Isaac se guardó el comunicador en el bolsillo. Había llamado por enésima vez a Ismael y por enésima vez no había recibido señal alguna. El receptor de su hijo se empeñaba en continuar muerto, en un silencio ominoso que le removía el estómago. Era un silencio preñado de fatalidad, de destinos a punto de truncarse, el mismo silencio que lo había acompañado de camino a identificar el cadáver de Susan en el hospital meses atrás. Intentar convencerse de que sus temores eran infundados no servía de nada. Sabía que la posibilidad de que Ismael estuviera conectado a la red onírica en el momento del ataque era mínima, más si tenía en cuenta que el propio Isaac le había pedido que evitara la nube, pero aun así no podía dejar de pensar que era una posibilidad real. El miedo era libre, más aún en aquellos momentos. Respiró hondo y soltó el aire en un largo resoplido que era mitad impaciencia y mitad frustración. A pesar de haberlo guardado solo unos instantes antes, volvió a sacar el móvil, un diminuto ingenio ovalado y plano, sin teclado aparente, y llamó de nuevo al último número marcado. El aparato continuó sumido en el silencio terco de las líneas muertas. Pero eso no quería decir nada. Las comunicaciones continuaban colapsadas e iban a seguir así durante bastante tiempo.
Se dio cuenta de que le costaba evocar el rostro de su hijo. No lo había olvidado, por supuesto, no llegaba a ese extremo, pero al intentar visualizarlo se le difuminaban sus rasgos, como si estuvieran dibujados en niebla. Los de Susan, en cambio, estaban claros en su recuerdo, como si acabara de verla solo un segundo antes. ¿Y acaso le extrañaba? En las últimas semanas había visto más a su mujer muerta que a Ismael. Buscarla en sueños había sido el motor de su existencia; la única forma que había encontrado de mantenerse cuerdo era fingir que ella no había muerto, fingir que el sueño era la realidad y esta una pesadilla trastocada. No se le escapaba la profunda paradoja que representaba que los muertos fueran más reales para él que los vivos.
No había tiempo para eso. No había tiempo para recriminaciones.
El caos seguía imperando en la torre del Departamento de Seguridad, pero se estaban asentando ya las bases de la calma. La presencia del Departamento de Paz en el edificio contribuía en gran medida a ello. Los hombres serios y uniformados, la mayoría veteranos con muchos años de guerra a cuestas, traían consigo la marcialidad y un saber estar contagioso. Dentro de la extrema gravedad de lo que estaba sucediendo, había algo que agradecer: el oficial histérico que se había asomado a la puerta de Salomon apenas una hora antes se había equivocado, no todas las víctimas del ataque morían. De los treinta y cinco funcionarios y agentes del departamento conectados a la nube en el momento del ataque, habían fallecido siete. El resto había sufrido convulsiones durante cinco largos minutos y había terminado en coma profundo. En la primera planta de la torre se había improvisado un hospital de campaña donde se les estaba atendiendo hasta que pudieran trasladarlos a todos a la torre hospital del Departamento de Emergencias.
Todavía era demasiado pronto para tener un parte oficial de bajas, aunque los más agoreros presagiaban que aquel ataque demoledor se había cobrado en solo unos minutos más vidas que toda la peste onírica en conjunto. Isaac era uno de ellos y uno de los más pesimistas, además (a derrotismo solo lo ganaba Edgar Salomon, pero es que aquel hombre parecía haber nacido con una permanente nube de tormenta encima). Se estimaba que había siempre, de media, dos millones de personas conectadas de forma simultánea a la red onírica. Si el porcentaje de fallecimientos en la torre del departamento era extrapolable a la situación general, eso arrojaría el desolador saldo de cuatrocientos mil muertos. Una cifra de víctimas tan alta como las que habían provocado las bombas sucias del último tramo de la guerra. Lo que estaba sucediendo era demencial, inconcebible. Y más si se tenía en cuenta que, tras la peste onírica, se habían adoptado férreos protocolos de seguridad en la nube para que una tragedia semejante no volviera a suceder. Esos sistemas de emergencia habían funcionado, pero al parecer solo a medias. Se habían activado a la primera señal de mal funcionamiento en la nube. Tan solo unas décimas de segundo después de que las primeras alarmas saltaran, la red se había cerrado a cal y canto, se había hecho estanca, impidiendo cualquier tipo de nueva conexión a ella. En el proceso, la propia red debería haber expulsado y puesto a salvo a todos los soñadores que en aquel momento se encontraran en línea. Pero eso no había sucedido, la mente de aquellos hombres y mujeres formaba ahora a efectos prácticos parte de la nube. Las mentes más débiles habían sucumbido a ese ataque, a esa asimilación, y habían muerto, mientras que el resto había caído en coma. La nube estaba ahora mismo en cuarentena, y seguiría estándolo hasta que se averiguara cuál era la naturaleza exacta de la amenaza y el modo de erradicarla. Aun así, Isaac no se llevaba a engaño, lo sucedido había supuesto el punto final de la revolución onírica. Ya nadie volvería a confiar en la nube, ya nadie volvería a conectarse jamás a ella. Aquello representaba el final del sueño.
