Ismael y Anna se acercaron hacia la puerta al mismo tiempo, tan decididos que chocaron el uno contra la otra. Ella se llevó la peor parte en el encontronazo y salió trastabillando. El propio Ismael la tomó de la cintura para que el traspiés no llegara a mayores.
—Perdona —dijo, y, acto seguido, violentado por el repentino contacto, la soltó de forma tan brusca que a punto estuvo de desequilibrarla de nuevo.
—Ve tú primero si quieres, héroe, a mí me da lo mismo —replicó ella, con las mejillas tan encendidas como las suyas. Ismael decidió pasar por alto su tono de reproche. Se negaba a continuar con aquel choque de personalidades, no cuando había tanto en juego. No les quedaba más remedio que entenderse.
Aaron y Vito los flanquearon, visiblemente agitados, mientras miraban en todas direcciones. Sammy se situó tras ellos, con el ceño fruncido, como si cada vez le hiciera menos gracia el cariz que estaba tomando la situación. El pelirrojo había dado en el clavo cuando había dicho en el canal de chat que todos estaban obsesionados con la joven morena. En el caso de Ismael, esa obsesión bien podía confundirse con amor. Ese sentimiento desgarrador era lo que les había hecho embarcarse en aquella locura. No pudo evitar mirar de reojo a Anna. ¿A ella también? Retiró la mirada, incómodo. La orientación sexual de esa chica no le importaba en lo más mínimo. Pero no pudo evitar imaginarse a las dos besándose. Sintió un ramalazo en sus entrañas, ¿eran celos?, ¿era excitación?
Apartó la imagen de su mente. No era el momento ni el lugar. Entreabrió la puerta y atisbó por el hueco que quedó entre esta y la pared. La puerta conducía a un recibidor, iluminado por la luz desangelada de los fluorescentes. Lo primero que vio fue un mostrador acristalado a su izquierda, que bien podía ser un punto de información o, quizá, un puesto de vigilancia. Pegada al cristal había una nota con un lacónico «Volveré en cinco minutos» escrito en ella; el papel estaba amarillento y descolorido. Evidenciaba que llevaba ahí un tiempo considerable; de hecho, una mano diferente a la primera había añadido la frase: «Y nunca más se supo de él». Más allá del habitáculo, un largo pasillo se adentraba en la penumbra.
¿Dónde estaban?, se preguntó Ismael, ¿y qué era lo que aquella gente estaba haciendo allí? La conversación escuchada a escondidas y lo que implicaba le habían revuelto el estómago.
Cuando comprobó que el lugar estaba desierto, hizo un gesto a los demás, abrió por completo la puerta y entró. Se acercó al habitáculo a la carrera y pudo confirmar que su segunda intuición había sido la correcta: era una garita de seguridad, separada de la estancia por una mampara de cristal blindado. Dentro había una banqueta graduable sin brazos y una mesa alta repleta de cajones, bajo la cual se disponían diez pequeños monitores de vigilancia. Cuatro de ellos estaban mal sintonizados, pero los demás mostraban largas estancias repletas de cápsulas, las mismas que habían visto en los monitores de la entrada; resultaba difícil discernir si se trataba de algún tipo de cabina o bañera de tecnología punta. Mientras miraban, las pantallas sintonizadas parpadearon y cambiaron de imagen, ofreciendo las de otras cámaras del recinto; la mayoría seguía mostrando salas repletas de cabinas, pero en una de ellas se veía ahora la habitación en la que se encontraban; donde deberían estar ellos, la imagen temblaba ligeramente, como barrida por la estática. El distorsionador de Vito funcionaba, pero a Ismael no terminó de tranquilizarlo, un ojo atento podría percatarse de que sucedía algo extraño en aquella imagen. Tras Ismael se apiñaban sus compañeros, silenciosos y alertas.
—Vamos a meternos en un lío de proporciones épicas —murmuró Sammy—. Yo solo lo dejo caer, luego no digáis que nadie os lo advirtió.
—No podemos irnos sin Dominic —dijo Aaron.
—¿Intentas insultar mi inteligencia? ¿Es eso? —le espetó el pelirrojo—. No estamos buscando a Dominic: estamos buscando a vuestra chica, no me tomes por tonto.
