INTERLUDIO: CORDELIA TRAVAGLINI

Cordelia avanzó decidida, con las manos como garras sobre los brazos de los dos chicos. Era una mujer alta, y sus zapatos le otorgaban unos buenos cinco centímetros extra, por lo que podría haberlos arrastrado del cuello de habérselo propuesto. Y no le faltaban ganas. ¿Qué hacía Sammy allí? Era inevitable que cualquier situación peligrosa para Anna tuviera a aquel renacuajo por medio. Su hija se quejaba de que fuera tan crítica con él, convencida de que su animadversión se debía al origen humilde de su amigo. Pero no tenía nada que ver con la familia ni la procedencia del chico, era tan solo que, para Cordelia, apestaba a travesura, a riesgo, a desobediencia. Y aquí estaba, colado en una institución secreta, metiendo las narices en un tinglado de lo más desagradable, cumpliendo de golpe y porrazo todas las expectativas que Cordelia tenía para él. Era, en pocas palabras, un camorrista.

—No os preocupéis, nadie va a matar a nadie. Vamos a arreglar esto, eso es lo que vamos a hacer —lo dijo con toda la firmeza de la que fue capaz, pero no estaba muy segura de que sus palabras fueran ciertas. Lo primordial era sacar a su hija de allí, pero dudaba mucho de que permitieran escapar a los demás. Era probable que todos aquellos críos acabaran conectados para siempre a una cabina—. Vamos a arreglar esto —repitió, decidida.

No podía dejar de pensar en Anna, tendida en el suelo junto a ese chaval desconocido. Sí sabía quién era, en cambio, la ocupante de la cabina a la que estaban conectados. Lydia M., uno de los experimentos más prometedores de la granja. Con solo un par de años más, si todo iba bien y su mente resistía, tendrían en sus manos a un supersoñador, una criatura con un poder onírico comparable, quizá, al del sujeto 5X003. Un monstruo.

Cordelia trabajaba, de manera nominal, para el Departamento de Recuperación del Espacio, en una sección que poco tenía que ver con la descontaminación y mucho con determinadas zonas supuestamente radiactivas que eran utilizadas en realidad para granjas como esa. Y estaba muy al tanto de los tejemanejes que tenían lugar allí. No estaba pensando solo en los depravados que pagaban sus buenas sumas de dinero a Mike y a otros como Mike para cumplir sus más oscuras fantasías con los comatosos enganchados a las máquinas, no, estaba pensando en todo el dinero que movían los sueños que surgían de lugares como aquel. Sueños que no tenían nada que ver con los que el usuario común conseguía en la nube ni con los que los artesanos oníricos podían ensamblar. No, eran sueños de alta gama: las pesadillas más aterradoras, las mejores fantasías eróticas, las ensoñaciones más violentas… todo lo que no pasaba el filtro para el uso de la población común se aderezaba y revendía por debajo de la mesa a los soñaderos que usaban los privilegiados de las altas esferas. El Gobierno lo sabía, claro que lo sabía, muchos de sus miembros eran clientes de esos locales. Y otros los regentaban.

Y, por lo que Cordelia sabía, aquella joven morena era uno de los mejores proveedores de esa granja y de cualquier otra. Era famosa en el circuito de los soñaderos de alta gama, y hasta contaba con un pequeño club de fans. Solo trascendían los nombres de los mejores soñadores, nombres que ya se habían convertido en sinónimo de perfección, de calidad: Lydia M., Virginia la Loca, Zorba Barzo, Garibaldi… Cordelia pensó que tal vez, solo tal vez, podría usar lo que sabía sobre la conspiración de las granjas y los soñadores forzosos para salvar a su hija. ¿O acaso eso la pondría también a ella en peligro? Hacía solo tres días que habían encontrado el cadáver de un funcionario del Departamento de Descanso y Bienestar; por lo que Cordelia había oído, su muerte se debía al consumo de un sueño en mal estado, pero había quien aseguraba que, simplemente, había metido la nariz donde no lo llamaban y alguien lo había quitado de en medio. Cordelia respiró hondo. No tenía sentido pensar todavía en posibles salidas del embrollo en el que estaban metidas. Primero tenía que averiguar qué diablos estaba sucediendo allí, conocer la situación al detalle antes de enfrentarse a ella.

Aunque cada célula de su ser le imploraba que volviese, que se arrodillara al lado de su hija y le arrancara aquella diadema de conexión, sabía que esa no era la acción idónea. Primero porque necesitaba a un experto, a un técnico que supiera desconectar a Anna sin riesgo para ella. Y segundo, porque no conseguía comunicarse con el exterior, y eso era casi tan extraño como encontrarse a su hija conectada a la famosa Lydia M. Necesitaba llegar a la sala de control y reunirse con quien estuviera al cargo.

