La puerta era negra, inmensa. Estaba hecha de vacío, de ausencia. E Ismael estaba ante ella, aterido de frío y miedo. ¿Él había creado eso? Una puerta tan siniestra a la fuerza debía de conducir a un lugar siniestro. Tenía la impresión de que el resto de sus compañeros no eran conscientes de la gravedad de la empresa que pretendían acometer; ni siquiera Vito, el paranoico del grupo, parecía preocupado al respecto. Todo tenía un aire de juego, de divertida improvisación, pero no era ni una cosa ni otra. Iban a entrar en una pesadilla para matar a un monstruo con armas proporcionadas por un loco que llevaba diez años soñando.
—Yo seré vuestro guía —les anunció Armind Zola—. Sería fatal que apareciéramos separados. El monstruo lo tendría muy fácil para acabar con nosotros.
—¿Y cómo se supone que vas a guiarnos? —preguntó Vito.
—No te preocupes, compañero, lo tengo todo bien medido y bien pensado —contestó Zola mientras se daba dos significativos golpes con un índice en la sien—. Mi mente roza las vuestras lo suficiente como para pastorearos sin dificultades. Seguid mi voz, aferraos a ella con uñas y dientes, porque será la cuerda que nos mantendrá unidos y nos llevará a todos al mismo punto.
Zola miró al grupo, parecía estar pasando revista a sus tropas. Tenía una media sonrisa en los labios.
—No sé qué nos esperará al otro lado —les advirtió—. Tenemos que estar preparados para cualquier cosa. Pero intentad controlar el miedo, eso es primordial. El miedo es su aliado, recordadlo. Vuestros temores os hacen débiles y al mismo tiempo lo fortalecen. No le deis poder sobre vosotros.
Todos echaron a andar, cada uno hacia su respectiva puerta. Estas estaban alineadas y alineados quedaron también ellos, seis soñadores de pie ante seis umbrales excavados en el sueño profundo. Ismael tenía a Anna a su izquierda y a Lydia a su derecha; la muchacha parecía tan frágil y etérea como las mariposas que configuraban su puerta. De nuevo al contemplarla sintió aquella vorágine de sentimientos que le bullían dentro, ese removerse de emociones y calor sofocante. Estaba convencido de que aquel torbellino emocional era semejante a lo que debían de sentir Aaron o Vito cuando la miraban. O la propia Anna. ¿Cómo era posible que una misma persona calara tanto y tan de pronto en personas tan diferentes?
Sospechó que aquel enamoramiento repentino no era casual. Sospechó que aquellos sentimientos también los había provocado el monstruo de alguna forma, en un intento de conseguir que el cebo que había preparado para ellos resultara todavía más atractivo. ¿Era eso posible? ¿Podía un sueño alterado ser capaz de enamorar de tal manera? Sí, claro que sí. El mensaje de auxilio de Lydia bien podía ser una pócima amorosa, un elixir mágico preparado para seducir, para enloquecer, para enamorar. Se imaginó al engendro que moraba en las pesadillas como un Cupido deforme y aberrante, una monstruosa masa de carne de la que emergían dos alas diminutas, con un arco en las manos y un carcaj de flechas al hombro.
Aunque aquello fuera cierto, poco le importaba. Era amor, un amor desmedido, un amor de una intensidad cegadora, de eso no le cabía la menor duda. ¿Importaba acaso cómo se había producido? Lo importante era el sentimiento en sí, no cómo se había generado. Aunque su amor fuera una mentira, era una mentira tan perfecta y maravillosa que Ismael estaba dispuesto a creer en ella durante el resto de su vida.
De pronto, una voz ajena habló dentro de su cabeza. Las palabras parecían forjarse en la separación de su cerebro y su cráneo, justo bajo el hueso.
