EL DUELO

La burbuja de tiempo lento que Ismael había convocado se hizo pedazos en una explosión silenciosa, exenta de toda violencia. Había cumplido su cometido a la perfección; en su interior apenas habían pasado diez minutos, nada que ver con el tiempo transcurrido fuera. Para Ismael y Vito habían sido diez minutos eternos, terribles, en los que el monstruo moribundo había lanzado sus huestes no solo contra ellos: también contra las paredes de la esfera que lo separaba del resto de la nube y de los planes de Lydia y Anna. Los dos muchachos a duras penas habían contenido sus embestidas. Pero lo habían logrado. Y eso había hecho que, por primera vez desde que había comenzado todo, Ismael se hubiera atrevido a albergar la esperanza de sobrevivir a toda esa locura.

Un instante después de que la esfera se hiciera trizas, irrumpió un tropel de soñadores, guiados por Lydia y Anna, cabalgando ambas un impresionante dragón plateado de dos cabezas. Los vio lanzarse a la carga, feroces, un ejército rabioso y sediento de venganza. Lo primero que desarbolaron fueron las huestes del monstruo, la armada de insectos que tantos problemas les había dado sucumbió bajo la tremenda embestida de los soñadores lúcidos. Simple y llanamente los hicieron añicos. Muchos de los refuerzos conseguidos por las dos jóvenes ni siquiera parecían humanos. Eran seres envueltos en sus propios sueños, transformados en entes milagrosos por obra de sus propios delirios. Era difícil distinguir quiénes eran soñadores y cuáles sus creaciones. Había dirigibles y barcos de guerra sustentados mediante globos de colores, edificios enormes por cuyas ventanas asomaban cañones y fusiles, naves futuristas hechas de madera, ejércitos de muñecos de trapo, de conejos con armadura y mirada enfurecida… Y todo aquel compendio de milagros voló raudo en pos del monstruo, sin dudar, sin titubeo alguno. Vito y él se unieron a la carga, uno con su ejército de relojes y el otro armado con su inhalador gigante. Ambos muchachos estaban agotados, pero no había vuelta atrás. Era el momento de acabar con el monstruo. Nunca tendrían una oportunidad mejor.

El engendro enemigo se recortaba contra la oscuridad macilenta del cielo de la nube. Era inmenso, grande como un mundo a punto de explotar. Costaba abarcarlo con la vista y mucho más describirlo. Cambiaba de forma a cada instante, a cada segundo; a veces mostraba tentáculos similares a los de la primera encarnación a la que se habían enfrentado, otras estaba rodeado de aguijones, de prolongaciones óseas rematadas por cuchillas. Había alas aquí y allá, y garras y colmillos curvos y espolones. Aquel ser era todo el horror, todo el miedo, todo lo repugnante… Las huestes de soñadores y sus diferentes ejércitos fueron en su búsqueda, algunos abrían fuego, le disparaban toda clase de proyectiles, otros volaban sin más, dispuestos al combate cuerpo a cuerpo. Su enemigo no parecía tener prisa por convocar nuevas fuerzas que intentaran rechazarlos. Parecía, simplemente, aguardar su carga. Cuando la primera oleada de atacantes llegaba hasta él, el monstruoso ser destelló un momento y un instante después emergió de su cuerpo planetario un estallido de luz, un tsunami blanco que se expandió veloz a través de la nube. Aquella llamarada luminosa eclipsó durante unos instantes toda la realidad del sueño. Ismael, cegado, se encontró dando bandazos en el aire. La mariposa abandonó su espalda de pronto y él cayó a plomo, reclamado por la falsa gravedad del sueño. La realidad, por llamarla de algún modo, se abrió paso de nuevo entre la luz a medida que esta fue menguando. Aquel ataque salvaje se había llevado por delante a todas las creaciones de los soñadores lúcidos, solo quedaron ellos, casi dos centenares, cayendo al vacío, todos de regreso a sus formas humanas. Mientras miraba comprobó cómo la mayoría se adaptaba con rapidez a la situación. A unos les surgieron alas de la espalda, otros, sin más, comenzaron a planear o se limitaron a flotar. Volar en sueños no era complicado. Ismael contuvo su caída solo con desearlo. Una tremenda sensación de ingravidez tiró de su cuerpo hacia arriba, como si todas sus extremidades colgaran de cuerdas de las que alguien estuviera tirando con fuerza. Resultaba tan fácil maniobrar como cuando tenía la mariposa afianzada a su espalda. Ahora aquella parte de la nube estaba casi vacía. En la distancia se alcanzaban a divisar islotes que se hacían trizas. Los soñadores atrapados estaban despertando y eso dañaba a la nube cada vez más. La isla de tierra sobre la que se había desplomado el monstruo al desinflarse quedaba justo debajo de la lluvia lenta de soñadores, todavía a una distancia considerable. Todos maniobraban hacia aquella extensión de tierra flotante. E Ismael no tardó en comprender el motivo: su enemigo aguardaba allí. La explosión con la que se había llevado por delante a los ejércitos de creaciones de los soñadores debía de haberlo debilitado en gran medida, puesto que había revertido de nuevo a su forma humana. Los primeros soñadores en alcanzar la isla estaban acosándolo ya. Costaba discernir qué estaban haciéndole, pero, fuera lo que fuese, surtía efecto. Caminaban despacio hacia él, encorvados hacia delante, de sus cabezas surgían llamaradas negras, relámpagos venenosos que impactaban en el monstruo. Ismael descendió hacia ellos.