—¡Señor! —escuchó voces procedentes del pasillo. Un suboficial se acercaba casi a la carrera—. ¡El teniente Salomon me ha mandado venir a buscarlo! ¡Ya está todo dispuesto, van a empezar de inmediato!
El artesano onírico avivó el paso tras el joven, un muchacho moreno y barbilampiño, con toda probabilidad un novato en el departamento. Su mente derivó de nuevo hacia Ismael, pero consiguió detenerla a tiempo. «Estará bien», se dijo. «Tiene que estarlo. La vida no puede ser tan injusta como para arrebatarme a Susan y a Ismael casi al mismo tiempo».
El suboficial lo guio hasta la misma estancia a la que lo había conducido Edgar Salomon dos días atrás. El cuerpo del funcionario muerto había desaparecido, en su lugar estaban allí tres de los siete desdichados que habían caído en la torre. Los habían tumbado en camillas blancas, colocadas en paralelo; tenían sus cerebros al descubierto y un sinfín de sensores exploratorios hundidos en ambos lóbulos. No había tiempo para escrúpulos ni medias tintas, pero aun así Isaac no pudo evitar estremecerse. Hacía apenas una hora que aquellos hombres habían estado vivos, compartiendo espacio y aire con las mismas personas que les habían desenroscado los cráneos para echar un vistazo dentro. Edgar Salomon estaba allí también, junto a varios altos cargos del Departamento de Seguridad y dos militares uniformados de rostro granítico y sombrío. Salomon se acercó a grandes pasos hacia él; tenía, curiosamente, aspecto satisfecho, como si su pesimismo innato se hubiera visto recompensado con una situación acorde a él.
—Todo está preparado —le dijo en voz baja—, y por lo que dicen hay bastante información en los nanonitos de las víctimas como para conseguir buenas imágenes. Se han perdido muchos datos, claro, pero hay más que suficiente con las grabaciones que hemos sacado de estos tres. —Bajó aún más la voz—. ¿Has podido contactar con tu hijo?
Isaac negó con la cabeza. El otro lo tomó del antebrazo y apretó con firmeza, en un torpe intento de darle ánimos.
—¡Señores! —Uno de los dos militares, el de menor graduación, dio un paso al frente mientras alzaba las manos pidiendo atención. El director del Departamento de Seguridad fue tras él, como si fuera su sombra—. Guarden silencio, por favor. E intentemos dejar de lado nuestras emociones durante unos minutos. Necesitamos ser fríos, necesitamos ser lógicos. Y sobre todo necesitamos saber a qué nos enfrentamos. —Se volvió hacia la mujer de blanco sentada a los controles del aparato conectado al cerebro de las víctimas. Era la misma que ya conocía Isaac y su pose era idéntica a cuando la había visto por vez primera: una apatía indolente, como si lo que estuviera ocurriendo no la afectara demasiado—. ¿Está todo dispuesto? —le preguntó el militar. Ella asintió con desgana—. Conecte entonces —ordenó.
—Entraremos en modo proyección dentro de unos segundos —anunció la mujer, con una voz tan calmada que Isaac estuvo a punto de gritar—. La imagen debería ser nítida. —Ahogó un bostezo contra el dorso de la mano—. O no.
Las hileras de monitores situadas a media altura en los muros mostraban en sus pantallas un blanco luminoso. Todo el mundo observaba, a la espera, impaciente. Isaac casi podía oír el retumbar inquieto de los corazones de los presentes. Las lecturas que habían conseguido mostraban una actividad cerebral desproporcionada, con picos que cuadriplicaban la actividad normal en momentos de sueño. Un primer monitor, situado en el extremo izquierdo de la pared frente a él, se encendió. Pasó del blanco al negro. El adyacente se encendió después. Y otro un poco más allá. Uno a uno fueron regresando a la vida y se fusionaron entre sí, como diferentes piezas de un puzle. Todas las pantallas mostraban la misma oscuridad cerrada. ¿Ese era el sueño que soñaban los muertos? ¿Esa era la pesadilla que había hecho tantos estragos en la nube? ¿Oscuridad y tinieblas?
Isaac tragó saliva. Alguien preguntó en voz baja «¿qué diablos es eso?». En la oscuridad flotaban estructuras densas, todavía más negras que las tinieblas. Era complicado discernir de qué se trataba. Había un sinfín de diferentes oscuridades en esas imágenes, trallazos sombríos que se agitaban como insectos, como olas, pero imposibles de definir o identificar. La negrura de las pantallas era una negrura líquida, inquieta.
