TODO EL MUNDO TIENE MIEDO DE ALGO

Anna miró sus manos, horrorizada. Estaban vacías. La espada había desaparecido, se había convertido en un elemento quebradizo, compuesto de cristales que luego se habían desintegrado en polvo. Cuando levantó los ojos, todo el escenario había cambiado. Se había marchado la pradera que había nacido bajo los pies de Lydia, las flores que habían crecido a su paso. Había huido el cielo que poco a poco se había vuelto de un azul relajado, rayado de nubes estrechas. Ahora era negro, como antes. Negro sin estrellas ni luna. El infortunio de Zola, significara lo que significase (¿realmente había muerto? ¿Cómo era posible?), había dado pie a una realidad muy diferente, a un entorno transformado que no reconocía y que le resultaba amenazante, hostil.

Frente a ella solo podía divisar una gran mole, que cada vez era más grande. No, no era más grande, simplemente se movía, de manera muy lenta. Cuando se acercó lo suficiente, entendió qué era: uno de los tentáculos de aquella criatura grotesca, del mismo monstruo que hacía apenas unos minutos había sido un adorable gatito. Tras él dejaba un surco profundo en la misma arena polvorienta y negra que ella pisaba, ahora descalza.

Con el arma entre sus manos, se había sentido poderosa. Se había visto con ropa ceñida, de colores vivos, del tipo que su madre nunca le habría permitido llevar. Había llevado tacones de escándalo, de esos que uno solo puede ponerse en los sueños, porque en la vida real ocasionarían accidentes graves. Ahora los tacones ya no estaban, y el suelo bajo sus plantas sin calzar era frío y seco. El tentáculo estaba cada vez más cerca y ella lo único que tenía para defenderse eran las manos vacías y un pánico atroz que la inmovilizaba.

Conforme aquella extremidad monstruosa recortaba distancia entre ellos, descubrió que era lisa y brillante, como el metal pulido o como un espejo. En él se sucedían imágenes, una tras otra; algunas se detenían y se recreaban en sí mismas, otras eran fugaces y apenas daba tiempo a reconocer lo que representaban. Todas, eso sí, eran escenas que Anna preferiría no haber visto, aunque no terminaba de diferenciar entre las que se correspondían con recuerdos reales y las que no eran más que miedos y pesadillas. Aquella mano puesta en sus rodillas, aquella que nunca debió estar allí. De nuevo el monstruo bicéfalo, de nuevo su madre, gigantesca y con los ojos como dos profundos agujeros. El fondo de la piscina cuando estaba aprendiendo a nadar, los oídos a punto de estallar y los pulmones llenos de agua. Ismael, abrazado a Lydia, inmersos en un beso exagerado y lascivo, un beso asqueroso impregnado de saliva, ambos tan pegados que parecían a punto de fundirse; las caderas de él se movían de forma rítmica contra las de ella. Desde la primera imagen Anna oyó una voz contundente que afirmaba, categórica: «Esto es un sueño, no es real». Pero con cada nueva escena de aquel teatro diabólico la voz quedaba más lejos, hasta que Anna dejó de oírla por completo. En su cabeza ya solo había espacio para un único ruido: el del grito agudo que surgía de sus propios labios.

Vito la oyó; el chillido lo sacó de la inmovilidad en la que lo había sumido la desaparición de Zola. Se llevó las manos a los ojos y se los frotó con fuerza. Debía detener ese grito como fuera; su respiración era cada vez más entrecortada, sus miembros más densos. Notaba una pesadez y un aletargamiento de los que no conseguía escapar. Intentó dar un paso, pero le costaba moverse, como si la gravedad se hubiera multiplicado por diez. Al clavar el pie en el firme, este dejó una huella pegajosa detrás, como si lo hubieran adherido al suelo con un pegamento agresivo que poco a poco se iba solidificando. Tuvo el presentimiento de que, si se detenía, el adhesivo se secaría y quedaría, ya sin remedio, pegado al suelo para siempre. Levantó el otro pie, que se resistió, testarudo, tanto como el anterior: una especie de alquitrán oscuro y correoso obstaculizaba el movimiento. Vito llevaba zapatillas, pero aquella brea asquerosa le arrancó de cuajo una de las suelas. El cielo había vuelto a ser negro, y la oscuridad de aquella sustancia repulsiva bajo sus pies se extendía en la lejanía, de forma que tierra y aire se confundían y se unían en un solo horizonte de pesadilla. Solo una forma destacaba en aquella mugre negra: uno de los tentáculos del monstruo, que, colosal, se acercaba a él. Buscó por enésima vez su arma, aquella pistola compleja de módulos que tanta seguridad le había proporcionado hacía apenas unos minutos (¿o apenas unos años?), pero esta había desaparecido con Armind. No entendía qué había ocurrido, pero no tenía tiempo de pararse a pensarlo: aquella deformidad formidable estaba cada vez más cerca. Ya alcanzaba a ver con precisión aquella extremidad absurda; se había convertido en una gran pantalla donde se ofrecían imágenes especialmente hechas para Vito. Su respiración se aceleró de nuevo, tomaba el aire en espacios cada vez más cortos y ansiosos; sabía que si no encontraba el inhalador llegaría el momento en que su garganta se cerraría por completo.

