Anna vio como se abría y cerraba la boca de la chica morena, en una especie de grito silencioso mezclado con rápidas bocanadas de aire. Miró a los demás, preocupada.
—¿Eso es normal?
Vito se rascó una oreja de manera insistente, casi agresiva.
—No tengo ni idea.
En la pantalla de la consola de Ismael y en el monitor de la joven, la línea seguía de un rojo amenazante.
—Lleva ahí dentro ya más de quince minutos, esto no puede ser bueno. —Aaron agachó la cabeza y fijó la vista en el monitor del portátil, como si entendiera algo de lo que indicaban las gráficas de los distintos programas abiertos—. ¿Qué hacemos? ¿Deberíamos despertarlo? Eso podría ser peligroso, ¿no?
Anna se cubrió el rostro, cansada. Se había sentado en el filo de una de las cabinas vacías, pero ahora se puso de pie, con lentitud.
—Me pregunto… —Tomó entre sus brazos la mochila de Ismael y la abrió con cuidado. En apenas unos segundos sacó del interior un artilugio que todos reconocieron al instante—. Tiene otra diadema.
—No —prohibió Sammy con firmeza—. Ni se te ocurra. Ya es bastante arriesgado lo que está haciendo don Valiente, y se supone que él es un experto.
—¡Podemos estar aquí todo el día, Sammy! Este es capaz de estar tirándole los tejos a la chica en vez de despertarla.
—¿Y cómo sabemos que tú no vas a hacer lo mismo? —Por su gesto, fue evidente que Sammy se había arrepentido de su pregunta nada más hacerla. Aun así, Anna le dedicó una mirada hinchada de rencor.
Aaron dejó escapar una risilla.
—Venga ya, Sammy. Anna tiene razón —dijo—. Está pasando algo extraño. Ismael no debería estar tardando tanto. —Arrugó la frente en un claro gesto de consternación—. ¿Qué hacemos entonces?
Anna no respondió. Con las manos todavía temblorosas, le pasó la diadema a Vito, que la examinó a conciencia.
—La batería está a tope —le informó—. No debería haber ningún problema. Puedo activar otro canal desde el portátil de Ismael, con los mismos protocolos para evitar las alarmas. He visto cómo lo hacía, es sencillo. —Se dirigió a Anna, algo confuso—. ¿Seguro que quieres hacer esto? No tengo ni idea de cómo funcionará si entras en un espacio onírico que ya de por sí están compartiendo dos personas.
—Dadme diez minutos. Sacaré a Ismael de cualquier lío en el que se haya metido.
Aparentando una seguridad que no tenía, Anna recuperó la diadema de las manos de Vito y se la ajustó con precisión en la cabeza, con cuidado de no enganchársela en el cabello, que ya empezaba a recuperar las agitadas ondas naturales que aparecían en cuanto habían pasado un par de horas lejos de un cepillo. Cuando se hubo asegurado de que le resultaba cómoda, la conectó a la cabina de la joven durmiente. Vito se acomodó delante del portátil y consiguió, con sorprendente facilidad, activar un nuevo canal que, del mismo modo que había ocurrido con Ismael, se defendía de forma eficiente contra las alarmas que amenazaban con arrancar. Anna miró una vez más a los que ahora serían sus compañeros de sueño: a la chica de pelo oscuro espeso y enredado, ojerosa pero bella en su lecho enfermizo, y al chico, también moreno, tumbado en el suelo sobre el incómodo amasijo de ropa que habían conseguido recolectar. El propio abrigo de Anna se había convertido en su almohada, y esta tuvo otro de esos pensamientos fugaces, casi histéricos, que la arrastraban a reconocer lo ridículo de la situación: pensó en cómo explicaría a su madre el estado polvoriento y arrugado de su preciosa chaqueta de marca. Ahora solo había ropa genérica, ropa producida en masa para satisfacer necesidades básicas. Toda la ropa hermosa, atractiva, diferente, era la que se guardaba, la que se preservaba de años atrás, de tiempos en los que la moda había sido un factor de peso en una economía de ocio; o se compraba a un puñado de personas que dominaban el anticuado y casi olvidado arte de la confección, a precios desorbitados.
Tanto la joven durmiente como Ismael tenían expresiones agitadas, en movimiento, como si representaran una obra de teatro que solo se desarrollase en su cabeza.
