinaria más gloriosa de tu vida. Podrías probarla con todo tipo de mermeladas y galleta.
Lydia no contestó. El último sol se hundía bajo el agua resplandeciente, y una gaviota hizo un par de cabriolas graciosas frente a ella en un intento de llamar su atención. Llevaba un bombín y un monóculo.
—Es curioso —dijo la chica, al fin—. Tú y yo, aquí, sentados. Que todo haya acabado así.
El antiguo monstruo abrió la palma de su mano y en esta apareció un caballo azul diminuto. Este relinchó con gracia y saltó al regazo de Lydia en un solo y ágil salto.
—No era Zola —dijo ella, en un murmullo de asombro—. No era Zola el que dejaba caballitos en mis sueños. Eras tú.
—Nunca se me ha dado muy bien comunicarme —admitió este—. Y he estado mucho tiempo encerrado en mi propio sufrimiento. Supongo que había una parte de mí que quería escapar. Hay muchas partes de mí que había olvidado y que empiezo a descubrir ahora. Ha ocurrido tanto… No puedo arrepentirme de la destrucción, del caos. Creo que es lo que soy, para lo que fui creado. Pero me gustaría vivir en un lugar donde no todo tenga que ser muerte. Y tal vez este lugar, el universo del sueño, sea el sitio para ello. Todos podemos tener aquí una segunda oportunidad.
Lydia pensó en todos los que habían muerto como resultado de las acciones del monstruo. Le resultaba difícil no odiarlo, no culparlo. Pero en el fondo era tan víctima como ella, víctima de la avaricia, del poder, del abuso de una tecnología nueva y maravillosa. Habían creado una bestia, un auténtico monstruo de pesadilla; habían cogido a un ser humano de capacidades asombrosas y un talento extraordinario para la creación, para la belleza, y lo habían torturado hasta hacerlo enloquecer, hasta convertirlo en una criatura de desolación. Por otro lado, era complicado pensar en el caos y en la tristeza ante aquel ocaso espectacular. Pensó en Anna, en Ismael, y no pudo evitar sonreír.
Se volvió hacia su antigua némesis y le mostró la misma sonrisa cautivadora con la que había atraído a aquellos soñadores tan especiales a la granja, aun sin saberlo.
—Vamos a crear ese universo, entonces. El universo de las segundas oportunidades. Al fin y al cabo, tenemos todo el tiempo del mundo.