Anna apartó con la mano un pez payaso que se había cruzado delante de su cara. Era payaso en el sentido más literal del término, con un curioso bombín negro, la cara pintada de blanco y una nariz falsa redonda y roja. La muchacha negó con la cabeza. Tanta información era difícil de procesar. Y además, ¿por qué todos tomaban como cierta la historia que les había contado ese hombre?
—¿Matarlo? —preguntó, y en su voz había un deje de histeria que no se le pasó por alto—. Lo dice como si fuera algo sencillo, fácil. ¡Estamos hablando de homicidio! Además, ¿por qué deberíamos creer a este tipo? ¿Qué pruebas tenemos de que nos está contando la verdad? ¿Y si nos está manejando de la misma manera que el monstruo?
El extraño que se había identificado como Armind Zola soltó un largo suspiro y, al hacerlo, varias flores brotaron de su espalda, espléndidas y coloridas. Una llovizna morada se descargaba sobre ellos, un suave caer de gotas diminutas que dejaban pequeñísimas manchas sobre la piel, manchas que no tardaban en secarse y desaparecer. Antes de que aquel hombre cubierto de flores pudiera contestar, Vito tomó la palabra:
—¿Habéis oído hablar de Maastrich Elegant?
—¿Quién? —preguntó Anna. Lo miró extrañada.
Vito se rascó la cabeza, incómodo. Era obvio que odiaba ser el centro de atención.
—Maastrich Elegant fue un conspiranoico que hace unos años se dedicó a promover ciertas ideas por la red acerca de que la peste onírica había sido muy diferente a como nos la había vendido el Gobierno. Fue arrestado en varias ocasiones: además de teórico de la conspiración era hacker profesional y un ladrón experimentado. Durante los últimos meses de su vida se dedicó a inundar las redes piratas con sus ideas. La mayoría eran fantasías de chalado, pero dio una descripción muy detallada de una entidad que él definía, simplemente, como la Entelequia. Decía que este era el auténtico responsable de la peste onírica, y que había matado a muchas personas más desde entonces, a través de pesadillas prefabricadas por el Gobierno. Según él, había conseguido la información de un funcionario de las altas esferas. Nadie le hizo caso; era absurdo. Y entonces, de pronto, desapareció. A mí siempre me había parecido un personaje fascinante, y me puse a investigar…
—Espera, espera. —Aaron lo interrumpió—. ¿Andabas por las redes piratas investigando hace años? Pero si solo tienes… ¿cuánto? ¿Quince años? ¿Con qué edad fue todo esto?
Vito bajó la cabeza, algo avergonzado.
—Nueve.
Aaron abrió la boca, pero la cerró deprisa, en cuanto otro pececillo, que volaba por ahí como si nadara en el aire, intentó colarse dentro. El pez se dio de bruces contra sus labios, dio un par de graciosas volteretas y siguió su camino.
—¿Qué le pasó? —le preguntó Anna—. ¿Averiguaste algo?
—Conseguí contactar con uno de sus familiares. Su viuda, de hecho. Nadie sabía que estaba casado. Me dijo que había muerto de un ataque al corazón mientras soñaba. Era muy paranoico con el tema de la nube, nunca se conectaba a ella y solo consumía sueños que le pasaban artesanos de la más estricta confianza. Curiosamente, uno de esos artesanos desapareció sin dejar rastro poco después de que Maastrich muriera. ¿Casualidad?
—Oooh. —Aaron interrumpió de nuevo su discurso—. Eso no suena nada bien.
Anna se impacientaba. No estaban llegando a ninguna parte.
—¿Y qué? ¿Qué tiene que ver? Todo eso no demuestra nada.
—Claro, claro, no lo demuestra. —Vito procuró apaciguarla—. Pero Maastrich decía que el día en que la Entelequia escapara del control del Gobierno la Humanidad entera caería bajo sus garras. Que sería el fin del mundo.
Lydia, que había permanecido callada durante el relato de Vito, comenzó a hablar:
—No sé nada de ese Elegant del que hablas, pero yo diría que sabía de la existencia del monstruo, que conocía su amenaza. De verdad, tenemos que detenerlo. Si no lo hacemos, si no le paramos los pies, morirán cientos de personas, tal vez miles…
Zola asintió con determinación. Había dejado de brotar y ahora echaba raíces, lentas y delgadas, que emergían del suelo frente a ellos.