El personal de la granja estaba más desorganizado de lo que esperaba. No entendía por qué se encontraba el edificio en aquel estado de desidia, parecía que el simple hecho de trabajar allí te convertía en un completo inútil. Como si la presencia maléfica de 5X003, de la Bestia, influyera de algún modo en el lugar, como si su energía nefasta contaminara a todos los que anduvieran cerca.

Tiró de la palanca de emergencia que sobresalía junto a la entrada de una de las habitaciones. No ocurrió nada. El guardia la seguía a corta distancia y la miraba con clara animadversión, pero ella ya estaba tan acostumbrada a ese tipo de mirada que le importó más bien poco.

—¿Es que nada funciona aquí? —preguntó, exasperada.

Avanzó por el pasillo, a paso rápido de taladradora, con aquellos tacones de punta metálica que resonaban con descaro sobre el ruidoso suelo del corredor. Llevaba bien sujetos a sus prisioneros. Por ahora, le bastaba con que no le llenaran la cabeza de insulsa palabrería, que no intentaran huir (¿y adónde huirían? Cordelia ya se había ocupado de avisar al guardia de la entrada de la presencia de un vehículo extraño oculto en las cercanías).

Otros asuntos nublaban su mente conforme se acercaba a la sala de control. Seguía intentando contactar con el exterior, sin éxito. En la granja no había cobertura para teléfonos al uso, pero tampoco parecían funcionar los comunicadores especiales, diseñados para la peculiar red de estas instalaciones. Ni el suyo, el que traía consigo, ni ninguno de los que se hallaban diseminados por el edificio parecían servir de nada. Nada parecía funcionar como debía. Algo, un miedo instintivo, le decía que aquello era un mal augurio. Prefirió no utilizar el ascensor y tomó las escaleras. Aquello no era un incendio, pero era una emergencia.

Cuando estaba ya a escasos pasos de la sala de control, salió a su encuentro una mujer vestida con una bata blanca, seguramente una de las jefas médicas. Era bajita y muy rubia, con la piel clara y el cabello casi platino.

—Ralph, el técnico… —empezó, con la respiración entrecortada. Su voz bailaba, subía y bajaba de tono como si se tratara de un adolescente en pleno cambio hormonal—. No consigue reponer la comunicación. —Se detuvo y examinó a Cordelia con algo parecido al alivio en sus facciones—. ¿Viene usted de la ciudad? ¿La han enviado del departamento?

—Soy Cordelia Travaglini, jefa de sección del Departamento de Recuperación del Espacio y agregada intermedia del Departamento de Descanso y Bienestar. —Soltó el hombro de Dominic para extraer una fina tarjeta metálica de su chaqueta y enseñársela a aquella mujer alarmada. Esta hizo un gesto de afirmación con la cabeza, sin mirarla siquiera. Cordelia la devolvió a su lugar. «Mucho mejor», pensó. «Mejor que ni la mire, que no pida explicaciones. Mejor que piensen que tengo la autoridad necesaria para hacer lo que haga falta por aquí»—. Primero: estos chicos, y los que encontraréis en la sala de experimentación, están todos bajo mi custodia. Nadie deberá interrogarlos antes de que yo lo haga. No les quitéis los ojos de encima, no quiero que se «pierdan». —Cordelia puso especial énfasis en el verbo «perder»—. Segundo: ¿por qué están cortadas las comunicaciones? ¿Qué le ocurre a la red?

—Nnnooo… nnnooo lo sabemos —tartamudeó la doctora, asustada—. El técnico… Ralph… está trabajando en ello.

Cordelia gruñó. Aquello cada vez iba a peor. ¿Podían los chavales haber saboteado de algún modo el sistema de comunicación? Le dirigió una mirada glacial a Sammy. Este levantó las manos en señal de inocencia.

—Nosotros no hemos tenido nada que ver, se lo prometo. Solo nos conectamos a uno de los… a uno de los… eerrrm… pacientes.

Entraron en la sala. Allí, el técnico, un hombre de cabello cano, miraba ofuscado una de las pantallas que cubrían la pared del fondo de la estancia. No se inmutó ante la llegada de aquellos tres extraños, siguió a lo suyo como si siempre hubieran estado ahí. Había otros dos miembros del personal de la granja en la sala, una enfermera despeinada y un operario de mantenimiento con aire de lagarto.

—¿Dónde está el resto de los empleados? —preguntó ella.

—Estamos intentando reunirlos —contestó la doctora—. Las comunicaciones internas tampoco funcionan. Parece que ha habido algún tipo de sobrecarga. Muchos sistemas se han caído y están todavía reiniciándose.

