BATALLA A LAS PUERTAS DEL INFIERNO

No, Ismael no venía solo.

Traía un ejército consigo.

Había aprovechado al máximo el tiempo que les había conseguido Aaron. Se había abrazado a la desesperación, a la furia ciega, ardiente, que lo había embargado cuando aquel engendro se había atrevido a jugar con la imagen de su madre muerta. Había mancillado su recuerdo, había profanado lo más sagrado que le quedaba de ella. Porque, aunque sucediera lo imposible y vencieran allí aquel día, estaba convencido de que, durante el resto de su vida, la imagen que vería cuando intentara evocar a su madre sería la que le había mostrado aquel ser inhumano: la de un cuerpo que se desintegraba, mera carroña de la que su padre se alimentaba. El monstruo sabía dónde debía atacar para hacer el máximo daño posible. Pero Ismael se negaba a consentir que aquella cosa envenenara el recuerdo de su madre y por eso, cuando Aaron interpuso su escudo (él mismo, en definitiva, transmutado en barrera) entre su atacante y ellos, Ismael se había vuelto hacia su pasado, junto a ella, en busca de las armas que necesitaba para intentar doblegar a su adversario.

—¿Oyes eso? —le había preguntado su madre en tantas y tantas ocasiones en la relojería cuando él era pequeño y el mundo enorme—. ¿Oyes ese tictac? —En ocasiones acompañaba sus preguntas con un señalar de dedo hacia un lugar incierto porque aquel sonido procedía de todas partes a un tiempo—. ¿Lo oyes, mi vida? —Y él, niño entusiasmado, asentía. Por supuesto que lo oía. Era la melodía de su infancia, el sonido siempre presente y cómodo que para Ismael era sinónimo de hogar, de amor, de calma—. Pues escúchalo bien. Porque es el latido de los corazones del ejército que vela por ti —decía ella—. Los relojes nunca permitirán que te pase nada malo —aseguraba—. No lo olvides jamás.

No lo había olvidado. ¿Cómo hacerlo? Aquella mentira había sido una de las piezas angulares de su infancia, de su existencia. Aquel tic y aquel tac habían sido su oración, su juego, su manera de vencer todos los tontos miedos de la niñez. Mientras escuchara a los relojes estaría a salvo.

Y ahí estaban ahora. Cientos de ellos. Venían con él, se agolpaban a su espalda. Su ejército. En su mayoría estaba formado por autómatas, criaturas humanoides construidas a base de engranajes y ruedecillas, seres metálicos cuyos rostros eran esferas de reloj antiguo, con las horas que bordeaban sus circunferencias y las manecillas en el centro, dibujando con sus brazos las expresiones de sus rostros insólitos. Iban armados con espadas y fusiles, fabricados también con piezas de relojería, las empuñaduras y guardas eran relojes de arena; las hojas, manecillas gigantes. El tictac surgía de sus pechos y aquel sonido, minúsculo, mínimo, si se tomaba de forma individual, se hacía prodigioso en conjunto. Pero el ejército de relojes no estaba formado solo por remedos de seres humanos, ¿por qué detenerse en eso? Ismael era un soñador lúcido, alguien capaz de modelar a voluntad sus sueños y darles la forma que se le antojara. Había convocado allí caballos y dragones, elefantes de guerra y feroces mastines, monstruos quiméricos sin semejanza alguna con nada creado por la naturaleza o concebido por el hombre, engendros colosales que se abrían paso entre la materia del sueño, furiosos, incontenibles.

—¡¿Oyes eso?! —preguntó a voces, encarado a la masa tentacular que se elevaba ante ellos como una montaña ávida de derrumbes, como un volcán ansioso de entrar en erupción—. ¡¿Oyes eso, montón de mierda?! ¡Vienen a por ti! ¡¿Los oyes?! ¡Vienen a por ti!