—Estamos buscándolos a ambos —zanjó Ismael.
Vito comenzó a rebuscar en los cajones. En los primeros no había nada relevante más allá de diverso material de escritorio, fármacos en botes y tabletas y una botella medio vacía de Biorrit. En el último cajón encontró una pistola. Era un arma antigua, negra, de cañón largo y empuñadura corta, con dos docenas de balas desperdigadas a su alrededor. A Ismael le recordaron a un montón de insectos muertos.
—¿Alguien sabe usar esa cosa? —preguntó Aaron.
—Mi padre me enseñó a disparar de crío —dijo Sammy—. Eh, no me miréis así. No es que seamos delincuentes ni pensemos en liarnos a tiros en las juntas de accionistas. Deberíais haber visto lo grandes que eran las ratas en el desguace donde vivíamos, ¡eran ellas o nosotros! ¡Os lo juro! De todas formas, no tengo buena puntería, lo digo por si se os mete alguna idea rara en la cabeza.
—A mí también me enseñó a disparar mi padre —anunció Vito. Le brillaban los ojos, fijos en el arma desde que la habían descubierto. Lo único que le faltaba era relamerse para dejar claro su deseo de empuñarla—. Quería que estuviera preparado por si las cosas se torcían otra vez y volvía la guerra. —Ismael enarcó una ceja; comenzaba a comprender de dónde venía el carácter paranoico de aquel joven.
—No creo que sea buena idea eso de ir armados —les advirtió Ismael—. Lo último que nos hace falta es que le peguen un balazo a alguien sin querer.
—¿Me permites llevarte la contraria? —le preguntó Anna. En sus palabras no había traza alguna de desafío o de burla, simplemente se estaba esforzando tanto por ser educada que no sonaba natural—. Un arma que dejas atrás siempre puede apuntarte por la espalda cuando menos te lo esperas —le advirtió—. Yo me la llevaría, descargada si quieres. Si el guarda vuelve y nos descubre será más peligroso con esa pistola encima.
Los otros le dieron la razón y a él no le quedó más remedio que ceder. Decidieron que fuera Sammy quien la llevara, y aunque Ismael había estado convencido de que Vito protestaría, a este no pareció importarle que fuera otro quien cargara con la responsabilidad del arma. El pelirrojo se llenó los bolsillos del abrigo con las balas del cajón y, tras comprobar que la pistola tenía el seguro puesto, se la guardó, con suma precaución, entre el cinturón y el pantalón.
El grupo se puso de nuevo en marcha. Se adentraron por el pasillo en sombras, sin hacer el menor ademán de buscar un interruptor para iluminar su camino. No tardaron mucho en toparse con la primera puerta. Era metálica, de aspecto endeble, y junto a su dintel había una placa con el texto «S240 - S480» inscrito en bajorrelieve. Anna apoyó el oído en la puerta y escuchó durante unos instantes. A continuación la entreabrió y echó un vistazo dentro.
—Hay un montón de esas cabinas raras —les comunicó en voz baja—. Y no se ve un alma. —Se volvió hacia ellos, indecisa—. ¿Qué hacemos? ¿Entramos?
Ismael asintió, tenía la certeza de que allí iban a encontrar alguna de las respuestas que andaban buscando. Uno a uno se colaron dentro; Sammy y su pistola cerraron el grupo. La estancia era amplia, rectangular y, como bien había dicho Anna, estaba llena de las extrañas cabinas que tanto habían llamado ya su atención. Estaban colocadas contra todas las paredes excepto la del fondo, en la que se veía una serie de armarios empotrados, pequeños y estrechos. El muchacho se dirigió a la cabina más próxima, sin apresurarse, pues tenía bastante claro lo que iba a encontrar dentro. La cabina medía dos metros de largo, estaba ligeramente inclinada y de su parte superior emergía una cantidad notable de tubos y cables que se perdían en el interior de un resalte metálico hexagonal de la pared. Cada cabina contaba con dos monitores, uno en el frontal y otro junto a la placa del cableado. Muchos de los datos y lecturas que se vertían en el segundo le resultaban más que familiares: eran líneas y líneas de código de patrones de sueño.
