EL PRECIO DEL SUEÑO

La supuesta identidad de aquel sujeto los dejó a todos sin habla.

Ismael intentó centrarse. Tuvo que hacer un gran esfuerzo y solo lo consiguió en parte. La discusión con Anna y la cercanía de Lydia lo habían alterado, pero lo que de verdad lo trastornaba era el sueño que se iba desenrollando a su alrededor. Cada vez era más y más extravagante. En el horizonte florecían ciudades multicolor y castillos hechos de cristal, norias de hierro forjado y faros de luz cegadora. El cielo estaba tomado por un sinfín de lunas que se derramaban por las alturas como cuentas arrancadas a un collar. Había una ciudad en el aire, una urbe de edificios de diamante que flotaba entre las nubes, sumida en una danza prodigiosa en la que las torres bailaban alrededor de catedrales y las casas se perseguían entre fuentes y estatuas. Por sus calles de aire circulaban dirigibles y ballenas de alas minúsculas que iban escoltadas de bancos de pececillos. Mientras miraba una de las lunas del cielo bostezó.

—Ahhhh —dijo el hombre que se había presentado como Armind Zola al tiempo que separaba los brazos y respiraba hondo, como un alpinista que ha coronado la cima de una alta cumbre y quiere disfrutar de la pureza de la atmósfera—. ¿Podéis olerlo? —les preguntó, alegre—. Eso que respiráis es el despertar del sueño, eso que escucháis es la melodía que pone fin a las pesadillas. Los durmientes se desperezan, se miran y sonríen y cada uno de ellos aporta su grano de arena al delirio que nos rodea. —En su mano derecha había aparecido un bastón; era verde y estaba recubierto de enredaderas. Con él señaló a una pareja cercana que se besaba de forma apasionada; ella estaba desnuda, él llevaba puesto uno de los monos de los que dormían en las cabinas, aunque se estaba desembarazando de él a gran velocidad—. ¡El monstruo ya no está y todos salen a celebrarlo! —exclamó—. ¡El monstruo se ha ido y todos pueden soñar en paz!

Un montón de cocodrilos llegó al trote, los rebasaron y continuaron su camino; uno de los reptiles abandonó sus filas un momento para olisquear con clara suspicacia los zapatos de un asombrado Vito antes de retomar la marcha.

—Es comprensible que estén contentos —prosiguió el extraño—. Aunque saben que su felicidad es efímera, aunque saben que esto no es más que una tregua y que esta será breve. Pero el tiempo en el sueño es muy relativo, tú lo sabes muy bien, ¿no es así? —preguntó mientras le guiñaba un ojo a Ismael.

Aquella frase y lo que implicaba aturdieron al muchacho todavía más. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo era posible que ese tipo supiera quién era? Aaron fue el primero en reaccionar y salir del mutismo perplejo en el que estaban sumidos todos.

—Está bromeando, ¿verdad? —La pregunta era para el resto del grupo, no para el hombre que decía ser Armind Zola—. ¿Este tío, el artesano loco? No puede ser cierto.

—Claro que no es cierto —terció Anna. La muchacha parecía haberse recompuesto de su ataque de nervios, aunque aún le temblaba la voz. En torno a su cabeza orbitaban varias lágrimas, diamantes líquidos que circunvalaban su frente—. No es real —afirmó—. Forma parte del sueño. Es como los conejitos blancos. O como tu harén.

—Te equivocas, niña —replicó el hombre, adoptando una posición marcial ante ella y clavando el bastón en el suelo. Las enredaderas comenzaron a brotar de la tierra a sus pies al instante—. Soy tan real como tú, aunque ni de lejos tan guapo. —Inclinó la cabeza—. Y soy Armind Zola.

—Armind Zola está muerto. —Fue Vito quien habló. Tenía el ceño fruncido y lo miraba con suspicacia amenazadora. La mochila en su hombro pulsaba y se agitaba, como si dentro hubiera algo que compartiera su intranquilidad y su furia—. Se voló la cabeza antes de que lo atraparan. Lo sabe todo el mundo.

