Todo aquel aparato de insectos se detuvo, paralizado en el aire. Dejaron de zumbar y fue entonces cuando repararon, en su ausencia, en el ruido tan atronador que habían estado soportando.
Lydia y Anna, que ya se habían alejado bastante de la lucha encarnizada que tenía lugar a sus espaldas, redujeron velocidad para mirar atrás.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lydia.
La criatura inmensa y oscura, el monstruo de increíbles proporciones, ya no era tal. En apenas unos instantes había cambiado a algo muy diferente. Era un hombre viejo y enfermo, vestido de uniforme militar, que flotaba en el vacío, muy por encima de la isla donde se habían desarrollado los primeros compases de la lucha. A pesar de la distancia, alcanzaron a distinguir sus ojos, muy abiertos, casi desorbitados. A Anna le recordó a la expresión que había tenido Armind Zola justo antes de desaparecer.
—¿Es posible que…? —comenzó a decir. La piel del soldado empezaba a coger un color nada saludable.
—Está muriéndose —dijo Lydia con la voz tomada—. Como Zola. Alguien lo ha matado ahí fuera. En el mundo de la vigilia.
—Entonces… ¿hemos ganado?
Antes de que Lydia tuviera la oportunidad de contestar, aquel hombre agonizante levantó una mano en un gesto que no supieron identificar: tal vez de mandato, tal vez de súplica. Hubo un cambio extraño en el ambiente, el aire pareció endurecerse y la atmósfera se hizo más densa. Durante un momento, Anna tuvo la impresión de estar respirando cristales de hielo.
Oyeron una carcajada corta y seca. Procedía del militar. De sus brazos nacieron nuevos tentáculos, nuevas extremidades negras y viscosas.
—¡Miradme! ¡Soy un hombre muerto! —Rompió de nuevo a reír, esta vez de manera más suelta y libre, a mayor volumen—. ¡Ahí fuera han intentado matarme! ¡Y lo han conseguido!
Anna miró a Lydia con exasperación. ¿Qué ocurría? Si lo habían matado, ¿por qué no caía redondo?
—¡Puede manejar el tiempo dentro de los sueños! —chilló Lydia—. ¡Está ralentizando el tiempo para no morir!
—Muy lista, Lydia. —No había burla en la voz del monstruo, que cada vez recordaba menos al hombre al que habían visto de pasada, de forma fugaz, y más a la bestia que había estado atacándolos. Crecía a ojos vista, regresaban las zarpas de escarcha, las alas, la oscuridad tremenda que le daba forma—. Puedo controlar el tiempo onírico. Tengo la eternidad entera para jugar aquí con vosotros. —Su voz retumbaba por toda la nube, se abría camino no solo por sus oídos, también por sus ojos, sus bocas, sus pulmones, por todas y cada una de las células de sus cuerpos—. Puedo alargar los segundos que me quedan de vida toooodo el tiempo que quiera. —Les dedicó una sonrisa gigante, perturbadora, de colmillos afilados. Y acto seguido la ola de insectos se puso de nuevo en marcha, de nuevo regresó su zumbido bestial. De nuevo comenzó la batalla.
Anna se volvió hacia Lydia. La mariposa enorme que la sostenía respondía con sutil acierto a cada uno de sus movimientos.
—¡No ha cambiado nada! —le gritó a la soñadora—. ¡Necesitamos refuerzos!
Por toda respuesta, Lydia dio media vuelta y aceleró el vuelo. Anna la siguió, y pronto se perdieron en un cielo que ahora había tomado una tonalidad violácea, con tintes azules, índigo y lavanda, como una puesta de sol teñida de morado.
Vito las observó marchar. El monstruo no parecía preocuparse por ellas, tenía diversión suficiente allí, con ellos, con la mochila sin fondo y el ejército robótico.
—Tuvimos nuestro milagro y no sirvió de nada —le susurró a Ismael.
—No sé qué decirte —respondió este, indeciso—. Por mucho que frene el tiempo, su propia mortalidad tiene que haberlo pillado por sorpresa. Da igual lo rápido que haya reaccionado, estar muriéndose ahí fuera tiene que afectarle de algún modo.
—Pronto lo sabremos —refunfuñó Vito—. Mientras, espero que las chicas se den prisa.
Ismael le sonrió.
—¿Qué te parece tan gracioso?
