UNA EXPLOSIÓN O ALGO ASÍ

Cuando Anna regresó al sueño, no fue al mismo lugar que antes. Aquella casa antigua de paredes que se movían y bañeras en forma de cisne no estaba a la vista. A su alrededor no había nada.

Tampoco era que no hubiera nada en absoluto, como si estuviera perdida en el espacio. Sus pies se apoyaban con firmeza sobre un suelo casi desértico, roto en algunos puntos por pequeños restos de vegetación, tallos marrones que parecían empezar a marchitarse tan pronto como asomaban su cabeza de entre la tierra seca. No hacía calor, pero el efecto era de aridez, de falta de agua y de vida. Un viento desagradable arrastraba polvo sucio tras él. El cielo no era azul; no era de ningún color. Le recordó a los entornos de contaminación y neblina que abundaban en los niveles más bajos de Ciudad Resurrección, aquellos que Anna veía desde la altura cuando viajaba en tren. Más arriba, mucho más arriba, allí donde residían los privilegiados, los poderosos, los ricos, el cielo volvía a ser azul.

El horizonte era infinito, y a Anna la invadió una impresionante sensación de agorafobia, de miedo a los espacios abiertos, que se unía a la agobiante certeza de que algo no marchaba bien. Le costaba respirar. Alguna criatura alienígena se le había alojado en el pecho y ahora se apretaba contra sus pulmones.

Reconoció enseguida a las siluetas que se acercaban a ella en la lejanía. Eran, sin lugar a dudas, Vito y Aaron. Ese era el plan: entrar todos en el sueño para sobrecargarlo. Ya estaban todos dentro, ahora solo era cuestión de que la chica morena, la soñadora perpetua, despertara, y ellos con ella. La inquietud la embargaba, y no era solo por la extraña situación en la que andaban metidos. La sensación de que algo no encajaba, de que algo no había salido bien, era cada vez más poderosa. ¿Cuánto tiempo tardaría en sobrecargarse el sueño? ¿Cuánto tiempo tardaría en despertar la joven de las mariposas? Comenzó a andar hacia sus compañeros.

Un repentino pensamiento hizo que se detuviera en seco. Mariposas. Las mariposas habían estado presentes en todos los sueños con Lydia, en todas sus manifestaciones para con todos ellos. Menos en esta ocasión. No habían aparecido nubes en forma de mariposa, ni muebles mariposa, ni azulejos mariposa, ni siquiera el colgante que ella siempre llevaba al cuello. La voz chirriante de Campanilla, el asistente de sueño, a gritos en su oreja, era un recuerdo cada vez más claro, un recuerdo que le indicaba que allí había un error, que allí algo no funcionaba como debía. Cada vez más alarmada, echó a correr hacia los dos chicos.

Cuando los alcanzó, jadeaba por el esfuerzo. Para ser un sueño, todo se cumplía según lo esperado: la respiración parecía tan real como allí fuera. Se preguntó si su cuerpo, tumbado sobre el amasijo de ropas improvisadas, estaría también resoplando, intentando transportar oxígeno al cerebro con la misma ansia. Experimentó una vergüenza apagada, lejana; nunca había visto qué cara ponía mientras dormía. Era un acto tan íntimo, tan privado, tan sin control, que producía reparo compartirlo con otros. Le resultó curioso que se avergonzara de la posible expresión de su cara allí fuera, en aquella habitación repleta de cabinas y durmientes.

Aaron le dirigió una de sus miradas de perro feliz.

—¿Lo hemos conseguido?

—Todavía no —dijo Vito—. Seguimos en el sueño de Lydia, eso significa que continúa dormida. Si hubiera despertado, también lo habríamos hecho nosotros.

—¿Qué va a pasar? —preguntó Aaron—. ¿Una explosión o algo así?

Vito se encogió de hombros. Hizo un gesto torpe de búsqueda con la mano, como si explorara su indumentaria para encontrar el inhalador que lo tranquilizaría. No llevaba su parka. Anna recordó que se había quedado atrás, bajo su cuerpo, haciéndole de cama.