—La textura del sueño indica que el tiempo onírico y el tiempo real están muy descompasados —dijo Isaac. Su voz sonó extraña en el silencio profundo que había seguido a la proyección de las imágenes. Sintió que todas las miradas se posaban en él. No le importó—. Nunca había visto nada semejante —prosiguió mientras se acercaba al monitor más próximo. Aquello era sorprendente—. Un minuto de tiempo real debe de equivaler a meses en tiempo del sueño, años quizá. —Aquella velocidad acelerada explicaría el porqué de la prodigiosa actividad mental de las víctimas en coma—. Por eso no se distinguen imágenes, van tan deprisa que se superponen unas a otras, se mezclan, se confunden. Imaginen qué ocurriría si todo lo que han visto durante su vida entera pasara ante su vista en solo unos segundos…
El militar de mayor graduación lo miraba con los ojos entrecerrados. Parecía prestar más atención a la tarjeta de visitante que le colgaba del cuello que a sus explicaciones.
—¿Quién es usted? —le preguntó. Sus ojos lo taladraron con el enfoque de miras telescópicas. La autoridad de su voz era tal que, solo con oírla, Isaac sintió como su cuerpo comenzaba a cuadrarse, sin que él hubiera dado orden alguna a sus músculos.
—Es Isaac Calvero, señor, nuestro experto externo en ingeniería onírica —contestó Salomon por él—. Colaboró con nosotros durante la crisis de Armind Zola. Su ayuda fue inestima…
—¿Externo? —lo interrumpió el otro de malas maneras—. ¿Un civil? ¿Han tenido las narices de meter un civil aquí dentro? —Miraba a Isaac con repugnancia, como si fuera un inoportuno insecto encontrado en un plato a medio comer—. ¿Acaso hemos perdido todos el norte? —Negó con la cabeza con fuerza—. Por favor, salga de aquí ahora mismo, señor Calvero —le ordenó con rudeza—. Le agradecemos cualquier ayuda que haya podido proporcionarnos en el pasado, pero su presencia ya no es necesaria. Contamos con nuestros propios expertos, con toda probabilidad tan preparados como usted en estas lides.
Salomon le dedicó una mirada de pesar y un gesto de disculpa, no en vano había sido él quien había insistido en que se quedara. Isaac se encogió de hombros. Tanto le daba. En definitiva, no quería estar ahí y además poco podía hacer para ayudar. Aquel asunto lo sobrepasaba. A él y sospechaba que a todos los que estaban reunidos en aquella sala. Asintió con la cabeza y se encaminó hacia la puerta tras echar un último vistazo a las pantallas negras; las distintas oscuridades que se agitaban allí se le antojaron perversas, un augurio fatal que pesaba sobre las cabezas de todos. Salomon lo acompañó hasta la puerta, en el rostro se le notaba claramente lo contrariado que se sentía.
—Espero que consigáis detenerlo antes de que cause más daño —le dijo Isaac mientras le tendía la mano. El otro se la estrechó con fuerza—. Y estoy convencido de que está capacitado para hacerlo. Os deseo toda la suerte del mundo, porque vais a necesitarla.
—Ya no queda suerte en el mundo —le dijo Salomon en voz baja—. La agotamos durante la guerra. —Los ojos le brillaban con un fuego nuevo. E Isaac comprendió que el hombre que tenía delante era un hombre acabado; no era una pose, era un hombre que lo había perdido todo, hasta el valor para suicidarse. Era un hombre que sonreiría si se terminaba el mundo—. Vete a casa, Isaac, ve con tu hijo. Siento haberte retrasado.
Que lo expulsaran de aquella reunión no le provocó el menor malestar. Al contrario, se sintió liberado, casi ingrávido. Tuvo que contenerse para no echar a correr en pos de los ascensores. No veía el momento de llegar a casa y comprobar que Ismael se encontraba bien. ¿Funcionarían los trenes aéreos? Lo dudaba. Tenía la sospecha de que lo esperaba una caminata de más de dos horas, pero al menos ya estaría en camino, ya estaría en marcha. Hizo otro nuevo intento vano de contactar con Ismael. El revuelo en la planta en la que se encontraba se había sosegado sobremanera en los últimos minutos. Había reuniones tras cada puerta de cada despacho. Se veía a hombres y mujeres de los distintos departamentos que trabajaban codo con codo. Distinguió los emblemas de los departamentos de Descanso y Bienestar, de Emergencia, de Paz, de Seguridad y, aunque no logró entenderlo, del Departamento de Recuperación del Espacio. Los rostros mostraban una indudable tensión. «Bien —se dijo Isaac—, que trabajen ellos, que lo arreglen ellos. Yo me voy a casa».
