INTERLUDIO: DOMINIC Y SAMMY

Aturdido, Dominic aflojó las manos. No entendía muy bien qué hacían allí, alrededor del cuello de su hermano. Tenía la sensación de haber estado durmiendo y haberse despertado de repente; poco a poco comenzó a tomar conciencia de la escena, o más bien del fin de la escena, que se había desarrollado en aquella habitación.

Armind Zola estaba tumbado en la cabina, con aquel extraño casco puesto. Ni siquiera se había despertado. Su piel tenía ahora un tono extraño. Se había resistido en cierto modo, con convulsiones crecientes; y en su rostro se había visto la desesperación de la ausencia de oxígeno, pero sus ojos habían permanecido cerrados en todo momento, ajeno a que estaban asesinándolo. Dominic se preguntó si, de haberlos tenido abiertos, se habría detenido. Probablemente no. Había actuado arrastrado por un impulso dominante, imparable, que nacía de sus entrañas, de lo más profundo de sí mismo. Todos los años de desgracia anegaron su razón, todo el rencor acumulado se mezcló con el miedo. El mundo había visto suficiente de esa criatura letal. Que compartieran la misma sangre no era excusa para mostrar piedad, ni para planteárselo siquiera. Que compartieran genética era, ahora que se paraba a reflexionar, la razón de peso para hacerlo. Había sido sencillo, mucho más de lo que se habría imaginado.

Había matado a su hermano.

Recordó aquella historia antigua que había leído una vez, en una red perdida. Era la narración de un joven que había asesinado a su hermano por envidia. Había una divinidad, un ser omnipotente al que adoraban, que había preferido al hermano asesinado porque le hacía mejores ofrecimientos y sacrificios. Al final, arrastrado por la soledad, la incomprensión y los celos, el menos favorecido por la divinidad había cometido aquel crimen terrible. Se preguntó si su asesinato era por envidia, por rencor. Del rencor no había duda, el odio por todo lo que su familia había sufrido por culpa de Armind se había ido acumulando a lo largo de los años. Pero también era por la chica morena de su sueño, y por la certeza de que si alguien no acababa de una vez por todas con aquel monstruo, volvería a matar, volvería a llevarse por delante víctimas inocentes.

Perdido en su propio ensimismamiento, no se había dado cuenta de un insistente parpadeo en uno de los monitores de la cabina de su hermano. Era algún tipo de alarma, comprendió. ¿Cuánto tiempo le había costado estrangular a Armind? Se contempló las manos desnudas, parecían frágiles, blandas, pero acababan de matar a un ser humano. Negó con la cabeza. No podía permanecer allí más tiempo si no quería que lo descubrieran.

Se alejó del cadáver de su hermano. Se asomó con cuidado a la puerta y, tras asegurarse de que no había nadie a la vista, salió fuera. Y ahora ¿adónde? No había planeado nada más allá de la búsqueda de Armind, ni siquiera había planeado qué hacer cuando lo encontrara. Todo había ocurrido de manera rápida, casi involuntaria. Las cosas eran como debían ser.

Tenía que reunirse con los demás. No podía regresar a la ciudad él solo. Nunca llegaría a pie, la radiación lo mataría antes. Había dejado al resto del grupo en la aerofurgo de Sammy, y aunque siempre existía la posibilidad de que se hubieran amedrentado y se hubieran marchado sin él, consideraba que era una posibilidad muy remota. Ellos estaban tan obsesionados como él por desvelar la realidad de aquellas instalaciones. Las razones que podrían llevarlos a entrar en aquella construcción eran distintas a las suyas, pero igual de poderosas. No, tenían que haber entrado, estaba convencido. Su mejor apuesta era encontrarlos, explicarles por qué había decidido ir por su cuenta y persuadirlos para que regresaran cuanto antes al vehículo de Sammy.

¿Dónde podrían estar? Aquel edificio era grande y laberíntico. Tal vez la mejor manera de encontrarlos era regresar al punto de partida y buscar en las habitaciones más cercanas. Él había encontrado a su hermano casi por casualidad; se preguntó si ahora disfrutaría de la misma suerte. Oyó voces en una habitación cercana; voces adultas y desconocidas, que hablaban con cierto nerviosismo. Aceleró el paso con todo el cuidado que pudo, tomando todas las precauciones posibles para no hacer ruido.