—Allá voy —murmuró Anna, más para sí que para los demás. La ayudaron a formar otro revoltijo de prendas en el suelo, aunque ya quedaba poco que pudieran usar.
Vito tiritaba a ojos vista, pero aun así insistió en que Anna colocase su parka de estilo militar, repleta de bolsillos, entre su cuerpo y el suelo. Antes, se ocupó de sacar toda suerte de cachivaches y artificios de sus recovecos. Fue metiéndolos uno a uno, con delicadeza y afecto, en su fiel mochila. Anna podía leer la preocupación en sus ojos. Se dirigió a él:
—¿Cómo lo activo?
—Ismael apretó ese botón de allí, a la derecha. —Se agachó y se lo señaló en la diadema. Anna podía sentir su respiración agitada junto a ella. Vito estaba a un par de jadeos de necesitar otro chute de su inhalador. Le sorprendió, una vez más, lo observador que era; pese a su evidente nerviosismo, no había dejado de prestar atención a todo lo que había llevado a cabo Ismael mientras se conectaba a la chica durmiente. Y su memoria era excepcional. Había trabajado con los programas de Ismael con una facilidad desconcertante.
—Allá voy —lo dijo de nuevo, esta vez más alto pero con la voz ronca, tomada. Activó el modo de sueño compartido al apretar el botón que Vito le había indicado y cayó, de esa forma inmediata y perdida que es propia del sueño, completamente dormida.
Cuando abrió los ojos, el único recuerdo, los únicos restos de su conciencia anterior, fue la mano cuidadosa de Vito bajo su cabeza mientras la sujetaba y la visión de Aaron, que la contemplaba con aquella devoción canina tan suya. Casi le había parecido ver una cola gigante en movimiento detrás del chico. Parecían buenas personas, aunque una parte muy pequeña y muy cruel de sí misma, un eco perpetuo de su madre, se preguntó, durante una milésima de segundo, si parte de esa gentileza se debía a su condición de adolescente del sexo femenino. Estos y otros pensamientos atravesaron su cabeza a velocidades intermitentes mientras se incorporaba: la antipatía que sentía por Ismael; su vergüenza ante el comentario fuera de lugar de Sammy; su terror ante la idea opresiva de que estaba haciendo algo malo, algo fuera de la ley, algo que no hacían las señoritas que deberían estar en casa repasando sus ejercicios de álgebra. Negó con la cabeza, como si intentase librarla de toda aquella maraña de emociones confusas, y reconoció un pensamiento brillante, intenso, que fulguraba debajo de aquella bola de polvo y duda. Crecía hasta hacerse más y más grande y tomar la forma muy reconocible de una chica joven y hermosa, pálida, con la cintura de muñeca y las manos pequeñas, con pelo negro como cerrar los ojos y un colgante plateado de mariposa. Anna tomó aire y examinó su entorno.
Estaba en un salón. No era suyo, y tampoco era de su época. Todo en la habitación respiraba antigüedad. Todo estaba limpio y ordenado, pero tenía un aire retrospectivo que no se podía ignorar. Estaba sentada en el suelo, sobre una alfombra de colores oscuros, con dibujos geométricos que se intercalaban con arabescos y volutas hasta crear un atractivo diseño que le era vagamente familiar. Se apoyaba contra el bajo de un sillón enorme y mullido, con pequeños botones dorados en el respaldo que fruncían la tela aterciopelada de su tapizado. Frente a ella, se levantaba una reluciente mesa baja y alargada de madera oscura. Anna nunca había visto una habitación como aquella, pero había encontrado alguna estancia parecida en las revistas de interiorismo que compraba su madre: paletas digitales repletas de imágenes de otros tiempos, de imitaciones de siglos pasados. De aquellas inspiraciones surgían horribles muebles de contrachapado, metal pintado y vidrio teñido que pretendían emular la gloria de los objetos de antaño.
Árboles. Anna tampoco veía muchos, solo algún que otro arbusto con manicura que decoraba las zonas públicas de las torres, o los enclenques supervivientes que se repartían por el exterior de la ciudad. Pero estos eran diferentes: ramas largas y frondosas que chocaban contra la ventana de la estancia cada vez que soplaba el viento. Analizó su entorno con la paciencia que solo dan los sueños: parecía que se hubiera trasladado a un mundo anterior, a un mundo preguerra. A su derecha se elevaban estanterías altas, repletas a rebosar de libros. ¡Libros, de papel de verdad! Su madre tenía un par que había conseguido salvaguardar de la biblioteca de sus abuelos y que ahora reposaban en cajas de seguridad que Anna casi nunca había visto abrirse.