Oyó unos gritos procedentes de un pasillo cercano. Una voz airada discutía con otras que intentaban guardar la compostura. Alguien, por lo visto, no quería marcharse, alguien, por lo que parecía, estaba convencido de que podía contribuir a la causa. Una segunda voz argumentó que en el estado en que se encontraba no podía ayudar a nadie y le ordenaba, de manera tajante, irse a casa. Unos segundos después, se oyó un fuerte portazo. Isaac continuó su camino, aunque con la vista fija en el pasillo del que habían procedido los gritos. De allí, caminando deprisa pero con andar inseguro, casi tambaleante, llegó un hombre demacrado, con aspecto de estar bebido. Tendría cerca de sesenta años, aunque tanto la bebida como su paso lo hacían parecer mucho mayor. El emblema de su cuello indicaba que pertenecía al cuerpo de Seguridad. Ambos confluyeron casi al mismo tiempo en la zona de ascensores. Isaac intentó no establecer contacto visual con aquel sujeto mientras llamaba otra vez a Ismael. El hombre no le prestó tampoco la menor atención. Se retorcía las manos, sin dejar de mascullar para sí.
El ascensor no tardó en llegar. Isaac entró el primero y se pegó contra la pared de la cabina al tiempo que guardaba el móvil en el bolsillo trasero de su pantalón. El otro hombre entró después. Tenía un aspecto de derrota absoluta que a Isaac le resultó familiar, no en vano lo veía en sus propios rasgos cada vez que se miraba al espejo. Pero había algo más que le resultaba familiar en aquel extraño. Eran sus ojos, de un azul clarísimo. Había visto antes a aquel tipo, aunque no podía precisar dónde ni cuándo. El otro hombre le devolvió el escrutinio con idéntica intensidad y, por lo visto, él sí consiguió ubicarlo.
—Te conozco —le anunció con voz arrastrada mientras el ascensor comenzaba el descenso. Tenía los párpados caídos y los ojos rojos—. Te conozco, sí —insistió—. De cuando lo de la peste onírica. Eras uno de esos artesanos piratas, ¿verdad? Uno de los tipos que trajeron para… ayudar. —Isaac asintió. Ahora lo recordaba. Aquel hombre había sido uno de los oficiales destinados a la investigación, un tipo sombrío que apenas les había dirigido la palabra—. Sí. Tuvimos un buen jaleo aquí aquellos días. Aunque nada comparado a esto. No hay nada comparable a esto. Qué ingenuos fuimos. Qué estúpidos. —Eructó contra el dorso de la mano—. ¡Y después de lo que pasó todavía creímos que podríamos controlarlo! ¡Lo dejamos vivir, maldita sea! ¡Lo dejamos vivir! ¡¿Y todavía se atreven a decir que tienen dudas de que él esté detrás de esto?! ¡¿Qué más pruebas necesitan para matarlo de una vez por todas?! ¡Lo que está pasando es culpa nuestra! ¡Teníamos que haber acabado con él hace diez años!
—¿A Zola? —preguntó él, sorprendido—. ¿Se refiere a Armind Zola?
—¿Zola? ¿Qué tiene que ver ese idiota con todo esto? —Parecía confundido. El hombre lo miró de nuevo y parpadeó varias veces. Su mirada se aclaró de pronto, como si acabara de comprender algo obvio, y soltó una carcajada amarga—. No, claro, usted no lo sabe. No puede saberlo —dijo—. Y si sigo hablando me matarán. Y lo matarán también a usted. ¿A quién van a importarle dos cadáveres más en mitad de la masacre?
En ese preciso instante la luz se fue y la cabina del ascensor comenzó a caer a plomo. Fue una sacudida brutal, un estremecimiento que amenazó con desencajarle, uno a uno, todos los huesos del esqueleto. Por suerte la caída duró apenas dos segundos. El receptáculo dio otra brusca sacudida, se oyó el chillido exagerado de los frenos de emergencia y a continuación el ascensor quedó inmóvil, encajado entre dos plantas. La oscuridad era total. Isaac no pudo evitar recordar los sueños de los muertos, unas plantas más arriba. Las tinieblas móviles, perversas. La oscuridad insondable.
—No se preocupe —le pidió el otro hombre. No podía verlo, pero la peste de su aliento delataba su ubicación. Isaac se lo imaginó como una botella de aguaviva con forma humana—. Los generadores de emergencia no tardarán en encenderse. No estaremos aquí mucho tiempo.