—El monstruo es un soñador lúcido. Todo lo que haga él podemos hacerlo nosotros, ¿correcto?
—En teoría imagino que sí. Pero él tiene más práctica que nosotros.
—Puede ser. —Ismael seguía con aquella inquietante sonrisa en el rostro—. Pero, si él puede tontear con el tiempo onírico, nosotros también. Podemos desfigurar el tiempo a nuestro alrededor, enlentecerlo solo en esta parte de la nube para que las chicas tengan la oportunidad de traer a todos los soñadores. ¡Podemos crear una burbuja a cámara lenta solo para nosotros!
Vito negó con la cabeza, incrédulo.
—Has perdido la cabeza. Es imposible que eso funcione.
Ismael engrandeció aún más su peculiar sonrisa.
—Tú mismo lo dijiste, Vito. Aquí nada es imposible. —En la isla ya no quedaba nada del militar. El monstruo había recuperado su tamaño, aunque algo en su movimiento, un levísimo titubeo, hizo pensar a Vito que Ismael tenía razón y que aquel engendro ya no era tan fuerte como quería hacerles creer.
Ismael se concentró y comenzó a vislumbrar una burbuja gigante alrededor de ellos, alrededor de él mismo, de Vito, del monstruo y de los ejércitos que ambos mandos convocaban. Dentro de la burbuja, tuvieron otra vez la impresión de que el aire se congelaba, que la realidad entera se llenaba de cristales pesados y densos. Algo parecido a una carcajada se escapó de una cruenta raja con forma de boca que atravesaba la faz de aquel engendro.
—Esto se pone cada vez más interesante, pequeños —anunció. Con cada una de sus palabras brotaban llamas de las cicatrices que eran sus fauces—. Juguemos.
A medio vuelo, Anna no pudo evitar la tentación de volver a mirar atrás. Lo que vio la desconcertó. Una curiosa pompa iridiscente, una cúpula translúcida, cubría todo aquel sector de la nube y rodeaba al monstruo, a los dos jóvenes, a ambos ejércitos y un espacio considerable alrededor de ellos. Era como si en aquella parte de la red onírica acabara de aparecer una luna inmensa. Lydia se colocó a su lado con una maniobra brusca y el aleteo de su mariposa sacudió ligeramente a la de Anna. Esta apenas la sintió, estaba demasiado absorta en aquella esfera desmedida.
—¿Qué es eso? —La señaló con un dedo y obligó a Lydia a mirar en aquella dirección.
—Es… vaya… —Entrecerró los ojos. Los combatientes de la burbuja apenas se movían, su velocidad era tan lenta que casi costaba percibirla—. Una esfera, ¡es una esfera de tiempo lento! —«¿Quién la habrá creado?», se preguntó Lydia. ¿Habría sido Ismael o el pequeño Vito? Anna la miró sin comprender—. Han conseguido separar esa burbuja del tiempo de la nube. Dentro de ella el tiempo va mucho más despacio que fuera. Sea quien sea el que ha hecho eso tiene un talento inmenso —dijo, admirada—. Todos lo tenéis —añadió—. En cierto modo, me pregunto si el monstruo no se habrá buscado su propia ruina al convocaros.
Anna arrugó el entrecejo.
—¿Quieres decir que lo hizo a posta? ¿Que nos trajo aquí para derrotarlo? ¿Porque quería morir?
—No lo creo. Si fuera así no habría jugado con el tiempo para postergar su propio fin. Pero sospecho que andaba buscando unos adversarios dignos de él. Quería divertirse. Quería jugar. ¡Vamos! ¡Aprovechemos el tiempo que nos han conseguido los muchachos!
Lydia la tomó de la mano y una corriente eléctrica le subió por el brazo y le impactó de pleno en el pecho. Le resultó difícil mantener la compostura y no gritar de pura alegría, de pura emoción. Se preguntó, por enésima vez, si Lydia era consciente del efecto que tenía sobre ella. La arrastró consigo, las dos mariposas negras y sobredimensionadas las llevaron en volandas, obedientes. Anna miró hacia abajo, hacia el extraordinario escenario que se desplegaba bajo sus pies. Nunca había tenido vértigo, pero estaba segura de que en el mundo de la vigilia no habría soportado aquel vuelo salvaje. Volaban sobre el abismo, sobre la negrura en la que se puntuaban, a cientos de metros de distancia, las islas de las pesadillas. Aquí, sin embargo, la acompañaba una euforia difícil de describir, una sensación de embriaguez que hacía que olvidara el drama que se desarrollaba a su alrededor. Se obligó a concentrarse, a recordar, a relegar al fondo de su mente el sentimiento de júbilo que le producía colgar de aquella mariposa gigante con la mano pequeña y deliciosa de Lydia en la suya.