—Nunca te fíes de lo que sabe todo el mundo —le indicó el otro mientras le ofrecía una sonrisa radiante. Su dentadura era perfecta y centelleaba como si cada pieza estuviera recubierta de nácar—. A pesar de lo que todos parecéis creer, no morí —les confesó—. El Departamento de Seguridad necesitaba un chivo expiatorio para tapar el desaguisado que produjo el monstruo cuando intentó escapar por primera vez y decidieron que yo era la pieza más prescindible del entramado. No dejaron nada al azar. Colaron pruebas en mi consola y luego dejaron que alguien que no tenía absolutamente nada que ver con ellos las encontrara —dijo mientras dedicaba a Ismael una mirada significativa—. Al menos tuvieron a bien pedirme mi opinión al respecto —añadió—. No me quedó otra alternativa que estar conforme, de no haberlo estado es probable que me hubieran volado la cabeza de verdad. En vez de matarme me trajeron a la granja y me enchufaron a nuestras queridas maquinitas. Llevo diez años enganchado a ellas, soñando bonitos sueños por el bien de la civilización y la especie humana. Mucho mejor que una bala en la sesera, todo hay que decirlo.

—No te pareces en nada a Armind Zola —dijo Anna.

Era verdad. El rostro del artesano loco era de dominio público, ¿cómo no iba a serlo después de lo que había hecho? Ismael era muy pequeño cuando se desencadenó la peste onírica, pero la imagen de aquel asesino formaba parte de sus recuerdos de infancia de una forma tan estrecha como el sonido de los relojes de la tienda o el nerviosismo ansioso con que aguardaba las visitas de Papá Noel en Navidad. Recordaba los noticiarios, los docudramas. No había lugar en el que no apareciera el rostro de Armind Zola, miraras donde miraras allá estaba él, omnipresente y siniestro. Todo el mundo estaba más que familiarizado con aquel hombre negro, medio calvo, de mirada cargada de sarcasmo y sonrisa falsa. Pero Anna no tenía razón, al menos no del todo: la complexión y buena parte de los rasgos de aquel hombre no se parecían a quien decía ser, pero sus ojos eran idénticos a los de aquel Zola, unos ojos dotados de una intensidad arrebatadora, unos ojos que parecían estar burlándose de la creación entera.

—¿Por qué debería parecerme a él? —preguntó el desconocido—. Estamos en terreno del sueño, niña. Aquí puedo adoptar la forma que me venga en gana, ¿por qué mantenerme fiel a un cuerpo que hace años que no habito? —Y, como si quisiera demostrarlo, mientras hablaba cambiaba de forma sin cesar, no había transición entre una metamorfosis y la siguiente. En apenas unos segundos fue una hermosa mujer, un niño pequeño, una montaña de gelatina que rebosaba ojos (todos verdes, todos idénticos) y un engendro de difícil descripción que los hizo chillar, antes de retomar de nuevo su aspecto inicial.

—Es Armind Zola —confirmó Ismael. La mirada que le había dedicado al hablar de las pruebas falsas colocadas en su consola lo había convencido. El muchacho sabía que su padre había estado implicado en la investigación de la peste onírica, que había trabajado, de hecho, codo con codo con aquel hombre. Pero ¿cómo lo había reconocido este como hijo de Isaac Calvero?

Zola hizo una marcada reverencia que casi lo llevó a rozar el suelo con el dorso de una mano. Se incorporó de un brinco. Parecía exultante.

—Bien, ya me he presentado y mi identidad, al parecer, ha quedado corroborada. Y aunque os parezca imposible, yo ya os conozco a vosotros cuatro —anunció—. Aaron, el alegre y hermoso Aaron, ¿por qué le has añadido un ojo a tu imagen onírica? Sigue mi consejo: potencia lo que te hace especial, no lo ocultes ni lo disimules. —El joven se limitó a mirarlo anonadado—. Vito, cuidadoso y temeroso, siempre pensando en lo peor, sí, tu madre murió durante la peste onírica, lo sé, lo sé y lo lamento profundamente, pero yo no tuve nada que ver con su muerte, fue el monstruo que habita la granja quien lo mató, no yo. Ismael, el hijo de mi buen amigo Isaac Calvero. —Su tono se volvió solemne—: Lamento lo que le ocurrió a tu madre, muchacho, no llegué a conocerla. Y, en último lugar, la fastuosa y temible Anna, donde se demuestra que la hermosura y la inteligencia pueden ir de la mano. —Armind Zola hizo un gesto conciliador—. Os conozco, sí. Ahora mismo compartimos sueño y nuestras mentes, por decirlo de algún modo, se rozan unas con otras, eso permite que pueda sondearlas.