Tenía razón. Poco después la luz regresó, aunque mucho menos intensa que antes. Era una luz mortecina que dotaba a las formas de un aspecto quebradizo, como si los objetos no fueran del todo reales. Aquella iluminación no sirvió para tranquilizarlo. Todavía sentía el corazón en la garganta. El ascensor, tras una tos bronca, retomó el descenso, más despacio también, como un escalador que no las tiene todas consigo a la hora de bajar una pared. Le llevó cinco minutos eternos llegar a la primera planta. Las puertas se deslizaron a la izquierda, renqueantes. En los pasillos imperaba la misma luz enfermiza, una luz desabrida que a Isaac le recordó el tiempo de la guerra, con sus cortes constantes de energía y las continuas visitas a los refugios antiaéreos cuando sonaban las alarmas. Fue el primero en salir y no tardó en percibir que algo marchaba mal. En el aire había un sabor a ozono quemado, a sangre derramada. Miró a su acompañante. Era evidente que también notaba algo. Parecía más centrado que solo unos instantes antes, y su gesto de derrota y abatimiento había dejado paso a uno de total concentración. Entrecerró los ojos, desenfundó una pistola negra, de cachas blancas, y le hizo un gesto para que permaneciera a su espalda.
A la izquierda de la zona de ascensores, tras un amplio pasillo en curva, se veía la gran cristalera que conducía a la recepción de la torre. Más allá se adivinaban las sombras de una noche recién estrenada y las luces temblorosas de la ciudad malherida. Salieron del abrigo de los ascensores y se dirigieron hacia allí. El silencio era absoluto. Ya no se oían sirenas fuera y era tal la quietud del mundo que Isaac no tuvo problemas en pensar que un cataclismo mayúsculo había asolado a la humanidad y que solo habían sobrevivido ellos dos. Al otro lado de la curva del pasillo, más allá de la recepción, se encontraba la gran sala de conferencias que se había habilitado como hospital de campaña. La puerta de aquel lugar tenía dos batientes y ambos no terminaban de encajar. Había un cuerpo tirado entre ambas hojas, tumbado de costado sobre un charco de sangre.
Isaac intentó controlar la respiración. Las luces de emergencia hacían todo lo posible por aclarar las tinieblas, pero apenas lograban mancharlas de un tono a medio camino entre el blanco y el amarillo. Miró hacia la puerta que, más allá de la recepción, unía la torre con la plataforma de atraque del tren aéreo y los ascensores y escaleras que bajaban a ras de tierra. Tenía la salida a apenas veinte metros de distancia, pero aun así permaneció clavado en su sitio. No había lugar a donde huir, no había lugar a donde escapar. Lo que estaba sucediendo allí esa noche era demasiado grande como para esquivarlo. El otro hombre se arrodilló junto al cadáver de la puerta, convertidos ambos en meras sombras deslucidas. Isaac salió de su inmovilidad y se acercó a ellos. El otro se volvió hacia él y le hizo un claro gesto para que guardara silencio. Sacó un intercomunicador de su bolsillo y se lo llevó a los labios.
—¿Pueden oírme? ¿Hay alguien en línea? —preguntó en voz baja. Isaac se acuclilló a su lado. El cadáver a sus pies tenía dos heridas de bala, una en la garganta y otra en el estómago. La sangre, bajo la escasa iluminación que llegaba de las luces del techo, se veía negra, casi sólida—. El enemigo ha cruzado las líneas. Están dentro —informó. Hablaba con absoluta calma—. Soy el primer teniente Daniel Lange, código 67767D, situación: planta baja de la torre. Estamos bajo ataque, repito: estamos bajo ataque. ¿Puede oírme alguien? —Desistió con un gruñido—. Puta mierda. Las líneas siguen colapsadas.
Isaac frunció el ceño, extrañado.
—¿Hasta las internas?
Los dos hombres echaron un vistazo a la sala a través de la puerta entreabierta. La estancia era espaciosa, con varias hileras de asientos y un gran escenario con forma de media luna en el frontal. Había cerca de una veintena de cadáveres a la vista, la mayoría sanitarios, aunque también se veían los uniformes grises de las fuerzas del Departamento de Seguridad, entremezclados con las propias víctimas del ataque a la nube, todos tumbados sobre su correspondiente charco de sangre, todos poseídos por esa inmovilidad terminal de lo que una vez estuvo vivo y nunca más volverá a estarlo. El lugar parecía desierto ahora. Allí dentro solo había cuerpos y sangre, quietud y silencio. Muchas de las camillas donde habían tendido a los afectados por el ataque estaban volcadas en el escenario y fuera de él. ¿Qué habría sucedido allí?
—No están todos —susurró Isaac. Daniel Lange lo miró sin comprender—. Los heridos por la nube —le aclaró—. Habían trasladado a cerca de treinta aquí abajo, pero no están todos. O se han ido o se los han llevado.
El hombre resopló y se pasó una mano por la frente. Parecía tan inseguro de cómo proceder como el propio Isaac. Un sonido repentino les hizo mirar a la derecha del escenario. Era apenas audible, un gemido lento que de no ser por la acústica de la sala no habría llegado hasta ellos. Prestó atención. Algo reptaba allí, oculto a medias tras las filas de asientos. Isaac pensó en el niño descabezado que había atacado en sueños al funcionario muerto y se estremeció.