«No os asustéis», dijo Zola en su mente. La voz sonaba lejana y amortiguada, una voz recubierta de capas y capas de algodón. «Ha llegado el momento», anunció. «Contaré hasta tres y atravesaremos todos al mismo tiempo la puerta. Sin titubeos, por favor, sin miedo. Si alguien se queda atrás, que no intente seguirnos. Sería una idea nefasta. Lo mejor será que se quede a este lado del sueño, porque difícilmente podríamos encontrarnos al otro lado». Les estaba dando una oportunidad de echarse atrás, comprendió Ismael, les estaba abriendo la puerta a una salida digna. «Escuchad mi voz, ataos a ella. Vamos, muchachos, bellos y maravillosos soñadores, ha llegado la hora».
«Uno, dos y…».
Ismael no llegó a escuchar el tres, dio un paso adelante antes incluso de que Armind Zola pronunciara el último número. La oscuridad lo devoró. El mundo a su alrededor desapareció. Avanzaba en el vacío, en la misma oscuridad sólida en la que estaba forjada la puerta que había convocado sin saber todavía muy bien cómo. No había nada allí. Ni siquiera estaba él. Se sentía vacío, ajeno. No fue capaz de precisar cuánto tiempo duró esa sensación. Quizá unos segundos, quizá unos meses, tal vez varias vidas. Cuando ya pensaba que iba a pasarse la eternidad en aquel agujero oscuro, escuchó otra vez al artesano loco.
«Avanzad ahora. Seguid mi voz». Las palabras cosquilleaban en su cabeza como hormigas frenéticas, como chispazos eléctricos. «Dejad que sea vuestro faro, dejad que os guíe y venid conmigo al otro lado. Más allá del sueño, más allá de todo lo que podáis haber imaginado».
Ismael siguió el sonido de aquella voz, solo que ya no era sonido. Las palabras se habían convertido en burbujas de colores vivos e imposibles, en estrellas incandescentes que brillaban entretejidas en el vacío. Y de pronto tuvo piernas otra vez con las que caminar. Sintió de nuevo el peso de la espada de Zola en la mano. La boca se le llenó del sabor agridulce de las canciones pasadas, del sabor amargo de la mañana en la que despiertas y recuerdas que has perdido a un ser querido.
El pasaje acabó sin previo aviso, la negrura desapareció en un estallido incongruente, en un rápido y violento oleaje que atronó a su alrededor como las alas de un millar de murciélagos. Se llevó las manos a los oídos. Un viento feroz, enloquecido, lo zarandeaba, y un pandemonio de voces y estruendos diversos colapsaba el mundo. Miró alrededor, no había rastro del resto del grupo. Todo era oscuridad. Estaba inmerso en un torbellino de cenizas, hojas podridas e insectos. Aquella ola de porquería lo hizo caer de rodillas al suelo. Armind Zola regresó a su cabeza, pero fue incapaz de escuchar una sola palabra de lo que decía. El sonido y el viento eran insoportables.
Trató de levantarse, pero una nueva ventolera terminó de doblegarlo y lo dejó postrado. Gritó, pidió auxilio y la boca se le llenó de insectos. En el viento había una multitud de filos, de bocas diminutas que mordían y arañaban. A la cacofonía exterior se le añadió la alarma de la diadema del sueño. El dispositivo intentaba despertarlo, pero no podía conseguirlo. Aquel mecanismo no tenía capacidad para extraerlo del lugar a donde había ido a parar su conciencia. Estaba en la nube, más allá del alcance de cualquier sistema de seguridad. Los residuos y los insectos comenzaban a enterrarlo, caían sobre él en oleadas cada vez más rápidas, cada vez más pesadas. A cada segundo que pasaba le costaba más trabajo moverse. Cuando comenzaba a desesperar de verdad, alguien le tocó el hombro. Se giró, aterrado. Anna estaba arrodillada junto a él, envuelta en aquel viento inmundo. Lo zarandeaba, le hablaba a gritos, pero era imposible entenderla en mitad de aquel caos. La muchacha, harta, le tendió una mano y, antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo, Ismael se la estrechó con todas las fuerzas que le quedaban.
