Ismael retrocedió, espantado por el alarido de la joven pálida. Soltó la espada por miedo a que se sintiera amenazada. Pero, antes de tocar el suelo del patio, el arma se convirtió en humo, se deshizo en jirones turbios, en zarcillos de aire pintado de negro. Un instante después, la muchacha se incorporó en el féretro de cristal a una velocidad de vértigo, sin parar de gritar. Era un grito en un único tono, sostenido, eterno. La chica atravesó a Ismael con la mirada, pero no parecía verlo. Su boca era un agujero negro, un abismo que derrumbaba a voces todo el entramado del sueño. Ismael se tambaleó; el suelo, hasta el momento sólido y real, temblaba de forma tan violenta que tuvo que hacer equilibrios para no caer. La armadura que vestía se deshizo también, y se encontró metido de lleno en una nube de humo negro y denso. Salió de aquella negrura con un paso al frente; a su espalda quedó la silueta de la armadura, todavía distinguible en el aire. Por suerte para su orgullo estaba vestido. No era solo la armadura y la espada lo que se había vuelto humo, todo el escenario que los rodeaba comenzaba a deshilacharse, como si estuvieran prendiéndole fuego a nivel molecular.
La chica morena dejó de gritar.
Lo hizo de pronto, de manera fulminante, como si alguien acabara de pulsar el interruptor que ponía fin a su alarido. La joven era una recreación perfecta de la que había irrumpido dos veces en su cabeza. El colgante era idéntico, la misma mariposa de plata, hasta la ropa que llevaba era la misma de aquellas dos visitas. La contempló sin aliento, pendiente de todos sus gestos, de cada una de sus reacciones. La miraba como si pudiera desaparecer de pronto, como si fuera algo efímero, temporal, una anomalía en el tejido onírico a punto de desvanecerse. Como refrendo a esa sensación, el mundo que los rodeaba continuaba con su lento deshacerse. Los caballitos azules habían desaparecido. La fortaleza, hasta unos minutos antes maciza y real, pasaba del estado sólido al gaseoso, sus muros se destejían para ascender, en lentas espirales, hacia un cielo del que también se iban desprendiendo grandes fragmentos de humo. La soñadora volvió a mirarlo, aunque, por su gesto de sorpresa, Ismael dedujo que esa segunda mirada era en realidad la primera. Hasta ese momento no había reparado en realidad en su presencia allí. Inclinó la cabeza para inspeccionarlo de soslayo, con los ojos entornados, suspicaz, como si quisiera comprobar que él no fuera a desintegrarse también. Sus labios, perfectos, primorosos, se entreabrieron un momento, pero no llegó a hablar. Negó con la cabeza, resopló y, acto seguido, dijo, alto y claro:
—Mierda.
—¿Mierda? —Desde luego, aquella no era la primera palabra que esperaba oírle decir.
—Mierda —repitió—. Mierda y mil veces mierda. —Se llevó ambas manos a la frente e hizo una mueca de dolor al tiempo que se encogía dentro del féretro—. Arghs. Tengo a alguien dentro de la cabeza dando martillazos. Y debe de odiarme mucho por los golpes que da. —Hizo una mueca—. Mierda —insistió mientras maniobraba con cierta premura para salir del ataúd. Este empezaba también a volatilizarse, sus esquinas se iban desenredando en largas tiras de humo plateado. Ismael estaba demasiado aturdido como para hacer ademán de ayudarla. Se limitó a ver como salía, apabullado por su presencia, por su forma de moverse—. Mierda, mierda, mierda y más mierda. —La chica se frotó los brazos, como si quisiera reavivar la circulación y a continuación saltó sobre una pierna y después sobre la otra—. Eres real, ¿verdad? —le preguntó—. Eres de verdad.
—Sí, soy de verdad —alcanzó a decir, con la voz medio trabada—. Y he venido a rescatarte. —Se sintió ridículo tras semejante frase. Agradeció, de hecho, que la aparatosa armadura y la espada hubieran desaparecido. Aquel aspecto de héroe novelesco no casaba con él.
—¿A rescatarme? —Parecía sorprendida—. Pues lo siento, pero llegas tarde. Hace meses que el monstruo me atrapó. O semanas o años, no lo sé. Aquí el tiempo se vuelve un poco loco, ¿sabes?
