Cordelia Travaglini marcó el código de seguridad en el teclado, a continuación abrió la puerta y entró en casa. Ya en el pasillo se libró de los tacones y respiró hondo, llenándose los pulmones con los olores familiares de aquel recinto de tres habitaciones, cocina, salón y baño. Cada vez que regresaba al hogar tras un día de duro trabajo se sentía realizada, pletórica, como si hubiera alcanzado una nueva meta en el duro batallar que era su vida. Anna no estaba en casa, una ausencia no avisada de antemano. Cordelia frunció el ceño. En los últimos dos días había notado a su hija más alterada de lo normal, con cierto ademán contestatario que no llegaba a concretarse en malas respuestas. Aun así, a veces la había visto mirarla con dureza. Se preguntó si aquel cambio de carácter tenía algo que ver con el sueño lésbico que se les había colado a los programadores.
Abrió la puerta de la habitación de Anna y echó un vistazo a su interior, como si allí dentro fuera a encontrar pruebas de un comportamiento sexual anómalo. A continuación fue a su propio cuarto, balanceando los tacones en una mano. Notaba el frescor del pasillo a través de las medias, era una caricia agradable y reconfortante. Casi podía poner voz a las paredes del pasillo que la escoltaban rumbo a su dormitorio.
«Bienvenida a casa, Cordelia. Bienvenida a tu castillo. Has vuelto a conseguirlo. Otro día en positivo, otro día demostrando al mundo de lo que eres capaz».
Cuando comenzó a trabajar como administrativa para el Departamento de Comercio, hacía ya quince años, mucho antes de entrar en Recuperación del Espacio, Cordelia ya sabía que solo los más fuertes llegaban a los niveles superiores en la competitiva jerarquía del funcionariado gubernamental. Y los más fuertes no eran los más inteligentes, ni mejor preparados, sino aquellos que estaban dispuestos a tomar determinadas decisiones, los que eran rápidos e intuitivos, aquellos que sabían aprovechar las oportunidades y no dejar que sus principios personales impidieran su progreso. Si alguien le hubiese preguntado si se consideraba una persona ética, moral, si se consideraba una persona buena, ella no habría dudado en responder que la bondad era para los débiles, que en un mundo donde los demás no iban a hacer nada por ti era absurdo hacer algo por los demás.
A pesar de esta forma de pensar, nacida en los peores tiempos de guerra y fraguada con el objetivo de medrar en un mundo hecho pedazos, había cosas de las que no se sentía orgullosa. Acciones, reacciones y omisiones de las que no podía alegrarse, pero que le parecían precios razonables por el éxito que había cosechado. Tampoco lamentaba su vida personal: tenía una hija obediente que no sabía ni lo que era una Biorrit, y con cuarenta años recién cumplidos todavía era una mujer atractiva a la que no le faltaban compañeros de cama. Cordelia no necesitaba nada más en el espacio que había construido para ella, en el directorio que había marcado como «íntimo» en su extenso archivador mental.
Todo esto no quería decir que hubiese perdido la capacidad para diferenciar entre aquello que era moralmente cuestionable de lo que no lo era. Todo era relativo, cierto, pero de vez en cuando surgían aspectos de su trabajo que la hacían sentirse incómoda. Y el asunto de Felicia hacía que se sintiera muy incómoda.
Había comenzado con Miki, lo cual no era de extrañar. Miki era, por decirlo sin rodeos, un hijo de puta. Todos sabían que Miki tenía un apartamento que besaba las nubes gracias a sus negocios sucios, a sus relaciones con las mafias de los niveles más bajos, a su afición al contrabando y a lucrativas comisiones de drogas y prostitución. Cordelia sabía muy bien que Miki tarde o temprano caería, víctima de la venganza de algún compañero resentido o de las mismas mafias con las que confabulaba, pero también sentía cierta admiración por su infinita capacidad para sacarle provecho a las situaciones más enfermizas. Miki hacía dinero con las granjas, de eso no cabía duda; Cordelia sospechaba que tenía sobornados a todos los miembros del equipo de seguridad, por no hablar de otros funcionarios y del personal médico. Y a los que no compraba, chantajeaba o amenazaba. Después de todo, cuando había que realizar algún aborto clandestino en alguna de las clínicas era a él a quien acudían; cuando había que deshacerse de algún novato dispuesto a desbaratar los acuerdos concertados, era Miki el que firmaba los papeles de traslado, despido o algo peor. Y entonces Felicia le pagó a Miki una cantidad desorbitada de dinero para satisfacer una de sus fantasías personales, y Miki le ofreció justo lo que necesitaba: un joven y atractivo varón inconsciente.