Entre el pánico, consiguió detenerse un segundo y reflexionar. Zola les había dicho que eran soñadores lúcidos, que podían crear, insertar nuevos datos en la red. ¿Podría crear él mismo un inhalador? Trató de cerrar los ojos para eliminar toda la información visual con la que el monstruo lo bombardeaba, para concentrarse y visualizar aquel inhalador, creer en su existencia, de la misma forma en la que había creído en aquella puerta que le había permitido entrar en la nube. Durante un instante fugaz lo consiguió. La oscuridad lo protegió y en su mente comenzó a dibujarse la forma de su medicamento. Pero entonces una voz lo desconcertó.

Lo llamaba por su nombre. «Vittorio —decía—, Vittorio, ¿por qué me has abandonado?». El aire volvió a faltarle. Sus ojos se abrieron. Frente a él, el tentáculo-pantalla mostraba una única escena: la de aquella horrible cama de hospital, en aquella horrible clínica pública. Mara miraba desde aquel lecho andrajoso, tumbada y pálida. Su piel canela mostraba ahora tintes oliváceos, maltrecha. El color había desaparecido de sus labios y de sus mejillas. En los bordes de sus ojos asomaban legañas amarillentas. En sus brazos hinchados crecían agujas y cables. Estaba tal como la recordaba, en aquel momento en que se dio media vuelta y salió de la habitación, en el momento en que no pudo soportar seguir contemplando su sufrimiento, cuando le sobrevino un ataque de asma como nunca había tenido. Huyó por no ver aquel cuerpo hinchado que palpitaba de dolor. Mara había sido una víctima más del GF-5, una enfermedad tratable pero costosa. Habían metido a Mara, a su Mara, en aquella habitación con nueve pacientes más, donde todos se quejaban y suplicaban, todos pedían drogas que aliviasen su sufrimiento, en una clínica donde los fondos apenas cubrían la ropa de cama. Vito recordaba bien como había acudido a su padre con el contenido de su pequeña cuenta de ahorros, con algunos ebos valiosos rapiñados de ventas de juegos en red y arreglos de consolas para amigos pudientes. Su padre había sonreído de una manera infinitamente triste y le había explicado, la voz cargada de lástima, que con aquello no tenían ni para empezar. A Vito nunca le había dolido tanto una expresión, un gesto de su padre. Se sintió como si lo hubiera abofeteado con su condescendencia. Vito había empezado a ganar dinero cuando ya era tarde, había empezado con sus trapicheos por las conexiones piratas cuando Mara ya había fallecido. Y no había ido a verla mientras gemía, mientras pedía a gritos un consuelo que no llegó hasta que cerró los ojos de forma definitiva.

Vito gruñó, asqueado. Era obvio que el monstruo utilizaba su culpabilidad, sus recuerdos más terribles, para atacarlo. Se obligó a tomar una bocanada lenta de un aire turbio y estancado que no llegaba a sus pulmones. El oxígeno, si comparecía, era tibio y no producía alivio a la angustia que le obstruía la tráquea. Oyó de nuevo el grito de Anna, aquel alarido interminable, y durante un instante la envidió, envidió la capacidad pulmonar que permitiría dar salida en forma de grito a aquel torrente de dolor y pánico.

Lydia también había oído el grito de Anna, acompañado ahora por el desagradable rasgado de la respiración de Vito. Apretó los puños, enfurecida. No sabía qué le había ocurrido a Zola, pero tenía sus sospechas. No se trataba de una traición o de un fallo en el sistema. Algo había ocurrido fuera del sueño, en la vigilia, en aquel lugar al que llevaba ya años sin acceder. Era una suposición inquietante: bastante difícil era lidiar con aquella criatura en la nube como para tener que tratar además con sus efectos al otro lado.