—Esto no es casual, no… —anunció Ralph, el técnico. No parecía dirigirse a nadie en particular—. Aquí está pasando algo extraño, algo muy extraño. No consigo que nada funcione como debería. ¡Nada! —Miró a Cordelia con detenimiento, como calibrando si podía confiarle más información. Luego miró a los chavales que esta mantenía cautivos—. Varios sistemas de seguridad están fallando. Y uno de ellos en concreto me preocupa bastante. —Hizo una pausa, como si le costara continuar, como si se resistiera a dar noticias terribles—. Creo que hay un fallo directo que afecta al nivel menos uno.

Se produjo un silencio incómodo en la habitación. Todos sabían lo que había en el nivel menos uno. Pero Sammy no, y su curiosidad pudo más que su miedo.

—¿Qué hay en el nivel menos uno? —preguntó. Los ojos le brillaron un momento, como si él mismo hubiera dado con la respuesta—. Es el monstruo, ¿verdad? ¡Lo tenéis encerrado allí!

Cordelia se volvió hacia él, sorprendida por sus palabras. ¿Aquel muchacho conocía la existencia de la Bestia? Y su sorpresa fue en aumento cuando el otro chico dijo:

—No puede ser. El monstruo estaba en la segunda planta. Yo lo he matado. He matado a mi hermano. —Su tono de voz bajó de forma progresiva, como si estuviera dándose cuenta en ese momento de la gravedad de lo que estaba confesando.

Cordelia no respondió de inmediato. Se había quedado sin palabras.

—¿A quién dices que has matado? —preguntó la doctora.

—A mi hermano —contestó el muchacho—. A Armind Zola.

La doctora se volvió hacia el técnico.

—Ralph, ¿puedes conectar con la habitación de Zola, en la segunda planta? Sujeto 1197…

—Sé muy bien de quién hablas —la cortó el técnico, con cara de pocos amigos. Enseguida abrió una pantalla nueva, que mostraba una vista tipo ojo de pez de una habitación repleta de cabinas—. No tengo lecturas de constantes vitales, solo visual. Pero es que no tengo lecturas de ninguno de los soñadores de la estancia.

—Enfermera —la doctora se dirigió a la mujer despeinada que lo observaba todo con los ojos abiertos como platos—, ¿puede dirigirse a la cabina del sujeto 1197 y comprobar su estado? —Tragó saliva antes de continuar—. Y el de todos los demás, por favor.

La enfermera asintió y salió veloz de allí.

Cordelia soltó a Sammy y cogió de los brazos al joven negro.

—¿Dices que has matado a Armind Zola? —le preguntó.

El muchacho asintió.

—Lo he estrangulado —contestó. Y le mostró las manos como si sus palmas desnudas fueran prueba suficiente de su fechoría.

Ninguno de los presentes supo qué decir. Cordelia se llevó las manos a la cabeza, intentando poner un poco de orden en la marea que amenazaba con arrastrarla muy lejos, allí donde cosas como aquella no podrían afectarla, donde nada podría llegar y ella no sería más que un pequeño barco a la deriva. Pero hoy no, hoy no era un día para navegar. Se volvió una vez más hacia el chico que los observaba, sin comprender.

—Armind Zola no era la Bestia —le dijo—. La Bestia está a buen recaudo en el nivel menos uno de esta granja. Lo siento, chico, has matado a quien no debías…

Dominic no respondió, pero todos pudieron ver como le temblaban los labios. Abrió la boca, como si quisiera rebatir, pero la cerró enseguida. Cordelia se preguntó si aquel muchacho podía ser peligroso, si debería encerrarlo o esposarlo a una silla o algo por el estilo. La mirada del chico se vidrió. «Creo que acaba de entrar en shock», pensó.

—Pero él… Armind… —Sammy negó con la cabeza—. ¿Qué es esa Bestia? ¿Es el monstruo del que la chica morena habló a los otros? ¿El que dijo Ismael que nos había engañado?

—¿La chica morena? —le preguntó Cordelia, confundida. De repente, un rayo de luz empezó a asomar entre las brumas de su cerebro—. ¿Te refieres… te refieres a Lydia Morzac?

—La chica de las mariposas —aportó Sammy—. Todos soñaron con ella. —Dejó atrás las precauciones. Tenía la horrible sensación de que estaban todos en el mismo bando, que estaban unidos en su condición de víctimas de un gran enemigo común.