—Un momento… —Vito lo miró alarmado—. ¿Dices que puedes entrar en nuestras cabezas?

—No os preocupéis, por favor, no es tan terrible como suena. —Alzó los brazos, en un gesto que pretendía pedir tranquilidad, pero su movimiento, al enarbolar el bastón, tuvo el efecto contrario—. Os juro que vuestros pensamientos siguen siendo privados. Tienen lugar a un nivel demasiado profundo como para que pueda llegar hasta ellos. Como acabo de deciros, nuestras mentes están en contacto, se rozan al compartir sueños, por eso solo puedo acceder a la capa superior de recuerdos, los más recientes y los más marcados. Con la suficiente práctica, vosotros también podríais llegar a colaros en las mentes de vuestros compañeros, aunque os advierto que es algo que lleva su tiempo. A mí me costó años conseguirlo. Me aburrí de mis sueños e intenté explorar los de los demás. Es normal, mis sueños no son tan maravillosos como los tuyos, mi querida Lydia. Solo hay que contemplar lo que nos rodea.

La soñadora, el motivo por el que estaban allí, el cebo que había dispuesto el monstruo para ellos, había estado pendiente a medias de la conversación. Dividía su atención entre lo que se decía y el sinfín de portentos que tenían lugar a su alrededor. A Ismael no le extrañaba. Como artesano onírico, como aprendiz al menos, había tenido la oportunidad de programar infinidad de escenarios y había soñado verdaderas obras de arte, tanto de su padre como de sus camaradas. Pero todo eso palidecía en comparación a lo que ahora los rodeaba. El sueño allí no tenía riendas, era salvaje, puro, de una fuerza descomunal. Gigantescos astros bailaban en el cielo entre un mar de nubes y edificios invertidos. Una monumental anguila segmentada serpenteaba alrededor de un zigurat hecho de golondrinas y cristales. La pareja que se había besado cerca de ellos había pasado ya a mayores y hacía el amor de forma lenta y calma en medio de una frondosa y cambiante vegetación, sin vergüenza ni pudor alguno. Todo era ilusión, todo era maravilla. Una escalera brotó en espiral del suelo y por sus peldaños en caracol descendió una niña montada sobre el lomo de una gallina blanca con la cabeza cubierta por una máscara antigás.

—Este no es mi sueño —dijo Lydia—. Es el de todos los durmientes. Los soñadores despiertan. —Contemplaba aquel escenario de portentos con un velo de lágrimas en los ojos—. Despiertan y sus fantasías se unen unas a otras y dan forma a lo que veis. Celebran que el monstruo ya no está. Celebran que el monstruo ya se ha ido. No podéis ni imaginaros lo que significaba dormir y sentir que él estaba al otro lado del sueño, a la búsqueda de nuevas víctimas de las que alimentarse. No sabéis lo que es temer por tu vida cada segundo, cada instante.

—No, el monstruo ya no está aquí —dijo Armind Zola. Había desaparecido toda traza de alegría de su voz—. Vosotros lo liberasteis.

Ismael miró de reojo a Anna antes de hablar.

—No fue nuestra intención. Nos engañó para que lo hiciéramos —dijo. E hizo especial hincapié en ese «nos». Se arrepentía de haber atacado de forma tan salvaje a Anna, él era tan culpable como ella—. Usó a Lydia para atraernos y luego nos convenció para que nos conectáramos a su sueño y lo sobrecargáramos.