Ismael a duras penas consiguió asentir. Lo sabía muy bien. El tiempo del sueño en raras ocasiones coincidía con el tiempo real, era habitual que hubiera mucha discrepancia entre uno y otro. Intentó decírselo, pero no lo consiguió; la lengua se le enredó en la boca y antes de ponerse a balbucear como un idiota prefirió guardar silencio. Aquella muchacha lo aturdía. Su presencia lo maravillaba, de igual modo que lo había hecho cuando visitó sus sueños. Pero ahora era real, no un mero constructo, no un mensaje de auxilio en una botella. Todas las fantasías que había construido en torno a ella, todas las ensoñaciones, acababan de condensarse en la presencia que tenía delante.
—¿Qué está ocurriendo? —quiso saber.
—Dame un momento, por favor —le pidió ella—. Necesito pensar, necesito centrarme. Necesito que el tipo del martillo deje de dar golpes. —Comenzó a masajearse las sienes con auténtica furia. Estuvo un largo minuto así—. A rescatarme, dices que has venido a rescatarme. Pero ya es demasiado tarde. El monstruo me atrapó y me durmió dentro de mi propio sueño. ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no me mató? ¿Por qué no destruyó mi mente y se hizo un nido en mi cabeza? No lo entiendo. Me tenía a su merced. —Lo miró con evidente suspicacia—. ¿Y a ti qué te ha hecho venir? ¿Por qué has venido por mí?
Ismael respiró hondo.
—Tú me lo pediste.
—¿Yo?
—Entraste en mis sueños —explicó—. Lo hiciste dos veces, la primera dentro de una nube, la segunda envuelta en mariposas. En los dos me pediste que te salvara. Me hablaste del monstruo. Dijiste que te perseguía y que acabaría contigo si te encontraba. Me pediste ayuda y por eso estoy aquí. He venido a salvarte, y no he venido solo. Tengo amigos fuera del sueño. Y una aerofurgo escondida cerca del edificio. Pero para sacarte de aquí necesitamos que despiertes, ¿comprendes? Necesitamos que salgas del sueño. Y necesitamos que lo hagas cuanto antes.
Ella le hizo un gesto para que se callara. Continuaba pensativa.
—Dices que yo te pedí que me salvaras…
—Sí, así es —le confirmó él con premura. ¿Acaso solo había escuchado su primera frase? No sabía cuánto tiempo había transcurrido al otro lado del sueño. Podía haber sido un segundo como bien podía haber pasado una hora—. No solo me lo pediste a mí. Los que están ahí fuera también han soñado contigo. Todos hemos venido a salvarte. Y pueden descubrirnos en cualquier momento.
Una ráfaga de comprensión destelló en el rostro de la joven. Y la comprensión, sin solución de continuidad, dio paso al miedo. Se llevó una mano al pecho, como si algo la asfixiara. Respiró hondo y se acercó a él.
—Escúchame bien. —Bajó la voz, como si temiera que alguien pudiera estar espiándolos. Intentaba conducirse con calma, pero era obvio que estaba al borde de un ataque de pánico—. Es cierto que pedí ayuda. Pero fue hace mucho tiempo. Y no fue a vosotros. Pedí auxilio a mis compañeros, a los que duermen junto a mí en este sitio. Apenas los conozco, pero sé que están ahí… Los siento. Los he sentido desde que me conectaron a esa máquina del demonio. Las fronteras de mi sueño se entremezclan con las suyas. Cuando sentí que el monstruo penetraba en mi cabeza me entró el pánico. Les supliqué que me ayudaran. Pero ni ellos vinieron ni yo pude escapar. Nuestros sueños son contiguos, pero no podemos pasar de unos a otros. No pudieron ayudarme. Ni siquiera sé si me oyeron gritar cuando el monstruo me atrapó. —Se estremeció al recordarlo.
El suelo tembló de nuevo. Ambos, la soñadora y el artesano, miraron a su alrededor, inquietos. Las cosas no estaban saliendo como había esperado. Había una sombra con ellos, una sombra enorme, que se extendía a cada segundo que pasaba. El muchacho cada vez tenía más miedo. Miedo por lo que podía pasar en aquel sueño, miedo por lo que podía estar a punto de ocurrir al otro lado.