—Y yo sé cómo hacerlo —dijo. Se sentó de nuevo. Un león diminuto asomó de la cintura de su pantalón. Zola lo ayudó a salir y lo dejó con delicadeza en el suelo. El felino sonrió agradecido y le enseñó unos dientes afilados y muy blancos, con tres pares de colmillos gigantescos en la hilera superior. Armind Zola perdió durante unos segundos el hilo de su discurso, pero pronto lo recuperó—: Llevo años trabajando en un sueño dentro del sueño, un programa intraonírico.
—¿Un programa intraonírico? —Ismael parecía confuso—. ¿Qué quieres decir?
—Permite que me explique —le pidió—. Tenéis que entender que la diferencia fundamental entre los demás soñadores de esta granja y mi humilde persona es que yo sé qué está pasando. Lo sabía antes de que me durmieran. Muchos de los presentes fueron secuestrados y anestesiados casi en el acto, sin que tuvieran oportunidad de entender lo que ocurría. Algunos de ellos ni siquiera recuerdan que existe un mundo real. Pero yo sabía lo que nos estaban haciendo, y entendí qué era el monstruo y cómo actuaba. Entendí que estaba en mis manos acabar con él. Así que me dediqué a esperar y a observar. No podía intervenir todavía. Si el monstruo hubiese tenido la más mínima sospecha de mis intenciones, me habría destruido sin dudarlo.
»El monstruo es muy poderoso, con toda seguridad el soñador lúcido más efectivo que existe. Y está loco, eso es indiscutible. No obstante, en algún momento fue una persona, un humano normal. Y por tanto, todavía conserva recuerdos, miedos, esperanzas de su vida anterior. Lo único que yo tenía que hacer era encontrarlos. Fui capturándolos, uno a uno. Comencé a reconocer ciertos símbolos, ciertas escenas en los sueños de los que eran afectados por su poder. Y a veces me arriesgué a rozar mi mente con la suya, a la caza de información que usar en su contra. Almacené lo que fui consiguiendo en un archivo que creé dentro del mismo sueño, con la idea de programar una rutina con la que atacar al monstruo. Un programa intraonírico. Quería obligarlo a enfrentarse a sus propios recuerdos y fobias, todo de golpe. Quería conseguir, en resumidas cuentas, lo mismo que él consigue con sus víctimas: una sobrecarga emocional.
—¿Quieres matar al monstruo de miedo? —preguntó Ismael.
—Y de tristeza, y de vergüenza. De todo lo que pueda. Quiero pagarle con su misma moneda.
—¿Y dónde entramos nosotros aquí? —quiso saber Vito.
—Vosotros seréis mis procesadores. —Zola le propinó una palmada en la espalda y Vito dio un pequeño brinco, asustado. El contacto físico parecía gustarle tan poco como ser el centro de atención.
—Quieres que amplifiquemos la potencia de tu programa —intervino Ismael. Zola asintió.
—Eso es. Quiero que lo ejecutéis conmigo, todos al mismo tiempo, para que el programa sea más poderoso, rápido y efectivo.
Ismael hizo un gesto de negación.
—Pero eso es imposible —dijo—, los nanonitos de nuestro cerebro solo son receptores, no podemos ejecutar programas con ellos…
Aaron negó con la cabeza y de sus largos mechones rubios salieron pequeñas tuercas azuladas.
—No entiendo nada. ¿Tú entiendes algo? —le preguntó a Anna.
Esta no contestó. Era difícil concentrarse. No solo por la proximidad arrebatadora de Lydia, también por la vorágine de elementos surrealistas que la rodeaban, a cada cual más cautivador (¿aquello que había pasado volando era un unicornio-pegaso morado con una faldita tutú?). Por extraño que pareciese, aquel ambiente de locura la tranquilizaba. Por fin se había acallado la voz de su madre en su mente. Era como si estar rodeada de milagros y portentos hiciera que todo fuera tan raro, tan extraordinario, que tuviese a la vez algún tipo de orden y sentido. Como si toda la lógica de su mente no pudiese competir con aquella galería onírica, y esta se hubiese rendido.