—Y el sistema se reinició y él aprovechó el breve instante en que se cargaban los protocolos de seguridad para destruirlos y saltar a la nube —dijo Armind Zola. Soltó un suspiro antes de continuar hablando—: Hay algo de lo que debo advertiros. —Los miró con severidad y, al tiempo, con cierta lástima—. Vosotros no sois responsables de lo que pueda estar haciendo el monstruo ahora ahí fuera. Que no pese en vuestra conciencia la sangre que esté derramando. Sois inocentes, ¿me oís? Inocentes. Tarde o temprano habría escapado, era inevitable. La culpa de lo sucedido es de los hombres que lo aprisionaron, la culpa es de los hombres que le pusieron los grilletes y que no aprendieron la lección tras la peste onírica que tan alegremente me atribuyeron.

—Pero ¿qué es ese monstruo? —preguntó Aaron—. ¿De dónde ha salido?

Lydia suspiró, entristecida, pero fue Armind Zola quien contestó a su pregunta.

—¿Qué es el monstruo? —Se sentó con un movimiento elegante sobre el tocón de un árbol blanco que acababa de brotar del suelo—. ¿Qué es esa criatura hambrienta de sueños y asesinatos? ¿Quién es el culpable de que yo me encuentre aquí y, con toda probabilidad, se esté produciendo una matanza ahí fuera? —Los recorrió con la mirada—. Ese monstruo es el precio del sueño, queridos amigos, queridas amigas. Ese monstruo es el origen de todo.

—Ya conocéis la historia —dijo—. Hace veinte años, en los últimos compases de la guerra, se comenzó a experimentar con la ingeniería del sueño, a la búsqueda de soldados siempre preparados, soldados que no necesitaran dormir jamás. —Mientras hablaba, a su alrededor se fue construyendo un nuevo escenario, un sótano atestado de camillas y artilugios científicos, con más aire de mazmorra que de laboratorio. Tanto el narrador, sentado en su árbol, como su público estaban dentro también de la escena, lo que la dotaba de una textura extraña—. A pesar de lo que hayáis podido oír, los primeros experimentos no se realizaron con soldados voluntarios. Eso, como mi muerte, tampoco es cierto. Se utilizaron prisioneros de guerra, contravinieron todas las convenciones y leyes internacionales habidas y por haber. —En las camillas aparecieron ahora varios hombres y mujeres, todos vestidos con el mismo mono azul, todos atados de forma brutal a sus camastros con cinchas y cinturones; sus rasgos estaban borrosos, meras sombras, pero a pesar de su escasa definición, o precisamente por ella, exudaban un aura de tristeza desoladora—. Los experimentos pronto dieron sus frutos. Con la primera inyección de nanonitos y el primer cóctel de drogas fue suficiente para que la necesidad de dormir desapareciera. Los sujetos permanecían alertas y lúcidos en todo momento y sus reflejos no disminuían con el paso del tiempo. Se los sometió a toda clase de pruebas y análisis y de entrada todo parecía ir bien. Hasta que dejó de hacerlo. Una semana después de que les inyectaran los nanonitos experimentales, los sujetos comenzaron a desarrollar las más diversas patologías: alucinaciones, delirios y comportamientos psicóticos cada vez más fuertes… Muchos murieron poco después.

Para ilustrar la historia de Zola, los prisioneros daban gritos en sus camillas, se convulsionaban de un modo salvaje; uno soltaba espumarajos por la boca mientras intentaba liberarse con tales tirones que un brazo se le descoyuntó y, aun así, continuó tirando. Los muchachos contemplaban la escena horrorizados.

—Así fue como el hombre confirmó que el cerebro humano siempre necesitará soñar —continuó Armind Zola—. La mente humana necesita sueños para mantenerse activa, para mantenerse cuerda. Y hacia esa dirección se encaminaron entonces los experimentos. ¿Cómo lograr que el cerebro sueñe?, se preguntaron los científicos de aquel proyecto descabellado. ¿Cómo optimizar los sueños? ¿Cómo diseñarlos, modelarlos y ejecutarlos en la mente humana? Ese fue el verdadero comienzo de la revolución onírica. Los experimentos con seres humanos se multiplicaron, se usaron nuevos prisioneros, pero también a los que habían sobrevivido de la primera remesa. Entonces nació el monstruo.

Todos los ocupantes de las camillas habían ido desapareciendo, confundidos con el escenario del sueño. Todos menos uno. Un sujeto sin rostro que dormitaba tumbado de costado. Era inmenso, una masa deforme y grotesca que crecía a ojos vista.