«Si nos descubren, nos matarán», pensó. «No van a dejarnos salir vivos después de lo que hemos visto».
—Tenemos que despertar —insistió—. Tienes que acabar con esto. ¿Puedes hacerlo?
—No lo entiendes. Estamos dentro de mi cabeza, pero no estamos dentro de mi sueño. Mis sueños no me pertenecen. El monstruo me los robó. Se hizo con ellos, los envolvió en un trapito y se los metió en un carrillo. ¿Por qué crees que acaba de deshacerse este espejismo? ¿Por qué crees que el castillo y el patio y el ataúd y el mundo que nos rodea se están volviendo humo? Porque ya no los necesita. Ha cumplido su cometido. Atraerte hasta aquí. ¿No te das cuenta? ¡Os ha tendido una trampa!
Ismael la contempló, asombrado. ¿Una trampa? ¿Qué estaba diciendo? Un repentino zumbido lo hizo mirar hacia la derecha; entre los zarcillos de humo que unos minutos antes eran la mampostería del patio llegaba lo que en un principio tomó por dos insectos. Eran dos chispazos de luz amarillenta, dos engendros procedentes de la prehistoria de la revolución onírica. Asistentes de sueño, se llamaban. Su padre le había hablado de ellos, pero llevaban más de una década en desuso. ¿Qué hacían allí?
—Emer… —zumbaba uno de ellos. Su vuelo era errático, zigzagueante, le costaba mantenerse en el aire—. Sobre… gencia… lojen… encia… Hablemos usted y yo sobre los beneficios de laaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa. ¡Trabajemos juntos! Hay un mundo de posibilidades dentro de su cabeza. Déjeme… Déjeme… Déjeme… Déjeme clic clic clic. —La voz cambió de pronto, dejó de parecer modulada por un sintetizador averiado para hacerse terriblemente humana—. Esto no es lo que parece, ¿de acuerdo? Nada de lo que sienta o perciba es real. Es una simulación onírica de alto gramaje. Bienvenido al futuro. Bien…
El asistente revoloteó alrededor de la muchacha. Volaba a bandazos, sin fuerzas, hasta el extremo de que, tras un rápido parpadeo, cayó en picado. La joven lo atrapó entre las palmas de las manos. Se lo mostró a Ismael: una diminuta luciérnaga metálica que agonizaba entre chispazos y delirios.
—Constantinopla. Clave de emergencia no válida. Clave de salida no válida. Parámetros no válidos. Error no váshjhjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjj… —dijo mientras se apagaba.
La joven se quedó unos segundos mirando al asistente muerto, con expresión compungida. La muerte de aquella cosa parecía haberla afectado de un modo profundo.
—En sueños hasta lo que no puede morir muere —dijo—. Si tuviera fuerzas lo resucitaría, ¿sabes? Lo haría hermoso, le regalaría unas alas grandes como soles y le haría bailar la danza de las estrellas y las lunas. Pero el monstruo me arrebató mis sueños. Todo lo que soy. Todo lo que seré. Pero quiere más. Necesita más. Es tan ambicioso como cruel. Por eso tomó los mensajes de socorro que intenté mandar a los otros soñadores de la granja, los manipuló y los lanzó al mar de sueños.
—¿El mar de sueños? —Ismael dudó un instante, confundido por la terminología—. ¿Te refieres a la nube?
—Nube, mar. ¿Qué importa? Son solo palabras. Distintos nombres para una misma cosa. Sabes a lo que me refiero, al reino de lo que no es, a ese océano milagroso que la humanidad lleva navegando desde hace años. En granjas como esta damos forma a los sueños que lo nutren y que luego soñáis vosotros. Dormimos para siempre para que vosotros no tengáis que hacerlo.
—Te equivocas —dijo él, sin ningún atisbo de seguridad—. Los sueños de la nube los programan los técnicos del Departamento de Descanso y Bienestar. Ellos los escriben y codifican antes de integrarlos en la red onírica.