Cuando apenas le faltaban unos metros para llegar, comprendió la naturaleza del ataque de los soñadores lúcidos. En las llamaradas negras que proyectaban se vislumbraban imágenes, algunas eran meros rescoldos, otras eran claras y diáfanas. En ellas se veía a su adversario. En uno de los relámpagos lo vio aseteado por un gran número de flechas, en otro colgaba de un árbol, estrangulado por una cuerda fabricada con escorpiones, en una tercera alguien estaba acribillándolo contra el muro de un cementerio. Y todos esos deseos de muerte afectaban a la criatura de un modo físico. Ismael tomó tierra junto a los soñadores y se unió a la carga.

El monstruo no tardó en retroceder, cedía terreno al fin; se replegaba bombardeado por el ataque conjunto de los soñadores lúcidos. Pero ya no había a donde huir. Fuera del sueño no quedaba nada para él, fuera del sueño solo era un cadáver, carne muerta en la granja. Alguien lo había matado al otro lado de la realidad. Y el despertar masivo de soñadores lo había debilitado también, era indudable. Ismael no se engañaba: de no ser por eso no habrían tenido la menor oportunidad de plantarle cara. Su enemigo disminuía a ojos vista, menguaba mientras daba sacudidas a un lado y a otro, tan rápidas y convulsas que a veces parecía una secuencia mal grabada. Ismael se movió hacia delante, al tiempo que la criatura se llevaba las manos a la cara y gritaba, rabiosa, como si sus propios rasgos le hicieran daño en el rostro.

Los soñadores redoblaron su ataque. El monstruo aullaba. Ismael se imaginó que sus huesos se volvían cristal quebradizo, incapaz de sustentarlo, que sus pulmones se llenaban de hormigas carnívoras y que era veneno lo que circulaba por sus venas. Sus deseos no se cumplieron, por supuesto; no había soñador lúcido tan poderoso como para conseguir afectar de ese modo a otro soñador de su misma naturaleza, pero su anhelo, su simple anhelo, se proyectó como un dardo hacia su enemigo, de idéntico modo a los deseos asesinos del resto.

El monstruo gritaba, cercado por decenas de soñadores lúcidos, todos los que lo imaginaban malherido o muerto, todos los que lo colocaban en situaciones tan terribles como él los había puesto a ellos. Lo torturaban con el pensamiento, lo asesinaban y deseaban su muerte. ¿Cuánto tiempo había transcurrido para esos soñadores dentro de la nube? ¿Qué les había hecho aquella cosa? Se había alimentado de sus pesadillas, de sus miedos, se había hecho fuerte a base de aterrarlos. Y ahora le pagaban con su propia moneda. Pero no había allí victoria posible, pretenderlo era ingenuo, aquella contienda no tenía una resolución favorable. ¿Cómo podía tenerla? ¿Cuántos cadáveres aguardaban fuera del sueño? ¿Cuántos inocentes habían sido asesinados por la rabia demente de aquel soñador nocivo? ¿Millares? ¿Cientos de miles?

Ismael se dejó arrastrar otra vez por la rabia. Habían sido ellos los que habían liberado aquel horror, habían sido ellos los que habían roto las cadenas del monstruo. Eran cómplices, aliados necesarios en la masacre. Poco le importó que Zola les hubiera asegurado que era cuestión de tiempo que el monstruo se liberase. Habían sido ellos. Ellos. Sus manos estaban manchadas de sangre. Jamás volverían a estar limpias. Y no era justo.

La furia lo consumió como un incendio invisible, fue como una oleada de intenso calor que buscara abrasarlo. De nuevo perdió pie en el sueño. La realidad onírica se convulsionó, se fragmentó, y acabó atrapado en otra burbuja de tiempo lento, generado esta vez por su propia rabia. La realidad del sueño se desdibujó. Hasta que solo quedó él, lo único real, lo único tangible en aquel escenario demencial. Él y su rabia. Y la rabia ya no era un incendio, era un ser vivo que intentaba doblegarlo, hacerlo suyo; sintió como sus extremidades filosas y calientes lo abrazaban y estrujaban con saña. La rabia era cálida, intensa, placentera, y tuvo la imperiosa necesidad de abrazarse a ella. Lo hizo y sintió que hasta aquel momento nunca había estado completo. La rabia le daba poder y esencia, la rabia lo proyectaba a dimensiones que ni siquiera el delirio del sueño podía concebir. «Aquí puedes ser lo que quieras», le decía aquella furia ardiente. «Puedes conseguir lo que se antoje. ¿Quieres acabar con el monstruo? Hazlo, no lo dudes, despedázalo hasta que no quede nada. Y después… Después toma su lugar».

—Ismael —lo llamaron de pronto.