—Aaaannaaa.
Salió de golpe de su ensimismamiento y se preguntó si había oído bien. Le había parecido que la llamaban, que una voz melódica, suave, pronunciaba su nombre. Enseguida, otro ruido llamó su atención. La pared crujía. Era un crujido angustioso, de algo que se parte y amenaza con crear destrozo. La pared a su derecha se movió un par de centímetros hacia ella. Le pareció ver, justo detrás de las estanterías, que se habían tambaleado ligeramente, una pequeña sombra, como un recuerdo de algo que había estado allí, algo que se había escapado por el contorno de su mirada.
Antes de que tuviera oportunidad de empezar a ponerse de verdad nerviosa, escuchó de nuevo aquella voz dulce, musical.
—Aaaaannaaa. Te estoy esperaaando.
Parecía cantarle. Y parecía una canción hecha solo para ella, una gran caja de regalo con lazo llena de promesas e ilusiones. La voz le resultaba conocida y le irritaba no dar con su fuente en el anárquico desván de su memoria. Escuchó de nuevo un pequeño crujido, ya no de la pared, sino de uno de los estantes, que parecía arrastrarse otra vez, tomar nuevo impulso. Pero apenas le dedicó atención. La voz la había hechizado.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta de aquel salón perdido en el tiempo. Al apoyar una mano en el pomo de esta, le pareció ver, una vez más, algo que se escabullía por los rincones de su vista, algo que se escurría casi de entre sus dedos para ocultarse en un abrir y cerrar de ojos detrás de una estatua de porcelana gigante con la forma de un perro dálmata. De nuevo, cuando estaba a punto de girarse, de empezar a buscar, de empezar a pensar, la voz la distrajo:
—Aaannaaa, ¿por qué tardas tanto, Anna?
Frente a ella se extendía un pasillo corto y estrecho que culminaba en una escalera empinada, de peldaños altos y angostos. Dos paredes apretadas rodeaban y daban forma a la subida, que desde abajo parecía finalizar en un punto oscuro, invisible. Anna miró a su alrededor y vio una pequeña mesita junto a ella, con un joyero azul forrado de imágenes de bailarinas. Lo tomó entre sus manos y lo abrió. De él asomó una pequeña figura luminosa.
—¡Buenos días, buenos días! —Aquella pequeña hada espectral canturreaba con voz de cascabel—. Soy el asistente de sueño 37Ga. Puedes llamarme Campanilla. —Campanilla dio una pequeña voltereta hacia atrás con suma agilidad. Al caer de nuevo sobre sus pies, hizo una pequeña reverencia y desplegó un par de alas translúcidas—. Tu contraseña es… —Dudó durante unos instantes— tu contraseña es giron… no… tu contraseña es liláce… ¡no! Tu contraseña es mandrágora. —Se rio, contenta por haber dado al fin con la palabra adecuada.
Anna parpadeó, sorprendida. Había oído hablar de los asistentes de sueño, programas añejos que ayudaban al soñador cuando tenía que enfrentarse a diseños desconocidos, a sueños sin finalizar, o que se utilizaban como elementos de ayuda en sueños experimentales. Lo usaban sobre todo artesanos y programadores en los primeros tiempos de la revolución onírica; recordaba que su madre le había hablado de algunos que había probado el Departamento de Descanso y Bienestar con sueños en fase beta. Hacía años que no se recurría a ellos. Tal vez pertenecía a la propia programación de ese lugar, un participante obsoleto dentro de un entorno obsoleto. ¿Cuántos años tendría esa casa?
Campanilla se elevó en el aire, resplandeciente, y voló zumbando a su alrededor, como un insecto molesto. Al fin pareció tranquilizarse y se aposentó sobre el hombro de Anna. Esta no terminaba de decidir si le molestaba la presencia del hada onírica o no, pero su luz era útil para moverse con mayor seguridad por aquella escalera tétrica. Comenzó a subir con cuidado. Iba descalza, y tenía que avanzar con los ojos bien abiertos; los peldaños estaban llenos de un polvo asqueroso que se pegaba a la planta de sus pies, además de pequeños restos oxidados: tornillos, clavos y alguna que otra ruedecilla que procuraba evitar. Le preocupaba cortarse; dudaba de que aquella casa prehistórica tuviera botiquines a mano, y su consola no aparecía por ningún lado; debía de estar en su abrigo, y no veía su abrigo por ninguna parte. Tenía el vago recuerdo de que se lo había prestado a alguien y todavía no se lo habían devuelto. ¿Se lo había dejado a alguien para dormir? Eso no tenía ningún sentido, pero fue lo único que pudo proporcionarle su mente aturdida. De nuevo escuchó aquella voz musical, apremiante:
—Anna, Anna, ¿dónde estás?