—Estás olvidando algo —le dijo Zola a Ismael—. Somos soñadores lúcidos. Tú, yo. Todos los que estamos aquí. Somos un nuevo tipo de soñador. Hasta ahora todos los usuarios de la tecnología del sueño han sido receptores, sí, consumidores pasivos de creaciones ajenas, a través de los nanonitos. Pero ahora… oh, ahora es diferente. El subconsciente ya no se contenta con mirar. Algunos nos hemos convertido en emisores, hemos aprendido a invertir la dirección del mensaje. No solo procesamos datos, ¡los aportamos! Y eso es exactamente lo que ha estado haciendo el monstruo, lo que ha hecho Lydia. ¡Podemos controlar los sueños! ¿No lo entiendes? Podemos luchar contra el monstruo en su propio terreno.
—No sé si eso funcionaría —dijo Ismael, cada vez más inquieto—. No tenemos su potencial. Ya has visto lo que es capaz de hacer.
—Pero ¡mira lo que somos capaces de hacer nosotros! —Realizó un gesto expansivo que los instaba a observar el mundo que los rodeaba—. Él es poderoso, pero nosotros también lo somos. Y tenemos a Lydia.
Esta lo miró con expresión dudosa, pero no dijo nada. La soñadora se había acomodado sobre una chaise longue construida de gominolas. Anna la recordó en la bañera gigante con forma de cisne y una parte muy escondida y avergonzada de su mente se preguntó si la Lydia de verdad tendría el mismo cuerpo desnudo que la Lydia-monstruo. Por enésima vez se forzó a centrarse en la conversación.
—¿Cómo lo haremos? —preguntó—. ¿Buscamos al monstruo y lo atacamos con un montón de código? —Miró a Zola con desconfianza. El plan no terminaba de gustarle.
—¡Códigos! ¡Qué ocurrencias! Esto no es un ordenador, querida niña. Esto es el mundo del sueño. —Le guiñó un ojo—. Aquí todo tiene imagen, símbolo, representación, hasta los programas más lógicos y aburridos. Toda esa compilación de datos, todos esos conocimientos, los vertí aquí. —Como si se tratara de un mago prestidigitador, de repente sacó de detrás de sí un cofre metálico—. Aquí está toda la información. Solo hay que darle forma.
Sin dejar de sonreír, abrió el cofre y les enseñó el interior.
—Ahí no hay nada —objetó Anna, algo irritada. ¿Les estaba tomando el pelo? Miró a Lydia. Esta parecía tranquila, confiada.
—¡Qué impaciencia! Todavía no, pero muy pronto lo habrá. Empecemos por ti, Anna. Veamos, qué podríamos usar… ¡Ah, ya sé! —Introdujo una mano en el cofre y, para asombro de todos, extrajo un sable. No era muy largo, de unos cincuenta centímetros, y la hoja era curva—. Una wakizashi para la señorita. —Se la entregó casi con reverencia.
—¿Una qué? —Anna la aceptó con manos temblorosas. ¿Qué se suponía que iba a hacer con eso? La única hoja que había usado en su vida había sido un cuchillo de untar.
—Es un arma tradicional japonesa que… bueno, da igual. La idea es que se la claves al monstruo. —Antes de que pudiera replicar, ya estaba rebuscando de nuevo en el cofre—. Para Vito tenemos algo muy especial, sí, aquí está. —Extrajo una extraña pistola con cañón en espiral y montones de botones y diales a lo largo de la empuñadura—. Esto es una… no lo sé, acabo de inventármela. Vamos a llamarla destruyemonstruos.
Vito no parecía muy convencido.
—Ese es un nombre ridículo.
—Puedes llamarla como quieras. Y hacer lo que se te antoje con los botoncitos, pero a efectos prácticos lo importante es que quites el seguro aquí. —Le mostró un pequeño interruptor rojo situado sobre el tambor, o lo que fuera aquella burbuja transparente a través de la que se distinguía la maquinaria del arma—. Y que te acuerdes de apretar el gatillo.
Vito la cogió y comenzó a inspeccionarla. Zola siguió repartiendo su arsenal.
—Veamos qué hay para Aaron, para nuestro chico fuerte y atlético… ah, esto estará bien. —Del cofre salió ahora un subfusil negro, bastante más grande que su propio contenedor—. Te digo lo mismo que a Vito, limítate a disparar. —Su sonrisa se hizo más grande, casi lunática—. Es una metralleta muy especial, ¡es una metralleta mágica! Sin retroceso, munición inagotable… ¡Será como disparar en una película de Hollywood!