Dentro de la cabina había un hombre profundamente dormido. Estaba tan demacrado que era difícil precisar su edad, más si cabe con el enorme casco que llevaba puesto, repleto de sensores y cables. Vestía un mono azul claro, mal abrochado, y las extremidades que se intuían bajo la prenda eran poco más que palillos atrofiados. Tenía las mejillas hundidas, los ojos hinchados y una palidez cadavérica en el rostro que hacía dudar de que estuviera vivo. Además del extravagante casco, un sinfín de tubos y distintas sondas se repartían por todo su cuerpo, adheridos en ocasiones a su piel y otras veces clavados en su carne. Aquel hombre estaba tan conectado a la máquina que casi podía decirse que estaba fusionado a ella.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Vito mientras contemplaba al hombre dormido con una expresión a medio camino del asombro y el espanto—. ¿Está soñando?
Ismael no contestó, miraba con atención las lecturas del monitor junto al panel.
—He oído que existen locales donde los ricos van a soñar durante meses —dijo Aaron, vacilante. Estaba junto a la cabina adyacente, mirando el interior con su único ojo entornado—. Se retiran durante largas temporadas a mundos que los artesanos construyen para ellos. Allí pueden ser todo lo que se les antoje: dioses, héroes mitológicos, demonios asesinos… Lo que les salga de las narices, vamos. Quizá esto sea algo parecido. Un retiro de millonarios para que sueñen lo que quieran durante el tiempo que les apetezca. —Parecía poco convencido de su teoría.
—Esta gente no está aquí por voluntad propia —dijo Anna. Permanecía alejada del resto, todavía cerca de la puerta, como si tuviera miedo de aproximarse a las cabinas y ver lo que contenían. Se abrazaba a sí misma con expresión de desamparo.
Ismael asintió, despacio, mientras continuaba estudiando el monitor del panel.
—La máquina a la que están conectados está extrayendo y decodificando sus sueños —les explicó—. Es el proceso inverso al que hacemos los artesanos: nosotros programamos un patrón y el cerebro del cliente lo convierte en sueños. Aquí sucede al contrario: las máquinas están convirtiendo en código lo que quiera que estén soñando. —Señaló a la pantalla de la pared—: Eso que veis ahí son líneas de programación onírica.
—Pero ¿por qué querría alguien extraer sus sueños?
Ismael guardó silencio. No lo sabía. Pero sí tenía algo muy claro:
—Esto es mucho más peligroso de lo que pensábamos —dijo—. Si nos descubren no se van a contentar con dejarnos marchar después de echarnos una regañina. —Se volvió hacia el grupo para que todos pudieran verle la cara. Quería asegurarse de que comprendieran bien la gravedad de la situación—. Esto es gordo. Si nos pillan van a matarnos. Van a matarnos a todos.
Un silencio tenso se instaló entre el grupo. Se miraron unos a otros, conscientes de verdad, y alguno quizá por primera vez, de lo peligroso y serio de aquel asunto. Sammy palideció y Aaron se mordió el labio inferior. Anna asintió, como si hubiera tenido claro desde el principio los riesgos que corrían o, ahora que los comprendía, los aceptara sin mayor problema. Vito abrió mucho los ojos y los miró a todos de hito en hito.
—Es cosa del Gobierno —anunció en voz baja—. El Gobierno está implicado en esto, estoy convencido. Conspiran contra nosotros, siempre lo hacen. —Miró a Anna, primero tenso, en inicio acusador; pero su mirada se suavizó al momento—. ¿Tu madre puede saber algo de todo esto? Quizá esté implicada y tú no lo sepas…
—Mi madre solo se encarga del papeleo —insistió ella—. Es una burócrata de alto nivel, sí, pero, mal que le pese, no deja de ser una burócrata. Y es ambiciosa, vale, y puede que no sea la mejor persona del mundo, pero estoy convencida de que no tiene ni idea de lo que está pasando aquí.
Sammy carraspeó y llamó la atención del grupo. Estaba estudiando su portátil de pulsera.
—He hecho un barrido de señales —dijo—. No hay modo de establecer contacto con el exterior desde aquí. Estamos en una zona ciega. Al menos en lo que se refiere a comunicaciones normales. —Parecía nervioso—. Esto es muy serio, ya lo ha dicho el tipo duro aquí presente —comentó mientras cabeceaba en dirección a Ismael—. Creo que deberíamos marcharnos. Nos estamos jugando el pellejo.