—No lo sé —contestó, dubitativo—. Yo creía que el simple hecho de entrar a la vez iba a colapsar el sistema para que se despertara la chica de las mariposas. No entiendo por qué no ha ocurrido todavía. —Miró en derredor—. Y tampoco entiendo por qué está todo tan… vacío.

—¿Podría haberse despertado sin desconectarnos a nosotros? —preguntó Aaron—. No, eso es imposible, ¿verdad?

—Debemos tener paciencia, esperar acontecimientos —dijo Vito—. Estamos en el mundo de los sueños, aquí el tiempo no funciona igual. Puede que en el mundo real no hayan transcurrido ni cinco segundos. Puede que la sobrecarga esté por llegar…

Anna miró hacia sus manos. Su anillo seguía allí; continuaba vestida exactamente de la misma forma que cuando se había dormido. Con el pulgar de una mano comenzó a frotarse la palma de la otra, mientras pensaba. Se fijó en Aaron, el más inquieto de los tres. No hacía más que recolocarse el flequillo. Sus hombros caían hacia delante. Su espalda ancha, poderosa, parecía haber perdido todo su ímpetu.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Aaron—. No podemos quedarnos aquí.

Anna miró alrededor y no pudo evitar estar de acuerdo con él. Aquel lugar estaba desprovisto de vida. Ninguno de los tres tenía ganas de permanecer allí más de lo necesario.

—Andemos un poco —propuso Anna—. Tal vez encontremos a Lydia. O a Ismael.

La siguieron. Caminaron. Anna se preguntó si allí los segundos eran minutos, si los minutos eran horas. Tuvo la impresión de que habían pasado varias horas cuando el paisaje comenzó a cambiar, pero si le hubieran dicho que habían sido minutos tampoco le habría extrañado. La sensación de atemporalidad era parte de aquel paisaje barrido y abandonado.

El primer indicio de que el sueño estaba cambiando fue un elefante. Al principio fue solo un punto diminuto en la distancia que sobresalía en aquel entorno de polvo y tallos moribundos. A medida que se acercaron a él, se fueron completando los detalles. Era una gran construcción de madera: un paquidermo gigantesco, de varios metros de altura, en un color dorado intenso que iba acompañado de varias imágenes y arabescos que decoraban su lomo en diferentes tonos, como si fueran fruto de la inspiración de un artista borracho con un pincel muy delgado y una enfermiza atención al detalle que no conjugaba muy bien con su aparente ebriedad. El corazón de Anna se aceleró y no pudo evitar sonreír; por fin daban con algo más emocionante que aquel horizonte eterno de gris sobre gris.

Continuaron caminando.

Anna comenzó a contar los pasos que daban, con la esperanza de tener alguna medida de su avance. Ninguno hablaba. Era como si el ambiente opresivo de aquel erial se comiera sus palabras. Además, andar exigía cada vez más esfuerzo. Les pesaban las piernas y sus aspiraciones de aire eran cada vez más frecuentes y difíciles. El elefante había sido un atisbo de esperanza de que aquella monotonía gris se rompería, pero había quedado ya muy atrás, y aquel desierto no parecía dispuesto a ofrecerles más maravillas.

Se equivocaban, por supuesto. Sin previo aviso, comenzaron a nevar conejos.

Al principio pensaron que eran copos de nieve, blancos y algodonosos, ligeros, que caían del cielo. Pero enseguida se dieron cuenta de su error. Anna alargó su mano y varios copos cayeron sobre su palma. Al tocarlos, daban pequeños saltos y escapaban hacia el suelo, pero se paraban lo suficiente como para reconocer la forma de aquellos animales diminutos. Los tres se miraron, con grandes sonrisas. Una curiosa euforia los había invadido. Los conejos eran mullidos y extrañamente indestructibles; cada vez que los pisaban se deformaban como gomaespuma y recuperaban enseguida su forma original. Los conejos los rodeaban y jugueteaban entre sus piernas conforme avanzaban. Sus diminutos ojos oscuros los seguían, y Anna habría jurado que sus expresiones eran de diversión.

—¿Sabéis que los conejos no son roedores? —preguntó de pronto Aaron.

—¿De qué estás hablando? —Vito lo miró, extrañado por su comentario.

—No son roedores, pertenecen al género de los lagomorfos.