—Las mariposas… —Cordelia calló y tomó aire. Relegó a otro espacio de su mente todo lo que había pasado en los últimos segundos e intentó concentrarse—. Es imposible. Es imposible que ella… A no ser que… —Clavó una mirada desesperada en Sammy y este sintió que le faltaba el aliento—. La Bestia. Tiene que ser ella… El monstruo.

—En los sueños también había un monstruo —afirmó Sammy con un hilo de voz—. Ismael y Dominic lo vieron. Ismael dijo que nos había engañado, que quería utilizarlos para sobrecargar el sistema.

—¿Cómo? —le preguntó el técnico. Abandonó los monitores y se aproximó hacia él a paso vivo. Sammy retrocedió al verlo llegar, como si temiera que fuera a golpearlo—. ¿Cómo lo hizo? —preguntó—. ¿Cómo pretendía provocar la sobrecarga?

—Conectándose todos a un mismo sueño —contestó el muchacho, intimidado por la cercanía del técnico—. Al sueño de la chica morena.

Ralph se llevó una mano a la boca y negó con la cabeza, incrédulo. A continuación regresó a la carrera a la zona de monitores.

—¡No puede ser! —gritó—. Aunque la Bestia hubiera podido aprovechar alguna brecha de seguridad durante el reinicio para escapar, eso no habría afectado al resto de los sistemas. Esos fallos los han provocado desde fuera… ¿Puede haber alguien ayudando al monstruo desde el exterior?

—¿Qué está pasando aquí? —Cordelia estaba próxima al grito.

—No perdamos la calma… —dijo la doctora. Le temblaba la voz. En aquel momento era la viva estampa de la histeria—. No perdamos la calma, por favor.

Cordelia estuvo tentada de abofetearla.

—Escúchenme todos —anunció el técnico mientras hacía un gesto imperioso a los presentes—. Voy a intentar arreglarlo por las bravas, ¿me oyen? Voy a desconectarme de la red de energía principal y voy a conectarnos a la de emergencia. En teoría eso debería purgar alguno de los sistemas que fallan. En teoría. Por unos instantes no habrá ni siquiera corriente eléctrica. No se alarmen, por favor. Si todo va bien, la luz debería regresar pronto…

—Haga lo que tenga que hacer, pero hágalo ya —le ordenó Cordelia, impaciente.

Ralph tecleó unos instantes en el monitor, con expresión absorta. Se apartó de la pantalla y, unos segundos después, la luz de la sala se apagó. Todo quedó sumido en un silencio absoluto. Cordelia miró alrededor. Era consciente de la proximidad de los demás, alcanzaba a distinguir sus siluetas en la oscuridad, pero tuvo la impresión de estar sola, perdida en un laberinto de sombras del que no había salida posible. Respiró hondo. Aquello no podía ser más que una pesadilla, se dijo, quizá estaba en el soñadero de la torre Amapola, enganchada a algún sueño de moda, quizá uno de los que habían salido de la misma granja en la que se encontraba. El corazón le latía, desatado en el pecho. Estuvo tentada de recurrir a alguna palabra de fuga para despertar.

Las luces comenzaron a volver, de manera tenue, suave, una creciente luminiscencia trajo de vuelta a los objetos y al reducido grupo que se encontraba en la sala. Cordelia vio que el guardia de seguridad y el operario que tenía aire de lagarto cuchicheaban el uno con el otro en una esquina. No les prestó atención. Los monitores regresaron a la vida. Y un instante después, un caos de diferentes alarmas comenzó a sonar a un mismo tiempo.

Cordelia se tapó los oídos, saturada por aquel escándalo, por aquella algarabía.

—¡Múltiples fallos! —gritó el técnico, encorvado delante de la pantalla. El monitor mostraba un sinfín de lecturas en rojo y el resplandor de los caracteres convertía el rostro de Ralph en una especie de demonio estupefacto—. ¡Los sistemas se han venido abajo desde dentro! —dijo—. ¡La sobrecarga tuvo lugar en la sala de experimentación! ¡Las barreras entre soñadores han caído! ¡Mierda! ¡Hay múltiples señales de actividad anómala en el nivel menos uno! —Los miró, aterrado—. ¡Es lo que temíamos! ¡Es la Bestia! ¡Está libre!

—¡Apague eso! —gritó Cordelia—. ¡Voy a volverme loca!

El técnico fue silenciando las alarmas, lo hacía casi a golpes, como si estuviera matando insectos. Hasta que solo quedó una en marcha. Solo que no era una alarma, sino el sonido de un comunicador de plástico negro situado en una mesa atestada de cachivaches de uso incierto. La propia Cordelia se acercó hasta allí, el operario y el guardia de seguridad tuvieron que hacerse a un lado para permitirle el paso y la mirada que le dedicaron fue de clara antipatía. El teléfono tenía un piloto rojo situado en un lateral que no dejaba de parpadear, ansioso, frenético. Cordelia pensó que aquello era un ojo maléfico que estaba atento a todos sus movimientos. Se sintió atravesada por aquella mirada; atravesada, juzgada y condenada. Tuvo muy claro que una vez que contestara a esa llamada su mundo entero se derrumbaría.