Aaron arrugó el entrecejo.
—¿De qué?
—Aaah, sois tan jóvenes. —Zola rio de nuevo—. Algunos todavía nos interesamos por los tiempos antiguos. Y es por eso por lo que Ismael se va a llevar otra reliquia. ¡Aquí la tienes! —Extrajo de la caja una espada inmensa, un gigantesco filo de batalla—. Un espadón precioso para ti.
Y era bonito, de eso no había duda. Su elegancia y tamaño atrajeron a Ismael de inmediato. Reflejaba la luz con fiereza y estaba afilada con precisión y maldad. La empuñadura era larga y elegante, envuelta en cuero suave y decorada con formas variadas. Estas cambiaban cada vez que la miraba: a veces eran arabescos, volutas y plantas que formaban elegantes tallos curvos, a veces animales que se entrelazaban y bailaban, a veces figuras humanas entrecruzadas en posturas imposibles y un tanto obscenas. No se le escapaba lo que representaba: era una espada de caballero, un montante de héroe. Estaba claro que aquel mundo de sueños había otorgado a Ismael un papel muy específico. Anna se preguntó si el muchacho estaría de acuerdo con este, si estaba conforme con el rol que le había tocado asumir.
—¿Y Lydia? —preguntó Aaron, que parecía estar disfrutando a lo grande con aquel reparto de regalos, mientras miraba a la soñadora con una devoción casi mística—. ¿Qué arma le darás a ella?
—Lydia no necesita armas. Déjame tu colgante, querida. —Esta, obediente, abrió el cierre de la cadena, lo retiró del cuello y se lo pasó. Zola lo introdujo en el cofre y volvió a sacarlo—. Ya está. Ya contiene todos los datos que necesitas. —Le devolvió la mariposa y se quedó mirándola unos instantes—. Cuando llegue el momento, sabrás qué hacer con él.
—Y ahora… ¿qué hacemos? ¿Cómo encontramos al monstruo? —Aaron, emocionado con su juguete nuevo, no hacía más que darle vueltas y sobarlo de arriba abajo.
—Primero, tendremos que entrar en la nube —dijo Zola.
—¿Cómo? —preguntó Vito.
—Vamos a seguir la estela del monstruo. —Zola agitó una mano y toda la parafernalia vegetal que lo había rodeado hasta entonces desapareció de golpe—. Este aprovechó el reinicio del sistema de seguridad tras la sobrecarga para buscar el único punto de contacto de la granja con la nube: un estrecho pasaje que lleva los sueños decodificados de los soñadores hasta el repetidor del valle.
—¿Y cómo le seguimos el rastro? —le preguntó Aaron. Estaba mirando alrededor, como si en algún punto de aquel escenario demencial pudiera descubrir algo semejante a un boquete.
—Será suficiente con desearlo —le explicó Zola—. Cada uno de vosotros tiene la habilidad de subir datos a la red. Todos sois soñadores lúcidos, podéis hacer casi cualquier cosa con vuestros sueños. En los espacios compartidos es más complicado porque os encontráis con los datos de otros soñadores y de la propia red, claro. Y un enfrentamiento entre todos nosotros y ese monstruo… —Parecía emocionado, ansioso—. No sé si ganaremos, pero desde luego será espectacular.
—No sabes si ganare…
—¡Hagámoslo! —Vito interrumpió a Aaron con un ímpetu impropio de él—. Dinos qué tenemos que hacer.
—Crear puertas. —Zola los miró a todos uno a uno—. Tenemos que hacer entender al sistema que deseamos acceder a la zona onírica compartida más enorme de todas, ¡a la gran nube! Imaginad una puerta, cualquier puerta. Imaginad que se hace presente, desead con todas vuestras fuerzas que aparezca frente a vosotros.
Todos obedecieron. En apenas unos segundos, frente a Lydia y a Zola habían aparecido dos puertas muy diferentes. La primera estaba hecha de un sinfín de mariposas que conformaban un marco singular sin dejar de agitar sus alas. La segunda estaba configurada por montones de ramas entrelazadas y cubiertas de hojas de un brillante verde esmeralda, de entre las que asomaba de cuando en cuando algún bulbo de colorido explosivo. Los demás seguían con la vista fija en el vacío, algo exasperados.
