RECEPCIÓN PARA TURISTAS

Durante unos segundos solo se oyó la respiración acelerada de alguno de los chicos. Anna se dio cuenta de que tenía la boca seca y tardó unos instantes en reunir la suficiente saliva como para articular palabra.

—¿Deberíamos salir?

De nuevo se hizo el silencio. Miraban a Ismael, como esperando su respuesta. Anna no entendía por qué todos tenían que hacer lo que dijera ese chico de pelo oscuro y actitud arrogante. Al poco de conocerlo en persona ya había llegado a la conclusión de que Ismael le caía tan mal como por chat; su ademán impaciente y su tendencia a decirles a todos lo que debían hacer la sacaban de quicio, por no hablar de su rostro, siempre serio y distante pese a sus expresivos y enormes ojos, rebosantes de maligna inteligencia, y su estúpida nariz afilada, de seguro heredada de antepasados aviares, cotorras quizá. Y no se engañaba, era consciente de que ella a Ismael tampoco le había causado la mejor de las impresiones, muy al contrario que a Aaron, que no dejaba de atosigarla, de iniciar conversaciones sin sentido y de mirarla con su inquietante ojo azul. Más que nunca, Anna se alegraba de contar con la presencia conocida de Sammy.

Aunque Aaron aseguraba que los aparatos no podían mentirles, Vito no estaba muy de acuerdo y se mostraba reacio a salir del vehículo. Anna notaba como se constreñía su garganta con la simple noción de apoyar su pie en la estribera bajo la puerta. ¿Y si alguien los veía? Mejor dicho, ¿qué ocurriría cuando alguien los viera? En su imaginación aparecía el rostro de su madre, distorsionado por la furia. «Si me pilla aquí, no saldré de mi habitación en lo que me queda de vida… bueno, tal vez cuando me case con algún rico arrugado de manos sudorosas». Anna se estremeció. La imagen de su madre se convirtió, de repente, en la imagen de la chica morena, y de inmediato supo que no había posibilidad de volver atrás. Envalentonada, se asomó a analizar el paraje que los rodeaba. Todo parecía descuidado, avejentado. Sammy había aterrizado el vehículo mucho antes de llegar al valle, para aproximarse después a este a ras de tierra y circular por caminos que no parecía haber pisado nadie en siglos. El vehículo había avanzado en absoluto silencio, su motor era un simple zumbido eléctrico que no debería de alertar a nadie de su presencia. Sammy lo aparcó tras la fachada de una casa medio en ruinas (o a medio construir) situada en el extrarradio del valle, a unos doscientos metros del pabellón que ocupaba el centro del mismo. A través de una de las ventanas de la fachada podían espiar el edificio con tranquilidad.

Algunos edificios desperdigados se alzaban frente a ellos, severos bloques de cemento con escasos ventanales y pequeñas rejas de entrada, cubiertas en su mayor parte por una fina capa de herrumbre. Más allá solo había un camino de gravilla que servía de guía hasta el edificio final, a su vez rodeado de un par de bloques similares a los anteriores. Alrededor solo quedaba tierra pedregosa, de entre la que asomaba con timidez algún que otro hierbajo.

—Ha salido alguien —susurró Vito. Esas tres palabras bastaron para que todos se tensaran.

Era cierto. Un hombre vestido con un uniforme gris, de aspecto desaliñado y turbio, había aparecido por la puerta principal. Estaba de pie en el porche; contemplaba el día ceniciento. Sacó un cigarrillo negro de una pitillera, lo encendió y se lo fumó con toda la parsimonia del mundo. Los muchachos lo observaron con atención y suspicacia, como si aquel tipo anodino fuera el monstruo del que tenían que rescatar a la joven morena. Cuando acabó el cigarro, lo lanzó en parábola al aire. Después se rascó la entrepierna con fruición y regresó dentro del edificio.

—Hay una entrada lateral —señaló Sammy. Anna miró hacia allí, inclinada en su asiento para acercarse a la ventanilla. Su amigo tenía razón. Desde donde se encontraban tenían una buena perspectiva tanto de la fachada frontal del edificio como de uno de sus laterales; en este, en el extremo más alejado de la pared, se abría un portón metálico, mucho más pequeño que el principal.

—Podríamos acercarnos un poco y echar un vistazo. —Apenas podía creer que palabras semejantes salieran de su boca. El símbolo, ese extraño logo del que habían hablado en el canal de chat y que entonces había parecido misterioso, lejano, irreal, ahora los observaba con aterradora solidez desde la fachada principal del edificio.

