Aquel sándwich era, sin ningún género de duda, lo peor que había comido en siglos. Era como comer pura agonía esparcida en pan reseco. Edgar masticó todo lo rápido que pudo aquel bolo indigno y lo hizo bajar por su garganta con un trago de agua. Dejó caer el resto del bocadillo en el cajón que le hacía las veces de papelera y miró con atención a Isaac Calvero, experto en artesanía onírica y en el pasado, durante un breve espacio de tiempo, alguien a quien había llegado a considerar amigo. Cuando Isaac había dejado de colaborar con el Departamento de Seguridad, ninguno había hecho nada para mantener el contacto y su amistad había languidecido hasta morir por causas naturales.
Isaac había irrumpido en su despacho justo cuando almorzaba, aunque el verbo «irrumpir» no era el más correcto. Para irrumpir hacía falta una energía de la que Isaac carecía. La muerte de su mujer le había arrebatado toda la pasión, toda la fuerza, era un mero muñeco a la deriva; las bolsas bajo los ojos lo identificaban como un adicto al sueño. Pero ahora en la mirada de Isaac se intuía un brillo nuevo, un brillo del que había carecido en sus anteriores encuentros. ¿Era inquietud? ¿Nerviosismo? No podía precisarlo. Lo que resultaba evidente era que venía con el cartel de «malas noticias». Aquello iba a ser más difícil de tragar que aquel bocadillo infecto, sospechó. Y no podría deshacerse de él con la misma facilidad.
—No me va a gustar nada lo que vienes a contarme, ¿verdad?
—Verdad.
—¿Por qué no montáis los dos un club de poses trágicas? —gruñó Mejía, de pie ante la puerta del despacho de Edgar Salomon—. Sois una pareja de cenizos, ¿lo sabéis? Cada vez que estoy con vosotros mi esperanza de vida baja varios años.
—No jodas, Mejía. Ahora no. —Centró su atención en el experto onírico. En algún lugar de la ciudad sonó la sirena de una ambulancia en trayecto, un sonido lastimero, animal—. Asústame, ¿qué has descubierto?
—Es peste onírica, ya no me queda ninguna duda —anunció mientras tabaleaba sobre el marco del ordenador flexible que había dejado sobre el escritorio. La pantalla mostraba líneas y líneas de código, la trama informática que luego los nanonitos traducían y convertían en sueños—. Pero no solo eso. Es la misma peste onírica que tuvimos hace diez años. La misma.
—¿La misma? ¿Qué quieres decir? —Edgar se inclinó en su asiento. La pequeña estancia donde se encontraban era el vivo reflejo de su dueño, un espacio opresivo y deprimente, sin visos de posible mejora. Un cementerio de archivadores, polvo y periféricos anticuados.
Isaac respiró hondo antes de contestar:
—Una de dos: o Armind Zola ha regresado de entre los muertos para continuar su labor o le ha salido un imitador que tiene acceso a su biblioteca de sueños y a su instrumental, lo cual me resultaría tan sorprendente como la vuelta a la vida de Zola. —Salomon enarcó una ceja, suspicaz. El artesano dejó de tabalear en el borde del ordenador para hacerlo en la pantalla táctil; trasladó su atención a las largas listas de código que aparecían en el monitor—. Ayer descompilé la grabación onírica que rescatasteis de los nanonitos del funcionario muerto.
—El increíble bebé reptante sin cabeza —dijo Mejía desde la puerta.
—En efecto. Quería echar un vistazo de cerca al código que lo había generado. Como sospeché, contiene trazas no humanas. Están ahí, ocultas por toda la estructura. Aparecen de pronto en mitad de instrucciones inofensivas o al final de comandos de escenario. En total no suman ni un cinco por ciento de todo el código, pero es suficiente para ser letal. Eso es lo que mató a Jeremías. Y es lo que mató a treinta mil personas hace diez años. —Giró el ordenador para que Edgar pudiera leer los datos en pantalla, pero tanto daba; del derecho o del revés, aquello no era más que un galimatías sin sentido para él—. La cuestión es que muchas de esas líneas de código envenenado son exactamente las mismas de hace diez años. Exactamente las mismas. —Acompañó cada sílaba de su última frase con un golpe seco sobre el monitor, recalcando aquel dato—. Lo he cotejado con las lecturas obtenidas de las víctimas de Zola y en algunos casos son idénticas carácter a carácter.