—Hay alguien con vida —dijo Daniel mientras se incorporaba.
Isaac se levantó también y puso cuidado en interponer el cuerpo del hombre del Departamento de Seguridad entre cualquier posible tirador y él. No era un valiente, no era un héroe, solo era alguien que quería estar en cualquier otro lugar que no fuera aquel. Daniel tenía razón. Uno de los heridos, una mujer de pelo negro y tez oscura, se arrastraba por la sala; a su paso dejaba una estela de sangre. Se dirigía a una puerta situada en un lateral de la gran estancia con una tenacidad implacable. Cada cierto tiempo soltaba un gemido, pero no cejaba en su empeño. Se encaminaron hacia ella, despacio; Daniel Lange, código 67767D, empuñaba el arma a dos manos, apuntando a cada sombra, a cada pliegue de oscuridad. La mujer, ajena a su aproximación, continuaba con su avance hacia la puerta. Arrastraba tras ella la fina sonda adherida a la vía que le habían clavado en un antebrazo. Era una de las víctimas del ataque a la nube. «Al menos ha salido del coma», se dijo Isaac, en un rapto de humor negro impropio de él. Daniel pareció reconocerla. Salvó los escasos pasos que los distanciaban a la carrera, sin preocuparse de posibles atacantes.
—¡Marga! —la llamó mientras se acercaba—. Detente, mujer, detente. ¿Adónde te crees que vas? —Se acuclilló a su lado, pero la mujer continuó ignorándolo y reptando por el suelo. Tenía aspecto de profesora de matemáticas a punto de jubilarse—. Marga, quieta, ¡que te estés quieta, te digo!
Intentó sujetarla y al verse frenada la mujer comenzó a debatirse con una rabia formidable, entre resoplidos de saliva y sangre. Lo golpeó con saña, intentó morderlo. Estaba desesperada por escapar. Solo con ver su rostro, a Isaac le quedó claro que aquella mujer se estaba muriendo; solo con ver sus ojos, le quedó claro que se había vuelto loca. Su mirada era la mirada de la obsesión, la de la demencia fuera de toda duda, de toda proporción.
—¡Cálmate! —le espetó Daniel. A pesar de que la doblaba en tamaño, le costó trabajo inmovilizarla. La atrajo hacia él, como si pretendiera abrazarla.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritaba ella. Su voz sonaba extraña, destrozada por emociones a las que difícilmente se le podían poner nombre—. ¡Me necesita! ¡El amo me necesita! ¡Tengo una misión que cumplir! ¡Tengo que ayudarlo! ¡Tengo que ir! —Comenzó a golpearlo en el pecho con los puños, aunque sus embestidas habían perdido energía. Tanto ella como el hombre estaban ya embadurnados de sangre—. ¡Tengo que ayudarlo! —insistió—. ¡Si fallo me castigará! ¡Me encerrará en la oscuridad de nuevo, gritará en mi oído con su voz blasfema y me hará cosas perversas!
Isaac estaba temblando. Comenzaba a comprender. Y la posibilidad de estar en lo cierto lo aterraba.
—¿Qué te ha pedido que hagas? —formuló la pregunta con una calma que estaba lejos de sentir.
La llamada Marga volvió su rostro demacrado hacia él. Estaba pálida como un fantasma.
—La nube —dijo—. La nube. Quiere la nube. Quiere el sueño. —Sus ojos, enloquecidos, parecían a punto de salirse de sus órbitas. Estaban inyectados en sangre, en lágrimas. Isaac se preguntó qué habrían visto aquellos ojos—. Pero la nube es demasiado pequeña. Quiere más. Quiere que su reino no tenga ni fin ni parangón. Quiere que lo adoremos, que le rindamos sacrificio. Quiere a nuestros hijos. Quiere que rompamos sus cadenas y que expandamos la nube. Esa es la misión que nos ha encomendado. El dios de las pesadillas nos necesita para romper las barreras del sueño. ¡Nos necesita!, ¡nos necesita!
Daniel Lange desistió de seguir sujetándola. Todo el aplomo del que había hecho gala al salir del ascensor se había desvanecido. Volvía a ser un borracho atosigado por una culpa más allá del entendimiento. Se había llevado una mano al pecho, como si quisiera comprobar que todavía le latía el corazón.
—¿Qué está pasando? —le preguntó a Isaac con un hilo de voz. La mujer, al verse libre, había comenzado de nuevo a arrastrarse. Pero lo hacía ahora con tan escaso brío que resultaba evidente que iba a morir antes de llegar a la puerta—. ¿Qué le han hecho? Joder, hace una hora y media me estaba tomando un café con ella. Hace hora y media me estaba enseñando imágenes de su nieto. ¿Qué diablos está ocurriendo?