—¿Y si nos pillan? —preguntó Ismael—. ¿Qué vamos a decir?

—¿Que salimos a investigar las zonas muertas y que nos encontramos esto por casualidad? —dijo Sammy—. Podemos poner cara muy inocente y abrir mucho los ojos…

—Jamás se lo creerían —lo interrumpió Vito, sin levantar la voz—. Es bastante obvio que esta zona no está precisamente eehh… abierta al público. No hay señales que indiquen cómo llegar, ni recepción para turistas. —Siguió estudiando, concentrado, el nuevo entorno—. Yo diría que estos bloques se concibieron como viviendas…

Ismael juntó las palmas de las manos y asintió, como si estuviera siguiendo el hilo de pensamiento del otro chico, o tal vez rezándole a alguna divinidad olvidada, vigilante y protectora de los edificios abandonados.

—En aquella ventana se ven cortinas, mirad —señaló con la cabeza hacia el edificio en cuestión—. Pero apenas se ve nada más, están cubiertas de polvo.

Una brisa suave sacó a Anna de su ensimismamiento.

—¿Quién ha abierto la puerta?

Pero ya era tarde. Dominic avanzaba, veloz, por el sendero que llevaba a la entrada lateral del pabellón, agachado entre los edificios. Como si hubiera adivinado que ya lo echaban en falta, se detuvo un instante para girarse. Enseguida aceleró de nuevo.

—Parece que han tomado la decisión por nosotros —apuntó Sammy.

Anna salió disparada del vehículo. Si iban a pillarla, prefería que fuera directamente a ella y no por culpa de un chico al que apenas conocía; tomó la decisión y su cuerpo se puso en movimiento. Cada paso que daba era un grito de su madre en su cabeza, pero sus piernas habían tomado vida y progresaban por sí mismas. A sus espaldas, oía a los demás correr tras ella. Podía escuchar los jadeos y los pasos, pesados y ruidosos, sobre el meandro de piedritas grises. Las clases de natación la mantenían en forma, pero la vida en los bajos de la ciudad le daba a Ismael una velocidad y resistencia muy superiores a las suyas. La agarró del brazo, enfadado, y Anna atrapó un gemido entre los dientes. Jamás mostraría debilidad frente a Ismael, aunque sabía que su piel de princesa la delataría más tarde con un inevitable morado. «Como en el cuento», pensó. «Como en el cuento que me contaba mi madre y que a su vez le contaba su madre, el cuento del guisante».

—Pero ¿qué haces? ¡Van a pillarnos!

Dominic quedaba ya a una buena distancia. Los demás pararon justo a la altura de Anna e Ismael y, horrorizados, ocultos tras la esquina de una de las casas grises, vieron a su compañero abrir sin dificultad la puerta y entrar en el edificio sin mirar atrás. Junto a ellos, Aaron, fibroso y atlético, no parecía haber realizado esfuerzo alguno, a pesar de haber salido el último de la aerofurgo, pero Vito inhalaba a grandes bocanadas. Sacó un extraño artefacto de un bolsillo de su pantalón y se lo llevó a la boca. Anna tardó unos momentos en identificarlo.

—¿Un inhalador? —Se mostró sorprendida—. Pensé que ya no se usaban. ¿Cómo es que no te han dado Pretax para el asma?

Vito desvió la mirada y no contestó. Ismael lo hizo por él.

—No todos estamos podridos de dinero, señorita. El Pretax no lo cubren las ayudas.

Anna sintió como se le encogía el estómago y un calor vergonzoso se apoderaba de sus mejillas. Jamás había conocido a un chico con asma, pero estaba claro que eso no significaba que no los hubiera. Por si no fuera lo bastante obvio que existía una distancia considerable entre ella y los demás, el insoportable de Ismael acababa de dejarla en evidencia.

—Oh, yo… yo… lo siento, Vito, yo…

Y entonces Vito hizo algo desconcertante. En su cara de pómulos marcados y expresión de continuo estreñimiento se dibujó una sonrisa muy leve. Casi no estaba allí, pero todos la vieron.

—Déjalo, Anna, no pasa nada. Tuve la oportunidad de tomar Pretax, pero prefiero esto, es más sano. No sabes la de mierda que llevan esos medicamentos concentrados; de hecho, algunas empresas trabajan con modulinio, que como quizá sepáis está prohibido por su incompatibilidad con…

Ismael dejó escapar un pequeño gruñido impaciente.