—De los primeros prisioneros que se utilizaron solo sobrevivieron siete —dijo Zola—. El monstruo es uno de ellos. Eso es. Nuestro enemigo, el engendro que os ha atraído con argucias hasta aquí, es una de las primeras cobayas. Duerme. Está siempre dormido, siempre soñando. El sueño es su poder. Y su poder es inmenso.

Lydia lo interrumpió. Su voz melosa era un contrapunto perfecto para la voz quebrada de Armind Zola.

—Está hecho de odio y rabia —les anunció mientras jugueteaba con la mariposa de su colgante—. Hecho de escombros. Hecho de pesadillas. Me asomé a su mente mientras intentaba atraparme. Y lo que vi fue horrible. No hay moral en él. Solo ansia. Las drogas y los experimentos lo volvieron loco. Quiere el sueño. Lo quiere para él. Piensa que es suyo y que se lo hemos robado.

—No lo comprendo. —Anna frunció el ceño—. Si no lo he entendido mal, esa cosa fue quien contaminó el sueño hace diez años y provocó la peste onírica. ¿Por qué se lo permitieron? ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Y por qué sigue vivo después de lo que hizo?

—El monstruo es más importante de lo que puede parecer —dijo Zola—. Mucho, mucho más. Sus compañeros y él no solo sirvieron para que la revolución onírica echara a andar. Mal que les pese a muchos, a día de hoy siguen siendo sus principales motores. Fue por azar, como ocurre de cuando en cuando en los grandes avances científicos: pura serendipia. Los experimentos transformaron a las cobayas, las modificaron a un nivel difícil de explicar, pero que se puede resumir en la siguiente frase: dejaron de ser humanos. Se convirtieron en otra cosa, algo diferente por completo.

Aparecieron siete camillas ahora, las siete ocupadas. Era complicado describir lo que había en ellas. Algunos tenían forma humana, pero estaban hinchados de una manera curiosa, sus brazos y piernas eran tan grandes como sus torsos; otros eran seres escuálidos y les brotaban extremidades raquíticas por todo el cuerpo, una suerte de ramitas quebradizas terminadas en toscos dedos. En la camilla central, que empequeñecía con su tamaño a las otras seis, se levantaba una enorme mole de carne de la que brotaban, aquí y allá, ramilletes de tentáculos.

—¿Quién tomó la decisión de mantenerlos vivos? —se preguntó Zola—. No lo sé. Alguien de las altas esferas decidió seguir experimentando con ellos y así se hizo. Eran los mejores especímenes para probar nuevas drogas y mejoras de tecnología onírica, esos siete engendros eran los pacientes perfectos.

»La guerra había terminado ya, el mundo comenzaba a lamerse las heridas y la civilización estaba en plena reconstrucción. La revolución onírica no tardó en llegar a la calle. Era necesario que sucediera cuanto antes. Era un modo de dar esperanza al hombre tras la oscuridad terrible de la guerra, un modo de afirmar que somos capaces no solo de las mayores atrocidades, sino también de realizar portentos y prodigios. De que, a fin de cuentas, la humanidad merece la pena. Nació la nube, la red de sueños. Al principio se usaron programadores, pero pronto se dieron cuenta de que, si querían que el sistema fuera viable, deberían recurrir a otra manera de generar sueños. Así nació la primera granja, así se levantó el primer nodo de soñadores. Los durmientes en un principio fueron prisioneros de guerra y enfermos terminales, pero pronto los tentáculos del Departamento de Descanso y Bienestar se fueron extendiendo. En estos tiempos hay mucha gente desesperanzada, muchos que buscarán cualquier salida o que se dejarán engañar sin problemas. —Ismael miró a Lydia y se preguntó cuál sería su historia—. Los sueños de los durmientes se convertían en códigos, se catalogaban y se descargaban en la nube, convenientemente etiquetados, para que luego los nodos los adaptaran a los sueños de los soñadores. Las necesidades fueron haciéndose mayores al tiempo que más clientes se conectaban a las redes. La nube original no tardó en quedarse pequeña. Se construyó entonces un nuevo nodo, un refuerzo que duplicaría el tamaño de la nube y que serviría para contentar a la creciente demanda. Pero la cosa no funcionó. Los sueños de los durmientes trasladados a la segunda granja, al segundo nodo, no tenían la misma fuerza, estaban vacíos, podían convertirse en códigos, pero los sueños eran descoloridos, débiles, apenas perceptibles. ¿Por qué el nuevo nodo no funcionaba mientras que el primero sí lo hacía? Pronto se averiguó el motivo: los siete prisioneros supervivientes amplificaban la señal del sueño, su mera presencia cerca de los durmientes y el servidor bastaba para multiplicar su potencia de una manera tremenda. Sus sueños potenciaban los de los durmientes que compartían granja con ellos. Se trasladó a uno de estos monstruos al nuevo nodo y, nada más hacerlo, este comenzó a funcionar a pleno rendimiento.