La mano no le tembló cuando descolgó el aparato.

Una voz de mujer, desconocida, distorsionada por interferencias constantes, saltó de entre la niebla acústica. Todos dieron un pequeño salto en el sitio.

—GVM3, GVM3. ¿Me reciben? Soy Tango-Charlie-Delta-Delta-Bravo-Primero.

Cordelia tardó unos segundos en hacer memoria y recordar los viejos parámetros de comunicación. Aquel era un canal de emergencia cifrado. Al cabo de unos instantes, respondió, con voz dura, serena:

—Te recibimos. Soy Travaglini, Cordelia. Código ámbar, número 78978. Estoy en Golf-Víctor-Roca-Tercero. No se oye muy bien. ¿Qué está ocurriendo ahí? —preguntó, aunque no quería saberlo.

—Han caído todos, todos… Todos los que tenían nanonitos activos se han visto obligados a unirse a la nube. La propia nube los ha forzado a ello. —El crepitar de estática ocultó sus palabras durante unos instantes. Lloraba, comprendió Cordelia, aquella mujer estaba llorando—. Miles de muertos en la primera oleada. Miles. Ha sido la Bestia. Se ha hecho con la nube y está matando a todo el mundo… A todo el mundo…

Una pausa incómoda se estableció en la comunicación. La estática crujía de nuevo. ¿O era llanto? Cordelia inspiró y espiró en profundidad. Se había entrenado para eso. Calma en la tempestad. Nervios de acero. ¿Miles de muertos? ¿De verdad había dicho miles de muertos?

—¿Cuáles son las órdenes? —preguntó.

—Eliminar al Sujeto 5X003. Repito: eliminar al Sujeto Quinto-X-Ray-Nada-Nada-Tercero. Terminar con la Bestia.

—Designe protocolo.

—Protocolo 650.1. Protocolo Sexto-Quinto-Nada-Punto-Primero.

Cordelia no dijo nada.

—¿Travaglini? —En la voz de la otra mujer se adivinaba el pánico, la tensión terrible del momento—. ¿Sigue ahí, Travaglini? Llevo un buen rato intentando comunicar con la granja, no te nos vayas ahora. Creemos que cuando muera la Bestia los que se han conectado a la nube podrán liberarse. ¿Me oye?

—¿No pueden activar el protocolo a distancia? —preguntó ella—. ¿No pueden matarlo desde ahí?

—No. Todas las terminales seguras desde las que se podía llevar a cabo el protocolo han sido saboteadas. Hay que hacerlo a mano. Hay que hacerlo a mano desde la granja. Hemos enviado una nave, pero tardará todavía media hora en llegar. Para entonces puede que ya sea demasiado tarde.

—Recibido protocolo —dijo—. Regresaré una vez que lo haya finalizado.

Y cortó la comunicación. Si seguía escuchando aquella voz se volvería loca.

Sammy no se atrevió a hablar de inmediato. Cuando lo hizo, su voz era baja y miedosa. Sus preguntas fueron un eco de los propios pensamientos de Cordelia.

—¿Miles de muertos? —balbuceó—. ¿Ha dicho miles de muertos?

—Mantén la calma —le pidió ella. Consultó su ordenador de muñeca, una joya repleta de circuitos integrados, y accedió a los archivos clasificados. Allí dentro estaba toda la información que necesitaba sobre el protocolo 650.1. La operación al detalle apareció en la pantalla líquida de su pulsera. La estudió con expresión concentrada.

El operario con cara de lagarto se aclaró la garganta y participó por primera vez en la conversación.

—Si todos los que tenían nanonitos en su cerebro están en la nube, ¿cómo es que ella pudo…?

Fue Ralph quien contestó a su pregunta. Estaba pálido como un fantasma.

—Aunque parezca imposible, todavía queda gente que no se ha sumado a la revolución onírica. —Y por lo que Cordelia sabía algunos departamentos contaban con grupos especiales formados en exclusiva por ese tipo de sujetos. ¿Quizá preparándose para días como aquel?—. Gente que sigue durmiendo de forma natural —añadió el técnico—. Gente que duerme varias horas al día y que sueña sus propios sueños…

A pesar de la tormenta que se desarrollaba en su cabeza y en su estómago, Cordelia no pudo evitar sonreír. Levantó la vista de la minúscula pantalla de su pulsera.