La criatura emitió un sonido grotesco, una mezcla entre ventosidad y trueno. Anna y Lydia retrocedieron hasta situarse una a cada lado de Ismael. Vito permaneció más adelantado; había abierto su mochila ante él y de ella sacaba un arma impresionante, una especie de cañón recubierto de filigranas de un tamaño ridículamente enorme.

El monstruo se reía a carcajadas perversas.

—¿Muñecos? —Su voz retumbaba en el mundo, su voz hacía vibrar el suelo bajo sus pies y el aire de sus pulmones—. ¿Te atreves a enfrentarte a mí con juguetes? ¿Quién te crees que eres? —La montaña de carne crecía por momentos, sus tentáculos se alzaban altos en el cielo, sus extremos, cuajados de ojos, colmillos y escamas, rasgaban la cúpula del sueño y la quebraban—. ¿Quién crees que soy? —bramó aquel engendro inconcebible—. ¡Soy la pesadilla! —anunciaron las múltiples bocas que se abrían como furiosos tajos en la superficie de su cuerpo amorfo—. ¡Soy todos vuestros malos sueños! ¡Soy el miedo hecho carne! ¡Y he nacido para destruiros!

—¡Atacad! —aulló Ismael mientras hacía un enérgico ademán hacia el monstruo. Aquel ser había pervertido el recuerdo de su madre. Y había asesinado a Aaron. El muchacho había dado la vida por ellos. Apenas los conocía, pero se había sacrificado para darles una oportunidad—. ¡Acabad con él! —La furia lo consumía. Notaba la llamarada del odio en cada una de las células soñadas que configuraban el cuerpo que vestía en la nube. Su rabia era el corazón de una nova y contenía infiernos.

De pronto sintió que perdía pie en sí mismo, que la realidad se le escapaba. El sueño a su alrededor lo constreñía y asfixiaba, como si reaccionara a su rabia y pretendiera deshacerse de ella destruyéndolo a él. Lydia lo tomó del antebrazo y su mero contacto sirvió para tranquilizarlo. La ira se aplacó, continuaba allí, pero ahora no era ella la que controlaba sus actos, ahora era dueño de sus sentimientos y no al revés. La repentina sensación de asfixia se suavizó y fue capaz de respirar de nuevo. Tomó una rápida bocanada de aire.

—¡Atacad! —repitió mientras señalaba otra vez hacia su enemigo—. ¡Acabad con él!

El ejército de relojes cargó contra el monstruo. Su marcha atronó sobre la piel de la pesadilla. Metrónomos perfectos avanzaban con un sonido de pistones desatados que por unos instantes eclipsó las carcajadas malévolas de su adversario. Los fusileros abrieron fuego con una precisión y puntería perfectas. Él los había creado. Había mezclado la materia del sueño con sus recuerdos y su inconsciente y había ido modelándolos a una velocidad de vértigo.

Unos metros más adelante, rodilla en tierra y semioculto por las hordas de criaturas-reloj que cargaban contra el monstruo, estaba Vito. Había apoyado el gigantesco armatoste contra su hombro y apuntaba hacia la mole que colapsaba la tierra del sueño. Era imposible fallar y, por supuesto, no lo hizo. El retroceso del disparo lo lanzó hacia atrás con violencia. Ismael cayó en la cuenta de qué era esa arma. Era un inhalador gigante, solo que su disparo no tenía nada que ver con el vaporizado normal de los inhaladores; aquel aparato escupía negrura y ponzoña, escupía asfixia y enfermedad. Vito estaba atacando al monstruo con sus propios miedos, comprendió Ismael. Había tomado algo que temía y lo había convertido en un arma contra su enemigo. ¿Era ese el modo adecuado de enfrentarse a él? Uno de ellos al menos, comprendió Ismael. Él había recurrido a su pasado junto a su madre para hacerse con aquel rocambolesco ejército. Para atacar al ser que había invadido la nube se necesitaban armas que estuvieran cargadas de sentimiento, fuera este cual fuese, se necesitaban armas que bebieran de lo más profundo de uno mismo.