El pasillo parecía interminable. La luz era suave, más bien perezosa, como si los fluorescentes estuvieran cubiertos de una capa de polvo tan espesa que no dejara pasar la claridad de su interior. Suelo y paredes eran de un color indeterminado, que tal vez en algún momento había sido gris, o azul, era imposible adivinarlo. Cada seis o siete pasos aparecía una puerta a un lado, otros seis o siete pasos y aparecía otra en el lado contrario. Habitáculos tan tristes como aquel corredor se escondían tras las puertas, habitáculos repletos de cabinas y más cabinas como aquella que había contenido a su hermano. Tras una de ellas le había parecido ver a una niña, o tal vez era una anciana: una figura pequeña y encogida hecha un ovillo. Su hermano era un monstruo, pero no tenía dudas acerca de los demás prisioneros: eran víctimas. Una vez más se preguntó qué estaban haciendo allí.

Dominic no tenía idea de qué era aquel lugar, aunque era obvio que tenía que estar relacionado con el mundo del sueño. Se preguntó de dónde habrían salido todas las personas que había visto en aquellas terribles cápsulas, o cabinas, o lo que fueran, enchufadas, cableadas y atadas a máquinas. Dio rienda suelta a sus pensamientos más morbosos. En los niveles más bajos de la ciudad era fácil encontrar niños abandonados, vagabundos sin trabajo ni familia; sujetos con los que nutrir aquella maquinaria extraña. De vez en cuando surgía alguna epidemia en los barrios más necesitados, y el Gobierno se apresuraba a meter en cuarentena a los afectados (lo cual, por otra parte, era lógico, ya que la superpoblación a ras de tierra haría que cualquier enfermedad se extendiera a velocidades de vértigo). Muchos volvían sanos a sus chabolas, otros morían y el Gobierno se ocupaba de incinerar los cadáveres. Pero ¿quién aseguraba que realmente hubiesen muerto? Varias de las redes conspiranoicas que visitaba Dominic con frecuencia habían apuntado en aquella dirección, habían hablado de lo fácil que era hacer que alguien desapareciera en Ciudad Resurrección. Y todo esto, todo este edificio, parecía una versión extrema de los delirios de los teóricos de las conspiraciones. Dominic solía reírse de las ideas insensatas de esos tipos, había hasta quien aseguraba que su hermano no había sido el culpable de la peste onírica.

Giró a la derecha, al final de aquel pasillo largo de suelo resbaladizo. Ni un cartel, ni una imagen amenizaban la seriedad de aquellos muros. Tras las esquinas se encontró con la escalera por la que había subido. Antes de bajar, se detuvo a escuchar. No oyó nada. Con suavidad, con tiento, comenzó a descender. Había subido dos pisos, había girado una esquina, había probado varias puertas y, a la sexta, había encontrado a Armind. Aquello ahora parecía muy lejano, como si hubiera ocurrido en otra vida, en una vida en la que todavía era joven, en la que todavía no había matado a la sangre de su sangre.

Siguió descendiendo. En el segundo piso escuchó voces de nuevo, adultas, extrañas. Aceleró el paso y no paró hasta llegar al bajo. Ya estaba más cerca de la puerta que había usado para colarse en aquel recinto. Un fluorescente parpadeaba justo a su lado y proporcionaba tinieblas intermitentes al rellano de la escalera. Aquello cada vez se parecía más a un videojuego de pegar tiros. O de estrangular a gente, que a efectos prácticos venía a ser lo mismo. Se miró las manos en la luz discontinua del fluorescente: estaban limpias. Por un instante se las había imaginado cubiertas de coágulos, viscosas.

Miró alrededor. Aquel lugar parecía un compendio de largas distancias angostas, de paredes a punto de derrumbarse que se cernían sobre el visitante como si quisieran devorarlo. Tuvo una sensación de déjà-vu al entrar en otro pasillo. Comprobó cada puerta, una a una, con sigilo; escuchó primero por si algún ruido delataba alguna presencia dentro. Tras una puerta entreabierta vio a un hombre de mediana edad, con un uniforme de vigilante, que con tranquilidad comprobaba unos datos en el monitor de la cabina de uno de los prisioneros. Esta era una chica, joven y castaña, que dormía de forma plácida. El guardia de seguridad estaba analizando algo en el monitor; tenía una mano colocada sobre el hombro de la joven, de una manera posesiva e íntima que a Dominic le resultó inquietante. El hombre estaba de espaldas. Dominic siguió adelante, despacio y silencioso, realizando un esfuerzo por no acelerar el paso.

Le sorprendía lo tranquilo que estaba. «A lo mejor me encuentro en estado de shock», pensó. No todos los días mataba uno a un miembro de su familia. Solo notaba una intensa sensación de alivio, como si lo peor ya hubiera pasado, lo cual era ridículo si consideraba que estaba en una base secreta donde se experimentaba con seres humanos o algo por el estilo.