Comenzó a ascender a mayor velocidad, mientras el asistente de sueño daba saltos en su hombro. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que le hablaba al oído:
—Casa no es de ahora… ¿o es ahora? ¿Cuándo es ahora? Las paredes hablan y se encogen… este no es mi lugar… este es mi lugar, pero ahora…
Era evidente que el programa estaba corrompido. Si era un asistente de sueño como aseguraba, no entendía muy bien qué hacía allí. ¿No tendría ella que estar dormida para verlo? Una súbita idea se abrió camino en su mente, una idea que lo desvelaba y explicaba todo, pero desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Por lo menos aquel duendecillo insólito la ayudaba a ver por dónde pisaba. Anna se envalentonó y aceleró de nuevo la marcha. Aquella escalera parecía no acabar nunca, se perdía en un horizonte negro, esférico, de tinieblas. Pero allí, allí estaba la voz. Allí estaban las respuestas.
Alcanzó el final. Le habían parecido horas de ascenso, pero eso era imposible. Anna se volvió y miró hacia abajo. No era más que una escalera corriente, corta; desde donde estaba podía ver su inicio sin problemas. Se detuvo, extrañada. Se sentó en el último escalón. El asistente seguía canturreando sinsentidos en su oreja.
«La escalera era más larga al subir. Estaba oscuro. Ya no está oscuro. Esta casa es vieja, hay un programa corrupto de asistencia…». La revelación le llegó de golpe. ¡Un sueño! ¡No era la realidad, era un sueño! Recordó qué hacía allí, todo lo que había ocurrido hasta el momento en que había activado la diadema y se había encontrado en aquel salón bizarro, rodeada de paredes que crujían. Le llegó el alivio del que encuentra, por fin, una palabra que había tenido todo el tiempo en la punta de la lengua. Tomó aire y procuró tranquilizarse. ¿Qué debía hacer? ¡Debía encontrar a la chica morena, debía encontrar a Ismael! Y entonces regresó la voz, aquella que la llamaba por su nombre, y supo que había encontrado a la primera:
—Aaaannaaaa.
Emocionada, se puso en pie con rapidez, casi de un salto, y corrió hacia ella. Solo había una puerta, un solo lugar donde podía estar esperándola. La puerta era alta, tan estrecha como el pasillo, tan estrecha como aquella escalera asfixiante, cubierta por un techo que apenas la superaba en altura. El hada luminiscente volaba a su lado y hacía piruetas sobre su hombro.
—Error 25HHJJ78Kb, error 25HHJJ78Kb, error 25HHJJ78Kb, error 25HHJJ78Kb…
—¡Cállate! —le gritó Anna, enfurecida. Estaba tan cerca, ya tan próxima. Su mano cayó sobre el picaporte de latón con fuerza. La puerta era azul, un azul oscuro, casi añil. No era de madera, sino de metacrilato trasluciente—. ¡Estoy aquí! —dijo, en cuanto abrió, con un solo y potente impulso, la puerta semitransparente. Bajó la voz, se dio cuenta de que había estado gritando. Casi en un susurro, repitió—: Estoy aquí.
Lo que vio frente a ella le cortó la respiración. La habitación era un cuarto de baño, decorado con tonos tan azules como la puerta. El suelo, de baldosas resbaladizas y brillantes, era de un azul marino perfecto y limpio; las paredes, algo más opacas, estaban cubiertas de azulejos de un celeste clarísimo, pastel, casi blanco. Era un cuarto de baño enorme, pero no había más muebles, objetos ni fontanería que una bañera ciclópea con forma de cisne de porcelana. En el centro de la bañera, sumergida casi por completo en un montón de burbujas rosáceas, ligeras como el aire, estaba ella. La chica morena.