—No podríamos irnos aunque quisiéramos —dijo Ismael, con el ceño todavía fruncido—. No podemos dejar atrás a Dominic.
—Él se lo ha buscado —dijo Sammy. Al instante negó con la cabeza—. No, tienes razón. No podemos irnos sin él. Y no es que me preocupe por el tipo ese. Lo que me preocupa es que pueda delatarnos si lo pillan.
—Cuánta generosidad —murmuró Aaron.
—Me limito a ser práctico —confesó el muchacho—. Siento parecer cruel, pero la vida es así.
—Imagino que esa es la filosofía que llevó a tu padre de disparar a ratas a ser un nuevo rico —le recriminó Aaron.
—Si quieres verlo de esa forma, es tu problema —murmuró Sammy—. Pero recuerda quién ha venido hasta aquí solo por ayudar a una amiga, ¿vale? A una amiga real, no a alguien visto en sueños.
En aquella sala había dos docenas de cápsulas, la mayoría ocupadas. La chica morena, la muchacha que los había convocado allí, no estaba en ninguna de ellas. Había gente de ambos sexos y de todas las edades: ancianos, jóvenes, niños… Hasta encontraron un bebé de no más de unos meses de vida con un casco adaptado a su cabeza diminuta. Aquella visión los conmocionó y sirvió para recalcar de nuevo la gravedad de la situación. Fuera lo que fuese lo que hacían allí, era algo que iba contra todo derecho y toda ley, y estaban haciéndolo en unas instalaciones del Gobierno.
Sammy desenfundó la pistola y la revisó de nuevo. Esta vez no solo comprobó que estuviera el seguro puesto, también cuántas balas quedaban en el cargador.
—Si no salimos vivos de esta, te mataré —le advirtió a Anna—. Y al tonto de Dominic lo mataré dos veces, lo juro.
—Salgamos de aquí —dijo Ismael—. Ese loco tiene que andar buscando a la chica de las mariposas. Si la encontramos a ella, puede que también demos con él.
Además tenía la sospecha de que ella estaba muy, muy cerca. Lo sentía en los huesos, era un presentimiento que se había hecho más poderoso con el descubrimiento de los soñadores forzosos. Ella era uno de ellos, lo tenía claro. Solo tenían que hallarla.
Vigilantes, alertas al menor sonido, al menor movimiento, volvieron al pasillo. No tardaron en toparse con una sala idéntica a la que acababan de dejar atrás. Entraron y miraron en todos los habitáculos que había allí. En uno de ellos, para su horror, vieron a una joven, apenas una niña, en avanzado estado de gestación. Nadie dijo nada, pero Ismael solo necesitó contemplar sus rostros para saber que la mayoría estaba recordando la conversación que habían escuchado antes.
Dieron con ella en la cuarta habitación.
Fue Anna quien la encontró. La escucharon jadear de puro asombro y todos, al mismo tiempo, se giraron en su dirección. La muchacha estaba inmóvil ante una de las cápsulas; resplandecía, su cara estaba iluminada por una expresión difícil de describir: asombro, felicidad, plenitud… El rostro de alguien que ha encontrado lo que lleva buscando toda la vida. Hacia ella se encaminaron los tres chicos convocados por la joven de las mariposas, de forma tan atropellada que Aaron chocó contra una de las cabinas y a punto estuvo de volcarla. El único que conservó la calma fue Sammy. Permaneció alejado, con la vista fija en la puerta y expresión sombría.
A Ismael le temblaban tanto las manos que tuvo que entrelazarlas. Cuando se asomó a la cabina sintió que el mundo y su corazón se detenían al unísono. Su vida anterior, toda ella, con todos sus pequeños triunfos y fracasos, quedaba anulada, derogada; era ahora, a partir de ese preciso instante, cuando realmente empezaba a vivir. Todo lo anterior no era más que una preparación precaria para lo que estaba por llegar. La soñadora dormía. Demacrada y consumida, pálida e inmóvil. Y dolorosamente hermosa. Se dispusieron alrededor de su cabina, como respetuosos asistentes a un funeral que quieren rendir un último homenaje al finado. Anna estaba llorando. Y el resto de los chicos, a excepción de Sammy, tenían también los ojos húmedos. Ismael sentía un intenso dolor en el pecho, un suspiro enquistado entre las costillas que amenazaba con partirlo en dos.