—¿Y te lo crees? Hasta aquí, hasta en este lugar horrible, llega el bramido de ese mar. Hasta aquí, en los márgenes del mundo, oímos cómo rompen sus olas contra los arrecifes de nuestro sueño. ¿Eres consciente del tamaño de eso que llamas nube? ¿De su complejidad? ¿De verdad crees que se puede programar algo así? No. Es imposible. Los técnicos de los que hablas no programan nada, simplemente etiquetan y catalogan los sueños que extraen de nosotros antes de integrarlos en tu nube.
Ismael guardó silencio. Tenía sentido. Tenía demasiado sentido. Él mismo sabía lo trabajoso que era construir un sueño, y cómo la dificultad aumentaba de forma exponencial cuanto más complicado fuera este. Siempre había admirado la capacidad de los técnicos de Descanso y Bienestar para programar aquella nube salvaje e interactiva, con tantas posibilidades, nodos y variantes. Y ahora comprendía que no había nada que admirar. Los sueños no se programaban, los sueños de la red onírica se cultivaban en aquella granja.
—Santo cielo… —murmuró. Estaba sobrecogido. ¿Cuántas granjas como aquella operaban en todo el mundo? ¿A cuánta gente tenían conectada a esas espantosas máquinas?—. ¿Cómo has terminado aquí? —le preguntó.
—No hay tiempo para eso. Escucha. Escúchame. Cuando el monstruo me perseguía conseguí captar fragmentos de su pensamiento. Quiere escapar. Está loco y quiere escapar. Este mundo se le hace pequeño. Está encerrado aquí, con nosotros. Lo mantienen prisionero. Pero quiere liberarse. Quiere hacer daño. Quiere acceder a mi mar, quiere entrar en tu nube y arrasar con todo lo que encuentre allí. Es un tiburón que lleva años encerrado en una pecera mientras al otro lado del cristal contempla el océano. Retorció mi petición de socorro y la ocultó dentro de sueños inofensivos, sueños que pasarían desapercibidos para esos técnicos de los que hablas. —Una nube, una mariposa, fragmentos pequeños de escenario que llevaban un mensaje secreto escondido dentro—. Solo que no era una llamada de auxilio, era una trampa. Era un cebo, ¿lo entiendes?
—Pero ¿qué quiere de nosotros?
—¡Quiere que lo liberéis! ¡Eso quiere!
—¿Y cómo se supone que vamos a hacerlo? No lo comprendo. ¿Cuál es su plan?
Ella le hizo de nuevo un gesto para que guardara silencio. Alzó después a medias la cabeza, como quien intenta escuchar un sonido en el viento o captar un olor tenue.
—Tus amigos también están en este sueño —anunció—. Al menos uno de ellos.
—Es imposible. Los dejé fuera. Y no tienen conocimientos para conectarse a tu cabina. —Pero ¿era eso cierto? Sammy parecía bastante hábil en lo que a tecnología se refería. Y Vito también. Además, ese pequeñajo paranoico no le había quitado la vista de encima mientras se preparaba para entrar en sueño compartido. Y tenían las cabinas adyacentes a la de la propia soñadora. Ambas estaban vacías y solo se necesitaban unos mínimos conocimientos para cablearlas unas con otras.
—Siento una presencia —dijo la chica morena. Escrutó el horizonte de hilachas de humo negro. El castillo apenas era reconocible ya, parecía una nube de tormenta embarrancada en tierra—. Una presencia ajena hunde sus pies en el sueño. Huele a agua de rosas y a deseo.
—Anna —masculló él. Se tragó un grito de pura frustración, de pura rabia. ¡Todo estaba saliendo mal!
El asistente onírico superviviente daba vueltas alrededor de la soñadora, como si fuera un satélite atrapado en su órbita. Tras un rato de silencio, comenzó a parlotear de nuevo, cada vez más rápido:
—La canción equivocada, la habitación repleta, la sonata silenciosa. El número de huevos en la cesta no es el correcto, hay demasiados zapatos en el zapatero. Les rogamos encarecidamente que abandonen el nido con la mayor premura posible. Hay gorritos salvavidas dentro de los canguros de emergencia, descórchenlos siguiendo las instrucciones del dodo con el paraguas, está aquí para ayudarlos.
—¡Mira! —La muchacha señaló hacia el norte de aquel erial de humo deslavazado.