—¿Eso significa que tienen forma de lago? —preguntó el otro.

Anna soltó una carcajada.

Al cabo de un rato dejaron atrás a los minúsculos animalitos, pero el alivio y la alegría seguían presentes; no solo en sus cuerpos y caras, sino en su entorno. El cielo había dejado de lado su astenia y ahora lucía de un azul brillante, con un sol generoso en su cabeza. El suelo bajo sus pies era cada vez menos seco y cada vez más verde; comenzaron a oír el ruido de las olas del mar. Frente a ellos empezaron a elevarse edificios blancos, casitas encaladas que recordaban a las postales de pueblecitos idílicos que habían existido hace decenios, antes de la guerra. El terreno era ahora menos llano, subía y bajaba en deliciosas cuestas fáciles que superaban con ganas, inundados de una energía nueva. Sobre sus cabezas comenzaron a surgir palmeras cargadas de cocos gigantes; o de algo que parecían cocos, pero más peludos y en todo tipo de colores. A veces oían graznidos y, al mirar hacia arriba, descubrieron que aquellos frutos redondos no eran tales, sino llamativos pájaros encorvados que ahora abrían sus alas y mostraban sus espléndidas plumas rugosas en abrasivos rosados, verdes y púrpuras. Por fin, a Anna se le destrabó la lengua que hasta ahora se había quedado cautiva en su boca, y pudo reflexionar en voz alta.

—¿Esto es todo parte del sueño de Lydia? Es un tanto… no sé, discordante. Diferente.

La sonrisa de Aaron era feliz e inmensa.

—Es mío —les informó—. No es la primera vez que lo tengo. Ahora llegarán las bailarinas.

Acto seguido, y tal como les había dicho, se hizo presente a su alrededor un corro de mujeres jóvenes: algunas blancas como aquellos conejos algodonosos que habían caído sobre sus cabezas; algunas negras como túneles, como fosas; otras de cabello rojizo, cubiertas de pecas y lunares desde los dedos de sus pies descalzos hasta la frente. Algunas eran delgadas, otras tenían amplias curvas, y todas vestían de la misma manera: con estrafalarias faldas cortas de tul y gasa y pequeñas conchas marinas que tapaban lo esencial de sus pechos, algunos grandes y bamboleantes, otros pequeños y saltarines. Encandilada, Anna no pudo dejar de observar a sus compañeros: Aaron tenía una sonrisa gigantesca en el rostro, parecía que fuera a salirle la felicidad por las orejas. Vito, por otra parte, mostraba una inequívoca expresión de pánico. Lo tomó de la mano y consiguió, a duras penas, sacarlo de aquella manifestación de carne y movimiento. Una vez más acudió a su inhalador, pero recordó que su parka había quedado atrás. Eso sí, su mochila seguía apostada en su espalda. La colocó en el suelo delante de él y despegó el velcro. De inmediato comenzaron a aparecer globos blancos y negros, que salían volando en cuanto escapaban de la bolsa. Sorprendido por aquella visión, Vito pareció olvidar su respiración ahogada y esta, a su vez, regresó pronto a la normalidad. Miró a Anna.

—¿Qué hace el sueño de Aaron aquí? —le preguntó en voz baja, mientras evitaba mirar a las mujeres semidesnudas, quizá por miedo a sufrir otro ataque—. Estamos en el sueño de Lydia, Anna. ¿Cómo ha llegado el de Aaron aquí? —repitió.

—No lo sé —dijo ella.

Las bailarinas ahora manteaban a Aaron con lo que parecía una toalla colosal. Aaron bajaba y subía: lo veían aparecer sobre las cabezas de las mujeres para luego volver a caer y quedar fuera de su vista; en aquellos vuelos su flequillo danzaba de un lado de su rostro a otro, y Anna pudo ver que donde antes había faltado un ojo, donde solo había habido una superficie lisa de piel, ahora brillaba una especie de gema azul, insertada en una suerte de ojo robótico. No sintió asombro; aquel era su sueño, podía ser todo lo que quería y más.

Vito llamó su atención con un toque en el brazo.

—¡Mira! —señaló—. ¡Ese sueño es mío! ¿Qué está pasando?