Era ella. La chica morena. La joven de las mariposas.
—¿Quién va a darle el beso para que despierte? —escuchó preguntar a alguien. En primera instancia no pudo precisar quién hablaba. Sammy, comprendió, debía de ser Sammy. ¿Quién si no podía bromear en semejante momento? Los demás estaban demasiado aturdidos como para poder articular palabra.
Perdieron la noción del tiempo, absortos todos. Pero ¿qué había en ella que los afectara tanto? No lo entendía, escapaba a su comprensión. Quizá fuera eso. Quizá su belleza apelaba más a los sentimientos que a los sentidos. Fuera como fuese, aquella joven, aun pálida y desmayada, los subyugaba con su normalidad, con la dulzura de sus rasgos, con la quietud de su semblante…
—Tenemos que despertarla. —Fue Vito el primero en romper el silencio. Y de forma paradójica lo dijo en un susurro, como si temiera perturbar el descanso de la muchacha—. Tenemos que despertarla y salir de aquí antes de que nos pillen.
Ismael negó con la cabeza. Le costaba trabajo pensar.
—No podemos hacerlo —dijo. Arrastraba la voz al hablar—. Está en sueño profundo.
—Un sueño es un sueño, ¿no? —preguntó Sammy. Se acercó hacia ellos caminando de espaldas, sin dejar de quedar encarado hacia la puerta—. Quítale ese casco y, si no despierta, sacúdela hasta que lo haga.
Ismael no podía dejar de mirarla. No quería dejar de hacerlo. Podría pasarse la vida entera contemplándola. Pero Sammy y Vito tenían razón. Era hora de reaccionar.
—No en sueño profundo —repitió mientras retrocedía y rompía el sortilegio que pendía sobre él. Aaron y Anna seguían presos de ese mismo hechizo y tiró de ellos con suavidad hacia atrás. Ambos se enderezaron de forma súbita, como si ellos mismos acabaran de despertar de un letargo pesado—. Es peligroso sacar a alguien de manera brusca de ese tipo de sueños inducidos —señaló. Volvía despacio en sí—. Podría causar daños permanentes en su cerebro. Incluso matarla.
—Algo habrá que hacer con ella, ¿para qué hemos venido aquí si no? —Anna lo miró, casi suplicante—. Se supone que tú sabes de esto. ¿No eres artesano onírico?
—Mi padre es artesano onírico, yo solo lo ayudo. Y necesito un poco más de tiempo para saber si puedo hacer algo o no —anunció, y, desatendiendo todo lo que pudo a la muchacha morena y a la inquietud del grupo, comenzó a estudiar la cabina y los datos de los monitores.
Había muchos puertos abiertos tanto en el casco de la soñadora como en las paredes de la cápsula. Eso abría posibilidades de conexión, siempre y cuando, por supuesto, fueran compatibles. Abrió la mochila, sacó su portátil, lo desenrolló y, a continuación, lo adhirió a la cabina. Al momento los programas de intrusión ilegales integrados en su aparato buscaron el modo más seguro de conectarse a aquella extraña máquina. Las primeras lecturas mostraron varios comandos de seguridad activos en ella, pero todos eran bastante obsoletos y el portátil no tardó en reventarlos y establecer conexión. La pantalla de su ordenador comenzó a mostrarle los primeros datos. Consciente de la impaciencia del resto, empezó a explicarles la situación a medida que él mismo la iba comprendiendo.
—Es la máquina quien la mantiene dormida —dijo, y golpeó el monitor frontal de la misma con la palma de la mano—. Esta pantalla monitoriza sus constantes vitales y además nos dice en la fase del sueño en la que se encuentra. Si las lecturas no están estropeadas, lleva más de cinco años soñando. Y en todo ese tiempo no ha salido ni un instante de sueño profundo.
—Espera, espera… —le rogó Aaron—. ¿Quieres decir que lleva cinco años conectada a esa cosa?