Anna lo ayudó a incorporarse en medio del temporal. Lo levantó a tirones, desenterrándolo de aquel pútrido montón de basura y bullir de insectos. Ismael se dejó guiar. Sobre ellos caía una lluvia constante de moscas y escarabajos, de gusanos y cucarachas. Avanzaba con la boca cerrada, pero los insectos encontraban modos de colársele dentro: se le metían por los oídos, por la nariz, hasta intentaban meterse bajo sus pestañas.
De pronto, los gritos y la lluvia de insectos cesaron. Ismael cayó de rodillas de nuevo y comenzó a sacudirse los bichos a manotazos, frenético. Algunos lo mordían con saña, otros le picaban. Todo su cuerpo era un hervir de vida diminuta que parecía empeñada en hincarle sus fauces o clavarle el aguijón.
—¡Quitádmelos de encima! —aulló—. ¡Quitádmelos de encima!
Los insectos fueron desapareciendo, sin que sus golpes parecieran tener nada que ver con ello. Los veía desvanecerse, transformarse en humo y luego en nada. Tras unos instantes de pura angustia, se incorporó, medio tambaleándose. Estaba mareado, pero indemne. Ya no quedaba ni rastro de insectos, aunque en su imaginación todavía sentía múltiples patas que correteaban sobre su piel. Miró alrededor. El viento negro con su carga horripilante seguía bramando fuera. Se encontraba en una burbuja vacía, un espacio en blanco de paredes jabonosas tan grande como la relojería. Los demás estaban allí y lo contemplaban preocupados.
—Macho, creía que te habíamos perdido —le dijo Aaron—. ¡Qué locura de sitio! ¡Me va a picar todo el cuerpo durante el resto de mi vida! ¡Qué asco! ¡Qué asco!
—De no ser por Anna, todavía seguirías ahí fuera —le dijo Vito—. La chica te ha salvado. Lo mínimo que podrías hacer es agradecérselo.
Se volvió hacia ella mientras asentía, todavía aturdido.
—Gracias —le dijo—, gracias por sacarme de allí. No habría resistido mucho tiempo fuera. —Ella asintió, complacida al parecer por esa muestra de agradecimiento. Y era sincera. Sin la intervención de aquella muchacha era probable que ya estuviera muerto—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó él—. ¿Y dónde estamos? —quiso saber mientras hacía un gesto con las manos que abarcaba la gran esfera que los protegía del exterior.
Fue Armind Zola quien contestó:
—Primera pregunta: no entraste al mismo tiempo que el resto. Te adelantaste, muchachito impaciente, y casi te perdemos por eso. Por suerte para ti, Anna creyó verte y salió a buscarte antes de que pudiéramos detenerla. Segunda pregunta: Lydia nos ha protegido del caos de fuera. Ha soñado un refugio para nosotros. Y lo ha hecho sorprendentemente rápido. Una muestra clara de sus capacidades, cosa que tampoco debería extrañarme; por eso se sirvió de ella el monstruo para atraeros.
—Odio los bichos —aseguró ella mientras cruzaba los brazos bajo el pecho—. Me dan repelús.
—Las mariposas también son bichos, lo sabes, ¿verdad, cariño?
Lydia fulminó a Armind Zola con la mirada, como si acabara de soltar una blasfemia imperdonable.
Fuera de la burbuja proseguía la tormenta de insectos. No se alcanzaba a ver nada más allá, todo eran sombras y distintas oscuridades que cimbreaban de forma violenta, cortinajes oscuros que se agitaban desesperados en una dirección y en otra.
—¿No podemos salir de aquí? —preguntó Aaron mientras torcía el gesto—. Se me está revolviendo el estómago, en serio. A este paso vais a tener que soñar una fregona porque voy a soñar que vomito mucho y muy deprisa.
Lydia miró a Armind Zola, interrogativa.