Apenas había conocido a Zola de manera directa, aunque había sentido su presencia en numerosas ocasiones en sus sueños. Siempre había sido una presencia benigna: la aparición de flores violetas entre la nieve cuando en el sueño escarchaba, un cuadro de un hombre anciano y barbudo con pajarita verde en el dormitorio de todas las casas, dos caballos azules que se perseguían, del tamaño de insectos grandes, sobre la mesa de todos sus salones… Aquella repetición de elementos, al igual que otros símbolos, tanto positivos como negativos, que pertenecían a otros soñadores de la granja le proporcionaban cierta paz, cierto sosiego en el delirio. Los entornos oníricos que ella creaba por cuenta propia podían ser hermosos, sí, pero necesitaba, de cuando en cuando, algo que no perteneciera a su propio subconsciente, algo ajeno que le recordara que había vida más allá de su propia cabeza. Vivir en un sueño constante distorsionaba por completo los sentidos, hasta el punto de que Lydia no terminaba de recordar si en el mundo real, en el mundo de fuera, la gente podía volar a grandes brazadas, o si uno podía escupir fuego. A veces ni siquiera estaba segura de que ese mundo existiera.

Lo único que de cuando en cuando le recordaba que de verdad había una realidad más allá de su cráneo eran las pequeñas corrientes eléctricas que la cabina le administraba para evitar que los músculos se le atrofiasen. Aquellos leves shocks, más molestos que dolorosos, eran su único contacto con el mundo externo desde que la habían enganchado, gritando y pataleando, a aquella cama eterna. Los notaba, en ocasiones, dentro del sueño, y de alguna forma era consciente de que no formaban parte de este, sino que provenían de un lugar al que tal vez ella ya nunca volvería. Cuando esto ocurría, la invadía una tristeza extraña, profunda, por todas las experiencias limitadas, aburridas y monótonas, pero reales, que nunca llegaría a vivir. Y no era que sus experiencias hasta sus diez años de edad, que fue cuando la habían metido en aquella granja cosechadora de soñadores, fueran bonitas. Cuando procuraba recordarlas, le resultaban tan complicadas de entender que prefería añadirlas a la lista de las pesadillas, aquellas que de repente se disolvían y se convertían en otra cosa. Los malos sueños tarde o temprano acababan, en algún momento regresaba la relativa normalidad de un sueño plácido, con pequeños caballos sobre la mesa o flores sobre un manto de nieve.

Lydia no había acabado por casualidad en aquel lugar de sueños en cabina. Con diez años se realizaban pruebas de aptitud en todos los centros de enseñanza de las grandes ciudades. A veces, entre sueño y sueño, Lydia reflexionaba sobre aquello y tenía la sospecha, cada vez más clara, de que aquellas pruebas tenían un segundo objetivo: identificar a los soñadores con mayor potencial desde una edad temprana. Una vez identificados, era fácil analizar las condiciones sociales y familiares del sujeto para ver si sería posible hacerlo desaparecer. En el caso de Lydia lo tuvieron fácil: una cantidad suficiente de ebos sería lo único que necesitaría su padre para declararla desaparecida. Su padre no tenía familiares vivos, la madre de Lydia había fallecido en el parto y pocos vecinos se interesaban por el bienestar de la niña. Durante un brote de alguna de las numerosas enfermedades que habían asolado los bajos fondos de la ciudad, su padre podría firmar con facilidad un documento donde atestiguara la muerte de su hija. Lo demás sería, por lo menos para los que se encargasen del asunto, coser y cantar. A Lydia le gustaba pensar que habían convencido a su progenitor con mentiras y promesas de un futuro mejor para ella, pero con solo diez años ya conocía lo bastante a su padre como para saber que no era así.

Precisamente porque conocía bien la mecánica de los sueños, a Lydia no dejaba de sorprenderle la capacidad de control que tenía el monstruo sobre estos. Cuando el gigantesco tentáculo se acercó a ella y comenzó a enseñarle aquellas imágenes, representaciones de su pasado y de sus pesadillas más atroces, una parte de ella admiraba aquel poder, aquella manera de leer a los demás, de entender qué los hacía débiles. La simple presencia de aquella bestia hacía que le flaquearan las piernas, que no tuviera ánimo ni de sostener su propio cuerpo, mucho menos de controlar sus pensamientos, emociones y temores. Entendía la técnica, sabía lo que estaba haciendo aquel maestro de lo onírico, pero eso no hacía que fuera menos efectivo. Escuchar el jadeo de Vito tampoco ayudaba. Hizo acopio de fuerzas, miró aquella pantalla-tentáculo con determinación y abrió una mano. De esta comenzaron a nacer pequeñas mariposas blancas, que con cada batir de alas desprendían un polvo fosforescente, la única luz que destacaba en aquel fondo negro de cielo tenebroso y suelo oscuro. Durante unos instantes, consiguió recuperar algo de cordura, la suficiente como para que las mariposas crecieran y se multiplicaran, para que formaran una estela cada vez mayor de voladoras intrépidas. Hasta que se hizo el silencio.