—Durante mucho tiempo todos lo hicimos así —dijo—. Y yo diría que nos fue mejor que ahora. Hay muchas cosas que debimos hacer de una forma diferente. Y nuestro mayor error fue la Bestia.

—Pero ¿qué fue lo que hicisteis? —preguntó Sammy.

Cordelia lo miró un momento. Se le pasó por la cabeza no contestar, pero terminó haciéndolo. Aquel muchacho se merecía una respuesta.

—¿Recordáis la peste onírica?

Dominic pareció volver en sí al oír aquellas palabras.

—Fue mi hermano —dijo, con voz insegura—. Mató a treinta mil personas. Mi hermano lo hizo.

—Y por eso lo has matado. Por todo lo que le hizo a la Humanidad. Por todos los muertos. —Cordelia pensó que se le partiría el corazón. Pero encontró fuerzas para seguir hablando—. Y por lo que eso le hizo a tu familia.

Dominic no respondió. Su silencio le dijo a Cordelia todo lo que necesitaba saber.

—Lo siento, Dominic —continuó—. No puedes imaginarte cuánto lo siento. Pero eso no lo hizo Zola. Lo hizo la Bestia. Utilizamos a Zola como cabeza de turco para evitar el pánico generalizado en la población. No podíamos permitir que la gente perdiera confianza en el Gobierno. No podían saber que en realidad era culpa nuestra.

—Vosotros habéis creado a ese monstruo —dijo Sammy, mirándola con repugnancia—. Lo estáis utilizando, no sé para qué, pero habéis estado utilizándolo durante todos estos años.

—Hemos estado utilizándolo desde el principio. Me gustaría decir que elegimos el menor de los males, que fue una solución con el bien de la población como prioridad. —Cordelia suspiró—. Pero… he visto tantas cosas, chicos. Y he sido parte de ellas. Tenéis todo el derecho del mundo a odiarme. Soy tan monstruo como esa cosa que tenemos aquí encerrada.

—El camino al infierno está construido de buenas intenciones —murmuró Sammy. Su ataque de rabia se estaba disipando. Cuando llega el fin del mundo, poco importa quién es el culpable de la destrucción.

—De buenas, de no tan buenas y de omisiones terribles —dijo Cordelia—. Pero no tenemos tiempo de detenernos a reflexionar sobre ello, no tenemos tiempo de que Dominic me odie por ser parte de aquello que arruinó su vida, ni de que tú, Sammy, me eches en cara todo lo que he hecho para este Gobierno. —«Ni de que yo me maldiga a mí misma por ser la única culpable de que ahora mismo mi hija esté en peligro», añadió para sí—. Dejemos eso para luego, debéis entender que en estos momentos tenemos una sola prioridad. Enfrentémonos luego al desastre, ahora tenemos que intentar contenerlo.

—El protocolo 650.1, Sexto-Quinto-Nada-Punto-Primero, es matar al monstruo, ¿verdad? —preguntó Sammy.

—Eres un chico espabilado —contestó ella—. Eso es: vamos a matar al monstruo.

Un nuevo cortejo liderado por Cordelia se puso en marcha. Esta vez los dos chicos andaban tras ella, intrigados y nerviosos. Estuvo tentada de ordenarles que se quedaran en la sala de control, pero ¿qué más daba? Mejor tenerlos cerca, donde pudiera vigilarlos. Detrás marchaba la jefa médica, el guarda de seguridad y el operario-lagarto. Formaban un grupo curioso. Aceleró el paso y los demás se esforzaron por alcanzarla. Sus tacones seguían aporreando el suelo con determinación. De cuando en cuando consultaba su reloj. Quería tenerlo todo muy claro cuando llegara el momento.

Por fin llegó a las puertas correderas que daban acceso a las escaleras que llevaban al sótano. Junto a estas había un ascensor amplio y cómodo, pero Cordelia no se fiaba; en aquel edificio nada funcionaba como debía. Descendió con rapidez los peldaños que la separaban del nivel subterráneo.

Una puerta de cristal impedía el acceso al corredor principal. Cordelia acercó su decodificador de pulsera al lector y la puerta se abrió en un solo movimiento preciso y fluido. Atravesaron el pasillo y encontraron otra cancela similar. Cordelia repitió el proceso.

—Allí —les indicó, y señaló a la derecha. Una sala circular se abría ante ellos, con puertas dispuestas de manera continua a lo largo de la pared curva. Dos de ellas sobresalían por su tamaño y color: eran de un azul brillante y claro. Ambas incluían grandes letreros con las palabras «Acceso Restringido».