Los relojes alcanzaron las laderas de carne al mismo tiempo que el disparo del inhalador gigante de Vito impactaba de lleno contra su superficie. La carne pétrea rompió a humear y grandes ampollas blancuzcas brotaron en la piel. El danzar monstruoso de la red de tentáculos vaciló unos instantes, solo unos instantes. Luego uno de aquellos seudópodos barrió el aire y golpeó con saña a la primera fila de soldados. Salieron despedidos, hechos añicos, convertidos en un caos de ruedecillas y tuercas disparadas en todas direcciones. La segunda fila no corrió mejor suerte, sus miembros fueron deslavazados a latigazos. La fuerza aérea de Ismael se sumó al ataque. Un tropel de dragones y quimeras se abalanzó sobre su adversario. El aire pronto hirvió alrededor de la montaña y sus tentáculos. Los tentáculos iban y venían, tanto en las alturas como a ras de pesadilla, y con cada una de sus embestidas llovían piezas de reloj. Un elefante embistió contra una de aquellas extremidades violentas y por un segundo dio la impresión de vencerla, pero, de pronto, el animal se derrumbó sobre sí mismo y sembró el suelo de engranajes.

Ismael apretó los dientes. Podía ser un soñador lúcido, pero era nuevo en esas lides y el esfuerzo de generar elementos a partir del sueño estaba pasándole factura. Oyó un fuerte crujido en su mente. Tuvo la sensación de que sus lóbulos cerebrales se estaban separando el uno del otro, casi podía percibir la grieta que estaba rompiéndole el cerebro en dos.

Anna y Lydia asistían perplejas a aquel espectáculo. Lydia, la soñadora que, sin saberlo, los había convocado allí, apretó los puños y se enderezó. Con un gesto de su mano hizo avanzar a sus mariposas, las mariposas negras, de alas afiladas y grandes como halcones. Del colgante en su cuello comenzaron a brotar más y más mariposas. Ella también contaba con su propio ejército. Eran de una negrura impactante, sobrenatural. Echaron a volar hacia el monstruo al tiempo que Vito, de nuevo en pie, disparaba otra vez. La nube que exhaló el inhalador violó todas las leyes de la física al zigzaguear entre las tropas reloj para esquivarlas y acertar otra vez contra la criatura que asolaba la nube. De nuevo sus tentáculos flaquearon, de nuevo su piel se cuarteó y se llenó de ampollas. Se oyó una profunda respiración asmática, un jadeo que terminó en un regüeldo viscoso que a Ismael le hizo pensar en unos pulmones colapsados de légamo.

Las mariposas se unieron a la lucha. Sus alas sajaban y cortaban con saña la carne del monstruo. Anna dio un paso al frente y sus tacones se hundieron en la tierra revuelta. Se preguntó qué podía hacer ella, cómo podía contribuir en aquella lucha surrealista. No podía convocar mariposas ni sacarse de la manga un ejército de robots. Vaciló un momento. Entrevió el cadáver de Aaron; el cuerpo de aquel muchacho que tantas veces había comparado con un inmenso cachorro ansioso de agradar yacía ahora de costado; su único ojo estaba abierto, mirando al vacío, pero en el mundo real, en el universo de la vigilia, probablemente estaría cerrado, cerrado para siempre. Aquel ojo nunca volvería a mirar, nunca volvería a asombrarse, nunca vería nada más que oscuridad. Anna aferró con fuerza la empuñadura de su espada y, tras soltar un grito, cargó contra su adversario. Lydia la llamó a voces, en un intento de hacerle recobrar la razón y convencerla para que retrocediera. No la escuchó. Corrió entre seres imposibles, saltó sobre engranajes retorcidos y caballos que sangraban arandelas y tuercas. Atravesó la pesadilla, veloz a pesar de los tacones, ágil a pesar de la falda ceñida, y asestó un furioso mandoble a uno de los tentáculos cuando este intentó interceptarla.