Había cesado el grito de Anna. Se había detenido el jadeo de Vito. No era un silencio prometedor, augurio de posibilidades y esperanza. Era ausencia. ¿Dónde estaban, dónde estaban las señales que, aunque agónicas, indicaban vida? Todo a su alrededor había dejado de ser. El monstruo le enseñó una sola imagen en su tentáculo proyector y las mariposas se desvanecieron. Lydia cayó de rodillas sobre el suelo polvoriento. En el tentáculo no había nada, solo vacío. El mismo vacío terrible de dormir sin sueños, la misma falta de vida, de oniria. La peor de las pesadillas era mejor que aquella nada, aquel recuerdo de que en cualquier momento podían olvidarse de ella, condenarla al espacio neutro, a esa zona negativa donde sentía y pensaba rodeada por una eterna caída, el vértigo absoluto de no tener puntos de referencia, ni arriba ni abajo ni derecha ni izquierda: ese lapso de tiempo interminable en que sentía que el infinito había llegado para devorarla. Sintió que su cuerpo ya no era suyo, sino que pertenecía al inefable dominio de la gravedad. Aquel terrible mareo permanecía, y ella caía y caía y caía sin terminar de dar con sus huesos contra un suelo que, por supuesto, no podía existir. Cayó durante un tiempo que se le antojó infinitamente largo, interminable. Supo que estaba acabada, que caería para siempre, que su conciencia quedaría allí enterrada por los siglos de los siglos.

Y entonces el sonido regresó, de golpe, como si le hubieran arrancado unos auriculares. El grito de Anna y la respiración torturada de Vito. Y, sobre ellos, la risa de Aaron. Una risa que estaba descolocada, como si perteneciera a otra persona.

A su lado, pero a la vez a una distancia inimaginable de Lydia, Ismael había caído también, pero a un agujero muy distinto. A diferencia de sus compañeros, él no había oído el grito de Anna o la asfixia de Vito. Un zumbido constante le taponaba los oídos. Era el mismo zumbido que lo acompañaba a veces al iniciarse un sueño programado, una especie de ruido blanco, casi imperceptible, que se volvía molesto después de unos segundos. También tenía oscuridad frente a sí, y aquel tentáculo estrambótico que mostraba imágenes. Y pese a entender a la perfección cuál era el juego de aquella criatura, y de saber con exactitud con qué lo atacaría, nada podía prepararlo para el impacto de ver a su madre junto a él, de ver como esta se pudría poco a poco, como se le caían retazos de carne y hueso, tiras de piel que se abrían, resecas y muertas. Su madre, o el cuerpo de lo que pudo ser su madre, parecía una fruta pelada, una repulsiva masa sangrante de la que se desprendían capas de materia: dermis, músculo, hueso… Ismael sabía que debía apartar la vista, que debía recuperar el control de su mente. Pero era imposible, estaba atrapado por aquella representación pútrida del cadáver de la mujer que lo había dado a luz. Junto a ella, un hombre desnutrido, con los ojos hundidos y las mejillas cuarteadas, devoraba insaciable los pedazos que caían del cadáver. Era su padre.

Abrió la boca pero no consiguió articular palabra. Era demasiado obvio, demasiado claro. Era la imagen perfecta para destrozarlo, para volverlo del revés. Al pavor se unía la indignación: sería vencido, derrotado, por una treta que había visto venir muy de lejos. Se volvió, pero sabía que sería inútil; mirara a donde mirara, el tentáculo continuaba frente a él, los restos burbujeantes de su madre y las manos avariciosas de su padre seguían allí. Cerrar los ojos tampoco servía de nada: ¿cómo intentar alejar al sueño, cómo evitarlo? De manera lenta, se puso de rodillas. Estaba llorando, lo cual no era sorprendente. Y entonces se dio cuenta de qué era exactamente aquel zumbido. ¡Eran voces! No, no voces… ¡risas! ¡Se reían de él! Por fin pudo verlos, chicos y chicas de su edad, bien peinados y engalanados, que disfrutaban del espectáculo de sus padres y su amor caníbal, y de algo más. Miró hacia abajo. Cómo no, estaba desnudo. No solo eso, su miembro se había encogido de un modo extraño y se había reducido hasta convertirse en una protuberancia casi inexistente.