A escasos metros de distancia había aparecido un objeto volador no identificado, en el sentido de que Anna no tenía ni idea de lo que era, aunque tenía todo el aspecto de ser un huevo gigante. Se acercó y pudo ver que lo que a primera vista había parecido una superficie blanca y lisa era en realidad un conglomerado de pequeñísimos detalles: miles y miles de diminutos cables, botones, chips e insólitas ranuras en forma de volutas y curvas elaboradas. Estaba tan absorta contemplando aquel ovoide que levitaba a escasos centímetros del suelo, que no vio venir al hombre de cabello verde. Este chocó directamente contra ella y el empujón hizo que la muchacha trastabillara y perdiera por un segundo el equilibrio. Consiguió mantenerse en pie, pero su agresor no tuvo tanta suerte. Durante unos segundos se quedó atrapado en un exasperante estado de media caída, los brazos le ondulaban como un muñeco de trapo, hasta que al fin abandonó la lucha y se dejó desplomar, como si ni siquiera tuviera huesos, en el suelo.

Anna se acercó a ayudarlo, pero se apartó con rapidez al ver el inhumano proceso que seguía para levantarse. Su cuerpo parecía desenrollarse, como si en vez de una persona fuera un trapo. Se desenroscaba poco a poco de una sola pieza, hasta que sus brazos terminaron de liberarse y se levantaron en cruz, dando vueltas con el resto de su masa. Parecía un helicóptero de carne y ropa, un batiburrillo con hélice que giraba cada vez con mayor velocidad en el mismo punto. Aaron había escapado de las atractivas manteadoras y había regresado junto a Vito, con la misma expresión atónita que mostraba este en el rostro.

Por fin, los brazos volvieron a ser brazos y regresaron, ya tranquilos y en reposo, junto a las caderas, ya formadas y sólidas, de aquel ser. Era un hombre de mediana edad, con un pelo esmeralda intenso que caía sobre sus hombros. Vestía una combinación de telas de colores, todo tipo de chales y tejidos que por alguna ciencia desconocida permanecían pegados y ajustados a su cuerpo desgarbado. Vito fue el primero en reconocerlo.

—Es uno de los dormidos —dijo en voz muy baja, casi susurrando—. Uno de los pacientes de aquella sala.

El hombre colorido, que tenía una gran nariz y pómulos muy altos, casi esculpidos en su piel, los miró durante unos instantes. Parecía pensativo. Se agachó frente a ellos con un saludo exagerado y torpe. Anna temió que se cayera de nuevo y que los arrastrara con él al suelo en otro torbellino de movimiento. Mas consiguió mantenerse erguido y les sonrió. Cada uno de sus dientes era una brillante gema: esmeraldas, rubíes, diamantes, topacios y zafiros facetados y relucientes rivalizaban en aquella boca.

—Sois nuevos, ¿no es cierto? No os había visto nunca por mis tierras.

—¿Tus tierras? —Aaron parecía confundido—. Creía que esto era el sueño de una sola persona, el sueño de una chica morena.

El hombre dudó, su sonrisa desapareció.

—Esta es mi tierra —replicó, con un tono levemente irritado—. Soy Casso el Grande, y estáis en mi mundo.

Vito habló esta vez.

—¿Quiere decir que también estamos compartiendo sueños con usted?

Casso no le contestó. Miraba a su alrededor, cada vez más nervioso.

—¡Qué le habéis hecho a mi tierra! ¡Qué son esas mujeres! —Entonces dio la vuelta y su boca se convirtió en una gigantesca «O» mayúscula—. Pero ¿qué hace aquí ese mar? —preguntó, feliz como un niño entrando en un parque de atracciones. Comenzó a correr hacia el agua, gritando desaforado. Tras él, su pelo parecía cada vez más largo, e iba dejando una estela de verde, donde nacían ocasionales florecillas rosadas.

Ninguno de los tres hizo ademán de detenerlo.

—¿Estás seguro de que es uno de los tipos de las cabinas? —preguntó Aaron.

—Estoy convencido. —Vito lo miró con severidad, irritado porque cuestionaran su buena memoria—. Nos lo encontramos en la primera habitación. Estamos compartiendo sueños con él.