Se volvió hacia la voz. Sonaba extraña, clara y, al mismo tiempo, retardada, como si fuera a una revolución menor de lo normal. Era su padre. Estaba a unos metros de distancia, dentro también de aquella burbuja que había trenzado con su propia furia. Su expresión no tenía nada que ver con la que recordaba; toda la tensión y la tristeza habían desaparecido al fin; en la expresión de su rostro se veía aceptación, sosiego y calma. Ismael contuvo el aliento. ¿Por qué no había despertado junto al resto? ¿Por qué no se había ido con los demás? La rabia comenzó a desaparecer, a menguar, del mismo modo en que antes el contacto de Lydia lo había sosegado. La rabia, comprendió, era peligrosa en aquel lugar. Un sentimiento tan salvaje reaccionaba de un modo violento en el entorno del sueño, era la semilla adecuada en el terreno propicio. Y comprendió que aquel sentimiento era uno de los principales motivos que habían creado al monstruo contra el que se enfrentaban. Miró a su padre.

—Me imaginaba que estarías aquí, en el centro de todo —le dijo con una sonrisa plácida en los labios. Ismael la recordaba muy bien, a pesar de que había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que la había visto—. Me lo imaginé desde que vi todas esas mariposas volando por el sueño. —Su sonrisa se acentuó—. Encontraste a la muchacha, ¿verdad?

—La encontré —dijo mientras lo contemplaba—. ¿Papá? ¿Por qué no has despertado?

—Muchos todavía no lo han hecho —contestó—. El mensaje de tus amigas tardará en llegar a todos, pero llegará. Estoy orgulloso de ti, hijo. Tenía que habértelo dicho antes. No tenía que haberte dejado de lado, no tenía que haberte abandonado. Pero a veces el dolor te trastorna y te vuelve loco. Puedes ceder a él, no hay nada malo en ello. Pero no puedes dejar que gobierne tu existencia. Y yo lo olvidé. Ha tenido que ocurrir esta tragedia para que me diera cuenta.

—Yo he sido el culpable de todo esto —confesó él, con un nudo en la garganta—. Al menos uno de ellos. Ayudé a liberar al monstruo.

—No. Los culpables fueron quienes crearon ese engendro, no tú.

Ismael miró a su padre con atención. El color ceniciento de sus rasgos era cada vez más marcado. Parecía labrado en ceniza. Entonces lo comprendió. Y la revelación fue una sacudida eléctrica que le hizo olvidar de inmediato todo lo que había sucedido.

—No vas a despertar, ¿verdad? —dijo. Y cada palabra le hizo daño al salir de sus labios, cada sílaba venía envuelta en alambre de espino y veneno—. Esa cosa te ha matado.

Por un segundo el hombre vaciló, como si no tuviera claro si era correcto seguir con la pantomima o no.

—El miedo me ha matado —aceptó al fin—. La angustia y el vacío. Pero el tiempo se ha detenido en este lugar maldito y al menos tengo la oportunidad de despedirme. Tengo la oportunidad de disculparme, de decirte que te quiero, de decirte que eres el mejor hijo que habría podido desear. Lo siento, Ismael, lo siento tanto… Siento haber sido tan mal padre, siento no haber sido lo que necesitabas. Siento estar muerto… Siento no poder verte crecer y ver el gran hombre en que vas a convertirte.

Y ya no hubo rabia. Ni espacio para nada que no fuera aquel sordo dolor que emanaba del centro de su ser y colapsaba todas las terminaciones de su cuerpo. Su padre volvió a sonreír, muerto al otro lado del sueño, vivo en la nube mientras, paradójicamente, el monstruo contra el que combatían continuara con vida. Aquella locura hacía mucho tiempo que había dejado de tener sentido. «Esta historia comenzó conmigo hablando con mi madre muerta en una playa y va a terminar conmigo hablando con el cadáver de mi padre en una isla», pensó.

Con la rabia abandonada, el tiempo se reanudó otra vez, la burbuja estalló e Ismael acabó inmerso de nuevo en el tiempo de fuera, en el tiempo gobernado por aquel monstruo, también muerto al otro lado. Su padre continuaba allí, a menos de un metro de distancia. Se abrazaron, un abrazo silencioso, último. Los ojos de su padre brillaban, lágrimas soñadas, un espectro triste que se despedía del mundo en un lugar a medio camino entre la vida y la muerte.

Justo en ese instante, un grito estentóreo desgarró la realidad. El monstruo aullaba más adelante, asediado por los soñadores. Ya no quedaba nada de su aspecto horroroso. Ahora no era más que un chiquillo vestido con ropa militar que le venía demasiado grande. Alguien patético y perdido, una víctima más de aquel espectáculo demencial. Dio un nuevo grito y cayó de rodillas. El ataque sobre él se redobló. Se distinguía una corriente negra que emergía de la cabeza de todos los soñadores reunidos allí. Ismael no se unió esta vez a la carga. La existencia del monstruo era lo único que impedía que su padre terminara de morir. Una vez que sucumbiera, el tiempo de la nube se aceleraría y la conciencia de su padre se desvanecería en el olvido. Con cada ataque el chiquillo menguaba, se hacía más pequeño, tanto de tamaño como de edad. De pronto aparentó no más de ocho años, después menos de cinco. La ropa militar prácticamente lo ahogaba entre sus pliegues.