—¿Cómo distinguiremos a los soñadores lúcidos de los que no lo son? —preguntó, intrigada.
—Tenemos que despertarlos a todos, a los que son lúcidos y a los que no —le contestó—. Tanto unos como otros están presos de las pesadillas del monstruo, no creo que podamos distinguirlos hasta que los liberemos. —Anna volvió a mirar abajo. En la oscuridad se sucedían las islas de tierra, escenarios dantescos donde cientos de personas se retorcían y sufrían, prisioneros de las pesadillas del monstruo.
—¿Qué será de ellos? Los que no son lúcidos y están en la nube.
—No lo sé. Se han conectado contra su voluntad, de forma inesperada. La nube no tiene sueños que ofrecerles, solo las pesadillas del monstruo. ¿Comenzarán a soñar por ellos mismos una vez se terminen estas? —Negó con la cabeza—. No lo sé, no lo sé. —Resopló—. No tardaremos en averiguarlo. De todas formas, los que nos interesan ahora son los lúcidos. Los necesitamos para vencer al monstruo. Hay que sacarlos de sus pesadillas.
—¿Y cómo lo hacemos?
—Tenemos que comunicarnos con ellos.
—¿Cómo? ¿Los llamamos por teléfono? ¿Los sacudimos del hombro para despertarlos? ¿Les gritamos al oído: «Uníos a nosotros, tenemos galletas»? ¿Y cómo los convencemos de que luchen contra el monstruo? Ni siquiera saben que existe.
—Bueno, no saben que existe este monstruo en concreto. Pero todos tenemos pesadillas, todos hemos conocido a una bestia de un modo u otro. Todos tenemos miedos. Tal vez podamos usar eso.
Anna caviló. Pequeñas tuercas y arandelas le salían por las orejas, como si el mundo del sueño proyectase imágenes de la maquinaria que daba vueltas en su cabeza. Se rio. Era increíble; un sitio como aquel podía ser un lugar de pánico y horror o de belleza y felicidad. Con frecuencia en la misma escena, a apenas unos segundos un sentimiento de otro. Era una representación exacerbada del potencial del subconsciente humano.
—Tengo una idea —dijo, y al hacerlo sus manos brillaron, se iluminaron como pequeños faros rosados. De ellas nació algo que Lydia reconoció de inmediato.
—¿Un globo? —preguntó—. ¿Para qué necesitamos un globo desinflado?
—Ya lo verás —dijo Anna, y, para su propia sorpresa, le guiñó un ojo. Volvió a concentrarse y el globo comenzó a moverse, a cambiar.
—Lo has llenado de agua —observó Lydia, divertida.
Anna hizo aparecer una flor violeta, con forma de trompeta, en su mano libre. Con cuidado, sacudida por los leves movimientos del vuelo de su mariposa, se la colocó a Lydia en el cabello. Justo entonces se dio cuenta de su acción y se sintió avergonzada de inmediato. ¿A qué estaba jugando? Los sueños con Lydia habían sido una maniobra del monstruo, no había ninguna indicación de que la chica morena tuviera el mínimo interés en ella. Pero sus preocupaciones se vieron relegadas a un segundo plano cuando vio el intenso rubor que había cubierto las mejillas de la joven. La sonrisa de esta era grande y mostraba dientes pequeños pero bien alineados, con una diminuta separación entre las dos paletas superiores.
—¿Cuál es tu plan, Maga Anna?