Abrió un par de puertas más antes de encontrar a Sammy. Este lo vio aparecer; sujetaba una pistola con las dos manos. Su rostro estaba blanco y temblaba.

—¡Dominic! —dijo, y procuró no elevar demasiado la voz—. ¡Casi te disparo!

—Vengo en son de paz —dijo este, con las manos en alto y tono jocoso. ¿Cómo podía bromear después de lo que acababa de hacer? ¿Cómo podría volver a bromear durante el resto de su vida? Realizó el equivalente mental de encogerse de hombros. Tenía que convencer a aquel chico pequeño y pelirrojo de que era hora de escapar.

—¿Dónde has estado, idiota? ¡Te hemos estado buscando!

¿Qué podía contarle? ¿Qué podía decirle para justificar su desaparición, que hubiera salido corriendo y que los hubiera dejado en la estacada? Tal vez lo único que podía contarle: la verdad. Pero había otro asunto que requería de su inmediata atención. En el suelo, tendidos junto a la cabina de una chica morena, Anna e Ismael dormían sobre un lecho de ropa arrugada; Vito y Aaron yacían en cabinas cercanas. Abrió la boca, sorprendido. La muchacha de la cabina situada entre ambos, ¿acaso no era aquella con la que había soñado?

—¿Esa es…?

Sammy asintió. Dominic se dio cuenta de que todavía no había bajado el arma. Lo miraba con desconfianza, las manos todavía trémulas.

—¿Qué…? —Se fijó en las diademas que llevaban puestas los durmientes del suelo. Los de las cabinas tenían sobre sus cabezas dos cascos siniestros—. ¿Están…? ¿Están todos conectados a ella?

—Sí. Han pasado muchas cosas desde que te perdimos de vista. Y ninguna divertida, porque resulta que todo esto no era más que una maldita trampa del maldito monstruo…

—No tienes que preocuparte más por él —lo interrumpió Dominic—. El monstruo está muerto Esa es la razón por la que salí corriendo, Sammy. Tenía que matarlo.

—¿Cómo? —Sammy bajó por fin las manos, con una expresión a medio camino entre la perplejidad y el agotamiento extremo—. ¿De qué estás hablando?

—Me has oído. He matado al monstruo. He hecho lo que vine a hacer. Tenía que hacerlo, ¿comprendes? Lo vi en mis sueños, lo reconocí. Y supe que tenía que acabar con él. Sabía que era un peligro para todos, por la sencilla razón de que ya había matado antes. Y no solo a una persona, o a dos: a miles.

—Dominic, estoy sopesando muy seriamente la opción de dispararte si no te explicas de una vez.

—Sammy, el monstruo era Armind Zola. Y estaba aquí, conectado en una de esas cabinas.

—¿Armind Zola? ¿El de la peste onírica? ¿Has perdido la cabeza?

Dominic no contestó. En lugar de eso, miró a los durmientes.

—¿Podemos despertarlos?

Sammy se volvió hacia ellos y los observó aturdido, como si fuera la primera vez que los contemplaba.

—Ismael dijo que era mejor no desconectarlos desde aquí, que podría ser peligroso. Entró a por ellos… —Dominic lo miró sin comprender. Sammy suspiró y le hizo un resumen breve de lo sucedido en aquel cuarto—. Pensé que a estas alturas ya habrían despertado, pero siguen fritos —gruñó—. Y yo no entiendo nada de estos monitores. —Agitó el arma en dirección a las pantallas de la cabina de la soñadora y al ordenador que Ismael había adherido a esta. Dominic se acercó a ella y la estudió con interés. Aquellos números y símbolos significaban poco para él. Aun así, era obvio que algo no iba bien: varias ventanas parpadeaban exigiendo una respuesta.

—¿Tienes alguna idea de lo que significa «iniciar protocolo 348.44.6»?

Sammy negó con la cabeza. Dominic suspiró.

—Entonces poco podemos hacer. Escucha, tenemos que marcharnos. Tenemos que buscar ayuda. Además, pueden pillarnos en cualquier momento. Hay un tipo de seguridad a unas puertas de aquí.

Sammy no dijo nada. Parecía meditabundo. Estaba revisando en su memoria la primera parte de su conversación con Dominic.

—¿Has dicho antes que has matado al monstruo?

Dominic movió la cabeza de forma afirmativa.

—Has matado a Armind Zola.

De nuevo, Dominic asintió.

—Físicamente, no dentro de un sueño.

Dominic no respondió. Sammy se llevó las manos a la cabeza.