—Cinco años como mínimo —aclaró él. Acto seguido, ejecutó varios programas en segundo plano para analizar la estructura interna del sueño de la muchacha, aunque tenía poca esperanza de conseguir algo con ello—. La red onírica nunca induce a nadie a un sueño tan profundo, nunca nos conduce tan abajo porque, sencillamente, no lo necesita —les explicó. Una alarma estuvo a punto de sonar en la cabina al detectar la cada vez mayor intrusión del portátil, pero este la silenció al instante—. Los sueños de los artesanos sí tienen esa capacidad, cuanto más profundos y elaborados son, más real es la experiencia para el soñador. Y ahí está la gracia: que el cliente nunca sepa que está dormido. Los sueños profundos suelen ir acompañados de algún sistema de seguridad; a los soñadores, por ejemplo, se les proporciona una palabra clave, una contraseña grabada en su mente a la que deberá recurrir para despertar de modo seguro. Y por si no es capaz de recordarla se le recomienda usar una diadema con salida de emergencia.
—¿De esas que te sacan del sueño si notan algo raro en tus constantes vitales? —preguntó Vito. Se había acuclillado junto a él y espiaba su portátil con expresión atenta, tanta que daba la impresión de querer memorizar todo lo que veía en la pantalla.
Ismael asintió.
—Eso es. Si la mente se dispara o el corazón se acelera demasiado, la diadema se encarga también de despertar al soñador. Pero podemos ir olvidándonos de que eso pase aquí, no creo que haya protocolo de extracción segura en esta cosa. —Gruñó.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —insistió Anna—. Me niego a creer que hayamos llegado hasta aquí para nada.
—Despertarla desde dentro, no desde fuera —dijo él—. Ese es el modo correcto de hacer las cosas.
—Será el modo correcto, pero me suena muy raro —dijo Aaron, y torció el gesto—. ¿Qué se supone que harás? ¿Meterte en su sueño?
—Eso mismo —contestó él al tiempo que sacaba una diadema onírica de la mochila—. Voy a unir mi mente a la suya. En el mejor de los casos una presencia ajena en su sueño hará que comience a despertar. Si eso pasa, las lecturas tanto en su monitor como en mi portátil fluctuarán. ¿Veis esa línea roja horizontal en las pantallas? —La señaló primero en la de la cabina y después en la de su propio ordenador—. Si todo va bien, empezará a ascender y en un momento determinado, al menos en mi portátil, debería volverse verde. Ese es el instante en que tenéis que despertarla; de mí no os preocupéis, la diadema me sacará de su sueño en cuanto ella vuelva en sí.
—Vale, nos has dicho qué tenemos que hacer en el mejor de los casos —dijo Anna. Ismael asintió mientras conectaba la diadema a la máquina de la soñadora. Una nueva alarma amenazó con activarse, pero su ordenador la atajó a tiempo—. ¿Qué pasa en los peores casos y qué tenemos que hacer nosotros entonces?
Ismael tardó unos instantes en contestar.
—Si no despierta cuando note mi presencia, tendré que ir a buscarla —contestó—. Bucearé en su sueño para intentar dar con su mente activa y hacerle ver que está soñando. Lo malo es que para llegar al nivel en el que se encuentra no me quedará más alternativa que entrar en sueño profundo y no tengo ni idea de lo que puedo encontrarme ahí debajo. —A su pesar recordó la segunda ocasión en la que la chica morena se le había aparecido en sueños y se vio a sí mismo luchando contra aquel monstruo cambiante a las puertas de un castillo. Se estremeció—. De todas formas, pase lo que pase, vosotros no podéis hacer nada. Ella no debería de correr verdadero peligro y yo, la verdad, tampoco. La diadema me sacará del sueño a la menor señal de problemas. Ella me protegerá.
—Puede pasarte algo si te mueres en sueño profundo, ¿verdad? —le preguntó Aaron—. He oído toda clase de historias sobre eso. ¿No era lo que pasó con Armind Zola y la peste onírica?