Anna no contestó. Volvió a concentrarse en el globo, que ahora sujetaba por la boquilla para que no se le escapara el líquido de dentro. Lydia vio como la goma se cubría de minúsculas inscripciones doradas que contrastaban con su color rojo vivo. Anna le hizo un nudo con dedos hábiles y expertos; lo tomó por la base y lo hizo botar con suavidad en su palma. Lo estrujó con cuidado, como si comprobara su resistencia. Elevó los ojos de nuevo a Lydia. Se fijó en el rostro de ella, en aquella nariz imperfecta y graciosa, en los labios desiguales y expresivos, en sus ojos de gato abiertos, que bajo aquel cielo violáceo adoptaban tonalidades casi náuticas. Se preguntó si en aquel lugar de plastilina, donde uno podía crear con su mente y cuerpo cualquier objeto de la nada, podría llegar a crear algo tan exuberante. Creía que no, pero era embriagador intentarlo. Bajó la mirada.
Allí abajo se desplegaba un mundo fragmentado. Islotes de tierra, flotantes como asteroides subdesarrollados, vagaban entre la nada violeta, a diferentes alturas, siempre a una misma velocidad. Eran islas de soñadores. Algunas rebosaban de ellos, en otras solo había uno. Anna pronto entendió lo que significaba cada ínsula: cada fragmento de tierra representaba un tipo de pesadilla. El poder del monstruo era allí evidente, y poco a poco Anna fue reconociendo imágenes que recordaba de pesadillas propias, lugares comunes que sufrían muchos soñadores. Otros islotes representaban escenas bizarras y alienígenas para ella.
Tenían que despertarlos, y tenían que hacerlo rápido. No tardó en encontrar un islote especialmente grande, donde cientos de soñadores gritaban desconsolados, ahogados en una gigantesca y repugnante piscina llena de una masa que parecía excremento. Al gritar, la sustancia se introducía en las bocas de los soñadores y en su nariz, en sus ojos y oídos, como si tuviera vida propia. Y ellos no podían dejar de chillar, fagocitados por aquella pasta grumosa cuyo hedor llegaba tan lejos que Lydia y Anna tuvieron que taparse la boca y la nariz, asqueadas. Tenían que salvarlos de aquel sueño terrible. Aquel era un buen lugar donde empezar.
El islote se movía bajo sus pies a una velocidad ralentizada, aburrida y triste. Tenía que ser ahora. Dejó caer el globo. La gravedad hizo el resto. Cayó, durante intranquilos segundos en los que Anna temió no conseguir nada, que no reventase, o que lo hiciese como un globo cualquiera, más propio del mundo de la vigilia que de ese mundo fantástico. Tuvo miedo de quedar como inútil, como presuntuosa, frente a Lydia. Pero el globo tocó aquella tierra fangosa y explotó de manera espectacular.
Se abrió como una fruta madura, expulsó su interior con alegría y desenfreno. El agua saltó y se expandió como el fuego de una granada, y salpicó los alrededores. Allí donde alcanzaba el líquido, se cubría todo de color, como si por el contacto con aquellos restos fecales el agua crease un abono acelerado; crecían tallos de un verde esmeralda imposible, con matices de color para los que los conos del ojo humano ni siquiera estaban preparados; de las hojas surgían flores de rosados y rojos intensos, órganos casi obscenos que asomaban de entre el follaje. Anna se sonrojó: algunos de ellos le recordaron con demasiada intensidad el color y la textura de la carne, el color y la textura de aquello que recordaba de la bañera de cisne, de cuando el monstruo le había hecho creer que Lydia se exhibía frente a ella. Lo que antes había sido excremento se volvió tierra marrón, naranja, verde también; adoptó los colores de lo orgánico, de lo reproductivo. De lo natural.
Los soñadores nadaban entre las flores, en principio esquivándolas, pero era complicado ignorar a brotes altísimos en fucsia, en resplandeciente plateado, en osado amarillo. Surgían por doquier, y los pétalos llamaban con descaro a los insectos, se mostraban sensuales, abiertos, desvergonzados con su mensaje de aclamación. «Hacednos caso —gritaban—, leed en nuestros colores». Y eso hicieron. Podía leerse, formada de ramas, pistilos y raíces, la llamada de auxilio de los soñadores lúcidos, la llamada de alistamiento a un ejército de supervivencia, un ejército que tal vez, solo tal vez (pero ¡qué posibilidad tan gloriosa!), podría acabar con la fuente de su sufrimiento, con el monstruo de las pesadillas. Pero ante todo el mensaje era único y poderoso: esto es un sueño. No es real. Solo es un sueño.