—Eso no quiere decir nada, Isaac. Quizá alguien guardaba una muestra de material contaminado y lo ha puesto ahora en circulación. No resucites a los muertos todavía.
—Lo que quiera decir o no es cosa vuestra. Yo solo soy el amable civil al que no le queda más remedio que colaborar con vosotros. No sé de dónde ha salido. No sé de dónde procede. Pero, si me preguntas mi opinión, te diré que el artesano que ha fabricado ese sueño es el mismo que contaminó elementos de la nube hace diez años. Y no solo eso: el muy cabrón ha mejorado su veneno, ha usado los mismos ingredientes, pero ahora la fórmula es mucho más potente.
Justo entonces un sonido vibrante llegó desde la mesa. Procedía de la placa de Edgar Salomon, en aquellos momentos medio enterrada entre los folios reciclados que atestaban su escritorio. Edgar la contempló como si fuera un insecto repugnante que hubiera aparecido de pronto y por sorpresa. Del bolsillo del pantalón de Mejía llegaron los mismos compases insidiosos, la misma alarma perentoria. Ambos policías cruzaron una mirada de preocupación. Había distintos niveles de emergencia, todos con su correspondiente tono asignado. Y aquel correspondía al más alto. Hacía diez años que no oían ese sonido enervante. Tras la puerta se oyó el mismo chirriar insistente, la misma señal de alerta, repetida una y otra vez, con saña, con rabia. Edgar se levantó y en el mismo gesto cogió la placa. Mejía hizo ademán de sacársela del bolsillo, pero justo en ese instante alguien dio un grito más allá de la puerta y los tres miraron hacia allí, alarmados. Edgar Salomon fue consciente entonces de que las sirenas que se oían tras la diminuta ventana de su despacho se habían multiplicado también. Cada vez había más y más. Se superponían unas a otras en un pandemonio creciente. Una melodía insana interpretada por una flota de ambulancias, naves de emergencia y patrullas aéreas a la que ahora le hacían coros las alarmas del Departamento de Seguridad.
—¿Qué diablos está pasando? —lo preguntó en voz baja, como si tuviera miedo de averiguarlo.
Se oyó una rápida carrera al otro lado de la puerta. Mejía la abrió de golpe y en el umbral apareció Hernando Garrido, uno de los suboficiales de guardia. Era imposible saber si iba de camino a alguna parte o se dirigía a ese despacho en concreto.
—¡La nube onírica está bajo ataque! —exclamó. Su rostro reflejaba el mismo pasmo e incredulidad que sintieron ellos al escuchar la noticia—. ¡Los que estaban conectados a ella están cayendo como moscas! ¡Algo los está matando! ¡Los está matando a todos!