—Puedes morir, sí —contestó mientras revisaba su diadema. Todos sus programas de protección estaban activados, todos los sistemas de seguridad, bien dispuestos—. Tu cuerpo está convencido de que la experiencia que está viviendo es real y si algo en sueños te hace suficiente daño, el cerebro corre el riesgo de entrar en shock. Y de nuevo ahí vamos con los daños cerebrales, los infartos y lo de morir de forma horrible. —Comprobó la carga de la diadema, no podía arriesgarse a depender únicamente de la energía de la cabina; el aparato no estaba a plena potencia, pero, en el caso de que la otra máquina fallara, la reserva le garantizaba varias horas de autonomía—. Ya está todo preparado —anunció. Se volvió a mirarlos; todos lo contemplaban expectantes. Inició el movimiento de colocarse la diadema, pero antes de consumarlo dijo—: No debería de llevarme mucho tiempo.
Terminó de ceñirse la diadema y activó el modo sueño compartido. Al momento, la inconsciencia se le echó encima. Lo último que oyó antes de quedarse dormido fue la voz de Vito, profética y terriblemente acertada:
—Esto no va a salir bien.
Y con esas palabras aún en la cabeza, abrió los ojos en el mundo del sueño.
Por unos instantes no tuvo clara su propia identidad; no era nadie, no era más que un vacío que, a duras penas, había logrado adquirir forma humana. Pestañeó y poco a poco fue reintegrándose en el mundo, en aquella realidad anómala tejida con la materia de los sueños. Recordó su nombre, recordó quién era y, lo principal, cuál era su cometido allí. Miró a su alrededor. Por norma general, cuando se entraba en sueño compartido no era propiamente el sueño del otro soñador lo que se veía, era más bien un espejismo brumoso de este, una suerte de eco lejano en el que resultaba complicado distinguir forma alguna. En definitiva, uno allí no era más que un invitado tras el escenario, a veces hasta un intruso. Ismael nunca había estado en un sueño ajeno dotado de tal nivel de detalle.
Estaba en el claro de un bosque de un inusitado verdor, rodeado por árboles altos y frondosos, imposibles de identificar. La luz que se filtraba a través de las copas era tibia, crepuscular, hasta tenía cierto matiz sangriento. Se oía el silabeo distraído del viento al ir y venir entre las ramas y un lejano tronar en la distancia. Pero lo que más impresionó a Ismael fueron los olores, el de la hierba mojada y la lluvia reciente; el que se desprendía de la corteza de los árboles y del mantillo húmedo de rocío; los olores, en suma, de la naturaleza viva. Lo más complicado de representar en un sueño eran los aromas, y en el de aquella soñadora estos eran perfectos.
Echó a andar entre los árboles y, en un gesto casi involuntario, acarició la corteza de uno de ellos al pasar a su lado. Notó la rugosidad del tronco bajo los dedos, la suavidad del musgo, las pequeñas grietas en la madera… Aquel sueño ajeno resultaba mucho más real que uno propio. Era tan sorprendente como imposible.
Al poco de caminar en aquel laberinto de árboles se topó con la primera enredadera. Era de un intenso color negro y toda su superficie estaba salpicada de espinas rojas. El número de aquellas plantas fue multiplicándose a medida que se adentraba en el bosque, hasta que llegó un momento en que no pudo seguir avanzando. Ante él se levantaba una muralla de enredaderas: nudos y nudos de plantas tenebrosas que cortaban su camino con una solidez amenazante. Alzó una mano con intención de tocar la superficie de uno de los tallos, con cuidado de no acercarse demasiado a las espinas. Había esperado sentir el tacto de aquella planta con la misma rotundidad con la que era capaz de percibir la solidez de los árboles o del suelo que pisaba, pero, en vez de eso, la enredadera se deshizo en una humareda negra en cuanto la tocó. Asombrado, repitió la operación en otra planta. El resultado fue el mismo: la enredadera se desbarató en humo espeso, se hizo niebla. Tocó otra, y otra más, y así, poco a poco, fue despejando el camino. Reemprendió la marcha, aniquilando las plantas con un simple toque de sus dedos, destejiéndolas del sueño conforme avanzaba.