—¡No! —exclamó aquel niño, medio doblado en el suelo—. ¡No! —Su voz era chillona, un alarido diminuto que movía más a la repugnancia que a la lástima—. ¡No podéis vencerme! ¡No lo consentiré!

Apretó los puños con tal fuerza que se desgarró la carne con las uñas. Miró alrededor, enloquecido, desesperado. El cerco se estrechaba cada vez más a su alrededor. El aire temblaba, agujeros de irrealidad se abrían en el tejido del sueño, tumores sanguinolentos que reclamaban la muerte de aquella herejía que se mantenía viva contra toda lógica. Entre la bruma que rodeaba al monstruo, Ismael alcanzó a distinguir un brillo nuevo. Aquel engendro de pesadilla intentaba contraatacar, comprendió.

—¡No le deis tregua! —oyó gritar a Vito—. ¡Acabad con él! ¡Ahora es el momento!

Un intenso griterío se oyó entonces por toda la nube, un alarido conjunto que parecía proceder de millares de gargantas.

—¿Qué es eso? —preguntó Ismael con un hilo de voz.

—El monstruo está asesinando de miedo a todos los soñadores que todavía no han conseguido despertar —le contestó su padre—. Necesita más poder para defenderse y está extrayéndolo de ellos.

La nube se estaba llenando de espectros. El niño monstruo rugía y el cielo se llenaba de siluetas en blanco y negro que salían despedidas de los islotes que todavía no se habían colapsado, aullando todas al unísono. Había una nueva masacre en ciernes, una nueva oleada de muerte arremetía contra la humanidad dormida y arrasaba con cientos, miles de vidas. Pero en esta ocasión la muerte se desdoblaba, el cuerpo comenzaba a morir al otro lado del sueño, pero la conciencia se mantenía intacta en la nube, presa del tiempo detenido.

—¿A ti no te afecta? —preguntó Ismael con voz temblorosa, impactado por aquella carnicería.

—Yo ya he aceptado mi miedo, aunque haya tenido que morir por ello —le contestó su padre—. Ya no tengo nada que temer del monstruo. Estoy fuera de su alcance.

El número de siluetas que volaba en lo alto era incontable, un firmamento de almas en pena que aullaba de pura angustia y horror. Sus siluetas emitían una luz difusa, a medio camino entre la plata y la ceniza.

Ismael, de pronto, sintió que su movilidad mermaba. Miró hacia sus pies. Una fina capa de hielo comenzaba a treparle por las piernas. Los ojos del niño monstruo destellaban, y su brillo era idéntico al de la escarcha que alcanzaba ya sus rodillas, idéntico al resplandor de los muertos que proferían terribles alaridos en las alturas del sueño. Todos los soñadores lúcidos estaban sufriendo el mismo ataque. Vio a Anna más adelante, congelada ya hasta la cintura. Vito cayó postrado a su izquierda, con la mochila entre las manos, como si buscara en ella algún remedio para escapar de esa nueva trampa.

—¡No, no, no, no! —aulló Ismael, cada vez más cubierto de hielo. El niño comenzaba a levantarse otra vez. Recuperaba fuerzas al mismo tiempo que los soñadores las perdían. El torbellino de oscuridad a su alrededor se frenó—. ¡No! —gritó el muchacho justo el instante antes de que la capa de hielo se cerrara sobre sus labios y lo silenciara por completo.

Ahora un bosque de soñadores congelados rodeaba al monstruo. Este crecía a ojos vista. Las ropas que unos segundos antes habían colgado flácidas alrededor de su cuerpo se llenaban ahora con una musculatura creciente. Entró veloz en la adolescencia, la dejó atrás y se plantó, fulminante, en la edad adulta. Pero continuaba débil, y una vez más cayó de rodillas. En el cielo sobre sus cabezas la luz de los espectros de los recién muertos se apagó, pero sus figuras quedaron prendidas en lo alto, inmortales mientras el monstruo no muriera.

—No me venceréis… —aseguró este—. Alimañas, sois alimañas que arremeten contra un dios. Me oís, ¿verdad? Sí, claro que podéis. ¿Estáis luchando contra vuestro encierro? Intentadlo, os animo a ello. Nada de lo que hagáis os liberará de vuestra prisión. Me habéis sorprendido, lo reconozco. Me confié y eso casi causa mi derrota. —Con cada frase ganaba energía y presencia, con cada frase se hacía más grande—. Pero ya no hay vuelta atrás para vosotros. No depositéis esperanza alguna en los que han escapado de mi reino. Los traeré de vuelta enseguida. Todavía quedan soñadores vivos aquí a los que convertir en títeres al otro lado. La nube saldrá en búsqueda de los huidos y los tendremos de regreso antes de que sepan siquiera que han sido libres. ¿Y vosotros? ¿Qué hacer con vosotros? Me habéis demostrado lo perniciosos que pueden resultar los soñadores lúcidos. Por muy apetitosos que resulten vuestros miedos no me queda más remedio que mataros. Os haré soñar los sueños de la víbora y el lagarto, mezclaré vuestros miedos con el delirio de los insectos y el sueño viscoso de los peces. Voy a mataros a todos. Y una vez muertos me alimentaré de vuestros espíritus. Os devoraré. No quedará nada. Absolutamente nada.