Anna y Lydia vieron como poco a poco los ojos de los soñadores se abrían con una nueva luz, con el brillo del conocimiento. Varios desaparecieron casi al instante; sus cuerpos se desvanecieron en el aire, sus siluetas clavadas en el vacío. Anna sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Estamos matando a los que no son lúcidos? —preguntó, espantada.
—¡No! —exclamó Lydia—. ¡Están despertando! ¡Al darse cuenta de que están soñando despiertan! —Se echó a reír. La miró con los ojos brillantes—. ¡Los estamos salvando! ¡Y cuantos más salvemos más debilitaremos al monstruo! ¡Es el miedo lo que le da fuerza! ¿Lo recuerdas?
Algunos soñadores despertaban enseguida, ansiosos de escapar de la pesadilla, otros tardaban más en asimilar el significado de aquel mensaje. Poco a poco, comenzaron también a desvanecerse. Al cabo de unos minutos, solo quedaban dos soñadores: una mujer anciana y un chico de unos veinte años. Ambos miraban hacia arriba, en dirección a las dos jóvenes.
—Solo es un sueño —dijo la anciana, con una sonrisa enorme, repleta de dientes tan perfectos y blancos que solo podían ser falsos—. Vamos a jugar un poco.
—No hay tiempo para jugar, me temo —le contestó Lydia. No tuvo que gritar para hacerse oír, parecía que se entendiesen de otra manera, leyendo sus labios, comunicándose de una forma casi telepática. La distancia tomaba aquí otras dimensiones, comprendió Anna—. Tenéis que ayudarnos, debemos liberar a los demás. A todos los que están atrapados en pesadillas. Tenéis que ayudarnos a extender nuestro mensaje. Que comprendan que esto no es real, que es solo un sueño.
El joven asintió, serio y pensativo. La mujer vieja, sin embargo, negó y se echó a reír.
—¡Nada de eso! —exclamó—. No hay nada tan divertido como saber utilizar un sueño. —Mientras hablaba vieron como nacían de su espalda dos alas gigantes de pájaro—. Salvad el universo vosotros, adelante con vuestras tonterías, ¡yo me voy a ver mundo! —Desplegó sus inmensas extremidades nuevas y se elevó en el aire sin dificultad. Se alejó volando de ellos, levantó nubes de esporas y de color con el batir de sus alas. Anna la miró marchar con tristeza. Volvió a dirigir su atención hacia el joven meditabundo.
—¿Nos ayudarás?
—Decidme qué tengo que hacer. —Miró en derredor, vio los demás islotes, los demás prisioneros, torturados como habían estado él y todos los de su islote—. ¿Vamos a rescatarlos?
—No solo eso —le indicó Lydia—. Todo esto lo está produciendo una sola criatura, una sola bestia. Tenemos que acabar con ella.
Y Lydia le explicó que los sueños de los hombres estaban esclavizados por un monstruo, que debían liberar a los soñadores para terminar con su imperio, para salvar a los durmientes y también a los despiertos. Se lo contó todo.
Cuando terminó, el chico les dio la espalda. De un gran brinco se transportó al islote más cercano, donde una docena de personas se arrancaban trozos de carne a mordiscos, poseídas por un frenesí entre la lujuria y la violencia más extrema. Antes de que pudieran atacarlo, agarró a una de las víctimas de aquella pesadilla por un codo y la miró a los ojos.
—Estás soñando —le dijo, sin apenas emoción en su voz ni en sus gestos.
Los ojos de aquella mujer se abrieron de la misma forma que había ocurrido con los bañistas de estiércol. Empezó a gritar de forma desenfrenada. El joven ni se inmutó, permaneció clavado en aquel suelo mugriento, cubierto de una sangre gris, apagada. Alrededor de la mujer, la tierra manchada comenzó a tomar un color vivo, y de la sangre empezaron a nacer pequeños paraguas naranjas abiertos. Ascendían conforme crecían, hasta despegar de los charcos sangrientos, limpios ya de coágulos y de carne desgarrada. Tímidos, se acercaban a los otros soñadores y, a cada uno que tocaban, le producían una reacción similar al de la mujer inicial. Pronto, todos los orgiásticos gritaban en sintonía. Anna y Lydia se taparon los oídos, horrorizadas, pero el joven permaneció tranquilo, con los brazos sueltos al lado del cuerpo y el rostro inmóvil, inexpresivo. Al cabo de unos segundos, se dieron cuenta de que el gran grito colectivo se había convertido en una canción, una canción armónica y repetitiva. Con cada repetición de la misma estrofa, desaparecía un soñador.