—¡Mirad, no tiene pito! —Oyó una voz inconfundible y entre aquella multitud de rostros desconocidos y de gestos burlones reconoció a Lydia. Se carcajeaba con tanta fuerza que apenas había podido vocalizar las palabras, doblada sobre sí, roja de risa. Su mano estaba enlazada a la de Anna, pero esta no reía como su compañera. Solo tenía una pequeña sonrisa, algo triste, compasiva. Por motivos que no alcanzaba a entender, aquella sonrisa de lástima le resultaba aún más terrible que la chanza de la chica del colgante de mariposa. Alrededor de ellas, la algarabía del público aumentó. Las risas eran ensordecedoras, y cuando lanzaron la primera piedra ni siquiera la sintió, tan dolorido estaba ya por el impacto emocional de aquella escena casi de película, tan perfecta, tan predecible. Varias piedras más cayeron sobre él y una impactó sobre su frente. Un hilillo de sangre cayó sobre uno de sus ojos. Para ser un sueño, el dolor físico estaba de lo más conseguido.

Y de pronto oyó una risa diferente. Era una risa importante, aunque no sabía muy bien por qué. Conocía esa risa, la conocía, y era fundamental que recordara de quién era. Esa risa era, ahora mismo, lo único que lo mantenía a salvo, lo único que lo mantenía cuerdo. La respuesta lo golpeó de una forma repentina, casi agresiva. Era la risa de Aaron.

Cuando el tentáculo apareció ante Aaron, no mostró ninguna imagen. Ambos quedaron largo rato inmóviles, en silencio absoluto. Aaron oyó los gritos de Anna y el ataque de asma de Vito y los buscó a su alrededor. Debía ayudarlos, pero no los veía, no los encontraba. Cada vez que avanzaba un paso, el tentáculo colosal se acercaba otro más, empecinado en impedirle que saliera de aquel abismo. La pantalla-tentáculo se iluminó, al fin, pero las proyecciones que mostraba eran borrosas, confusas. Aaron lo observaba, con el rostro inmóvil, sin expresar emoción alguna. Las ventosas que se alineaban de par en par sobre aquella extremidad deforme se abrieron y cerraron de manera intermitente, expresando el desconcierto de su dueño. ¿Acaso no había miedos, inseguridades, recuerdos nefastos, en el cerebro de aquel chico?

Aaron pestañeó con fuerza. Su ojo de zafiro resplandeció en la oscuridad.

—Sé lo que estás buscando. —Lo dijo en voz alta, aunque el sonido se perdía en la inmensidad de aquel espacio vacío y negro—. Pero no vas a encontrar nada.

—Todo el mundo tiene miedo de algo —susurró la voz metálica del monstruo, escupida por miles de gargantas insertadas en sus ventosas.

—Eso dicen —respondió Aaron—. Llevan diciéndomelo desde que nací. Que si la gente se reirá de ti, que te agredirán, que si eres diferente… A todo el mundo parece preocuparle más que a mí.

El monstruo soltó un graznido animal, como de pájaro enfurecido.

—No me creo que no te importe tener solo un ojo, mutante.

—Puedes creer lo que quieras. Pero no tienes poder sobre mí. No tengo un pasado traumático. Mis padres me quieren. Tenemos una vida cómoda, tenemos medios. No he visto morir a nadie.

—¿No has visto morir a nadie? —El tentáculo rio, y la reverberación de sus gargantas-ventosa hizo temblar el suelo que Aaron pisaba—. Eso podemos solucionarlo.

Aaron recorrió con la vista aquella estructura de masa negra.

—Puedes amenazar todo lo que quieras, pero con eso no conseguirás matarme.

—Ah, tal vez eso sea cierto. Pero no me refería a ti, sino a tus amigos.

Ambos quedaron en silencio. Durante unos instantes, este fue absoluto, pero poco a poco comenzó a cambiar. Aaron pudo oír un sonido creciente, una especie de respiración agitada.

—¿Ese es…?

—El pequeño Vittorio, sí. Creo que se está asfixiando. Qué pena que no tenga su inhalador a mano. —De nuevo aquella risa trémula, aquel temblor de tierra.

El sonido se hizo cada vez mayor, cada vez más presente. Al cabo de unos segundos, se le unió otro ruido: el lejano pero inconfundible grito de una adolescente aterrada.

—Anna.