Cordelia repitió el truco del decodificador con la puerta de la izquierda. Esta emitió un ruido peculiar, un pitido agudo, y después se abrió.

—Vamos —les realizó un gesto para que la siguieran.

Frente a ellos, una puerta azul los separaba de aquella estancia y la Bestia. En esta ocasión su decodificador no serviría. No tenía los privilegios necesarios y no había tiempo para conseguirlos. Pero por eso había traído a la doctora con ella.

—Abre la puerta —le pidió—. Es la hora de acabar con esto.

La jefa médica se acercó al lector, pero se detuvo en seco cuando le faltaba el último paso. Con aspecto abatido, derrotado, se volvió hacia Cordelia y el resto del grupo.

—No puedo hacerlo —anunció—. No puedo consentir que lo mate. Sigue siendo mi paciente. Sigue siendo responsabilidad mía.

—¿De qué está hablando, señora? —le espetó Cordelia—. ¡Ha escuchado la conversación! ¡Han muerto miles de personas! ¡Y morirán más si no abre esa maldita puerta y me deja matar a esa cosa!

—Si lo mata, estará matando al sueño. —A la doctora le temblaba la voz.

—No. Estaré terminando con esta maldita pesadilla. ¡Abra la puerta!

La otra negó con la cabeza, terca.

—Es mi paciente —insistió con la voz tomada.

Cordelia juntó las manos y las apretó con fuerza. Sammy lo reconoció como un gesto típico de Anna. Aunque en lo físico se parecían poco, y sus personalidades eran radicalmente diferentes, de vez en cuando surgían pequeños detalles que delataban su parentesco.

—Y las chicas que acaban preñadas aquí sin enterarse siquiera, ¿no son también sus pacientes? —preguntó, rabiosa—. ¿Acaso no lo son los pobres desdichados cuyos sueños exprimen una y otra vez para venderlos a los soñaderos? —La miró con una severidad terrible—. Abra esa puerta. Ábrala ahora mismo. —Y era tal la autoridad de esa orden que a Sammy no le habría sorprendido ver que la puerta se abría por sí sola.

La doctora, sobrecogida, agachó la cabeza. Se acercó al lector y pasó su decodificador por él. Cuando la puerta se abrió al fin, renqueante, como si se negara a facilitarles acceso, ella no entró. Se quedó fuera, sin moverse.

La habitación estaba dividida en dos partes por una cristalera que nacía del suelo y se perdía en el techo. Cordelia conocía muy bien aquella estancia, aunque nunca había estado en persona. Muchos de los aparatos que contenía habían llegado allí por petición expresa suya. Observó las placas que cubrían una de las paredes; sabía con exactitud lo que se escondía tras ellas: allí dentro danzaban pequeños hologramas, imágenes perdidas de sueños, pesadillas y recuerdos del monstruo. Ante la gran cristalera se levantaba un amplio tablero de control repleto de botones, consolas y paneles. Al otro lado del cristal estaba la cabina de la Bestia, un sarcófago transparente de un tamaño impresionante atravesado por incontables cables, tubos y cilindros de todos los tamaños y longitudes, conectados a varias máquinas que a Sammy y a Dominic les resultaron tan alienígenas como la cosa tumbada en la cabina. Toda su piel estaba encallecida, como si se hubiera herido y cicatrizado una y otra vez, o como si hubiera sobrevivido a quemaduras de tercer grado. En su cara nacían decenas de ojos, todos cerrados, algunos temblorosos o pulsantes, que parecían sufrir extraños tics o calambres. Los ojos no eran las únicas partes de su cuerpo que superaban la numeración habitual: varios muñones, como de brazos a medio hacer, asomaban de forma aleatoria de su tórax, y pequeñas rodillas y pies brotaban de sus tres piernas.

Sin volverse siquiera para mirar a los demás, Cordelia se sentó frente a una de las consolas y deslizó una mano sobre ella. Apareció un teclado proyectado y comenzó a pulsar los códigos y secuencias que había memorizado. No tuvo que consultar su ordenador personal ni una sola vez. Los comandos que ejecutaba aparecían en uno de los monitores; circulaban veloces sobre una autopista de información cada vez más compleja. Nadie supo qué hacer ni qué decir, nadie se atrevió a interrumpirla. Tras unos minutos de trabajo, Cordelia se detuvo. Ya casi estaba hecho. Se oyó un siseo y en el tablero contiguo se deslizó un panel hacia la derecha. Asomó un nuevo teclado. El teclado definitivo. Ahí, Cordelia marcó la secuencia de números que mataría a la Bestia.

650.1.

Seis. Cinco. Nada. Punto. Uno.