Al final, sobre aquel islote quedaron cuatro personas en pie, entre ellos el joven inicial. Dos niñas de seis años y un hombre canoso decidieron acompañarlo para ayudar a despertar a los demás. Lydia y Anna se miraron esperanzadas. Era una labor ardua y lenta, pero si el mensaje se expandía, si se compartía, tal vez lo consiguieran.
Un crujido infernal las interrumpió. Miraron abajo y vieron enseguida al causante del ruido: en la base del islote que acababa de quedarse vacío, lleno de nuevos colores, había crecido una grieta que se abría paso con lentitud hacia el centro de la ínsula. Era solo cuestión de tiempo que esta acabara por deshacerse en varios pedazos y desintegrarse.
—Pierde su poder —observó Lydia—. Allí donde los soñadores se marchan o descubren que pueden controlar el sueño, el monstruo ya no obtiene miedo, ya no puede controlarlos. Y poco a poco su mundo se resquebraja.
—Esa podría ser una victoria a largo plazo —respondió Anna—. Pero ¿tendremos suficiente tiempo? ¿Cuánto podrán resistir Ismael y Vito? Si acaba con ellos le costará poco venir a buscarnos y restaurar su dominio.
—Tenemos que intentarlo, por lo menos. Tenemos que salvar a todos los que podamos.
Un estallido de color a lo lejos desvió su atención. A Anna le pareció distinguir al joven serio del primer islote lanzando granadas rojas y llameantes hacia una isla vecina. El chico colgaba de un globo gigante, una suerte de zepelín escamoso y verde con cabeza de lagarto.
—Vamos. —Lydia tiró de nuevo de la mano de Anna—. Tenemos trabajo que hacer.
De nuevo se pusieron en marcha. Guiaron con soltura a sus mariposas, y enseguida encontraron otra isla habitada. Entre islote grande e islote grande flotaban islitas pequeñitas, unipersonales. Aquellas eran las que contenían las pesadillas más extrañas. Los islotes grandes eran lugares comunes, sueños que compartían muchas personas: pérdida de dientes, enormes felinos de colmillos afilados, agujeros negros que conducían al vacío. Los individuales eran creaciones únicas, sueños de un solo ser.
—Mejor que vayamos por los grandes —dijo Anna—. Más posibilidades de dar con soñadores lúcidos que puedan, a su vez, correr la voz.
Volaron con rapidez, durante una sucesión de momentos que a Anna le parecieron extraños, dobles. Por un lado era consciente del paso del tiempo, de que comenzaba a encontrarse cansada por el esfuerzo; pero por otro la simple presencia de Lydia la distraía, hacía que las horas (si allí realmente existían las horas) fluyesen con una velocidad difusa, acelerada. Cada vez que encontraban un islote concurrido lanzaban mariposas, globos de agua, pompas de jabón gigantes, pequeños colibríes parlanchines o incluso, en una ocasión, un saco de pirañas hambrientas que, al caer en un río compuesto solo de los dientes que se les caían a los pobres soñadores que se ahogaban en él, se abrió y dejó salir a los peces voraces, que se alimentaron de los dientes y escupieron pequeñas letras danzarinas. Las letras formaban palabras que colgaban en el aire, y el mensaje era siempre el mismo: «Esto es un sueño». En un edificio singular, de planta perfectamente cuadrada, construido con muros de cristal, rescataron a centenares de prisioneros, cada uno atrapado en un cubículo transparente. Cada par de segundos las paredes de todo el edificio se estrechaban y estaban más cerca de aplastar y destrozar a sus habitantes. Lydia creó más mariposas, de un color metálico indefinido que, una vez que se alejaban de ella, se endurecían y brillaban como el acero. Descendieron sobre el islote en masa; las alas chocaban con el cristal y hacían saltar chispas, producían pequeños cortes que se convertían enseguida en largas grietas. En poco tiempo las partes empezaron a partirse y a caer, a destrozarse contra el suelo; saltaban en miles de añicos que se convertían en polvo en cuanto entraban en contacto con cualquier otro objeto físico. Las mariposas dejaban una estela plateada detrás de sí, una estela que formaba, una y otra vez, el mismo mensaje: «Esto es un sueño».