—Sí. —El monstruo se agitó de nuevo. Aaron pensó que parecía emocionado. Tenía todo el aspecto de estar disfrutando sobremanera.

Suspiró. Eso iba a terminar mal para él. Lo había sabido desde que se había subido a la aerofurgo, entre los chistes de Sammy, la suave curva de un hombro desnudo de Anna, la frente arrugada de Vito, la impaciencia de Ismael. Lo había sabido también aquella tarde en la que había soñado por primera vez con Lydia y con el monstruo. Solo que algo debía de haberse mezclado, ya que a veces en sus recuerdos Lydia tomaba la cara preocupada y distante de Anna, o el cuerpo de Anna aparecía con la sonrisa tranquila de Lydia. «Qué mal se me dan las chicas», pensó. No podía decir que estuviera enamorado de ninguna de las dos, pero ambas habían entrado de forma directa en su archivo mental de «mujeres a las que me gustaría conocer mejor, mucho mejor». Ahora habían pasado a su archivo de «amigos y amigas a los que quiero proteger» y eso iba a terminar muy mal. Desafiante, clavó de nuevo su ojo azul en aquel tentáculo que cada vez le resultaba más digno de mofa.

—Solo puedes hacernos el daño que nosotros permitamos.

—Cierto es —admitió el monstruo—. Pero tus amigos eso no lo saben, y van a morir. Y una muerte en la nube es una muerte en la vida real, ya lo sabes. Claro está que tienes que creértelo de verdad. Tienes que sentir el miedo, el pánico. Tienes que dejar que te envuelva, que envíe todas las señales adecuadas a tu cerebro. Y tú no puedes enseñarles a dejar de lado lo que los entristece o lo que los paraliza. Si lo hicieran ya no serían ellos mismos.

—Serían monstruos, como tú.

Y, de pronto, su sonrisa se volvió carcajada. Y esta, luz.

En el tentáculo apareció un ojo, enorme y de color miel, enterrado bajo pliegues de carnosa piel de cefalópodo. Las ventosas volvieron a emitir sonido, pero los ruidos externos cesaron. Lydia, Ismael, Anna y Vito cerraron los ojos, afectados por la inesperada luminosidad. El negro se había vuelto gris, un color lúgubre pero impactante tras el aislamiento de la oscuridad. La luz, todavía tenue pero muy viva en aquel vacío, provenía de Aaron. Sobre su piel comenzaban a brillar atrevidas punciones de blanco, agujeros que se abrían paso en la carne del chico y que emergían de él, como si una gran fuente de energía pura intentara escapar de su cuerpo.

—Deja de hacer el idiota, niñato. No te llevará a ninguna parte. —El tono de la criatura era ahora agresivo. Estaba haciendo lo correcto, aunque sabía cómo acabaría al final. Los demás necesitaban una oportunidad, o morirían en breve. Y él pensaba dársela.

El ojo del monstruo se abría cada vez más, y varias de las ventosas reventaron de súbito; dejaron entrever pequeñas hileras de dientes cortados en punta que nacían bajo el tejido crudo y agrietado. Y entonces Aaron rio, y todas las miradas se volvieron hacia él. La luminosidad era cada vez más intensa, e inundaba las tinieblas que habían aprisionado a los adolescentes. Ya casi todo él era luz, apenas quedaba nada del ser de carne y hueso que conocían. Su risa permaneció y se columpió entre ellos, libre de las ataduras de una garganta física.

Anna dejó de gritar. Sintió como un viento suave, reconfortante, entraba en sus pulmones y creaba una capa de tranquilidad y armonía bajo su piel, como si la impermeabilizara del terror. El mismo aire travieso entró por la boca y la nariz de Vito y lo liberó por completo del tremendo nudo que le impedía respirar. Lydia e Ismael se observaron maravillados, libres de las visiones que habían estado a punto de hacerlos abandonar, de entregarse a la locura del monstruo.

Oyeron la voz inconfundible de Aaron, pero no provenía de un lugar preciso. Más bien procedía de todas partes a un tiempo, estaba entre ellos y bajo ellos, en el aire y en sus dedos, enredada en su columna vertebral y en cada latido de sus corazones. Sabían que le pertenecía sin dudarlo, pero en realidad no se parecía en absoluto a la voz del chico. Era más como un mensaje que entraba de modo directo en su cerebro, sin pasar por intermediarios tan cansinos como un aparato fonador o un pabellón auditivo.

—Prestadme atención. —Les resultó un comunicado un tanto redundante: era imposible ignorar aquella corriente de confianza y alegría que los había liberado de sus cadenas de espanto—. No tenemos mucho tiempo. Solo puedo protegeros hasta donde mi propia resistencia me permita. Puedo defenderme del monstruo, pero no sé hasta qué punto podré defenderme de vosotros.