—No te lo permitiré —aseguró una voz con firmeza.

Ismael no podía girar la cabeza para ver de quién se trataba, y la capa de hielo que rodeaba sus oídos distorsionaba la voz demasiado como para reconocerla. Pero no se sorprendió cuando vio aparecer a Lydia en su campo de visión. El cuerpo de la muchacha estaba salpicado de escarcha; era evidente que el ataque del monstruo no la había afectado al mismo nivel que al resto. De todos los soñadores lúcidos allí reunidos ella era, de largo, la más poderosa. Aun así, no había sido rival para el monstruo. Hasta ahora.

Se acercó hasta él, caminando despacio. La lucha la había desaliñado, y el hielo sobre ella comenzaba a derretirse y a humedecerle la ropa, pero a la soñadora parecía traerle sin cuidado su aspecto. Ismael alcanzó a oír los latidos de su corazón entre las paredes de hielo que lo rodeaban. Se preguntó si el espectro de su padre continuaría a su espalda, atrapado también él en su propia prisión.

—Esto tiene que acabar —le dijo la soñadora al monstruo—. Has ido demasiado lejos y has hecho daño a demasiada gente. Tiene que parar. Y tiene que parar ahora.

—No parará nunca —le advirtió él mientras se incorporaba. Le sonrió con elegancia, con cierta educación y, sorprendentemente, respeto—. Mírate, Lydia: bella, poderosa y vacía. Mírate, muchacha de las mariposas. Puede que no acabe contigo a fin de cuentas, te convertiré en mi compañera durante toda la eternidad. ¿Por qué no hacerlo? Tú y yo somos iguales.

—No lo somos.

—Sí en lo que de verdad importa. Los dos somos los soñadores más poderosos que han surgido de esta locura —dijo—. Tenemos la fuerza suficiente para construir mundos y levantar imperios en el sueño. Te reconocí en cuanto te vi, por eso te convertí en mi heraldo, en mi cebo para soñadores. Y por eso decidí dejarte con vida.

—No somos iguales —insistió ella.

—Lo somos —repitió él—. Ambos no somos más que cadáveres al otro lado. Muertos que sueñan. ¿No te parece bonito? ¿No te parece poético?

Ismael se estremeció en su prisión de hielo al oír aquello. Quiso gritar, pero el nudo en su garganta se lo impidió. No podía ser cierto. No podía ser verdad. ¿La soñadora también estaba muerta? Se imaginó que todos los allí reunidos no eran más que cadáveres, un carrusel de fantasmas que giraba y danzaba en el sueño de un monstruo capaz de detener el tiempo. Habían ido allí a salvar a Lydia, habían acudido allí para rescatarla, pero habían fracasado: ellos estaban prisioneros y ella…

—Muerta —anunció Lydia, como si fuera la primera noticia que tenía al respecto—. ¿Es eso cierto?

—Sí y no —contestó el engendro del sueño mientras la estudiaba atento, interesado al parecer en su reacción—. Y lo sabes. ¿Realmente creías que alguien podría pasar tantos años conectado y no sufrir las consecuencias? ¿Que podrías regresar a un cerebro intacto, a un cuerpo sano? —Dejó escapar una pequeña risilla atragantada, y a Ismael le pareció que era una risa triste; no tanto por la joven morena, sino por sí mismo, por aquello en lo que él también se había convertido—. Es el precio que hay que pagar, pequeña. ¿Cómo era aquella frase? Ah, sí… Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Y todo poder tiene su pago, sus consecuencias.

—No te entiendo —dijo ella, pero era evidente que mentía. Lo entendía demasiado bien.

—Pobre, pobre Lydia. Atrapada aquí desde tan pequeña… Conectada a sueros, con descargas musculares, con inyecciones de estimulantes y compuestos hormonales a todas horas. Tu cerebro está dañado de forma irreparable, como el de tantos otros soñadores de la granja, por no hablar de tu corazón y de otros órganos vitales. No puedes despertar, Lydia. Ahí fuera solo te espera la muerte, o algo parecido. ¿Quieres ser un vegetal, Lydia, es eso lo que quieres? ¿Quieres babear sobre tus salvadores, sobre tus príncipes de reluciente armadura? —Aunque las palabras eran burlonas, no había rastro de jocosidad en su voz.

»Pero no tienes por qué preocuparte. El tiempo está en suspenso aquí dentro. Avanza tan lento que prácticamente no existe. Nunca moriremos. Ni tú ni yo. —Hizo un gesto alrededor—. Ni ellos, si lo permito. ¿Comprendes ahora el alcance de mi poder? Venzo hasta a la mismísima muerte, ¿no te parece maravilloso? Esto es lo que soy. En esto me han convertido. Y ahora comienza de verdad mi dominio.

—No voy a permitírtelo. Muerta o no, prisionera de este mundo o no, no voy a permitírtelo.

—¿Y qué vas a hacer, pequeña soñadora?

—Enfrentarme a ti, si no me queda más remedio.

El monstruo sonrió. Su piel de nuevo estaba volviéndose negra, de nuevo las costras de oscuridad volvían a cubrirlo. Un manto de tinieblas que se extendía como un sudario sobre él.