—Podemos hacer lo que se nos antoje —le dijo este—. Solo tenemos que creer en ello. —Después se dirigió al resto—: Al crear la esfera, Lydia ha manipulado la nube. Eso es lo que la distingue como una soñadora lúcida, una soñadora activa: puede manipular el sueño, atrapar su urdimbre y cambiarla a su antojo. Vosotros también tenéis esa capacidad. Vuestros deseos en la nube son órdenes. A algunos os costará más manipularla que a otros, es natural, y no todos podréis hacerlo en el mismo grado.
—Así es como te hemos quitado los bichos de encima —le explicó Vito a Ismael. Por su tono de voz parecía bastante orgulloso de sí mismo—. Los hemos descreado, si es que semejante palabra existe. Aquí la mente es nuestra mejor arma —dijo, mientras enarbolaba de forma paradójica el complicado armatoste que le había proporcionado Armind Zola.
—¿Cuál es el límite a lo que podemos hacer? —preguntó Anna—. ¿Podemos desear que el monstruo desaparezca y conseguirlo?
Zola negó con la cabeza.
—Ojalá fuera tan sencillo. El monstruo es otro soñador —contestó—. Tus deseos no le afectarán de forma directa. Lo único que podemos manejar los soñadores lúcidos es el escenario. Y ya es bastante, creedme. Si quieres sacarnos de aquí, solo tienes que desearlo —le dijo a Lydia—. Tú has creado la esfera. Solo tienes que moverla. Conviértela en nuestro vehículo.
La soñadora asintió, aunque no parecía muy convencida. Ismael se sentó de nuevo en el suelo y apoyó la espalda contra la pared de la esfera. Estaba húmeda, pero era una humedad agradable, mucho más tras haber estado cubierto de insectos. Intentó tranquilizarse, pero sentía una opresión asfixiante en mitad del pecho, como si le hubieran incrustado a presión una piedra en las costillas. «No cedas al miedo, no cedas al miedo», se repetía una y otra vez; una frase sencilla, fácil de verbalizar, pero difícil de cumplir.
Lydia, indecisa, se llevó las manos a su colgante y comenzó a acariciarlo con cuidado, con mimo. Un instante después la burbuja que rodeaba al grupo comenzó a moverse, despacio al principio, como si estuviera sopesando sus capacidades; más deprisa al final. Se alzó entre el ciclón de desechos y remontó el vuelo. Ismael miró alrededor. Comenzaba a clarear tras las paredes de la burbuja, estaban emergiendo de aquel torbellino repugnante y dejaban una estela de suciedad a su paso. La oscuridad viviente se hizo pedazos para dejar su sitio a la oscuridad muerta de la nube. Se oyó un suspiro conjunto, interjecciones de sorpresa cuando la representación onírica de la red virtual se mostró ante sus ojos.
Había allí capas y capas de sueños, de realidades superpuestas. Así como el sueño común de los durmientes de la granja estaba construido a base de delirios inofensivos, aquella locura estaba fabricada con piezas de las más diversas pesadillas. Ruinas flotantes, islotes de tierra en llamas, bosques renegridos que crecían en el lomo de nubes de tormenta. Y por doquier se oía la misma algarabía incesante: los gritos de los torturados, los gritos de las víctimas de aquella pesadilla desmedida.
—Esto es el infierno —dijo Anna, impactada por el espectáculo.
—Es demasiado grande —murmuró Zola. Era evidente que él también estaba sobrepasado por la situación—. No debería ser tan grande —insistió. Ismael lo vio cerrar los ojos, su rostro adoptó durante unos instantes una expresión de concentración absoluta. El muchacho sospechó que había lanzado a su conciencia a sondear las mentes de los que estaban atrapados allí. El ceño del soñador se frunció, después hizo una mueca entre la sorpresa y el horror—. Maldito sea. Ha absorbido a todos los soñadores. —Los miró, alarmado—. A todos los que portaban nanonitos al alcance de los repetidores. Los ha obligado a unirse a la nube. Por todos los infiernos, tiene a millones de personas atrapadas aquí. A millones. —Se llevó una mano a la frente para secarse un sudor que no estaba allí—. No contaba con esto, no contaba con esto…
—Es imposible —dijo Ismael mientras se levantaba del suelo—. La nube no tiene tanta capacidad, no puede gestionar tantas conexiones. Se colapsaría.