—Estás como una regadera. Si nos encuentran aquí, van a encerrarnos hasta que nos salgan gusanos por las orejas.

El silencio volvió a instalarse entre ellos. Dominic miraba al suelo y Sammy se concentró, una vez más, en las pantallas. Intentaba no perder el control, pero aquella situación lo superaba. No solo habían entrado sin permiso en un lugar que con toda seguridad sería alto secreto, sino que, por lo visto, uno de ellos había matado a alguien. Daba igual que fuera el mismísimo origen del mal hecho carne, había cometido un asesinato y ellos eran, a ojos de cualquiera, cómplices de aquel crimen.

¿Qué podían hacer? ¿Arriesgarse a despertarlos? ¿Marcharse y abandonarlos a su suerte? Sammy se pasó las manos por la cara, desesperado.

—Tenemos que salir de aquí —insistió Dominic. Y por un terrible segundo pensó que aquel chico era capaz de leerle el pensamiento—. Tenemos que llegar a la ciudad y contar lo que hemos visto. Sea lo que sea lo que están haciendo aquí, no es bueno.

—No podemos abandonarlos. No podemos dejar…

Dominic le hizo un gesto para que guardara silencio. Se oían pasos por el corredor, pasos firmes, casi marciales.

Con el estómago hecho un nudo y el corazón a punto de saltar por la boca, Sammy tuvo ganas de vomitar. Dominic señaló hacia los armarios situados al fondo de la sala. Se acercaron a ellos y los abrieron a la carrera: uno estaba repleto de baldas donde se mezclaban en desorden toallas y material médico, el otro tenía un perchero del que colgaban dos batas. No había demasiado espacio, pero podían entrar allí los dos si se apretaban.

—¿A qué esperas? ¡Entra! —le indicó Dominic.

Sammy se preguntó si era sensato entrar en un espacio tan reducido con una persona que acababa de confesar un asesinato, pero no tenía mucho tiempo para reflexionar sobre ello. Los pasos se acercaban. Una vez dentro del armario, con la puerta ya cerrada, examinó las alternativas que tenían si los encontraban: intentar razonar con quien fuera que diera con ellos, explicar con alguna excusa barata su presencia en aquel lugar, incluso contarles la verdad de cómo habían llegado hasta allí. Pero el miedo era demasiado grande, la seguridad de que nadie querría testigos de una operación como aquella era aplastante. Se sintió cobarde, imaginó que estaba abandonando a sus compañeros, dejándolos en manos de un destino terrible. Para colmo de males, le entraron ganas de mear.

Pasaron unos minutos interminables en los que Dominic y Sammy, pegados el uno al otro, pensaron que los latidos de sus corazones debían de oírse en varios kilómetros a la redonda. Los pasos se detuvieron. Al cabo de un tiempo que se les antojó eterno, retomaron su camino y siguieron avanzando, hasta perderse en la lejanía. Ambos respiraron aliviados. Sammy miró a Dominic con fingida seriedad.

—¿Eso que hay en mi culo es tu mano? —preguntó, y soltó una risita nerviosa.

Dominic no se dignó a contestar.

Abrieron con delicadeza las puertas del pequeño armario y salieron.

—Tenemos que marcharnos —insistió Dominic por tercera vez—. Es solo cuestión de tiempo que se nos acabe la suerte. ¿La aerofurgo sigue donde la aparcaste?

—Eso espero. —Sammy estaba indeciso—. Déjame que vuelva a mirar los monitores. Si se me ocurriera cómo despertarlos sin correr riesgos…

Sammy se acercó a las pantallas de la cabina de la soñadora. Intentaba no pensar en lo que Dominic había dicho sobre el monstruo. Era mejor no darle demasiadas vueltas, no en aquel momento. Estaba en una habitación de una clínica espeluznante donde metían a la gente en cabinas y la obligaban a soñar, hablando con un homicida confeso acerca de cómo despertar a personas a las que había conocido hacía apenas unas horas.

Se acercó de nuevo a las pantallas y las examinó unos instantes, antes de darse por vencido por enésima ocasión. Dominic rodeó la cabina y miró por detrás, como si allí pudiera encontrar una solución, un enchufe general que arrancar de la corriente. Sammy resopló, frustrado.

—Tendríamos que hacerlo a lo bruto —dijo—. Quitarles las diademas, apagarlas… o desconectarlas del sistema. Pero no me atrevo a hacerlo. ¿Y si entran en coma? ¿Y si los mato? —Miró al otro chico, suplicante. De pronto tuvo una idea—. ¿Sabes conducir? Puedes intentar llegar tú a la ciudad mientras yo me quedo aquí y trato de mantenerlos a salvo.