«Mírame, mamá», pensó en el momento de dar el golpe. «Soy tú. ¿No era eso lo que querías? Pues lo has conseguido».

El filo del arma sajó en vertical el pseudópodo del monstruo y le cercenó el extremo. La punta cortada cayó al suelo y comenzó a convulsionarse como un pez fuera del agua. Al momento se oyó un penetrante silbido, el sonido sibilante de una pérdida masiva de aire. Venía del tentáculo mutilado. La masa gigantesca a la que se enfrentaban temblaba y se sacudía, como la carpa de un circo a punto de venirse abajo. Su enemigo estaba desinflándose, como si no fuera más que un globo que alguien acabara de pinchar. Su superficie perdió elasticidad, se llenó de pliegues y dobleces a medida que el aire de su interior escapaba fuera. Los disparos y acometidas del ejército de Ismael ya no se encontraban con carne, sino con tela fácil de desgarrar, las alas de las mariposas causaban tales estragos ahora que apenas se las podía ver de tan rodeadas como estaban de jirones y pedazos del monstruo.

Pero este continuaba riéndose y eso dejó claro que la victoria todavía era una quimera. Anna retrocedió. La mole inmensa se venía abajo y amenazaba con sepultar a todos los que combatían en sus laderas. Miró alarmada a su alrededor, estaba demasiado lejos de Lydia, Vito e Ismael, pero ni siquiera ellos estaban a salvo de aquel derrumbe. Se preguntó si podría generar a su alrededor una esfera protectora del mismo modo que lo había hecho Lydia. No tuvo tiempo de probar fortuna: una de las mariposas de la soñadora voló hasta su espalda, se afianzó a ella y, con un violento agitar de alas, la alzó en el aire, lejos del monstruo vacío que caía sobre el islote flotante. La muchacha miró hacia atrás. Otras tres mariposas se habían aferrado a las espaldas de Lydia, Ismael y Vito y se elevaban arrastrándolos consigo, alejándose todos ellos de la oleada de piel que amenazaba con cubrirlo todo.

Y el monstruo reía y reía. Sus carcajadas eran truenos en el sueño, relámpagos casi visibles. De las espaldas de la infantería mecánica invocada por Ismael se desplegaron alas y toberas de propulsión. Todos levantaron el vuelo en un intento de ponerse a salvo. La mayoría lo consiguió, pero algunos quedaron cubiertos por las capas y capas de piel que caían sobre ellos. Se los veía agitarse allí debajo, pero por mucho que luchaban eran incapaces de liberarse. Ni siquiera abriendo fuego lo lograban. Sus convulsiones fueron remitiendo hasta que quedaron inmóviles, enterrados bajo toneladas de pellejo soñado.

—¡Pobres idiotas! ¡Benditos ilusos! —se oyó en las alturas. Y era una voz tan abrumadora que Anna ni siquiera alcanzó a oírse pensar. No había más sonido en la nube que aquella voz chirriante—. ¿Pretendéis hacerme daño en el sueño? ¡Aquí nada puede herirme! ¡Aquí lo soy todo!

El islote estaba ya cubierto por entero por la piel del monstruo, que formaba cuencas y valles, depresiones y colinas… De pronto, las arrugas tremendas de su superficie configuraron una parodia de rostro gigantesco. Dos ojos inmensos, de un enfermizo color verde, se abrieron en aquel caos de pellejo lacio. Una boca descomunal apareció debajo, en lugar de dientes emergían lápidas de las encías, tumbas ansiosas de llenarse.

—¡¿Me oís?! —exclamó aquella cosa—. ¡Lo soy todo! ¡Y vosotros no sois más que cadáveres!