—No si cada mente obligada a soñar se convierte en parte de la red —le contestó Zola—. No si cada soñador aporta su propia mente a la nube. Los esclaviza y al mismo tiempo los convierte en parte de su dominio.
Ismael intentó hacerse una idea de lo que implicaban las palabras del artesano loco. Costaba concebirlo. ¿Todos aquellos con nanonitos en la cabeza atrapados en la nube? Era una idea turbadora. Contempló la oscuridad de fuera con el corazón acelerado. «Mi padre está aquí», se dijo. «Todos los que conozco están aquí».
—¿Sammy habrá caído también? —preguntó Vito—. ¿Nos hemos quedado sin nadie que vigile?
—De ser así, los guardias de seguridad de la granja también se habrán quedado tiesos, ¿verdad? —dijo Aaron—. No sé vosotros, pero yo me sentiría más tranquilo si supiera que ahora mismo nadie puede descubrirnos. ¿De verdad creéis que Sammy puede protegernos? No tiene aspecto ni de saber cuidarse a sí mismo.
Zola negó con la cabeza.
—Vuestro amigo sigue despierto. Y los guardias también. No hay conexión remota hacia la nube desde la granja. La orografía del terreno y los restos de radiación lo impiden. Nosotros hemos entrado a través de una conexión directa, una conexión por cable que llega desde la granja hasta la torre repetidora que seguramente visteis cuando os acercabais. Todo aquel que esté dentro de la granja está fuera del alcance del monstruo y estará a salvo mientras no salga de ella.
La esfera de Lydia avanzaba a través de aquel escenario dantesco. Había islas flotantes por doquier. Cada una de ellas era un infierno en sí mismo, una estampa de horror y desolación. Había casas oscuras y lóbregas, similares a la que había construido el monstruo en el subconsciente de la soñadora. De los edificios llegaban tremendos gritos de dolor. Había islotes con lagos en su interior, todos repletos de gente ahogada, volcanes rebosantes de lava en cuyas laderas habían encadenado a un sinfín de desdichados. Anna dio un grito y señaló hacia la derecha. Se aproximaban hacia una impresionante cascada blanca, tan enorme que ni se divisaba su punto más alto ni el lugar donde caía.
—Son dientes —dijo Vito, con la voz estrangulada—. Están cayendo dientes del cielo.
Todos observaron asombrados la riada de dientes y molares que cayeron sobre la burbuja cuando esta pasó a través de esa horripilante cascada. Entre las piezas caían, de cuando en cuando, quijadas completas. De algún lugar del sueño llegó un espantoso rugido. Un sonido tan estruendoso que, aun a pesar de estar resguardados en la burbuja, la mayor parte del grupo se sobresaltó. A continuación se oyó el sonido de alas, enormes como mundos, que batían el aire. En la distancia alcanzaron a distinguir una masa inmensa, difícil de describir, que avanzaba hacia lo profundo de los malos sueños.
—¿Ese es el monstruo? —preguntó Aaron con un hilo de voz.
—No —contestó Armind Zola—. Es una pesadilla. Otra más.
Poco después de dejar atrás la cascada de dientes, apareció ante ellos un islote de grandes dimensiones, ocupado en su totalidad por un bosque de árboles retorcidos. Un ejército de madera maltrecha que alzaba sus grotescas ramas hacia la oscuridad del cielo inhóspito. Hasta donde se extendía la vista todo era bosque. Los árboles que lo formaban estaban desnudos, sin el menor rastro de hojas en sus ramas siniestras; de cada una de ellas colgaba un ahorcado. Había hombres y mujeres en las más altas, niños y niñas en las más bajas. Ismael ahogó un gemido al comprobar que también había cuerpos de bebés colgando de aquellas marañas. Lo más horrible era que todavía estaban vivos, pataleaban en sus cadalsos, daban tirones y gemían, pero eran incapaces de liberarse. Había cientos de personas colgadas en aquel bosque.