—Esto no funciona —dijo Anna—, visualizo una puerta pero no…
—No la visualices —le explicó Lydia—. Siéntela, piensa en cómo sería su tacto, su grosor. Créete que de verdad está ahí. Como en un sueño lúcido. Al fin y al cabo, es lo que es.
Anna recordó aquella ocasión en la que había conseguido volar. En el sueño se había tirado de lo alto de una torre interminable de cristal y, mucho antes de llegar al suelo, había levantado los brazos y había deseado (no, creído, sentido) volar. Y lo había conseguido. Si había podido volar entonces, no podía ser tan difícil hacer que apareciera una puerta.
Y allí estaba, alta y majestuosa frente a ella, metálica con un pomo enorme de latón labrado y una ventana redonda en el centro de cristal esmerilado. Emitió un suave suspiro de alivio y felicidad. Eso sí que era divertido.
Poco a poco, comenzaron a aparecer las demás puertas. La de Vito estaba, como cabía esperar, elaborada a base de complejos paneles y circuitos iluminados. La de Aaron era grande y sólida, de madera, con joyas azules incrustadas y figuras talladas en relieve de leones y lobos en lucha, rampantes sobre el marco. La de Ismael, sin embargo, seguía sin aparecer.
Durante unos segundos Anna sintió cierta lástima por él.
—Vas a explotar si sigues así —le dijo—. Para ser un artesano del sueño, esto no se te da nada bien.
Zola dejó escapar una leve carcajada.
—Lo siento, Ismael, no he podido evitarlo. Es que pones cara de estreñido.
Ismael se puso rojo de pura frustración. Zola acudió en su ayuda.
—Creo que sé dónde está el problema —le dijo.
Sorprendido, Ismael bajó la guardia y dejó que aquel hombre apuesto de sonrisa radiante siguiera hablando.
—Anna, sin quererlo, ha dado en el clavo. Es precisamente porque eres un artesano del sueño por lo que no consigues crear tu puerta.
—No te entiendo —dijo Ismael, frustrado.
—Verás… Has pasado tanto tiempo creando sueños para otras personas, evaluándolos, analizándolos y diseñándolos, que no consigues hacerlo para ti mismo.
—Eso no tiene mucho sentido —replicó el chico, todavía con la cara arrugada en un gesto de disgusto.
—¡Ah, pero lo tiene! Por primera vez nadie te ha dado indicaciones, referentes… ¡instrucciones! Por primera vez eres libre de crear lo que tú quieras, y eso te descoloca.
—Podría crear una puerta con instrucciones de alguno de nosotros —intervino Aaron.
—Imposible, no podría atravesarla. La puerta de cada uno es intransferible. Necesitamos crearla de cero nosotros mismos o no funcionaría. Cada uno tiene que encontrar el camino a la nube por sí mismo.
Lydia se acercó a Ismael con aquella sonrisa suya en los labios. Para gran descontento de Anna, lo agarró de la mano. La cogió con aquellos dedos que hacía tan poco habían estado alrededor de la espalda de Anna, aquellos dedos pequeños, ágiles y suaves. Acercó su rostro al del joven.
—Tienes que limpiar tu mente —le dijo—. Olvídate de todos los sueños que has construido para los demás. Hoy tienes que crear uno solo para ti. Imagínate que estás diseñando un sueño solo para tu disfrute personal.
Ismael no contestó, pero cerró los ojos. Parecía estar realizando un gran esfuerzo por concentrarse. Al cabo de unos instantes, tanto Anna como los demás emitieron un murmullo de asombro casi simultáneo. Ismael abrió los ojos. A Anna le resultó algo cómica su cara de incredulidad, como si lo que se levantaba frente a ellos no hubiera tenido nada que ver con él.
Una puerta titánica se mostraba ante ellos. Mas no era una puerta, sino un arco colosal en herradura, fabricado en un material negro y sólido. Pero lo extraordinario no era el arco en sí, sino todo lo que lo rodeaba. A su alrededor, todo desaparecía. Los peces bailarines, los cocos voladores, las burbujas llenas de universos, todo se difuminaba hasta convertirse en el mismo gran agujero oscuro que aparecía tras el arco.