—Me gustaría ver cómo lo intentas —dijo.

De la nada llegó entonces una pequeña mariposa. Ambos se quedaron mirándola mientras revoloteaba entre ellos. Tenía las alas blancas y en cada una de ellas había un pequeño círculo negro, situado de tal forma que el aleteo del insecto creaba en el aire la ilusión de que allí flotaba una mirada parpadeante.

—¿Con eso intentas vencerme? —le preguntó el monstruo—. ¿Con una mariposa? Podría matarla de un simple escupitajo si quisiera.

—Hazlo —le retó ella—. Mata a la mariposa y habrás ganado.

El monstruo la miró estupefacto, como si no comprendiera de qué le estaba hablando.

—¿Qué broma es esta?

—Te reto a duelo, soñador. Si matas a la mariposa, aceptaré tu victoria. Si matas a la mariposa, te permitiré construir aquí tu imperio. Si no consigues hacerlo, nos liberarás y nos dejarás marchar.

El monstruo se echó a reír. De su boca abierta volaron grajos y murciélagos.

—¿Te has vuelto loca? —preguntó.

—Llevo años soñando, años viviendo a caballo entre sueños y pesadillas. Claro que me he vuelto loca. Tú mismo lo has dicho. —Sonrió—. ¿El reto que te propongo es demasiado complicado para ti?

—El reto que me propones es absurdo. El reto que me propones no tiene sentido. —El monstruo sonrió a su vez, pero no lo hizo solo con los labios. Los ojos y las cejas se combaron también, sonrisas simétricas, idénticas en todo menos en el tamaño. La misma carne de su rostro burbujeaba, cada poro convertido en una minúscula boca que se abría en su piel, sonriente y sarcástica—. ¿Por qué debería aceptarlo? —quiso saber—. ¿Por qué debería poner en riesgo una victoria segura por un estúpido juego?

—¿Porque si vences nunca más te enfrentarás a un reto como este? —le preguntó la soñadora; su voz sonó tan burlona como la del propio engendro que tenía ante sí—. Si vences ya habrás logrado todos tus objetivos. ¿Qué te esperará entonces? ¿Una eternidad pensando si habrías sido capaz de matar a una mariposa?

La cara del monstruo se llenó de ojos, y todos observaron interesados a la adolescente que tenían ante sí. Ismael asistía perplejo a la conversación. Al final, la joven a la que habían acudido a rescatar salía en rescate de los héroes cautivos. Lydia era la última esperanza que les quedaba.

—Acepto —anunció el monstruo—. Mataré a tu mariposa. Y después mataré a tus amigos y te construiré una jaula bonita donde pasarás encerrada toda la eternidad. Me contarás cuentos, me cantarás canciones y bailarás desnuda para mí.

Acto seguido, exhaló una fina llamarada por la boca. Un chorro ígneo con la mariposa como blanco. Antes de llegar siquiera, una barrera de fino hielo apareció ante el insecto y lo protegió del fuego. El monstruo sonrió otra vez, con la boca; con los ojos, reducidos de nuevo a dos; hasta con la última célula de su ser. El fuego se volvió blanco, el hielo se tornó diamante. La mariposa volaba tras él; su mirada falsa aparecía y desaparecía en el aire, ojos que se abrían y cerraban, indiferentes a lo que sucedía a su alrededor. La soñadora y el soñador se miraron. Desde donde estaba, Ismael no pudo precisarlo, pero tuvo la sensación de que ambos sonreían. Las llamas del monstruo se bifurcaron y maniobraron veloces, intentando salvar la protección de la barrera de diamante, pero Lydia se anticipó a las lenguas de fuego y envolvió a la mariposa en una esfera perfecta. Lydia, como si quisiera dar más espacio a la mariposa, ensanchó la esfera, la hizo casi tan grande como la burbuja que los había rodeado a ellos cuando entraron en la nube. No contenta con ello, hizo brotar un árbol en su interior, y un césped de un verde fulgurante, con cada brizna perlada de rocío. Y apareció un banco allí, un banco labrado de metal negro. La esfera contenía un pedazo de paraíso.

El monstruo hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si solo en aquel momento hubiera comprendido realmente las reglas de aquel juego. Un instante después comenzaron a llover arañas del cielo de la nube, todas en pos de la mariposa y su esfera. Los arácnidos cayeron sobre la burbuja que la protegía y corretearon por su superficie, ocultándola casi por completo. Comenzaron a morderla con ansia, con saña; de sus quelíceros fluyó un icor violáceo que burbujeaba en contacto con el diamante. Este comenzó a derretirse bajo el veneno sulfuroso de aquellos seres. La esfera se abombó y humeó. Era cuestión de tiempo que las arañas la destruyeran y tuvieran la mariposa a su alcance. Pero Lydia no les concedió ese tiempo. El cielo del sueño se pobló de aleteos y graznidos y una bandada de pájaros rojos, convocada por la soñadora, se lanzó sobre las arañas con una fiereza espeluznante. Los dos soñadores se miraron. La esfera entre ambos era víctima de las atenciones de las arañas y los pájaros. Sonreían. Sí, ahora Ismael lo veía claramente; los dos estaban sonriendo, como niños felices inmersos en un juego maravilloso. El monstruo levantó una mano, señaló al cielo y este se abrió para dejar paso a las águilas y los halcones; en un prodigioso picado se abalanzaron hacia los pájaros rojos, y estos intentaron esquivar a sus atacantes mientras atacaban a su vez a las arañas, que continuaban a duras penas con su labor de desgaste de la esfera. Llegaron más pájaros rojos. Llegaron más rapaces. El sueño se pobló del batir de un millar de alas.