—Esto es a lo que nos enfrentamos —dijo Armind Zola en voz baja—. ¿Comprendéis ahora de lo que es capaz ese engendro?
—¿Por qué? —preguntó Anna. Tenía lágrimas en los ojos—. ¿Por qué hace esto?
—Por el poder. Por el miedo. De eso se nutre. Y este es su reino. ¿Os queda ya alguna duda de que tenemos que destruirlo?
Nadie contestó. No hacía falta.
Lydia guio la burbuja hasta el bosque de los ahorcados. Su rostro era una máscara de férrea determinación. La esfera aterrizó en medio de aquel lugar desolado y terrible, entre los árboles y las víctimas del monstruo. Los cuerpos penduleaban de las ramas, como grotescos adornos de Navidad. Intentaban desatarse, pero sus manos, convertidas en garras, no podían deshacer los nudos que los condenaban a esa agonía interminable. Antes de que nadie pudiera reaccionar, Lydia salió de la esfera. Simplemente atravesó su pared acuosa, sin que su superficie resultara dañada en el proceso; la pared se limitó a tensarse, a vibrar y volvió a cerrarse tras ella una vez que salió fuera. El suelo de aquel bosque demencial estaba formado por un mantillo de vegetación y restos de animales muertos. En cuanto Lydia pisó fuera, el terreno revivió. Dejó una huella perfecta de un verdor inconmensurable, del tamaño exacto de la planta de su pie, con una flor de un espectacular color rojo en el centro. A cada paso que daba el escenario se transformaba. Los árboles se iban llenando de hojas, estas brotaban de las ramas a gran velocidad. Los árboles retorcidos se enderezaban, su corteza muerta y gris cobraba un saludable tono marrón. Pero el cambio más evidente era que las sogas de los ahorcados desaparecían y estos, con suavidad, caían a tierra. Allí permanecían: de rodillas unos, tumbados otros, trastornados todos por su repentina liberación. Varios de los que lograron reaccionar se arrastraron hacia Lydia y tendieron las manos hacia ella como si fuera una divinidad bajada de los cielos.
La siguiente en salir de la esfera fue Anna, y a su paso el escenario también cambió, no de una forma tan rotunda, pero patente. Dejaba una estela de hierba salpicada de flores a su paso, de árboles vivos y ahorcados liberados. Uno a uno todos salieron de la esfera, y todos aportaron su parte de liberación a aquel horror. El cielo sobre sus cabezas dejó de ser de granítica oscuridad y comenzó a virar hacia el azul. «¿Estamos nosotros haciendo esto?», se preguntó Ismael. «¿Con nuestra mera presencia cambiamos el sueño?». Era impresionante. Pronto estuvieron rodeados de una multitud agradecida.
—Años colgando —les dijo un hombre pálido, tan consumido que parecía que le habían apuñalado las mejillas—. Años colgando de un maldito árbol. Gracias, muchísimas gracias.
Las manos de los que habían salvado buscaban tocarlos, acariciarlos. Ismael se sintió incómodo. Retrocedió varios pasos.
—Ya viene —murmuró Armind Zola—. Viene el monstruo.
Las hojas nuevas de los árboles comenzaron a marchitarse, a ennegrecerse. Algunas se resquebrajaron, otras se desprendieron de las ramas de donde brotaban y cayeron muertas al suelo. El viento soplaba quejumbroso entre los árboles, que, poco a poco, comenzaban a encorvarse otra vez. Lydia luchaba contra aquel marchitar sucio: nacían nuevas hojas en los árboles que no tardaban en sucumbir a la influencia del demonio que se había hecho con la nube. El monstruo llegaba, oían un rumor de pasos al trote, un sonido de pistones que machacaban la tierra. Era como si un gigante se aproximara a la carrera. Pero sobre todo era una agobiante sensación de opresión en la garganta, de tensión en el cerebro. Algo llegaba. Y era terrible.