—Pero eso no tiene sentido —dijo Anna. La sensación de calamidad, de que algo había salido mal, regresó—. Aquí solo estamos conectados nosotros, conectados a la chica que buscábamos. ¿Por qué aparecen también nuestros sueños? ¿Y los de otros durmientes?

Vito no tuvo oportunidad de contestarle. Aaron lo había agarrado del brazo y lo zarandeaba, entusiasmado.

—¡Mirad, mirad! ¡Por ahí llega alguien más!

De la misma dirección en la que habían visto alejarse al extraño personaje multicolor, venía una silueta conocida. Se abría paso a través del agua, que apenas le llegaba por las rodillas.

Aaron empezó a dar saltos, como un niño pequeño o, como Anna no podía dejar de imaginar, un perrito emocionado.

—¡Es Ismael, es Ismael! ¡Y parece que tiene prisa!

Efectivamente, Ismael llegaba corriendo. Conforme se acercaba, Anna se sintió cada vez más intranquila. La expresión de su cara, si bien nunca había sido muy risueña, ahora era de profundo enojo y desesperación. Parecía que estuviera gritando. Cuando estuvo lo bastante cerca como para escucharlo, la sangre se le heló en las venas.

—¡Idiotas! Pero ¡cómo podéis ser tan idiotas!

La ansiedad que había estado experimentando se transformó de golpe en adrenalina pura. Anna sintió cómo la furia crecía y crecía dentro de su cabeza. ¿Cómo se atrevía a insultarlos?

Ya casi sin aliento, Ismael llegó a la altura de los tres y se detuvo a jadear, a intentar recuperar la respiración que le fallaba.

—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó Aaron, e hizo ademán de acercarse a Ismael. Este lo paró con las manos, como si creara un muro de contención invisible entre ambos.

—¡No me puedo creer la que habéis montado! Y tú… —Se volvió y miró a Anna con tal rabia que ella no pudo evitar retroceder un paso, alejarse de su desprecio. Ismael cortó la frase y levantó los brazos en señal de perplejidad—. ¡No me puedo creer que le hicierais caso a esta cabeza hueca!

Vito arrugó el ceño y se quedó mirando a Ismael con una intensidad aún mayor a la usual. Cuando habló, fue en una voz muy baja, pero cargada de una seriedad que resultaba escalofriante.

—Ismael, más vale que te expliques.

Su tono pareció surtir efecto. Ismael no contestó de inmediato, sorprendido por la intervención de aquel chaval enjuto al que le sacaba más de una cabeza. Durante unos segundos nadie habló. Por fin, recuperado de su carrera por el mar, Ismael rompió el silencio.

—Os han engañado. La han engañado a ella —señaló a Anna, como si ni siquiera fuera capaz de decir su nombre—. Y ella os ha convencido de que cometierais una estupidez… ¡una estupidez que ni siquiera sé por dónde empezar a explicar!

—¿Podrías dejar de gritarnos y decirnos de qué estás hablando? —Anna quería darle una oportunidad a Ismael para que se explicara, una oportunidad antes de chillarle todo lo que pensaba sobre él y su prepotencia. Por otro lado, temía que sus miedos se estuvieran confirmando, que algo hubiera salido horrorosamente mal. Por desgracia, enseguida descubrió que no se equivocaba.

—La persona a la que viste en sueños no era Lydia, no era la chica morena. Era otra cosa. Era un monstruo que se hacía pasar por ella. El mismo del que os hablé, el que vi en sueños. —De pronto pareció agotado—. Lo habéis liberado. Maldita sea, lo habéis liberado…

A Anna se le escapó un sonido leve entre los labios, algo inidentificable, a medio camino entre un gemido y una queja. Aunque habría querido no creerlo, sabía que era cierto. Lo había sabido desde el principio. Aquella gloriosa desnudez… había sido un truco, un espejismo. Y ella había picado como una tonta, como el típico héroe imbécil engañado por la mujer fatal, aquel al que ella le gritaba en las películas «¿cómo puedes ser tan idiota?». Ese mismo. Se tapó la boca con las manos. Podía sentir como el llanto le subía desde el estómago y amenazaba con hacerla estallar. La culpabilidad la sobrecogía; no solo la culpabilidad de haber sido responsable de la huida del monstruo, sino la vergüenza terrible de haber sucumbido a algo tan simple y a la vez tan ridículo.