Anna sentía que estaba próxima al límite de sus fuerzas; le escocían los ojos y le picaban las manos, y sus articulaciones estaban doloridas. Habían perdido la cuenta de los islotes liberados y de los soñadores lúcidos sueltos por la nube, que hacían exactamente lo mismo que estaban haciendo ellas. Los signos de deterioro del universo del monstruo eran cada vez más evidentes: ya había islotes que caían por sí mismos y que dejaban a sus soñadores flotando en el vacío, poco antes de desaparecer, ya despiertos. El cielo violáceo que les servía de fondo comenzaba a mostrar otros astros: estrellas, lunas lejanas, hasta un sol azulado que giraba sobre sí mismo. Parecía que la nube volvería a ser de los soñadores, no de aquel señor terrorífico.
Se sentaron, agotadas, sobre la tierra superviviente de uno de los escasos islotes que quedaban a la vista. Anna no tenía energía ni para crear algún tipo de manta o asiento, y el terreno de roca y arena no era cómodo en absoluto. Pero era liberador poder abandonar la concentración extrema, el esfuerzo mental. Lydia se tumbó a su lado. Se preguntó si volvería a verla así o si desaparecerían para siempre, devoradas por las pesadillas del monstruo o, peor, por la cruda realidad que las esperaba si conseguían escapar: sin duda se separarían; a Anna la encerraría su madre para siempre y Lydia… quién sabía qué sería de ella. ¿Cómo podría sobrevivir en un mundo que apenas conocía ya? ¿Cómo podrían ocuparse de ella? No quería pensar en el después, solo en aquel momento detenido en el tiempo, aquellos minutos que les quedaban antes de enfrentarse a una posible muerte, a la derrota tal vez o, quién sabía, a un final glorioso y triste. Se estremeció. Sí, llegaba el final. Y sabía qué tenía que hacer para que, pasara lo que pasase, mereciera la pena.
Se agachó y acercó su rostro al de Lydia. Los ojos de la chica morena, enormes y abiertos, la seguían, pero no dijo nada. Anna sintió que el corazón le saltaría, que saldría de su boca y huiría, que la dejaría muerta e inerte, cadáver sobre aquel cuerpo cálido y curvo. Lydia habló:
—¿Sabes que no era yo, verdad? La chica con la que soñaste. No del todo.
—Lo sé —dijo Anna—. Tú eres mucho mejor.
La besó primero con dulzura, con suavidad, y luego con fuerza, como si necesitara el aire de su boca para respirar. No hubo choque de dientes, ni mordiscos involuntarios, ni nada ridículo como siempre había temido de los besos. La misma energía eléctrica que la había invadido cuando el monstruo, cuando la bañera, poseyó todos sus movimientos. Introdujo un brazo debajo de la espalda de Lydia, que se arqueó, que se acercó más al cuerpo de Anna. Durante unos instantes no supo si era ella misma la que tiraba de Lydia o si era esta la que buscaba, intranquila, fundirse con ella. No quiso parar. La aterrorizaba que cuando saliera a coger aire, cuando saliera a buscar un punto físico al que anclarse y salir de ese vórtice de sensaciones, no tuviera oportunidad para seguir, que algo las detuviera y que nunca pudiera volver a besar a Lydia, que nunca pudiera tocarla más. Pero aquel ruido, aquel sonido insistente, como el batir de unas alas gigantes, se introdujo en el agujero negro en el que había caído y la sacó, poco a poco. Lydia separó sus labios de los de ella, y Anna quiso llorar. Supo, sin lugar a dudas, que esa separación le produciría un vacío que ya nunca podría volver a llenar. La chica morena agarró su cara con las manos y sonrió.
—Nuestro primer beso de verdad —dijo, con una expresión algo cómica. Y Anna no pudo evitar reír. La horrorizaba que Lydia tuviera ese poder sobre ella, que saltara del llanto a la risa con semejante rapidez—. Tenemos que irnos, Anna.