No entendía qué podía resultarle excitante a Felicia de aquel lugar. Por muy hermoso que fuera un paciente, la idea de realizar cualquier acercamiento íntimo a alguien en un estado similar al coma le resultaba del todo repugnante. Sospechaba que eso era porque a ella, favorecida por la genética y con un control estricto de su régimen alimentario, no le faltaban pretendientes, mientras que a Felicia, mujer gruesa de rostro arrugado y carácter agrio, espectacular en su empleo pero poco agradable a la vista, no se le daba tan bien cazar amantes. Por otra parte, Felicia estaba muy por encima de ella en la jerarquía de su departamento, y aunque hubiese querido protestar por las acciones de su compañera, poco podría haber hecho.
En cierto sentido, Felicia era lo que Cordelia siempre había aspirado a ser, y su principal modelo a seguir. Tal vez había sido la admiración hacia ella, o la envidia, lo que la había empujado a tener a Anna, a convertirse en el epítome de lo que la sociedad esperaba de una mujer de éxito: una mujer poderosa que además contribuía al mundo del futuro al producir a una ciudadana ejemplar. Además, Anna era bella, o lo sería si no dejaba que su natural glotonería la dominara; obediente y aplicada; toda una bendición para un planeta que se recuperaba, poco a poco, de una crisis destructiva. Tenía una configuración genética espléndida que la convertía en la pretendiente perfecta para un matrimonio con algún joven de estrato superior. Era inteligente sin ser arrogante, decorosa y… sí, era recatada. Esto a veces preocupaba a Cordelia.
Recordaba muy bien cómo había sido ella a la edad de Anna, intentando sobrevivir en un entorno que se caía a pedazos. Ya entonces había desarrollado un carácter duro, pero a la vez flexible y versátil, perfecto para un ambiente inestable y peligroso. Recordaba como el miedo con el que convivía a diario se había traducido en una búsqueda de compañeros que la hicieran sentirse protegida, hasta llegar a la triste conclusión de que solo podía protegerse por sus propios medios. Su matrimonio con el padre de Anna había sido fugaz, y poco después de su separación este había fallecido, una fría tarde de otoño, colapsado sobre su propia mesa de trabajo, cabeza abajo sobre aquella reluciente superficie de cristal que tanto había admirado la propia Cordelia, y qué casualidad que fuera la misma mesa sobre la que habían hecho el amor tantas veces, tal vez testigo de la concepción de su hija, seguramente testigo de la cantidad de R6-Yay que él había ingerido aquella tarde fría de otoño, víctima de una sobredosis de la droga de diseño que hacía furor entre los altos ejecutivos de una importante empresa farmacéutica. Pero Cordelia no olvidaba el ardor, la pasión que la habían acompañado en aquellos encuentros, una pasión que parecía no haber visitado todavía a la niña de sus entrañas.
Sabía muy bien que su hija pensaba, en ocasiones, que no la quería. Anna se equivocaba. Cordelia la amaba con una furia inexplicable, un ansia fuera de toda proporción. Había llegado a tener ataques de pánico en momentos cotidianos, normales, en la oficina o en un vagón eléctrico, en los que la idea de que algo le ocurriera, de que algo la dañara o se la arrebatase, impedía que el oxígeno circulara con normalidad por sus pulmones. Delante de Anna, esto se traducía en un trato helado, en una armadura glacial que se levantaba entre ambas y que impedía que se aferrara a ella, moqueando como una cría, para abrazarla y no soltarla nunca. El primer día que la llevó a las clases presenciales, cuando apenas contaba cuatro años, soltar la mano de Anna para cedérsela a la profesora había sido lo más difícil que había hecho jamás, más difícil que aquella vez en la casa de su padre en la que se había quedado sola y había matado a su propio perro, de un golpe en la cabeza con la antigua lámpara de porcelana de su abuela, para tener algo que comer. Había ocasiones en las que todo el miedo, el ansia y la violencia de la guerra le parecían sensaciones tibias en comparación con el fuego que amenazaba con destruirla en su obsesión de madre. Y esta era otra razón por la que probablemente no podría volver a casarse, ya que nada ni nadie podría absorber jamás ni una minúscula parte de la devoción que ella tenía reservada para su hija. Con la posible excepción de su trabajo, claro.