Las plantas se convertían en humo a su paso y desvelaban el terreno devastado que habían ocultado debajo. La tierra estaba agrietada, abierta en canal como si una criatura colosal la hubiera emprendido a dentelladas con ella. Pronto aparecieron los primeros cuerpos. El primero fue un unicornio de color negro, con un cuerno en espiral rojo que nacía del centro de su frente; el segundo, un pegaso blanco de alas tornasoladas. Cuantas más plantas hacía desaparecer, más cadáveres quedaban a la vista. Criaturas imposibles de todo tipo y condición: dragones, hidras, grifos, lobos gigantescos, serpientes aladas, quimeras…
Ismael siguió caminando, profundizando cada vez más en el interior del sueño. De pronto se encontró fuera del bosque. Y, como si esa hubiera sido una señal convenida, justo en aquel instante rompió a llover. Grandes goterones negros se precipitaron de un cielo nocturno ya vacío de estrellas, pero repleto de lunas. Alzó la mirada; sobre su cabeza se veían varios astros, todos de distintos tamaños, pero idénticos en formas y geografía, réplicas a escala planetaria de la verdadera Luna de la Tierra. ¿Habían aparecido de pronto o hasta ese momento no se había percatado de su existencia? ¿Acaso tenía importancia una cosa u otra? Estaba adentrándose en el sueño profundo y allí todo podía suceder. Reanudó la marcha entre enredaderas y criaturas tendidas. Una de ellas lo hizo detenerse a su pesar: era un barco, un barco inmenso hecho de carne y hueso; sus ojos, completamente esféricos, se repartían por todo el casco, y sus mástiles y chimeneas eran protuberancias de carne recubiertas de escamas. Lo contempló asombrado y, después, continuó su camino. El barco no fue la única criatura aberrante que encontró, solo fue la que abrió la veda de aquella nueva etapa surrealista. Se topó con aeronaves dotadas de alas de cigüeña, con grúas de cuello moteado y cabeza de serpiente, con camionetas de piel corácea y múltiples patas… La locura imperaba en el sueño profundo. Una gota de lluvia impactó contra su labio inferior y el líquido se coló en su boca. Sabía a fresa.
Avivó el paso e intentó ignorar a los seres extraños que yacían en aquella tierra herida. No tenía un segundo que perder. El tiempo onírico y el tiempo real rara vez coincidían y no podía estar seguro de cuánto había transcurrido en la habitación donde su cuerpo dormía. Cuando vislumbró a lo lejos la gigantesca arcada de un edificio de piedra comprendió que estaba a punto de llegar a su destino. Era un castillo hacia lo que se aproximaba, no podía ser otra cosa, por supuesto: un castillo de altas y retorcidas torres móviles, tentáculos de piedra que se agitaban despacio en el aire.
Ismael, olvidada ya toda precaución, echó a correr hacia el castillo, con las manos repletas de la niebla negra en la que se convertían las enredaderas que tocaba. La sombra de los prodigios dormidos caía sobre él, lo hacían diminuto en comparación, insignificante, un átomo con conciencia de sí mismo que corre entre dioses.
Atravesó el umbral a la carrera, sin tiempo siquiera de sorprenderse de no encontrar el portón cerrado. No había foso ni medida de protección alguna. Cuando se preguntaba si ahora tocaba subir a la torre descubrió a la joven. Estaba tumbada en un ataúd de cristal, en el mismo centro del inmenso patio al que había ido a parar. Se dirigió hacia allí y, para su sorpresa, descubrió que iba vestido con una armadura negra y que llevaba una espada envainada a un costado. ¿Eso era él? ¿Un caballero que se aproximaba a despertar a la princesa encantada?
El ataúd no tenía tapa. Ella yacía boca arriba, con la expresión beatífica de los que sueñan el mejor de los sueños posibles. Diminutos caballos azules, del tamaño de escorpiones, bailaban en perfecta sincronía sobre el borde de su lecho. Ismael se quitó el casco y lo dejó caer. Estaba allí, en el sueño. Y ahora era él quien se disponía a besarla. Saboreó el momento, se inclinó despacio, la realidad entera enfocada hacia los labios de ella. «¿Quién se encargará de despertarla con un beso?», había preguntado Sammy al otro lado del mundo. Y era a él, a Ismael, el héroe de aquella enloquecida historia, a quien le tocaba hacerlo.
Sus labios se unieron en un beso corto y cálido. Fue consciente, de una manera lejana y secundaria, del tamborileo de las herraduras de los caballitos junto a él.
Ella despertó en el acto, los ojos abiertos, el cuerpo tenso.
A continuación, rompió a gritar.