Ismael oyó reír a Lydia, y su risa era fresca, impropia de aquel lugar. O tal vez no. Quizá fuera una risa concebida para oírse en sueños, una risa que no tenía cabida al otro lado. Una risa imposible, no hecha para la realidad.

El cielo se abrió otra vez en canal y aparecieron pterodáctilos de alas enormes y consistencia de cuero, todos de un demencial brillante color verde. El monstruo alzó otra de sus manos y un sonido vibrante se extendió por toda la nube onírica. Eran motores, aquel sonido anticipó la llegada de los cazas de combate: eran negros, como la piel que cubría, hecha jirones, al monstruo, y aunque a primera vista podían parecer de metal, Ismael no tardó en comprender que aquellos ingenios estaban construidos en carne negra. Abrieron fuego sobre los pterodáctilos. Lydia respondió al momento. Del suelo del sueño emergieron torres antiaéras, cañones desproporcionados que recibieron a los cazas del monstruo con su fuego de artillería. Tropas negras emergieron del suelo, tropas verdes fueron invocadas para proteger los cañones de Lydia.

Ismael observó el duelo, atónito, desde su prisión de hielo. ¿Ese era el poder de los soñadores lúcidos? Esa capacidad de maravilla, de locura. La nube se llenó de llamas, de colores nunca vistos, de criaturas imposibles en dura pugna con otros engendros que buscaban a la mariposa que, ajena al caos generado a su alrededor, continuaba con su baile lento dentro de la esfera, con su abrir y cerrar de ojos.

Había dinosaurios en el cielo, cometas envueltos en velos luminosos, ejércitos en guerra, gigantes y monstruos que embestían unos contra otros. Capas y capas de violencia, de locura continuada y mágica. Y la mariposa y su aleteo en el centro, indemne, incólume. Una riada de fuegos artificiales mordió la piel del sueño, incendios incandescentes, cascadas de luz y sonido que dibujaban auroras trastornadas. Era hermoso, de una hermosura dolorosa y cruel, pero hermosura al fin y al cabo.

Los dos soñadores aparecían y desaparecían, separados por una distancia mínima mientras a su alrededor tenía lugar aquella demencia. Después Ismael fue incapaz de precisar cuánto tiempo duró aquel combate entre magos del sueño; tampoco pudo señalar el momento exacto en que las tropas de Lydia comenzaron a flaquear. Simplemente sucedió. El conteo de bajas empezó a hacer mella en las huestes de la soñadora; la balanza, hasta entonces equilibrada, fue decantándose poco a poco hacia el lado del monstruo. Y, al fin, hasta el último de los soldados de los rocambolescos ejércitos de Lydia desapareció, arrastrados por una ola invisible que se llevó consigo criaturas y naves espaciales, tropas y cañones, pterodáctilos y pájaros. Solo quedó la mariposa, hasta la esfera de diamante que la había protegido durante la batalla se hizo pedazos. El insecto estaba indefenso, al alcance de las hordas del monstruo. Pero ninguna de las criaturas que las conformaban hizo ademán de ir por ella.

Aquello, comprendió Ismael, iba a ser prerrogativa del monstruo. Iba a ser él quien diera el último golpe.

El soñador había recuperado de nuevo su forma humana, la piel negra y correosa que lo había recubierto se replegaba, como mondas en un tubérculo o en una fruta. Aquel combate lo había llevado otra vez al límite de sus fuerzas, era evidente. Tan evidente como su victoria: había vencido, había derrotado a su adversaria. La expresión de su rostro era de total satisfacción. Dio un paso al frente, hasta tener al insecto revoloteante justo ante el rostro. Lo contempló largo rato. Ismael contuvo la respiración y se anticipó mentalmente al momento en que fuera a destruir a aquella frágil criatura. Pero este no llegó.

—No es esta mariposa la que quiero destruir —dijo el monstruo mientras se apartaba del insecto y se encaminaba hacia la soñadora. Lydia había caído de rodillas y, encorvada, miraba con fijeza al suelo, como si no quisiera ni por asomo mirar al ser que se dirigía a ella. El soñador la obligó a hacerlo: la tomó de la barbilla y le alzó el rostro con cierta delicadeza—. Es esta la que me interesa —anunció—. Es esta la que tengo que hacer pedazos para que mi victoria sea absoluta. —Ismael gritó de pura impotencia en su prisión de cristal, creyendo que se refería a la propia Lydia. Pero no era así. Lo comprendió cuando le vio arrancarle el collar con la mariposa del cuello—. Es esta —anunció.

La tomó en la mano y la estrujó con fuerza. Cuando abrió el puño mostró sobre su palma los restos desmenuzados del colgante.

—¿Estás contenta, soñadora? —le preguntó.