»Aquí no solo se sueña, aquí se forja la nube. Las granjas son los servidores, los nodos que generan el espacio onírico. Se construyeron siete de ellas, todas con la misma estructura: la nube en el primer nivel, los durmientes en el segundo y un monstruo en el tercer estrato. Sin ellos, la nube tal como la concebimos no sería posible. De esos siete engendros, seis están domados, son serviles, meros trozos de carne que sueña. Pero el séptimo, ah, el séptimo… El séptimo está loco, siempre lo ha estado. Hace diez años intentó escapar a la nube. No lo consiguió, pero logró contaminar muchos de sus archivos.

—¿Por qué siguen utilizándolo entonces? —insistió Vito. Zola todavía no había respondido a las preguntas de Anna—. ¿Por qué no lo han desconectado del circuito? ¿Por qué no lo han matado?

—Porque lo necesitan —contestó Armind Zola, y su voz sonó llena de pesar—. Si quieren que la revolución onírica siga en marcha necesitan que ese monstruo continúe con vida. No pueden matarlo. Da igual lo que haya hecho. Esa criatura es el pilar fundamental del sueño. Es tan sencillo como eso.

—No lo entiendo —admitió Ismael—. Has dicho que había siete monstruos. ¿Qué tiene este de especial?

—Este monstruo no es como los otros. —Agitó la cabeza de un lado a otro—. Dejad que retome mi historia y lo entenderéis. Recordad lo que os he contado sobre las granjas. Cada una de ellas necesita un supersoñador, un monstruo que amplifique la señal con su presencia. En un principio, como ya os he dicho, hubo siete de estas criaturas. Pero se necesitaban más para que la nube fuera viable. Poco a poco fueron naciendo otros. El problema, lo que explica en parte la crisis en la que nos encontramos ahora, es que esos nuevos supersoñadores solo nacían en una de las siete granjas: en esta en que nos encontramos. La proximidad de la criatura que habita aquí no solo amplifica los sueños de los demás. El monstruo de esta granja crea nuevos monstruos. Esa criatura es, en sí misma, la maldita revolución onírica.

»Han pasado veinte años desde que surgió ese ser, pero en todo ese tiempo no se han conseguido soñadores de igual calibre. Nadie sabe exactamente qué fue lo que lo hizo mutar. Se han repetido una y otra vez los mismos experimentos con otros sujetos, se les han proporcionado las mismas drogas en el mismo orden en que se las dieron a él. Pero estos siguen siendo humanos, mientras que este engendro dejó de serlo hace mucho tiempo.