—¿Ya estás bien?

Vito asintió y cortó por lo sano su perorata médica. Nadie capaz de soltar tantas palabras de golpe podía seguir falto de aliento.

—Pero ¿por dónde vamos? —Aaron parecía agitado, nervioso. ¿Y cuál de ellos no lo estaba?—. Tampoco parece que haya cámaras ni guardas. Pero ¿qué tipo de vigilancia puede haber en un lugar así? ¡Si ni siquiera sabemos qué sitio es, ni qué se hace aquí! —Bajó la cabeza y su flequillo volvió a cubrirle gran parte del rostro. En un tono de voz más bajo, como hablando para sí mismo, Anna lo escuchó maldecir a Dominic.

—Esperad. —Vito soltó su mochila y, una vez en el suelo, la abrió de un solo y certero tirón de velcro. Extrajo de ella un artilugio pequeño, redondo, con diminutas luces que comenzaron a parpadear en cuanto activó un mecanismo en la parte superior.

—¿Qué demonios es eso? —Los ojos de Sammy parecían querer salirse de las órbitas, como siempre que tenía ante sí cualquier aparato desconocido.

Vito lo miró, serio una vez más. En el silencio de aquel lugar su voz tenía cualidades extrañas, ecos metálicos.

—Es un distorsionador de imágenes.

—¿Un qué? —preguntó Aaron, tan perdido como Anna

—Un cachivache de los tiempos de la guerra —les explicó Vito—. Lo usaban los espías y los comandos infiltrados. Fueron un verdadero engorro para el enemigo. Distorsiona las imágenes, genera un campo de estática localizada que camufla tanto al que lo lleve encima como a los que se encuentren cerca. —Vito recitó de corrido, como quien imparte una lección—. No nos hará invisibles a los sensores de calor y movimiento, pero sí servirá para enmascarar nuestra presencia a las cámaras tradicionales.

—¿También lo has construido tú mismo? —le preguntó Aaron.

El otro muchacho negó con la cabeza.

—Lo compré en el mercado negro. Y lo calibré para los nuevos dispositivos de vigilancia. Si todo va bien y nos enfoca alguna cámara, seremos poco más que nubecillas de estática en sus monitores…

—Si todo va bien… —rezongó Ismael.

—¿Qué posibilidades tenemos de que ese idiota lleve un distorsionador de imágenes encima? —preguntó Sammy.

—¿Ninguna? —Anna negó con la cabeza, abatida. Tenía la sensación de que habían perdido el control de todo aquello, aunque, bien mirado, ¿cuándo lo habían tenido?—. Lo mejor será que encontremos a Dominic cuanto antes.

—Tampoco creo que este sitio tenga mucha seguridad —opinó Sammy—. Después de todo, se supone que esto es zona radiactiva. Nadie se atrevería a venir por aquí. ¿Para qué gastar en vigilancia?

—¿A qué estamos esperando entonces? —preguntó Ismael.

Se pusieron en marcha. Caminaron con sigilo extremo en dirección a la entrada lateral del pabellón.

—Esto es una locura —murmuró Anna en voz baja.

—No te preocupes, preciosa —le dijo Aaron—, tienes a un montón de hombres fuertes para protegerte. —Levantó un brazo y lo flexionó, dejando ver unos bíceps pequeños pero bien formados.

Sammy rio la ocurrencia.

—Preferiría que Paranoias Vito me sacara una escopeta de su bolsón mágico, pero tú verás a quién quieres de guardaespaldas, «preciosa» —dijo.

Anna intentó enfadarse por el comentario de Aaron, pero descubrió, divertida, que no podía. Le recordaba a uno de esos grandes perros esbeltos de cabeza gigante y orejas grandes que había visto en un criadero de perros de niña, cuando las clases presenciales todavía organizaban salidas educativas. A Anna la había asustado su gran tamaño, pero la guía les había asegurado que se trataba de animales extraordinarios, de aspecto imponente pero gran docilidad. Le habían dejado tocarlo. Recordaba la sensación de ternura que la había invadido cuando aquel monstruo de colmillos gigantes había babeado su mano con su lengua descomunal. Aaron era un gran can cíclope, no había duda. La idea le hizo gracia.