—¿De nosotros? —Vito expulsó las palabras con un alivio incontenible. Volver a respirar era un lujo que había creído perdido para siempre—. ¡Nosotros no vamos a atacarte! ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo?

—Os protejo de él. Soy vuestro escudo. Me he imaginado envolviéndoos, haciendo de barrera entre vosotros y el monstruo. Debéis olvidaros del plan de Zola y utilizar vuestras propias habilidades para enfrentaros a él. Mientras aguante, podré defenderos de sus embestidas, de las visiones con las que os atacaba.

—Pero para ello tendrás que enfrentarte tú a ellas —Anna advirtió con tristeza—. No puedo permitir eso.

—Yo puedo con todo, guapa. —De haber estado presente de forma más tangible, Anna estaba segura de que Aaron le habría guiñado su único ojo tras esa frase—. Pero os agradecería que lo derrotaseis lo antes posible, que no me apetece nada conocer vuestros más oscuros secretos. Bueno, los de las chicas igual sí. —Hubo una pequeña pausa incómoda—. Lo siento —se lamentó Aaron—. Sentía que alguien tenía que hacer el papel de Sam…

Lo interrumpió un rugido tormentoso y de nuevo el suelo tembló. Las ventosas explosionadas de lo que ahora era un solo y espectacular tentáculo se habían convertido en bocas de pleno derecho, y exhalaban un vaho apestoso. Se arrojó hacia ellos con determinación, lanzando dentelladas a diestro y siniestro. Dotados de una nueva y extraordinaria ligereza, lo esquivaban con facilidad. Era como si la bestia fuera a cámara lenta. Muy a lo lejos, a Vito le pareció oír algo diferente, algo que no pertenecía a aquel lugar. Un sonido corto y seco que se repetía. Algo como un pequeño tic seguido de un pequeño tac. Se concentró de pleno en la extremidad que los atacaba. Ahora que tenían la armadura, el escudo o lo que fuera que les había proporcionado Aaron, era el momento de ir por él.

—¡Ahora no puede hacernos daño! —gritó a los demás—. ¡Tenemos que acabar con él!

—Pero ¿con qué? —dijo Anna—. ¡No tenemos las armas de Zola!

—No harán falta. —Se volvieron hacia Lydia y vieron sus manos abiertas. En ellas renacían las mariposas de luz que el monstruo había destruido durante su pesadilla, durante aquel pasaje de tiempo en que Lydia había creído que desaparecería y que quedaría atrapada para siempre en la nada. Ahora crecían a gran velocidad y agitaban alas irisadas que brillaban con fuerza—. Es verdad que no tenemos el programa de Zola. Pero somos soñadores lúcidos, como él, y podemos combatirlo con su mismo método. Podemos crear nuestras propias armas, aquí y ahora.

—¿¡Cómo hicimos al crear las puertas!? —Anna miró con angustia a Lydia, cuyas mariposas ya habían doblado su tamaño. La soñadora asintió con determinación.

—Me pregunto cuánto resistiréis —gruñó el tentáculo gigante antes de cargar una vez más contra Lydia. Entre el monstruo y ella surgió una fina capa, como una burbuja sólida contra la que el tentáculo rebotó con fuerza. Anna contuvo el aliento, impresionada. Eso era Aaron.

La criatura la emprendió a golpes contra la barrera. De su tronco habían surgido pequeños tentáculos menores, recubiertos de espinas. Comenzaron a oír un leve quejido, como el sonido de un niño pequeño gimiendo a escondidas.

Aaron estaba llorando.

—¡Está matándolo! —chilló Lydia—. ¡Vamos! ¡Tenemos que combatirlo!

Anna asintió y dio un paso adelante en el vacío. La barrera se amoldó a su movimiento como una membrana viva. Y de pronto dejó de ser Anna. Vito la miró, asombrado. Esta Anna tenía bastantes más años, vestía con ropa elegante y adulta y calzaba, una vez más, tacones altísimos. Llevaba el cabello recogido en un moño despeinado y en una mano portaba una wakizashi muy similar a la de Zola, solo que esta vez era roja, a juego con el vestido que le marcaba unas formas bastante más desarrolladas. Vito clavó los ojos en ella, sorprendido. Anna hizo una mueca.