La boca, inmensa como un lago, se abrió de par en par y de sus profundidades brotó una miríada de formas negras, lanzazos de oscuridad que volaron veloces hacia ellos. Eran insectos, un cruce entre avispas y arañas, con ojos multifacéticos, quelíceros babosos y un aguijón pendular que dejaba a su paso una estela de veneno verde. Había cientos, y todos volaban en su dirección. Mientras miraban fueron testigos de cómo a ambos márgenes del islote donde se enseñoreaba el rostro deforme del monstruo emergían dos poderosos brazos hechos de tiniebla, fuego y fango, rematados por unas garras que parecían talladas en glaciares. Las zarpas de hielo se afianzaron en el vacío y se dieron impulso hacia arriba, arrastrando consigo un enorme corpachón que parecía forjado a base de jirones de sombra. La nueva encarnación del monstruo empequeñecía a la primera. La pesadilla se estremecía ante el nuevo ataque de aquel engendro. Sus fauces continuaban abiertas y de su interior brotaban más y más insectos.

El ejército de Ismael y las mariposas de Lydia interceptaron a las huestes del monstruo antes de que los alcanzaran. Fue un choque brutal. Los insectos hundían sus garras en los humanoides metálicos y los destrozaban a zarpazos y golpes de aguijón. Saltaban en enjambre sobre los dragones y mordían con saña a los grifos y las mantícoras. Balas forjadas en sueños hacían pedazos a los espantajos negros; los soldados de Ismael clavaban sus espadas, manecillas enormes de reloj, en los vientres de sus adversarios o cercenaban miembros y cabezas. El combate era encarnizado. Ismael jadeaba, colgado casi inerte de la mariposa que lo sostenía en las alturas. Estaba agotado, pero no le quedaba más remedio que seguir generando soldados para sustituir a los caídos. Los nuevos reclutas eran toscos, burdas imitaciones de los originales, puesto que las fuerzas comenzaban a faltarle, pero seguían siendo lo bastante efectivos como para contener el avance de las fuerzas enemigas. Del colgante de Lydia brotaban más y más mariposas, algunas tan enormes como los mismísimos dragones que había traído Ismael al sueño. Anna hizo amago de saltar al combate, pero Vito adivinó sus intenciones y maniobró veloz en su mariposa para obstaculizarle el paso.

—No es buena idea —le dijo. Hablaba muy rápido, con los ojos muy abiertos. Parecía tener miedo de contrariarla—. Tenemos que mantener las distancias entre esas cosas y nosotros o estaremos perdidos. No tenemos la menor oportunidad si nos enzarzamos en un cuerpo a cuerpo contra ellas. ¿Tú las has visto?

Aun así, a la muchacha le costó un gran esfuerzo resistirse. Todo su ser la animaba a participar en la lucha, a arrojarse sobre aquellas hordas de insectos. Pero Vito tenía razón, aquella batalla la superaba, si participaba en ella esos bichos repugnantes no tardarían en despedazarla; había demasiados como para pensar en una posible victoria. Y si la mataban en el sueño estaría tan muerta en la vida real como lo estaba Aaron. Ya había tentado a la suerte una vez, no tenía sentido hacerlo de nuevo.

Un dragón hecho de arandelas, ruedecillas y pistones se precipitó al vacío, dejando tras de sí una estela de arena de reloj y agua de clepsidra. Caía cubierto por decenas de insectos que arrancaban pedazos de su cuerpo a mordiscos para luego escupirlos entre saliva y veneno. Del caos de la lucha se escabulleron varios insectos que enfilaron al instante hacia ellos; sus mandíbulas se abrían y cerraban como si ya estuvieran saboreando la carne soñada que rodeaba sus huesos soñados. Vito se adelantó en su mariposa, les apuntó con el inhalador y apretó el gatillo. Su disparo de nuevo fue certero y varias de las criaturas se desintegraron en el acto, pero el retroceso del arma tomó por sorpresa a la mariposa que cargaba con el muchacho y ambos salieron proyectados dando giros hacia atrás.