Miraba hacia la puerta con expresión feliz. Del agua solo asomaban su esbelto cuello, su cabeza goteante y dos manos que sostenían un patito de goma amarillo.
—Por fin has venido. —En su rostro apareció una sonrisa enorme, blanca, casi infantil.
Anna no supo qué decir. Se dio cuenta de que tenía la boca completamente abierta, y la cerró de súbito, avergonzada. ¿A qué le tenía tanto miedo? ¿Por qué le ardían las mejillas como si les hubieran prendido fuego? Detrás de ella, el asistente continuaba con sus balbuceos sin lógica.
—Bienvenida a mi sueño, Anna —dijo la joven—. He estado esperándote.
Comenzó a incorporarse dentro de la imponente tina de color crema. La espuma rosada se movía con ella y se deslizaba por su cuerpo conforme se levantaba. Anna pudo comprobar, con una exuberante mezcla de horror, fascinación y aturdimiento, que estaba desnuda por completo. No había visto muchos cuerpos desnudos aparte del suyo, por lo menos no en la vida real; tanto los sueños como los programas de educación sexual se habían ocupado de ofrecerle unas cuantas imágenes interesantes, pero nada podía prepararla para aquello. Intentó mirar a la joven al rostro, pero no pudo evitar desviar los ojos durante una décima parte de segundo; actuaban solos, sin intervención de su voluntad. Cuando pudo, con apenas una sola ráfaga incompleta, ver el oscuro vello púbico de la chica, se sintió como en lo alto de aquel trampolín, el más alto de todos, aquel desde el que nunca se había atrevido a tirarse en la piscina. La sensación de vértigo era sobrecogedora. Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para conseguir articular palabra.
—¿Quién eres? ¿Por qué estabas en mi sueño?
La joven tenía los brazos cruzados sobre su pecho, en una postura que Anna no sabía si era de modestia o de simple comodidad, pero que agradecía. Bastante tenía con que sus ojos no se perdieran por otros lugares. Su actitud para con otros cuerpos femeninos solía ser comparativa: ¿tenían más o menos vello, más o menos claro? ¿Tenían el pecho más grande, más redondo, más pequeño? ¿Tenían el ombligo hacia dentro o hacia fuera, piernas anchas o delgadas? Pero aquello no tenía nada de analítico; era un pánico inexplicable a mirar hacia abajo, a volver a descubrir de refilón aquel secreto ajeno. Seguía notando el calor incandescente de sus mejillas. Sabía que estaría roja, encendida, y eso no hacía más que empeorarlo.
La joven abrió de nuevo su boca pequeña, aquellos labios encarnados. Estaban pintados de un rojo intenso, y las ojeras habían desaparecido de su rostro. Era como una versión idealizada de la misma chica a la que había visto tendida en una cabina. «Todos nos vemos más guapos en sueños», se dijo Anna.
—Me llamo Lydia, o eso creo. Llevo aquí mucho, mucho tiempo. Pero creo que mi nombre era Lydia, sí. Y tú eres Anna. —Sonrió de nuevo con los ojos muy abiertos, con pupilas dilatadas donde uno podría ahogarse—. Preciosa, dulce Anna, con su madre malvada y su vida aburrida. —Aunque las palabras parecían casi burlonas, la sonrisa sincera y los ojos brillantes de la joven las contradecían. Había algo de lástima en su voz. Anna reunió coraje de nuevo y habló:
—¿Qué es este lugar? ¿Por qué estás aquí?
La sonrisa desapareció y se convirtió en una mueca de pena, de tristeza.
—Esto es una granja, Anna. Aquí cosechan nuestros sueños. Nos encierran en nuestras propias cabezas, nos atan a las camas durante años, solo para que vosotros podáis soñar las cosas más bonitas, las imágenes más maravillosas, los días más espléndidos.
No supo qué contestar. Las preguntas se agolpaban en su mente. ¿Granja? ¿Sueños para los demás? No tenía sentido. ¿Acaso los sueños no eran programas creados por personas como los empleados del Departamento de Descanso y Bienestar, o incluso los ilegales como el padre de Ismael?
La chica dejó caer la cabeza hacia un lado, con un mohín que podría haber sido de coquetería. Abrió los brazos y consiguió perturbarla más si cabía: su pecho generoso, curvo y dominante se movía con cada uno de sus gestos.
—Necesito tu ayuda.
Anna asintió. Al fin y al cabo, era para lo que había venido.