—Marchaos, buenas gentes —les pidió Armind Zola a los recién liberados—. Se acerca vuestro torturador y no será benévolo. Vamos a intentar vencerlo y no podremos hacerlo si al mismo tiempo tenemos que defenderos a vosotros.
Varios retrocedieron, se apartaron, unos a paso ligero, otros despacio, los más a la carrera. Pero hubo algunos que dieron un paso al frente, como si quisieran compartir la lucha.
—¿No me habéis oído? —les gritó Zola—. ¡Huid, maldita sea! ¡Salid de aquí! ¡Vosotros no tenéis la menor oportunidad contra eso que llega! ¡Para él no sois más que reses en el matadero!
«¿Y nosotros no?», se preguntó Ismael mientras contemplaba como los valientes decidían seguir las recomendaciones de Armind Zola y desaparecían entre los árboles moribundos.
El sonido atronador del monstruo cesó de pronto. Un silencio oscuro se cernió sobre el bosque. El grupo de soñadores miró alrededor, enarbolando sus armas. Vito apuntaba frenético a cada sombra, a cada árbol agitado por el viento. Aaron se abrazaba a su subfusil, con el cañón contra su mejilla. Nada se movía.
—Allí —dijo Lydia, mientras señalaba entre dos árboles retorcidos de los que ya se había desprendido toda la corteza viva.
Era una niña quien se acercaba. Una niña rubia, de ojos azules y vestido blanco, con un gato negro, apenas un cachorro, abrazado contra el pecho. El animal miraba el mundo con unos extraordinarios ojos azules. La niña caminaba descalza y con cada paso la hierba se consumía y marchitaba. Ismael nunca había visto a nadie con un aspecto tan desvalido y triste. Se pusieron a la defensiva de inmediato. La niña llegó hasta ellos y suspiró.
—Iba a ser compasivo con vosotros. —Su voz no casaba con el aspecto que vestía, su voz era la misma que había escuchado en el sueño de Lydia: una voz cruel, cuajada de amargura—. Era mi intención, os lo prometo. Me habéis liberado y solo podía tener palabras de agradecimiento para vosotros. —Soltó al gatito y este echó a correr al momento, con el rabo en alto, maullando contento—. Iba a dejaros vivir en la granja, sin meterme con vosotros. Iba a honraros como héroes. Pero ahora… —La niña/monstruo negó con la cabeza. Sus bucles ondularon de forma encantadora—. ¿Por qué me habéis seguido hasta aquí? —preguntó—. ¿Por qué os habéis hecho esto a vosotros mismos?
—¡No lo escuchéis! —exclamó Armind Zola—. ¡Atacad!
Ismael, horrorizado, vio como Zola saltaba hacia delante y ensartaba a la muchacha con la punta de su bastón. La niña dio un grito y retrocedió a trompicones. Vito abrió fuego sobre ella solo unos instantes después. Los demás retrocedieron, horrorizados. No solo era la violencia de la escena lo que los repugnaba: cada disparo, cada estocada, venía acompañada de un fogonazo, de una imagen que flotaba alrededor de la niña durante décimas de segundo, un lapso de tiempo demasiado breve como para que la mente registrara lo que estaban viendo. Las balas y el arma con que la atacaban estaban cargadas con recuerdos del monstruo. Estallaban a su alrededor con cada bala, con cada estocada.
—¡No es una niña! —les gritó Zola inmerso en ese baile demencial cuyos pasos terminaban siempre con una violenta cuchillada—. ¡No os quedéis mirando! ¡No es una niña! ¡Es el monstruo! ¡Es el maldito monstruo!
Pero ninguno de los cuatro salió de su inmovilidad. No pareció necesario. Una ráfaga de Vito redujo a la niña a pingajos sanguinolentos. La proyectó hacia atrás y quedó inmóvil, de costado, muerta en el sueño.
Todo quedó en silencio. El traqueteo eléctrico del arma de Vito se acalló. En el suelo, sobre la hierba gris, yacía la niña, su traje blanco lleno de rojo, su cara vuelta del revés…
—¿Ya está? —preguntó Vito. Respiraba con dificultad, como si fuera presa de un ataque de asma—. ¿Tan fácil? ¿Bastaba con solo dos de nosotros para acabar con esa cosa?