Anna comprobó que su propia mariposa se ajustaba con precisión a sus deseos y voló hasta el primer enemigo que llegaba. Con dos movimientos fluidos lo partió en cuatro pedazos idénticos al tiempo que esquivaba el aguijón que iba en su búsqueda.

Varios insectos más volaban hacia ellos, con su vibrante agitar de alas. Anna colocó la wakizashi en vertical ante su rostro y se preparó para recibirlas. Un segundo después estaba inmersa en un baile enloquecido entre aguijones venenosos y mandíbulas batientes. «Puedes hacerlo», se animaba mientras se revolvía entre ellos. «Puedes hacerlo, Anna. Esto es un sueño, suéñalo bien, suéñalo bonito, suéñate rápida y mortal y sobrevivirás». Dos de las mariposas de Lydia acudieron en su auxilio y entre las tres dieron buena cuenta de los insectos que habían sobrevivido al disparo de Vito.

Ismael sacudió la cabeza en un intento de aclarar sus ideas. La batalla continuaba a unos doscientos metros de distancia. Allí un caos de formas y sombras se embestían unas a otras. Al otro lado, el monstruo onírico continuaba vomitando sus hordas de insectos, sus ojos fulguraban como bocas del infierno. Más y más engendros negros se unían a la lucha y contrarrestaban con facilidad las fuerzas conjuntas de Ismael y Lydia. Tarde o temprano se verían desbordados, tarde o temprano los insectos caerían sobre ellos y los harían pedazos. O de nuevo intentaría enloquecerlos con sus miedos más profundos. Ismael no dudaba de que aquel espanto tenía todavía muchas armas de las que servirse.

Vito llegó hasta ellos tras hacerse de nuevo con el control de su mariposa; colgaba abrazado al gigantesco cañón inhalador. Le brillaban los ojos de una manera febril. Anna se acercó también hasta el pequeño grupo.

—¡Necesitamos ayuda! —les gritó Ismael.

—¿Ayuda? —Vito lo miró perplejo, como si no entendiera ni por asomo el significado de esa palabra—. ¿Te has vuelto loco? ¡Aquí no hay nadie que pueda ayudarnos! ¡Nadie! ¡Armind Zola está muerto! ¡Aaron está muerto! ¡Y esa cosa va a matarnos a todos si no espabilamos!

—¡Te equivocas! ¡No estamos solos! —dijo el otro muchacho—. ¡Hay muchísimos más soñadores con nosotros! ¡Mirad a vuestro alrededor! ¿No los veis? ¡Están por todas partes! ¡Por todas partes!

Ismael tenía razón, comprendió Anna. Había una multitud de islas flotantes desperdigadas por doquier. Desde donde estaban, en lo alto del cielo de la nube onírica, se alcanzaba a ver un gran número de ellas, tantas que era imposible contabilizarlas. Algunas eran diminutas; otras, del tamaño de ciudades. Todas las víctimas del monstruo estaban allí, repartidas por esas tierras flotantes, presas de los malos sueños, esclavizadas por el poder terrible del engendro que se había hecho dueño y señor de la nube onírica.

—¿¡Cuántos soñadores lúcidos habrá entre ellos!? —se preguntó Lydia—. ¿Cuánta gente capaz de dar forma a sus sueños y controlarlos? ¿Decenas? ¿Cientos? ¡¿Miles?! ¡Necesitamos liberarlos! ¡Tenemos que conseguir que se unan a la lucha!

—¿Y cómo vamos a liberarlos? —preguntó Anna.

—Hay que hacerles comprender que no son esclavos del monstruo, sino del terror que este les hace sentir —dijo Lydia—. Si vencen a sus miedos podrán liberarse. El monstruo tiene poder sobre ellos solo porque lo temen. Y una vez que estén libres tenemos que enseñarles de lo que son capaces.