—Me he convertido en la persona más dura y letal que conozco. Me he convertido en mi madre. —Giró la cabeza sobresaltada, interrumpida por un ruido del que no se había percatado hasta entonces—. ¿Qué es eso? ¿Ese sonido? Ese tic, ese tac… ¿De dónde vienen?

—¿Alguien ha visto a Ismael? —preguntó Lydia, envuelta en sus mariposas.

Un terrible crujido cortó en seco sus palabras. El escudo formado por Aaron comenzaba a mostrar señales de deterioro. Una inquietante grieta en zigzag corría acelerada por aquella capa translúcida que los separaba de los envites del monstruo.

—¡Aaron! —gritó Lydia.

Oyeron de nuevo la voz de su compañero, pero ahora estaba rota, deshecha. No se parecía en nada a la voz que conocían:

—Todavía… no… no estáis preparados —dijo.

—¡Aaron! —chilló Anna a su vez—. Regresa con nosotros, toma tu forma original, ¡no puedes seguir así!

—No puedo dejarle llegar a vosotros… todavía no —respondió la voz, con un esfuerzo evidente—. Solo un poco más —anunció—. Cuando llegue el tic… Cuando llegue el tac… tic… tac… tic… tac… tic… tac…

Una nueva grieta se abrió paso en la barrera que los separaba de los ataques bestiales del monstruo. El escudo se abrió en dos partes, como si fuera una cáscara de huevo resquebrajada. La luz que era Aaron dejó escapar un lamento quejumbroso que los atravesó de pies a cabeza.

—¡Aaron! —gritó Lydia, con el aleteo violento de las mariposas tras cada gesto. Sus alas irisadas estaban volviéndose negras y cortantes—. ¡Vuelve a nosotros!

Justo entonces vieron como caía aquella capa translúcida, como aquel escudo casi imperceptible se agrupaba y tomaba la forma de un chico de quince años indefenso, vulnerable. Se desplomó a sus pies, como si acabara de recibir un disparo. Apenas tuvieron tiempo de asimilar su caída; el tentáculo armado con extremidades afiladas aporreó con brutalidad a Anna y esta salió disparada, y sin muro ni pared que la detuvieran acabó lejos de los demás, tumbada sobre el arenoso suelo negruzco. El tentáculo se replegó y atacó otra vez. De un solo golpe lanzó a Vito, Lydia y a Aaron en la misma dirección en la que había lanzado a Anna, como un niño pequeño que se cansa de sus juguetes. Aaron quedó tumbado bocarriba, inerte, la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos abiertos, sin brillo, sin vida. Anna se levantó y corrió hacia él.

—¡Aaaaron! —chilló con todas sus fuerzas mientras se arrodillaba a su lado—. ¡No, Aaron, no! —Lo tomó de los hombros. Lo agitó con fuerza—. ¡Respóndeme, maldito imbécil! ¡Hazme caso!

—¡Suéltalo, Anna! —bramó Lydia, con tanta fuerza que sus siguientes palabras fueron roncas, desgañitadas—. ¡Suéltalo o el monstruo nos matará también al resto!

—¡No está muerto, Lydia! —contestó esta—. ¡Solo inconsciente! ¡Tenemos que ponerlo a salvo! ¡Tenemos que…!

En un solo y violento movimiento, Lydia la apartó del cuerpo de un empujón.

—¡Está muerto, Anna! ¡Está muerto! ¿No lo entiendes? Él sabía lo que hacía, se convirtió en un escudo para protegernos… ¡se ha tragado toda nuestra porquería! ¡Se la ha tragado toda! —Las lágrimas le daban una apariencia feroz que no terminaba de encajar con la dulzura de su rostro—. ¡Tenemos que contraatacar, tenemos que acabar con el monstruo o esta muerte estúpida será más estúpida todavía!

Una extremidad larga y enrollada del tentáculo agarró a Lydia por el tobillo y la arrastró hacia sí con fuerza. Anna pudo agarrarla a tiempo para detener el impulso. Las mariposas de Lydia luchaban con su captor, atacaban con sus alas y producían cortes profundos que, para desaliento de su creadora, se cerraban con rapidez.

—¡Ayúdame, Vito! —voceó Anna—. ¡Ayúdame o matará a Lydia también!

Tras ellos, aquel ruido omnipresente comenzó a subir de volumen.

Cada vez era más rápido, una sucesión de tictac que llenaba sus oídos.

—¿Qué cojones es ese maldito ruido? —chilló Vito mientras se abalanzaba hacia las dos chicas.

—Soy yo —dijo una voz sobre aquel sonido brutal de relojería.

Ismael apareció de la nada, envuelto en tinieblas negras. Y no venía solo.