—El gato —dijo Aaron, con voz temblorosa—. ¡Mirad al gato!
El pequeño animal había comenzado a crecer y a hincharse a sus espaldas. Su cabeza se deformaba más y más, los ojos azules se hundieron en la carne y dieron paso a dos fosos negros, relucientes como charcos de tinta china. El grupo retrocedió. La criatura había alcanzado ya los tres metros de altura y de su lomo comenzaron a brotar tentáculos oscuros, recubiertos de aguijones que nacían de las pupilas del sinfín de ojos que se abrían en su carne.
—¿Acaso creéis tener la menor oportunidad contra mí? —bramó aquella cosa—. ¿Quién os creéis que sois? Ingenuos y estúpidos, inocentes corderitos que se meten en la boca del lobo y balan tonterías. El sueño es mi dominio, mi terreno, ¡no hay nadie aquí que pueda vencerme!
—¡Atacad ahora! —gritó Zola—. ¡Dadle con todo!
No hubo la menor vacilación esta vez. Todos abrieron fuego al mismo tiempo sobre la monstruosa cosa que se les venía encima. Sus tentáculos comenzaron a revolverse, latigazos en el aire. Uno de ellos impactó de lleno contra Vito y lo lanzó a varios metros de distancia. No perdió el arma en su acometida, se aferró a ella con una tenacidad encomiable. Uno de los tentáculos fue en busca de Ismael. El muchacho lo vio venir. Entre los ojos y sus aguijones se abrían bocas ahora, una colección de fauces ansiosas por morderlo. Rodó por el suelo y esquivó el ataque. Cuando el tentáculo regresó por él, se afianzó en la tierra y dio un mandoble hacia arriba que cortó en vertical una de las bocas. Al entrar en contacto el arma con la carne del monstruo, una nueva imagen restalló en el aire. Esta vez perduró lo bastante como para poder discernir qué era: una cama revuelta, con una mujer pálida medio caída de la misma, que tenía una jeringuilla mal clavada en el brazo, todo visto desde la perspectiva de un niño pequeño. ¿Parte de los recuerdos de aquel engendro?
Las balas caían sobre él. Anna saltó hacia delante, rodeada de tentáculos y furia; agitaba su wakizashi haciendo molinetes de manera vertiginosa. De la nada apareció otra llamarada de recuerdo, otra fotografía: un campo de batalla sembrado de bombas, un brazo levantado en primer plano donde había desaparecido la mano, sustituida por una explosión de sangre.
—¿Os atrevéis a atacarme con mi propio pasado? —gruñó el monstruo—. ¿De verdad pensáis que así podéis derrotarme?
Aquello seguía creciendo, su enormidad arrancaba las ramas y quebraba los troncos de los árboles. Ismael atacó con saña la base de uno de los tentáculos. A pesar de los gritos de su adversario, algo en su tono dejaba claro que no estaba tan convencido de su triunfo como quería dar a entender. Durante unos instantes Ismael albergó esperanza en la victoria, durante un momento creyó de verdad que podían vencer a aquel engendro con las armas soñadas de Zola. Hasta que, en medio de una estocada, la espada que empuñaba desapareció, se convirtió en cristales y después en nada.
—¿Qué? —alcanzó a preguntar antes de tener que retroceder de un salto cuando un tentáculo volvió por él. Pronto comprobó que no era el único que había perdido el arma. Todos estaban en la misma situación, desarmados ante aquel monstruo cada vez mayor.
Armind Zola estaba unos pasos más retrasado. Lo miró asombrado.
—Me… —El hombre se llevó una mano a la garganta, pálido como el papel. El rostro que vestía se vino abajo y fue sustituido por la cara que tan bien conocían al otro lado del sueño—. Me están matando —anunció, sorprendido.
Y dicho esto se desvaneció.