El sonido de aleteo ya era ensordecedor. Anna levantó la vista y vio a un colosal dragón plateado que volaba sobre ellas. Agitaba sus tremendas alas de murciélago para mantenerse parado en el aire. Anna abrió la boca con admiración. A pesar del tamaño del animal (una sola de sus filosas garras podría arrancarle la cabeza con facilidad), no le inspiraba temor. Había ciertos detalles que le restaban fiereza: las alas estaban desgastadas, rotas en algunos puntos; las garras estaban sucias y descuidadas y, sobre todo, de la boca de una de las dos cabezas de la criatura asomaba un gigantesco puro. El aire de tabaco que exhalaba tenía un marcado tono naranja y su boca tenía un perpetuo gesto de desagrado. La otra cabeza, sin embargo, mostraba una expresión resignada, que se convertía en enfurruñamiento cada vez que el humo de su compañera se acercaba a ella y la obligaba a toser. La cabeza tosedora tenía dos ojos diminutos, demasiado pequeños para su rostro de reptil, lo que le otorgaba un aire de continua suspicacia.
—¿Necesitáis transporte, chicas? —La cabeza fumadora expulsó las palabras en forma de gruñido—. Sospecho que vamos en la misma dirección. Si es que hay direcciones en este maldito lugar… —Expulsó humo una vez más y la otra cabeza dejó escapar un suspiro.
—Tiene narices, Edgar. Que ni en el mundo del sueño me pueda librar de ti y de tus topicazos de detective cascarrabias… ¿Se puede saber por qué tenemos que compartir un cuerpo? Desde luego que es la pesadilla perfecta…
—Cállate, Mejía. Gruñiré y fumaré lo que me dé la gana y no podrás hacer nada para impedirlo. —De nuevo se dirigió hacia Anna y Lydia—. Dicen por ahí que tenemos que matar a un monstruo. A mí todo esto me huele a chamusquina.
De nuevo, la cabeza a la que habían llamado Mejía suspiró, exasperada. Sin mediar más palabras, el dragón doble se giró e hizo descender su larguísima y escamosa cola hacia las dos chicas. No tuvieron problemas para subir: las escamas, duras y relucientes, formaban peldaños seguros por los que era sencillo ascender. Se acomodaron en el lomo, la una contra la otra, muy juntas. Una vez sentadas, el dragón abrió las alas, las batió con fuerza y salieron despedidas hacia las alturas. Enseguida dejaron atrás el escenario de su beso. Anna suspiró, un suspiro breve y triste: acababa de ocurrir y ya la invadía la nostalgia de la pérdida, una saudade del hogar perdido en la boca de Lydia.
No tardaron en regresar al punto de partida. El proceso de destrucción del reino del monstruo parecía haber reducido también el espacio. Hasta los mismos cimientos de la realidad empezaban a distorsionarse. Habían sobrevolado los restos del mundo de la bestia, un universo a medio camino entre la destrucción y el caos (los islotes derruidos, agotados, de los que solo quedaban pedazos) y una construcción y nacimiento nuevos: allí donde habían caído las islas asomaban grandes árboles que surgían de la nada, enormes pájaros que se colaban entre las patas del dragón y nuevos astros que giraban, en forma de platillo, entre los restos de aquel mundo de pesadillas. El cielo cada vez era más brillante. Anna supo que, para bien o para mal, todo debía terminar allí.
Detrás de ellos se había organizado, de manera progresiva, un ejército dispar. Reconoció a algunos de los soñadores a los que habían salvado, aunque ahora tenían una apariencia bien distinta: el joven serio al que habían sacado del primer islote ahora tenía dos cuernos gigantes en la cabeza, retorcidos sobre sí mismos como los de un carnero; una de las niñas a las que Anna había socorrido ahora tenía medio cuerpo de caballo, se había convertido en un centauro grande y poderoso cuyo cuerpo animal contrastaba con la suavidad de los rasgos del rostro de su parte humana. Pero a la mayoría no la conocía: muchos eran víctimas rescatadas, a su vez, por los soñadores a los que Anna y Lydia habían liberado. Cada uno volaba a su manera; unos montaban en pegasos, águilas, aviones, coches voladores o muebles motorizados; otros habían desarrollado alas de todo tipo para desplazarse por el aire, desde extremidades de pájaro o insecto a ingenios mecánicos o extrañas protuberancias orgánicas que funcionaban de manera compleja.
Detrás quedaba una legión de soñadores, de víctimas ahora libres. Delante quedaba la cúpula de tiempo, ya resquebrajada, muy débil, donde batallaban Ismael y Vito con el señor de las pesadillas.
—Llegó la hora —dijo Anna en voz muy baja—. El final se acerca.