Le había resultado inquietante lo fácil que le había resultado tirar de algunos hilos y conseguir una supervisión constante de los sueños de Anna. Era consciente del poder sugestivo de estos, y aunque de cara al público el Gobierno prohibía de modo muy estricto cualquier tipo de manipulación, se comportaba de manera bastante más permisiva en lo que se refería a sus propios intereses. No deseaba interferir demasiado (conocía los resultados nefastos de superar las barreras de protección que establecía la propia psique del soñador), solo rozar apenas algunos aspectos de la vida y personalidad de Anna, aquellos que le traerían graves problemas. Había trastocado los sueños en los que aparecían dulces, y había asociado determinados alimentos, como el chocolate, con experiencias negativas y pesadillas. Pero la correcta alimentación de su hija, por muy importante que fuera, era una preocupación menor. Su aparente falta de interés por el sexo contrario era alarmante, ya que se acercaba a una edad en la que Cordelia comenzaba a hacer planes de matrimonio, y disponía de un par de candidatos ideales que le proporcionarían el ascenso social deseado, por no hablar de una combinación genética magnífica. A diferencia de muchos de sus compañeros de trabajo, Cordelia no tenía la intención de emparejar a su hija sin consultar siquiera, le habría gustado que por lo menos pudiera elegir entre una serie de propuestas, o que ella misma se hubiera encaprichado de algún candidato apropiado. Pero, a pesar de sus mejores intentos, de buscarle, una y otra vez, amigos y compañeros de distinguida extracción social y financiera, Anna se mostraba fría, casi huidiza, con ellos, con la notable excepción de esa rata de basurero, Samuel Dosantos. Había intentado presentarle historias románticas en los sueños, pero su reacción había sido la misma: desinterés e irritación. Por ello, las implicaciones de este sueño reciente eran espeluznantes.
Podría decirse que lo que ocurrió a continuación fue fruto de una intuición sobrenatural, una premonición que irrumpió en su pecho de madre segura. Pero ella era entera instinto, una bomba de preocupación y paranoia, dinamita de adoración a punto de estallar. Así que lo que hizo no fue nada fuera de lo normal, sino propio de su hábito protector, resultado de su aprensión constante. Con un simple gesto activó la consola que tenía delante, y con los dedos de la mano derecha trazó una forma sinuosa sobre ella, movimiento que desencadenó la aparición de varios directorios principales en la pantalla que se proyectaba sobre su mesa de trabajo. El directorio Anna se desplegó enseguida, y pulsó varios iconos que comenzaron a brillar, mientras en una proyección supletoria se abría un mapa, donde se leía con facilidad un pequeño punto pulsante, un punto en movimiento que representaba a su única hija. No le hizo falta examinar a fondo el plano para saber dónde estaba, las coordenadas de situación eran demasiado conocidas. Horrorizada, su mano abandonó el seguimiento de su trayectoria para cubrir su rostro. Durante una milésima de segundo se arrepintió de haberle colocado un bicho subdermal a Anna, se arrepintió de haberse dado a sí misma la oportunidad de descubrir algo tan terrible. «No, no, no puede ser, cualquier sitio menos ese», se repetía mientras sentía como su mente entraba en parálisis, como su cuerpo entero se bloqueaba por el impacto.
Se obligó a respirar con normalidad. Poco a poco, su cabeza comenzó a despejarse de nuevo y recuperó el dominio de sus extremidades. Inspiró con lentitud, llenó su abdomen y expulsó el aire de la manera más pausada de la que fue capaz.
Entonces se levantó y echó a correr.