Allí, a lo lejos, sobre una loma de neblina, se elevaba un enorme caserón, una construcción que antes no estaba ahí o que, tal vez, había permanecido oculta entre el humo negro. Era un edificio deformado por la geometría anómala del sueño, sus perspectivas eran mareantes, incorrectas. Sus ángulos no eran rectos, sino obtusos, las paredes se abombaban, y toda línea recta había sido desterrada de su estructura. Las ventanas eran grandiosas, lentes azuladas que parecían derretirse en las fachadas. Las escaleras de la entrada estaban torcidas, los peldaños eran desiguales, la chimenea que se agazapaba en el tejado cóncavo, de tejas desiguales, era más alta que las dos plantas juntas. Era una casa de película de terror, una casa de pesadilla. Y como si su aparición lo hubiera invocado, en lo alto del cielo despedazado se abrió paso un relámpago. Y luego otro.
—Tu amiga está allí, en la guarida del monstruo —señaló—. Va a su encuentro.
—No tiene sentido, ¿cómo espera esa cosa que la liberemos? —Repitió la pregunta mientras la miraba a los ojos—. ¿Cómo? —Una súbita inspiración le hizo bajar la mirada hacia el asistente de sueño muerto entre las manos de la soñadora—. El número de huevos no es el correcto… Hay demasiados zapatos en el zapatero. ¡Es una alerta de sobrecarga! —comprendió Ismael—. ¡Tu monstruo está intentando sobrecargar el sueño!
Sobre sus cabezas los relámpagos se multiplicaron, aunque no se desvanecían, se quedaban clavados en el cielo como lo que eran: grietas en la estructura onírica. Los espejismos se desmoronaban.
—Hay cuatro mentes aquí ahora —dijo la soñadora mientras asentía con la cabeza. Se había acercado tanto a él que podía oler su perfume, su olor a frambuesa y nata—. La suya, la de tu amiga, la tuya y la mía. Son demasiadas conciencias con las que trabajar. Todas despiertas, todas lúcidas. —Lo miró con urgencia—. Tienes que despertar. Tienes que sacar a tu gente de aquí antes de que sea tarde. Si el monstruo accede a la nube… No quiero ni pensar lo que puede suceder si eso pasa. No quiero ni imaginar el daño que puede causar.
Ismael dudó. No quería irse sin ella. Pero el equilibrio del sueño era precario, como evidenciaba el humo negro, los temblores de tierra y las grietas de luz que iban tomando los cielos. El muchacho se preguntó cuánta gente estaría conectada a la nube en aquellos momentos. Cientos de miles, probablemente. Miró otra vez hacia la casona monstruosa sobre la colina. Las ventanas líquidas se habían movido hasta configurar una mirada malévola fija en ellos; la puerta de entrada se había convertido en una boca grotesca.
—Sacaré a Anna del sueño y regresaré por ti —anunció. La tensión de aquel sueño vuelto pesadilla se hacía cada vez más y más palpable, más y más evidente. Cerró los ojos e intentó visualizar la salida. Pero no había nada. No encontró puerta de escape por donde huir de aquella trampa. Notó una presencia extraña enredada en la diadema, unos tentáculos de humo que le impedían llegar a los relés de seguridad. ¿Era el monstruo? Se forzó a despertar, pero lo único que consiguió fue oír un chirrido penetrante, casi una risotada, que voló de un hemisferio de su cerebro a otro como un murciélago en una caverna.
—Sigues aquí —dijo la soñadora—. No te vas. Te veo. Puedo verte. Sigues aquí.
—No me deja salir —dijo él—. Está interfiriendo de alguna forma en mi diadema.
—Las garras del monstruo —le advirtió—. Va a ganar. No hay nada que podamos hacer para evitarlo. Se liberará y se dará un banquete con todos los que sueñan. Devorará sus mentes como intentó devorar la mía.
Ismael apretó los dientes, rabioso. ¿Cómo se había dejado engañar de tal manera? Tuvo un fugaz atisbo del anciano al que le había vendido el sueño de la playa, asfixiando a su mujer con la almohada. Y un instante después se vio a sí mismo ahogando a su madre con ella.