—Para usted puede que haya pasado hora y media, pero para ella ha transcurrido mucho más tiempo. Muchísimo más. —Notaba en sus entrañas el mismo frío que había sentido al contemplar el cadáver de Susan—. Ha pasado meses soñando —dijo—. Años, tal vez… —Se preguntó qué le habrían hecho durante ese tiempo, qué horrores habría padecido, qué torturas, qué vejaciones…—. Le han lavado el cerebro en sueños —le explicó—. La han convertido en un títere, en un muñeco. —Quienquiera que estuviera detrás del ataque a la nube onírica había dado otro sentido a las palabras «célula durmiente». Isaac señaló a la puerta hacia la que con tanto empeño se dirigía la moribunda—. ¿Qué hay allí? —preguntó.
—Pasillos y el acceso a los sótanos, a las entrañas de la torre —contestó. La voz le temblaba—. Allí están los almacenes, los cuartos de mantenimiento, las salas de máquinas… —Hizo una pausa. Lo miró a los ojos antes de continuar hablando—: Y el sistema informático —dijo.
—¿Se refiere a los ordenadores que controlan la torre? —preguntó Isaac.
—Me refiero a los ordenadores que lo controlan todo —contestó Daniel—. Cada sede de los departamentos principales tiene una sala de control en el sótano. Esa red controla todo lo que se pueda imaginar. Desde las idas y venidas de los trenes hasta los calefactores subterráneos. —Jadeó—. Y también controla los sistemas de seguridad de la nube, vigila las conexiones y desconexiones… No lo entiendo, ¿qué pretenden estos locos?
«Quiere expandir la nube», pensó Isaac. Para conseguirlo necesitaba más soñadores conectados a ella, era tan sencillo como eso. Pero las medidas de seguridad impedían nuevas conexiones a la red. Todo aquel que lo intentara recibiría una denegación de servicio. ¿Iban a retirar esa secuencia de seguridad? ¿Pretendían abrir de nuevo la nube a los posibles soñadores? Aunque lo consiguieran, dudaba que fueran muchos los que se conectaran a la red; la mayor parte de la población debía de estar ya al corriente de lo sucedido. Nadie en su sano juicio se conectaría a la red onírica por voluntad propia.
—Un sabotaje —contestó—. Pretenden sabotear la nube.
—¿Más todavía? ¿Cómo?
—No lo sé, pero tenemos que averiguarlo. —Echó a andar hacia la puerta. Daniel se le adelantó y lo empujó con suavidad hacia atrás. No hubo necesidad de palabras: él abriría camino.
La puerta conducía a un pasillo tan mal iluminado como el resto de la torre. Avanzaron con precaución, temerosos de estar entrando en una trampa. Había manchas de sangre tanto en las paredes como en el suelo, salpicaduras en su mayoría. Cuando el pasillo comenzó a bifurcarse y tomar aspecto de laberinto solo tuvieron que seguir el rastro de sangre para orientarse.
Este los llevó hasta las escaleras a los sótanos. Los peldaños eran estrechos y había una cantidad considerable de ellos. Todo tenía un sabor de pesadilla antigua, de cuando los sueños eran algo individual, intransferible, cuando el hombre era el único dueño de lo que ocurría entre las paredes de su cráneo. Había una garita de vigilancia en la parte baja. La cristalera había recibido dos impactos de bala, pero el blindaje debía de ser lo bastante fuerte como para que solo se vieran dos mellas en su superficie, apenas dos lágrimas. Por desgracia para los dos cadáveres en el suelo, el blindaje de sus uniformes no había resultado tan efectivo. Uno de ellos todavía empuñaba la pistola con la que había intentado defenderse. Isaac, con manos temblorosas, se la quitó.
Un poco más adelante había una puerta doble. Al otro lado se oía un teclear incesante. Los dos hombres avanzaron el uno junto al otro. Fue el propio Isaac el que empujó, cuidadoso, uno de los batientes de la puerta. La estancia a la que llevaba era rectangular, bastante amplia, con mesas y escritorios dispuestos en paralelo. Había más cadáveres allí, los cuerpos de los técnicos que debían de haber estado trabajando en el momento de la emboscada. Las víctimas del ataque a la nube estaban sentadas en sus puestos, ante los monitores planos de las mesas y los que estaban incrustados en las paredes; todos tecleaban a la par en las terminales. A uno le faltaba media mano, pero eso no lo detenía, su velocidad apenas se veía frenada por su mutilación. Había casi una veintena de personas allí, todas sumidas en el mismo trance, todas volcando códigos en los monitores. Nadie vigilaba. Dos de ellos tenían armas junto a los teclados, pero por lo visto el resto se había limitado a dejarlas caer al suelo tras acabar con los desdichados de la sala de ordenadores.