—Mucho —contestó ella, y por su tono de voz no parecía estar bromeando.

—¿Qué? —El monstruo dio un paso atrás. Luego otro, aunque más que un paso fue una convulsión—, ¿qué? —Alargó la mano, los pedazos de colgante roto se habían clavado en su carne y ahora una película de plata correosa iba cubriéndole la palma de la mano.

Dio un grito de puro dolor, se retorció y alargó el brazo herido como si quisiera mantenerlo alejado de sí. La capa de plata que mordía su mano comenzó a extenderse por todo el brazo, como una telaraña demencial que buscara cubrirlo. El monstruo aullaba.

—Zola te manda saludos —le dijo Lydia mientras se levantaba. Ismael pensó que se parecía a un ángel, un ángel vengativo—. Durante años preparó programas para destruirte, escarbó en tus miedos, en todas tus penurias, en todo lo que te hace daño. Con esos programas creó armas con las que combatirte, las que mis amigos usaron en nuestro primer encuentro. Pero con la muerte de Zola fuera del sueño, todo terminó. Las armas desaparecieron. Pero no todas. —El monstruo había caído al suelo y allí continuaba retorciéndose: gritaba y lloraba al mismo tiempo—. La mía no lo hizo. Porque la mía no la creó él. Hizo una copia del programa en mi mariposa. Y ha seguido ahí, esperando, aguardando el momento. Al destruir la mariposa, el programa ha saltado sobre ti. Te ha envenenado. Al derrotarme, monstruo, te he vencido.

La telaraña de plata cubrió por completo al engendro. Este regresó a su estado de infante, poco más que un bebé recién nacido, tirado en posición fetal sobre el islote y cubierto por la trama plateada. Ismael notó como la capa de cristal que lo recubría a él se hacía pedazos. Por unos instantes el mundo al otro lado fue un compendio de grietas, una telaraña similar a la que había caído sobre el monstruo, pero esta no aprisionaba ni torturaba, esta liberaba. Los pedazos de cristal cayeron a su alrededor con un alegre tintineo, una lluvia pura y fresca que lo devolvió, de golpe, al imperio de la movilidad. Y quedó libre, al igual que el resto de los soñadores. Muchos cayeron de rodillas al verse liberados, otros se tambalearon, pero no llegaron a caer. Anna estaba unos metros más adelante. Había caído y contemplaba a Lydia con los ojos anegados de lágrimas. Comprendía su dolor, por supuesto que lo comprendía: la soñadora jamás iba a despertar. Recordó sus labios en los suyos, el segundo beso que le había dado, cuando era realmente ella, no el espejismo urdido por el monstruo.

Los soñadores lúcidos comenzaron a rehacerse. Se movían como lo que eran, gente recién salida de una pesadilla. Ismael se cubrió los ojos con la mano izquierda. Un majestuoso resplandor estaba abriéndose paso por los cielos, una luz brillante y pura, restauradora, que cegaba al mismo tiempo que curaba. Pestañeó varias veces para centrar su vista. No tardó en conseguirlo. Lydia estaba de pie ante el bebé encogido y cubierto de hebras metálicas. Parecía inmensa allí, una diosa vestida de mujer. ¿Y a fin de cuentas no era eso lo que en verdad era? Una diosa con la capacidad de crear lo que se le antojara. Un sonido amortiguado llegaba de la criatura a sus pies, el niño se agitaba. Ya no gritaba. Se limitaba a llorar y era un llanto desolador.

—Mátalo —pidió una voz. La de un hombre mustio, de ojos enfurecidos. Señaló al bebé con un gesto terrible—. Acaba con él, muchacha. No esperes más. Acaba con él antes de que se saque un nuevo as de la manga y le dé la vuelta otra vez a la situación.

—Mátalo, sí. —Era Vito quien hablaba ahora. El joven avanzaba con los puños apretados, furioso también—. Acaba con esa alimaña de una vez por todas. Es venenoso. Es terrible. ¡Mátalo!

—Mátalo —pedían los soñadores—. Acaba con él. Mátalo. Mátalo. ¡Mátalo de una vez!

Avanzaban todos al unísono hacia Lydia y el monstruo, todos a excepción de Anna, que permanecía de rodillas, y el propio Ismael, un poco más retrasado. El muchacho se volvió un instante y contempló a su padre, libre él también de la prisión de escarcha. Su ser había recuperado un poco el color, aunque se le seguía viendo un tanto difuso; a Ismael le impresionó sobremanera la expresión de su rostro: una mezcla de alegría y resignación. Ismael levantó la vista: las siluetas de las cientos de víctimas que el monstruo había asesinado con su último ataque revoloteaban por el aire, ingrávidas.

—Mátalo —le pedían a Lydia los soñadores, con una única voz, sin comprender que la muerte definitiva del monstruo implicaría la muerte definitiva de todos los espectros que poblaban la nube.

Las voces crecían. Ismael miró a Lydia, su visión estaba nublada por las lágrimas. No se había dado cuenta de que estaba llorando. Entonces pasó algo increíble, milagroso, algo que nunca en su vida (aunque esta fuera tan larga que se pudiera llegar a confundir con la eternidad) iba a olvidar. La soñadora lo miró a su vez.

Y sonrió.