»Esta granja no solo es una fábrica de sueños, se intenta por todos los medios posibles conseguir nuevos monstruos generadores de monstruos. Ese era mi cometido aquí, por eso me contrató el Departamento de Descanso y Bienestar: para investigar a la criatura de esta granja y conseguir una nueva versión. Pero todos nuestros esfuerzos fueron en vano. Cuando estalló la crisis de la peste onírica, muchos argumentaron que el monstruo debía morir, pero había voces discordantes que se negaban a sacrificarlo. “Ha sido un lamentable accidente”, afirmaban. “Un accidente que no volverá a repetirse”. “Se extremarán las precauciones”, decían, “se implementarán nuevos sistemas de emergencia para evitar que vuelva a suceder algo semejante”, aseguraban. “El monstruo estará siempre bajo control”. En cuanto me conectaron a las máquinas comprendí que no había medidas de seguridad posibles para contenerlo: tarde o temprano volvería a escapar. Era inevitable. Noté su presencia en el circuito de durmientes, se movía despacio entre ellos, un depredador al acecho, en pos de su próxima víctima, paciente y metódico. De cuando en cuando alguno de los durmientes muere, pero lo habíamos tomado como un efecto secundario de la conexión continua. Pero entonces comprendí que no es así, el monstruo no moraba solo en su propia cabeza, los tentáculos de sus sueños se introducen en las mentes de los durmientes, palpa sus cerebros, olfatea sus pensamientos y elige la víctima que le parece más jugosa para jugar con ella. Por suerte, la propia configuración del sistema que impide que los sueños de los durmientes se mezclen frena las capacidades del monstruo y solo le permite estar en un soñador a un tiempo. A veces solo los deja en coma, otras los mata de miedo. Pero con Lydia no hizo nada de eso, se sirvió de sus sueños para tenderos una trampa.

—Pero ¿por qué me usó a mí? ¿Qué tengo de especial? —preguntó ella.

—Eres algo nuevo —le contestó Zola—. ¿Una nueva mutación, quizá? No lo sé. Hay dos tipos de soñadores, por un lado están los comunes, con sus sueños coloridos y funcionales. La mayor parte de la humanidad pertenece a esta clase. Luego están los soñadores lúcidos, los que, en ocasiones, son capaces de controlar sus sueños y de dominar su subconsciente a niveles asombrosos. Tú eres una de ellos, Lydia, pero, al mismo tiempo, también eres algo más. ¿Quizá la experimentación ha funcionado contigo? ¿Serás el germen de una nueva raza de supersoñadores? No lo sé. Lo que sí sé es que el monstruo vio en ti una oportunidad de escapar. Se sirvió de ti para convocar a estos muchachitos y engañarlos para que lo dejaran libre.

»Lo vi rondarte, muchacha. Vi como te atrapaba, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Solo mirar, prisionero de mi propio sueño. Lo vi jugar con los tuyos, lo vi moldearlos. El monstruo tenía que preparar el cebo a conciencia. Y debía ser muy cuidadoso. ¿Os imagináis qué habría sucedido si el mensaje de Lydia hubiera llegado a todos los usuarios de la nube? El revuelo habría sido general y no habrían tardado mucho en descubrir sus tejemanejes. No, al monstruo no le quedaba más remedio que ser muy selectivo. Tenía un perfil claro de los sujetos a los que quería atraer: debían vivir en los núcleos urbanos más próximos a la granja, desde luego, y además los quería jóvenes, más receptivos por su edad a la naturaleza de su cebo. Buscaba también un patrón mental muy semejante: muchachos inconformistas, con ciertos conocimientos técnicos, los suficientes como para que cumplieran su propósito una vez que cayeran en la trampa. Por eso el mensaje de auxilio de Lydia solo se activa ante soñadores que cumplen unos requisitos específicos. ¿Cuáles? Algunos ni siquiera yo mismo los comprendo, pero ¿quién puede alcanzar a comprender los designios de un loco?

»Ah. ¿Cuánta gente fue convocada por el monstruo? ¿Cuántos habrán soñado con Lydia, nuestra hermosa Lydia? ¿Decenas? ¿Centenares? Pero de entre todos ellos sois vosotros los que habéis venido hasta aquí en este día aciago. Sois vosotros a los que las circunstancias y los hados de los sueños han escogido para la batalla que se aproxima.

»Sí, el monstruo tendió sus redes en la nube con la esperanza de atraer a sus libertadores. Apeló a vuestra humanidad, a vuestros sentimientos más profundos, os enseñó a una muchacha desvalida y acudisteis al rescate sin pensarlo dos veces. Ahora soy yo el que apela a vuestra humanidad, al lado rabioso de la misma, al lado oscuro, al que no crea, sino destruye… Necesito que me ayudéis a detener al monstruo.

»Necesito que me ayudéis a matarlo.