—¡Apartaos de los teclados! —gritó Daniel Lange, código 67767D. Desde la puerta apuntaba a izquierda y derecha, dispuesto, comprendió Isaac, a disparar a cualquiera que hiciera ademán de coger un arma—. ¿¡No me oís, maldita sea!? ¡He dicho que apartéis las manos de los teclados!
Lo ignoraron. Todos, ajenos a su presencia, continuaban con su infatigable teclear. Los caracteres aparecían en los monitores a una velocidad pasmosa.
Isaac dio un paso dentro. Empuñaba la pistola que le había quitado al soldado muerto, pero se limitaba a apuntar al suelo. Casi había olvidado que la tenía en la mano. El sonido de los dedos al teclear sonaba como el tableteo de un arma, el sonido de una ametralladora lejana. Miró a la pantalla que tenía más cerca.
—¡He dicho que os apartéis! —aulló Daniel.
Códigos y más códigos. Avanzaban veloces en la pantalla, ristras de caracteres alfanuméricos. Allí se estaba configurando un programa informático, no un sueño. Era un programa agresivo, un programa cuya importancia comenzó a hacérsele evidente cuando reconoció ciertos patrones. Ante sus ojos se vertían las subrutinas y parámetros gracias a los cuales los nanonitos pedían acceso a la nube. Tardó solo unos segundos en comprender qué estaba mal en ellos. Había una inversión de polos, un cambio de sentido en aquel programa. Y fue entonces cuando supo qué estaban haciendo. No, la red onírica no era lo bastante grande para quienquiera que estuviera moviendo los hilos de aquella locura. Hasta el momento los soñadores habían buscado siempre la nube por su propia voluntad, pero ahora era la nube la que estaba buscándolos a ellos. Era la nube la que iba a conectarse a los soñadores.
—¡Apartaos de los teclados! —gritó él también mientras alzaba su pistola, dispuesto a disparar contra aquellos pobres desdichados, contra aquellos títeres en manos de un poder desmedido.
Para su sorpresa lo hicieron. Todos al unísono dejaron de teclear y, con movimientos idénticos, se giraron en sus sillas. Todos tenían el mismo aspecto satisfecho. Habían dejado de teclear, pero el código seguía en pantalla. Se estaba ejecutando, comprendió Isaac Calvero, el programa se estaba ejecutando.
—Maldita… —No llegó a terminar la frase. Lo último que notó fue un puño descomunal que se cerraba alrededor de su cuerpo, una prisión de aire y ceniza que lo empotraba con una violencia inusitada contra el desmayo, contra la nube envenenada que iba al encuentro de todos y cada uno de los seres humanos que habían cometido la imprudencia de dejarse inyectar el futuro en el cerebro.
Isaac cayó, sumido en el sueño más profundo.
Se levantó al momento. No hubo solución de continuidad. Su cuerpo ni siquiera tenía recuerdo de haber tocado el suelo. Miró alrededor. Ya no estaba en la sala de los ordenadores y tanto los esclavos durmientes como los cadáveres habían desaparecido. Ahora estaba en mitad de una calle en tinieblas. Era de noche y llovía. Era una lluvia aceitosa, una lluvia que quemaba la piel al tocarla y hacía humear la ropa. Cada gota era un diminuto alfiler que le mordía la carne. Volvió en busca de refugio y se topó con que a su espalda había un vagón de tren destrozado, encajado entre dos torres, boca abajo, como un insecto muerto. Lo reconoció en el acto: era el vagón de tren que al descarrilar había matado a Susan. Estaba soñando. Y el gramaje de ese sueño era excepcional. Su peso, su consistencia, su textura, todo, en suma, era abrumador. Aquel sueño era más real que la propia realidad.
—Isaac —dijo alguien tras él.
Reconoció la voz. ¿Cómo no hacerlo? Era ella. Susan. Su mujer muerta. Se volvió despacio, y en su pecho soñado el corazón latía como jamás habría podido latir el real.
Susan estaba a su espalda. Radiante y viva, más radiante y viva de lo que estaba en sus propios sueños. Isaac resopló, aturdido, enloquecido.
—Me han dicho que me estabas buscando —dijo ella.
Su sonrisa era perfecta, hermosa, su sonrisa era tan increíble que Isaac se encontró llorando de pronto en el sueño. Pero la sonrisa se hizo mayor, creció, las comisuras de los labios tiraron hacia arriba, rasgaron la piel, desgarraron la carne como si fuera papel atacado por cuchillas invisibles. La sonrisa destrozaba el rostro de su mujer. Isaac retrocedió un paso. Susan abrió las fauces, le mostró el caos de cristales y cuchillas que se amontonaban en sus encías y, después, se abalanzó sobre él.