—¡Anna! —gritó, furioso con aquella muchacha por haber caído en la misma trampa en la que había caído él—. ¡Tenemos que despertar! ¿Me oyes? ¡Tenemos que salir de aquí antes de que el sueño se derrumbe! —Echó a correr hacia la casona. Fuera lo que fuese lo que estaba por suceder iba a comenzar allí, si es que no había empezado ya. Quizá pudieran impedirlo si lograba llegar a tiempo. Era una esperanza vana, pero era lo único a lo que podía aferrarse en ese momento. La soñadora no tardó en unirse a su carrera.
El miedo que sentía se convirtió en verdadero pánico. Casi escuchaba el latido acelerado de su corazón. Las alarmas de la diadema onírica estaban sonando, tenía su pitido incesante metido en la cabeza, pero la secuencia de emergencia no lograba completarse y sacarlo del sueño. La garra invisible del monstruo se mantenía firme, implacable, alrededor de su cuello. Corrían por las montañas de humo, envueltos en niebla inquieta, pero aquella maldita casa estaba siempre a la misma distancia. Era tan absurdo correr hacia ella como intentar atrapar horizontes o alcanzar arcoíris.
De pronto, los dos muchachos oyeron voces distantes. Ismael las reconoció al momento.
—Claro que quiero ayudarte —decía Anna—. Para eso mismo he venido. Solo dime qué tengo que hacer.
—Tienes que ayudarme a despertar. —Esa era la voz de la soñadora, pero al mismo tiempo no lo era—. El monstruo está distraído ahora, pero puede regresar en cualquier momento. Tenemos que despertar antes de que lo haga o ambas estaremos perdidas. Y para conseguirlo necesito que sobrecargues el sueño, así se anularán los sistemas de emergencia que me mantienen dormida. Es muy sencillo. Te explicaré cómo hacerlo. No has venido sola, ¿verdad?
—¡No la escuches! —gritó Ismael, sabedor de que su voz no llegaría hasta Anna. El monstruo estaba riéndose de ellos, el monstruo sabía que no tenían ninguna oportunidad de detener lo que estaba a punto de ocurrir y se jactaba de ello al permitirles escuchar aquella conversación.
—Sí, Anna, chica insulsa, chica perdida, chica tonta, libérame —dijo entonces la criatura. Su voz había variado, había dejado de parecerse a la de la soñadora, ahora era una voz demente, cavernosa, una voz que encajaba a la perfección con la casa monstruosa y el escenario lúgubre que los rodeaba—. Y saldré de esta prisión de humo y espanto y devoraré el mundo. —Ismael se preguntó qué estaría oyendo Anna; estaba claro que no eran las mismas palabras que ellos—. ¡Miradme! ¡Miradme! ¡Soy grandioso y temible! ¡Miradme! ¡Soy la respuesta a vuestras plegarias! ¡Soy el olvido! ¡Soy la extinción! ¡Soy el dios del sueño! ¡Corred todo lo que queráis! ¡No podréis detenerme!
Ismael se detuvo y gritó, frustrado.
—¡Es inútil! ¡No llegaremos nunca! —Apretó los puños con rabia. ¿Cómo se había dejado arrastrar a semejante locura?—. Tiene que haber algún modo de despertar, tiene que haber algún modo de salir de aquí. —Volvió la vista hacia ella. La soñadora lo miraba tan perdida como él. La respiración le falló al contemplarla. El monstruo no podía haber encontrado mejor cebo. Era preciosa. Era perfecta. Y de pronto se le ocurrió una idea tan disparatada que quizá funcionara. Respiró hondo—. No sé cómo te llamas —dijo—. Ni siquiera nos hemos presentado.
—Somos unos maleducados. —Le temblaba la voz, afectada también por lo que estaba ocurriendo. El desamparo y la fragilidad que transmitía lo dejó al borde de las lágrimas—. Bueno, sobre todo tú. ¿Qué es eso de meterte dentro de una chica mientras duerme? —Sonrió, y fue una sonrisa triste. Aquella broma cobraba una dimensión siniestra al recordar la conversación que había escuchado en los vestidores—. Me llamo Lydia. Si alguna vez tuve apellido lo olvidé.