—La engañó para que saliera del sueño y os engañara a vosotros. Para que entraseis todos juntos y sobrecargaseis el sistema. Para que él pudiera escapar cuando este se reiniciase. ¡Lo tenía todo planeado! Encontró un fallo de seguridad, una puerta por donde escapar. Y vosotros se la habéis abierto. ¡Y ahora está ahí fuera! ¡Está en la nube! ¡¿Tenéis alguna idea de lo que alguien como él puede hacer?! —La voz de Ismael se elevaba cada vez más, sumido otra vez en aquella espiral de rabia y frustración—. ¿Tenéis alguna idea de lo que habéis hecho? ¡Y tú! —Miró a Anna de nuevo, ya enfurecido por completo—. ¿No se te ocurrió que sobrecargar el sistema podía ser mala idea? ¿A ti qué te enseñan en el colegio? ¡A lo mejor si pasaras la mitad del tiempo que dedicas a pintarte las uñas a estudiar, no estaríamos metidos en este montón gigante de mierda!

—Yo… no sé… No tienes derecho a…

Anna intentó hablar, pero ya no pudo contener las lágrimas. Estaba llorando a moco tendido, y eso no hacía más que empeorar las cosas. Ismael siguió mirándola, aturdido, como afectado él mismo por la fuerza de sus palabras.

—Ya basta, Ismael.

Se dieron la vuelta, sorprendidos. De entre el corro de bailarinas surgieron dos personas. Uno era un hombre de mediana edad, apuesto y esbelto, con unos penetrantes ojos verdes que le recordaban a algo, como si los hubiese visto antes en algún lugar. La otra, la que había hablado, era Lydia, la chica de la mariposa. Aaron y Vito casi cayeron de rodillas al verla llegar.

—Ya te lo dije antes, no es culpa vuestra —aseguró—. Os han engañado. El monstruo es astuto y terrible. No entiendes de lo que es capaz. No entiendes lo persuasivo que puede ser, cómo puede jugar con tu cabeza. Sabe a qué le tenemos miedo, sabe qué queremos, cuáles son nuestros deseos más secretos. —Anna tragó saliva, pero no fue capaz de detener el llanto, que seguía como una entidad ajena a ella misma, como un río interminable. Lydia llegó a su altura y la abrazó. Sintió una calidez inmensa y aquel olor a frambuesa que tan bien recordaba. ¿Cómo había podido confundirla?—. No te preocupes, Anna, todo no está perdido. —Le acarició el pelo con cuidado, como si fuera un objeto delicado y precioso. Mientras, se dirigió a los demás—. Tenemos que encontrar un modo de detenerlo.

La chica morena soltó a Anna y esta sintió como si le hubieran arrancado una extremidad. La poseyó una melancolía de mutilada, en memoria del miembro fantasma que insistía en su ausencia. Sabía ya que, a partir de ahora, todos los días serían días en los que le faltaría el cuerpo de Lydia abrazado al suyo. Aquella emoción potente de falta, de pérdida, no le impidió, no obstante, fijarse de nuevo en el hombre que acompañaba a la soñadora. Era imposible no hacerlo. A diferencia de la propia Anna y de los demás, parecía tener cierto control sobre su entorno. Tenía el pulgar y el índice colocados en forma de «o», y soplaba a través del hueco que había hecho con su mano derecha. Al hacerlo, montones de burbujas fulgentes escapaban a través de aquella ventanita mágica. Una de ellas, la más grande, flotó al lado de Anna, y pudo atisbar algo en su interior. A lo mejor allí dentro había mundos como ese, sueños dentro de un sueño.

Vito hizo la pregunta justo antes de que esta escapara de sus labios:

—¿Y a este, lo conoces?

Al aludido se le encendieron los ojos y sonrió con ganas. Parecía como si hubiera estado esperando ese momento con ansia. Se inclinó ante ellos y realizó el gesto de quitarse un sombrero imaginario.

—¡Perdonadme, soy un maleducado! Permitid que me presente, aunque es posible que ya hayáis oído hablar de mí. Mi nombre es Armind Zola.