El estupor de los tres hombres fue mayúsculo. Las placas de los dos agentes continuaban con su alarma, incansables. La algarabía tanto en el exterior del edificio como dentro iba en aumento. ¿Muertos? ¿Todos los que estaban conectados a la red onírica, muertos? Era inconcebible, era imposible. Mejía salió del despacho, seguido de cerca por Isaac y Edgar. El hombre que les había dado la noticia había desaparecido ya, absorbido por el caos en el que se habían sumido los pasillos del departamento. Todo era agitación y gritos. A Edgar Salomon, el hombre que siempre estaba preparado para lo peor, le costaba creer lo que estaba ocurriendo. Su despacho quedaba cerca de una de las salas de reposo, una pequeña estancia con ocho divanes donde el personal del edificio se conectaba a la nube para tomar sus dosis de sueños y recuperar fuerzas. Ante su puerta se agolpaban varios agentes. Uno, un poco más alejado, estaba intentando en vano contactar con el Departamento de Emergencias. Alguien se aproximó a la carrera desde el otro lado del pasillo, con un equipo desfibrilador en las manos, otro lo seguía con un botiquín de primeros auxilios. La puerta doble de la estancia estaba abierta y desde donde se encontraban alcanzaron a ver dos cuerpos caídos. Salomon reconoció a uno de ellos, era la agente Pascal; había ingresado hacía unos meses en el departamento. Estaba tumbada de costado y se convulsionaba de manera frenética, como si estuvieran electrocutándola. Se acuclillaba junto a ella otro de los agentes, e intentaba contenerla lo suficiente como para introducirle el cinturón en la boca e impedir que se mordiera la lengua. Edgar tuvo que acercarse un poco para identificar el otro cuerpo. Se trataba del teniente Wong, un hombrecillo desagradable al que muy pocos tenían simpatía. Estaba muerto. Contemplaba el techo violáceo de la pequeña estancia con la mirada crispada, desorbitada, su cuerpo había quedado congelado en una pose desordenada, como si la muerte lo hubiera sorprendido entre los mismos calambres y convulsiones que sufría su compañera. Se había mordido con tal fuerza la lengua que no solo se había cercenado un buen pedazo de ella, también se había destrozado varios dientes. Había otros cuatro cuerpos junto a Wong y Pascal; estaban en el suelo, presos todos de los mismos temblores de la agente de la entrada.
Mientras Edgar miraba, uno de ellos quedó inmóvil tras un último estertor, con la espalda arqueada en un ángulo extraño. El agente del desfibrilador se arrodilló a la carrera ante él. Salomon miró alrededor, cada vez se veía a más y más personal del departamento con sus transmisores en las manos, supuso que intentarían hablar con sus seres queridos. ¿Cuánta gente podía estar conectada en aquellos momentos a la nube? ¿Cuántos habían caído?
—¡Estamos en medio de una crisis! —gritó alguien en la distancia. Era el capitán Mallart, el jefe de sección. Llegaba por el pasillo, acompañado de sus dos adjuntos. El rostro de todos dejaba claro la gravedad de la situación—. ¡Dejen trabajar al Departamento de Emergencia y prepárense para recibir instrucciones! ¡A partir de estos momentos no somos un organismo independiente, señoras y señores! ¡El Departamento de Paz acaba de asimilarnos! ¡Hasta que la crisis termine, no somos policías, somos militares!
En medio de la vorágine, Isaac Calvero se acercó a él. Su rostro había ganado tanto en palidez como en sombras. Los sentimientos habían vuelto a él, lo habían hecho en tropel y ahora desfiguraban su rostro en una mueca de angustia que espantaba.
—Me voy a casa, Edgar —le dijo. La preocupación en su voz era evidente. También tenía un transmisor en la mano, y lo apretaba con tal fuerza que el pequeño aparato parecía a punto de reventar—. Quiero ver si mi hijo está bien. No consigo contactar con él.
—No puedes irte. —Lo tomó de los hombros, sin ejercer demasiada presión, la necesaria para hacerle entender que no iba a permitir que se marchara—. Te necesitamos aquí. Toda la puñetera ciudad se ha vuelto loca. Los sistemas móviles deben de estar colapsados. Es imposible contactar con nadie. Probablemente tu hijo estará bien, que es mucho más de lo que se puede decir de esta gente. —Lo miró a los ojos—. Te necesitamos, Isaac. No sabemos lo que está ocurriendo y vamos a necesitar toda la ayuda posible.
—¿Vas a retenerme a la fuerza? —preguntó—. ¿Vas a obligarme a colaborar a punta de pistola?
—No me hagas esto, Isaac. Hay gente muriendo. Algo está atacando el sueño. Y tenemos que averiguar qué es.
—Pero eso ya lo sabemos. ¿Te queda alguna duda? Es Armind Zola. Ha vuelto.