Se levantó de la silla y se acercó a la cristalera, a la espera. La Bestia resollaba en su cabina inmensa. Aquel montón de carne se estremecía, daba unas sacudidas tremendas, como si bajo su piel se estuvieran produciendo terremotos, como si estuviera hecho a base de placas tectónicas que ahora se lanzaban, feroces, unas sobre otras. Varios ojos se abrieron de pronto, al unísono; estaban recubiertos de una película de tela blanca. Lágrimas de légamo corrieron por su carne llagada. Cordelia se cubrió la boca con una mano.

«Así es como mueren los dioses», pensó mientras veía agonizar a aquel espanto.

Y tras ese pensamiento se percató de algo que no debería estar allí. Junto a la cabina del monstruo había un extractor de sueños, un aparato con el que estaba muy familiarizada. ¿Cómo no iba a estarlo si era ella la que se encargaba de proveer a las granjas de ellos? Aquel artilugio estaba fuera de lugar. Aquel artilugio se colocaba en las cabinas de los soñadores activos, de los hombres y mujeres que dormían en las plantas superiores de la granja, aquel artilugio convertía los sueños en código que luego iba a parar a la nube. ¿Qué hacía ahí un extractor?

La revelación llegó como un relámpago. Soñaderos. Soñaderos tan fuera de toda moral y ética que no se contentaban solo con ofertar a sus clientes los mejores sueños, las fantasías más eróticas, las pesadillas más terribles, los delirios más violentos… Soñaderos que querían vender los sueños primordiales, los sueños del monstruo, los sueños de la Bestia. Sueños asesinos, sueños atroces… La experiencia onírica definitiva. Se volvió hacia los dos hombres que la acompañaban en aquella estancia: el guarda y el operario con aire de lagartija.

—¿Qué han hecho? —preguntó, espantada—. ¡Han estado extrayendo sueños del monstruo! ¡Malditos cabrones! ¿Qué es lo que han hecho?

—¡Se ha dado cuenta! —exclamó el operario. Su tono se volvió aún más verdoso—. ¡Te dije que iba a darse cuenta! ¡Nos van a echar la culpa a nosotros de lo que ha pasado, Ezequiel, nos la van a echar a nosotros!

—¡Y una mierda! —se rebeló el guarda—. ¡Yo no soy responsable de nada! Yo he cumplido órdenes, he hecho mi trabajo, y lo he hecho bien. ¡No voy a permitir que me echen la culpa de algo que no ha sido cosa mía! ¡Los únicos responsables sois tú y los tuyos, maldita niñata del departamento!

Cordelia pestañeó, perpleja. La habían llamado muchas cosas en su vida, pero lo de niñata era nuevo. Casi se sintió halagada. Dominic y Sammy se miraron preocupados.

—¡No te hagas la inocente! —prosiguió—. Aquí los culpables sois los mandamases, los de arriba. ¡Sois vosotros los que queríais esto! ¡Son los tuyos los que querían disfrutar de sueños de verdad! ¡Nosotros no somos más que empleados que intentan hacer su trabajo!

—¿Hacer su trabajo? —Cordelia parecía genuinamente asombrada, como si aquella reacción estuviera fuera de todo lugar—. ¿Llamas violar a niñas de once años y vender sueños letales hacer tu trabajo?

El monstruo emitió en ese momento un sonido patético, un ruido agónico. Cordelia volvió la cabeza hacia él.

—Zorra —escupió el guardia de seguridad.

Y entonces sonó un disparo, y Cordelia miró hacia la mancha roja que se extendía junto a su pecho izquierdo, preguntándose de dónde salía tantísima sangre. En los escasos segundos que duró de pie, que a ella le parecieron minutos, horas, vidas enteras, intentó comprender por qué. ¿Por miedo a que los delatase? Era tan absurdo, tan ridículo… Pero era por eso, comprendió, exactamente por eso. Aunque ellos no fueran los responsables de lo que había ocurrido, aunque lo que habían hecho no tenía nada que ver con la huida de la Bestia, verse descubiertos era lo más importante en su pequeño mundo mezquino, miserable. Eso era lo que tanto los asustaba: que expusiera su culpabilidad, su terrible culpabilidad. Como si eso importara ahora, con el mundo en las garras de la Bestia, con la Bestia aferrada a la nube.

Cayó al suelo, no sin antes recordar aquellas palabras de su antiguo jefe, un tal Bruno Seday, que siempre le repetía que le faltaba empatía, que tenía que aprender a reconocer las emociones de los demás, que algún día su indiferencia le traería un problema gordo. Lo que más le dolió, más que el tiro, más que la bala que se alojaba ahora en su cuerpo, fue tener que darle la razón, en su mente, a aquel pedazo de idiota.