—Yo soy Ismael. Y siento mucho todo lo que está pasando. Sospecho que mis amigos y yo hemos cometido un error tremendo al venir aquí. Pero puede que no sea tarde para arreglarlo. Creo que sé cómo despertar e intentar parar todo esto. Pero para conseguirlo tengo que pedirte algo que va a sonar muy raro. —Tomó aliento antes de continuar—: Necesito que me beses.
—Quieres que te bese. —No parecía demasiado sorprendida.
—Eso es. La primera vez que apareciste en mi sueño me besaste después de pedirme ayuda. Eso disparó las alarmas de mi diadema y me despertó.
—¿Tan nervioso te puse?
—Mucho. No sabía que estaba besando al monstruo.
—Me estabas besando a mí. El monstruo manipuló mi petición de auxilio, pero no creo que pudiera cambiar mi esencia. Era yo la que se metió en tu sueño. ¿Estás convencido de que un beso te despertará?
—No lo sé. Lo que quiera que esté haciendo esa cosa con mi diadema no impide que esta siga funcionando. Las alarmas están ahí, continúan suena que te suena. Las oigo. Son como campanas en mi cabeza. Quiero que suenen más alto. Quiero que suenen tan alto que todos los protocolos de salida se activen a la vez.
Ella se acercó un paso a él, decidida. Era más baja que Ismael, pero su cercanía lo amilanaba. Le hacía sentirse pequeño. La miró a los ojos. Alcanzó a distinguirse reflejado en ellos, una presencia diminuta, un chico enamorado perdido en un mal sueño. El cielo comenzaba a abrirse, una gran grieta blanca mordía el escenario y trepaba por la cúpula de humo descompuesto. Sonó un trueno en la distancia, una carcajada. El mundo parecía a un instante de terminar. No podían esperar más. Sus labios se unieron. No fue un beso, fue un acto desesperado, las manos de los náufragos que se buscan en el agua mientras se acercan los tiburones, el abrazo último de dos cuerpos que ven llegar el final. Se besaron a los pies del apocalipsis, a la sombra del monstruo que ya gritaba su victoria a los cuatro vientos. Ismael cerró los ojos al mundo que lo rodeaba y se centró en los labios que lo besaban, cerró los ojos a la locura de aquel sueño pérfido.
Y los abrió en el mundo real, entre un revuelo de campanas. Se incorporó al momento, envuelto en ropas que caían al suelo. Todavía tenía el recuerdo de los labios que acababa de besar, sentía su toque eléctrico, su suavidad. Aquellos labios soñados eran más reales que todo lo que lo rodeaba.
—¡Qué susto me has dado, joder! —exclamó Sammy. Era el único presente allí. Estaba junto a la entrada, con la pistola en la mano. Por un segundo le apuntó con ella.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Ismael mientras se incorporaba. No tardó en encontrarlos. Aaron y Vito, como había sospechado, estaban tumbados en las cabinas contiguas a la soñadora. Anna estaba en el suelo, sobre una cazadora, hecha un ovillo, con su diadema de emergencia en la cabeza. Los otros dos muchachos estaban conectados a las máquinas y estas, a su vez, conectadas por una maraña de cables al sueño de Lydia.
Había llegado tarde.
—¡Anna despertó hace unos minutos! —le explicó Sammy mientras se aproximaba hacia él. Un chaval pequeño y pelirrojo con un arma en la mano. ¿Había despertado o seguía soñando?—. ¡Se encontró en el sueño con vuestra tipeja adorada y esta le dijo cómo sacarla de ahí! Se han conectado todos a su sueño, van a sobrecargarlo para que salten todos los sistemas de emergencia y pueda despertar.
—No —dijo—. Nos han tendido una trampa, Sammy. No era la soñadora quien nos llamaba. Era el monstruo. Van a liberar al monstruo.
El pelirrojo parpadeó dos veces.
—Vale, si lo que intentas es acojonarme, vas por buen camino —dijo—. ¿Estamos ayudando al malo?
En ese preciso instante la luz de la sala se apagó. En la lejanía se oyó un sonido extraño, un chasquido de dedos, una fluctuación casi imperceptible que le puso los pelos de punta. Ismael no tuvo problemas en imaginarse que ese era el sonido de un tiburón al zambullirse en el océano.