Dominic estaba frente a él, pero no contestaba. Sammy no tardó en reconocer la expresión que desfiguraba su rostro: estaba paralizado por el pánico.

Justo detrás de él, Sammy oyó una voz:

—¿Os habéis perdido, muchachos?

El hombre de la entrada parecía tranquilo, seguro de sí mismo. No se esperaba bajo ningún concepto que, al girarse, Sammy le apuntara con un arma. El muchacho la empuñó con ambas manos, con fuerza. Hizo todo lo posible por disimularlo, pero temblaba de manera evidente.

El hombre vestía con algún tipo de uniforme gris, seguramente de vigilancia, y era alto y ancho de espaldas, si bien una barriga prominente anunciaba a gritos que sus días de academia y formación habían quedado atrás hacía tiempo. Su arma, una pistola negra reluciente, estaba bien enfundada en su cinturón, pero eso no le restaba protagonismo. Él estaba donde debía estar, conocía aquel lugar y conocía su oficio, y no iba a dejarlos marcharse con facilidad. Tenía una media sonrisa perturbadora, como si no le sorprendiera el hecho de encontrarlos allí, como si llevara agazapado esperándolos, pendiente del momento más apropiado para intervenir, desde que habían llegado.

—Ya podéis empezar a hablar. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Y qué diablos estáis haciendo? Venga, os está faltando tiempo para soltarlo todo.

El primer impulso de Sammy fue echarse a llorar y contarle a aquel individuo todo lo que había pasado desde su primera conversación con Anna sobre el sueño de la chica morena. Podía decir que él no había tenido nada que ver, que no era más que una víctima inocente de un grupo de chicos que lo habían persuadido con mentiras y engaños para llevarlo hasta allí. Pero, antes de poder abrir la boca, oyó la voz de Dominic.

—¿Vais a matarnos?

«Qué obsesión tiene este chico con el asesinato», pensó Sammy. Se aclaró la garganta y su propia voz salió ronca, temblorosa. Le sorprendieron sus palabras:

—Nadie va a matar a nadie, no seas tonto. Este amable guardia va a ayudarnos a despertar a nuestros amigos y vamos a marcharnos de aquí. Y todos tan contentos.

Aquel corpachón vestido de gris dejó escapar una risa algo exagerada.

—Estás tonto, niñato. Mira, esto es así de fácil: primero vosotros me contáis cómo demonios habéis conseguido entrar y a través de quién. —Miró entonces a los que estaban conectados, los dos en las cabinas y los dos tumbados en el suelo—. Luego, bueno, luego ya veremos qué pasa. —Mientras hablaba echó un vistazo apreciativo a la figura acostada, muy blanca y rubia, de Anna. A Sammy le volvieron las náuseas.

—¿Te has dado cuenta de que soy yo el que tiene la pistola? —preguntó, rabioso.

—¿Sí?

De pronto tuvo al guardia encima. Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Sammy notó un dolor lacerante en la muñeca cuando el hombre se la retorció con saña. La pistola cayó al suelo y rodó entre dos cabinas. Dominic se acercó al hombretón, dispuesto a atacarlo, pero el guardia se lo quitó de encima de un manotazo, como quien espanta una mosca. El golpe fue suficiente para derribarlo; tropezó con una banqueta y cayó de bruces sobre la cabina de Vito, quien ni se inmutó por el impacto del chico sobre su cápsula.

—Creo que a partir de ahora vamos a jugar según mis reglas —le escupió el guardia a Sammy, sin rastro del matiz burlón de antes en su voz—. Vas a sentarte aquí —se agachó y le acercó la misma banqueta con la que había tropezado Dominic— y me lo vas a contar todo, desde el principio. Y por cada mentira que me sueltes, te cortaré un dedo. ¿Te gusta mi plan?

Y entonces la vieron. De pie, en la entrada. Alta, hermosa, vestida de azul brillante.

—Tócale un pelo a ese niño y los dedos te los cortaré yo. Y luego haré que te los comas y que me des las gracias por alimentarte.

—No puede ser… —comenzó a decir Sammy.

—¿Quién diablos es usted, señora? —rugió el guarda, enfurecido, mientras se volvía hacia ella. Sammy no pudo evitar fijarse, no obstante, en el uso del «usted». La presencia de aquella mujer era imponente.

—Mi nombre es Cordelia Travaglini, código alfa del Departamento de Recuperación del Espacio. Lo que me convierte, si no me equivoco, en tu puta superiora. Y si vuelves a mirar a mi hija, te juro que además de los dedos te obligaré a tragarte tus propios testículos.