—Es una puerta vacía —susurró Zola, visiblemente impresionado.
—La última vez que vi algo así… —comenzó a decir Lydia.
—Nunca has visto nada así —le cortó Zola, tajante. Miró con ternura a Ismael—. Has hecho un buen trabajo. Pero la próxima vez piensa en algo alegre. No sé, en pajaritos o ardillas.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Aaron, subfusil en ristre.
—Entraremos ahí y daremos su merecido al monstruo —dijo Vito, que sujetaba su arma con una sonrisa maniática.
—Pero la red es enorme, no será fácil encontrarlo —comentó Ismael.
Anna, distraída por la lluvia de palomitas de colores que los bombardeaba en aquellos instantes, intentó concentrarse. Tenía que haber una manera…
—¿Y si le tendemos una trampa? —preguntó—. ¿Podríamos atraerlo hacia nosotros de alguna forma? —«¿Y luego qué?», se preguntó. «¿Clavarle sus espadas y dispararle sus balas de juguete?». Se le escapó un suspiro frustrado, que salió de su boca en una pequeña vaharada irisada. Miró a Zola—. Has dicho que estuviste recopilando todos los recuerdos negativos y fobias del monstruo. ¿Tienes algo de lo contrario? ¿Algún recuerdo feliz? Tal vez podamos atraerlo con eso.
Zola negó con la cabeza.
—Me gustaría decir que en otro tiempo fue un ser inocente y encantador, y que todavía tiene cariño o sentimientos hacia algo o alguien, pero si es así yo no lo he visto.
Anna se quedó callada, algo decepcionada. Nadie dijo nada, pero entonces ella contraatacó:
—Utilicemos entonces sus defectos —dijo, decidida—. He estado dándole vueltas a una cosa…
—Dispara —dijo Aaron, y apuntó travieso con su subfusil.
Anna se rio. Su risa sonaba extraña en el ambiente onírico. De su boca surgieron pequeñas notas musicales voladoras que parecían compuestas de regaliz. Aaron atrapó una y comenzó a masticarla.
—Puaj. Había olvidado que odio el regaliz. —Escupió una semicorchea con expresión de asco.
—Toma. —Vito le alcanzó una fresa grande y muy roja que acababa de nacer de entre sus dedos. Aaron la tomó, agradecido, y la devoró sin miramientos.
—Creo que el rabito verde no se come —aventuró Vito.
—Está delicioso —afirmó Aaron—. Con rabito o sin rabito. —Se volvió en dirección a Anna, algo avergonzado por haberla interrumpido—. Perdona, Anna. Por favor, sigue hablando.
—Estaba pensando en cómo nos ha manipulado el monstruo a todos, sobre todo a mí… —Bajó la vista, todavía avergonzada. Al hacerlo vio que sus zapatos, en ese momento, eran de un azul cielo, con diminutas nubes algodonosas flotando alrededor—. Y en toda esa manipulación parece que hay cierto placer, que el monstruo disfruta haciendo sufrir a otros, jugando con ellos.
Lydia asintió.
—Sé a lo que te refieres. Es como… como si se emborrachara de poder.
—¡Exacto! —Anna tuvo la sensación de que la chica morena le había leído el pensamiento. La conexión que sentía con ella era inexplicable, y tan potente que le daba miedo. Una vez más, notó que le faltaba el aliento—. Es orgulloso, y le gusta jugar. Creo que si alguien le plantara cara, si lo desafiara en su propio juego, no podría resistirse.
—No podría soportar pensar que no es el mejor, el más poderoso —admitió Ismael. Anna lo miró, casi sorprendida de que estuviera de acuerdo con ella—. Sí. Sé lo que quieres decir.
Lydia los interrumpió:
—Yo sé cómo atraerlo.
—¿Cómo? —quiso saber Aaron, mientras escupía otro rabito verde.
—Confiad en mí. Lo atraeré. Sé lo que tengo que hacer. Retarlo en su terreno. Jugar a su juego e intentar hacerlo mejor que él.
—Creo que ya queda poco por hablar —terció Zola—. Niños, niñas, ha llegado la hora de ir a cazar monstruos. ¿Estáis preparados?