—Se alimenta de sus temores, de sus pesadillas —continuó Ismael. Le costaba trabajo seguir la conversación y al mismo tiempo armar más soldados—. Eso es lo que lo hace fuerte. Si conseguimos que dejen de temerlo, al menos lo debilitaremos. —Contempló al monstruo, que seguía con su interminable vomitar de insectos. Se preguntó si podía oír lo que estaban diciendo y si concedería alguna importancia a sus planes. Estaba tan cegado por su poder que se creía invencible, y quizá ese fuera su talón de Aquiles. Ismael respiró hondo y tomó una decisión—: Yo lo entretendré mientras vosotros intentáis liberar a los soñadores.

—¿Entretenerlo, dices? —Lydia lo estudió con el ceño fruncido. De su colgante seguían brotando mariposas negras, diminutas al principio, cada vez mayores a medida que se alejaban de ella y se encaminaban a la lucha—. ¿Cómo lo entretuvo Aaron? —quiso saber—. ¿Pretendes sacrificarte como lo hizo él?

Ismael vaciló. No, no quería hacerlo. No quería morir. Eso era algo que tenía muy claro.

—Quiero que salgamos de aquí —dijo—. Es lo único que quiero. Y para conseguirlo necesitamos liberar a los soñadores de la nube.

—Vale, dividámonos entonces —intervino Vito—. Pero tú no vas a quedarte aquí solo para partirte la cara con esa cosa. Yo me quedo contigo —anunció—. Que las chicas se encarguen de liberarlos.

—¿Quieres alejarnos del peligro? —le preguntó Anna, escandalizada—. ¿Qué pretendes? ¿Proteger a las desvalidas damas?

Vito la contempló con una seriedad terrible. Parecía ofendido por sus palabras.

—¿Crees que estarás a salvo mientras sigamos en la nube? —Negó con la cabeza—. Da igual dónde estés, mientras permanezcamos aquí todos estamos en peligro, todos estamos perdidos. Lydia es la que lleva más tiempo como soñadora lúcida y he supuesto que es la que mejor se las puede apañar en la nube. Ismael y yo tenemos más oportunidades de resistir: él tiene a sus muñecos…

—Relojes. Son relojes.

—Y yo tengo mi mochila.

—Lo que no tenemos es tiempo para discutir quién hace qué —dijo Lydia—. Tenemos que actuar y tenemos que hacerlo ahora.

Anna se mordió la lengua y asintió. Los muchachos desviaron la vista hacia el coloso oscuro que reía al otro lado del campo de batalla. Acababa de desplegar dos enormes alas, dos enormes extensiones membranosas que parecían a medio camino entre la tela y el cuero. Del revés de sus alas comenzaron a emerger nuevos insectos. Una nueva avalancha de seres horripilantes se les echaba encima, mucho mayor que la primera. Por lo visto, el demonio del sueño se había cansado de jugar.

—¡Ahora! —exclamó Ismael—. ¡Marchaos ahora o no podréis hacerlo nunca!

Lydia tomó de la mano a Anna y ambas iniciaron el descenso, con las mariposas firmemente encajadas a la espalda. Ismael las vio alejarse rumbo a una de las islas cercanas. A continuación, volvió la vista hacia el caos de formas que se aproximaba.

—¿De verdad crees que tenemos una oportunidad? —le preguntó Vito mientras se echaba el inhalador al hombro y se preparaba para disparar.

Ismael negó con la cabeza. El zumbido del enemigo casi tapaba el estruendo del agitar de las alas del monstruo.

—Ninguna —contestó—. Necesitamos un milagro. Y yo ya no creo en los milagros.

Vito se echó a reír.

—¿Cómo puedes decir eso? —le preguntó—. ¿No has visto dónde estamos? Si en algún sitio son posibles los milagros, es aquí.