—Creo que lo mejor será que me proteja yo misma —respondió en tono socarrón. Los chicos sonrieron y se encaminaron, con los demás, hacia el pabellón.

La puerta conducía a una habitación amplia y silenciosa. Se asomaron, tímidos, desde fuera. No había nadie a la vista, ni se percibía el menor movimiento; todo tenía, al igual que la zona exterior, cierto aire de abandono. Una balda larga de cristal bordeaba la habitación, cargada de carpetas y frascos con líquidos de diferentes colores e interrumpida por un armario alto y esbelto en una de las esquinas. Algunas sillas, de aspecto cómodo y usado, decoraban la estancia, por lo demás sobria. La única decoración, si podía llamarse así, era un recubrimiento de chapa de unos dos por dos metros que tapaba una de las paredes, atravesado por innumerables cables y circuitos transparentes, protegidos a su vez por una finísima capa de cristal. Pero las estrellas protagonistas de la habitación eran los monitores de la pared contigua, que con cada cambio de imagen parecían disparar luces itinerantes a través de los tubos de fibra que los unían a la chapa gigante.

—¿Son pantallas de vigilancia?

Apenas eran proyecciones sobre un gran marco de lienzo blanco, pero en ellas se observaba con claridad el interior de diferentes habitaciones. Con cuidado, se acercaron a ellas. Algunas mostraban lo que parecían ser armarios o enormes dispensarios, estantes repletos de jeringas eléctricas, botes de líquido y tubos con etiquetas de todo tipo y forma, algunos muy parecidos a los que llenaban la sala en la que se encontraban ahora. Otra imagen parecía ser de una zona común: un salón con sofás mullidos, cojines ahuecados por el uso y consolas de conexión. Varias pantallas estaban apagadas y una en concreto distorsionaba la imagen que ofrecía, borrosa.

—No parece que hagan mucho mantenimiento técnico. —Vito arrugó la nariz en un claro gesto de desdén—. Y tampoco parece que limpien demasiado. —Pasó un dedo por la encimera y dejó una marca en el polvo que la cubría con una fina capa de dejadez.

Anna alejó la vista y la centró en otra de las proyecciones, aquella en la que apenas se distinguían siluetas. Parpadeaba de manera ocasional

—¿Eso son camas? —preguntó.

—Podría ser —Aaron se acercó más a ella y rozó con ligereza su brazo, casi sin querer—, pero no queda muy claro… Podrían ser bañeras. —Acompañó la observación con una leve carcajada, pero nadie parecía divertido por su comentario—. A lo mejor hemos dado con un resort de lujo secreto para altos cargos del Gobierno.

—Lo dudo mucho —contestó Ismael—. ¿Habéis visto este armario? Tiene toda la cristalera rajada.

Anna examinó al acusado. Una larga grieta atravesaba una de las puertas de un extremo a otro. Dentro había poca cosa: algo de ropa y un par de bolsas que contenían alimentos deshidratados y tres o cuatro latas de refresco. En la repisa superior, de nuevo aparecían hileras de envases con pastillas y varios cilindros llenos de líquido de color azul.

Dos puertas salían de la estancia, una a su derecha y otra a su izquierda.

Ismael indicó hacia una de ellas.

—Vayamos a ver. —Con una suave palmada en la espalda dirigió a Aaron hacia la izquierda. Anna y Vito no tardaron en seguirlos.

Se trataba de algún tipo de guardarropa. De escasos metros cuadrados, contaba con un banco básico y de aspecto incómodo y de varias taquillas altas y estrechas, numeradas y cerradas. Una pequeña pantalla electrónica en cada puerta indicaba que estaban protegidas con clave. Junto a las taquillas, un gran cartel captó enseguida su atención:

NO OLVIDEN TOMAR ANTIRAD CADA 48 HORAS. EN CASO DE SÍNTOMAS DE RADIACIÓN, CONSULTEN INMEDIATAMENTE CON LA DRA. RATO.

Bajo el letrero, un diminuto estante soportaba un cuenco metálico rebosante de cápsulas de color rosa.

—¿Crees que deberíamos…? —Sammy cogió una de las cápsulas y se la enseñó al resto del grupo.

—Me preocupa más que no tengamos por dónde salir de aquí —contestó Ismael—. Cojamos unas cuantas por si acaso y busquemos una vía de escape.

Cuando ya metían las manos en el cuenco oyeron las voces, cada vez más cercanas. Detrás de ellos, Anna cerró con suavidad la puerta. No tardaron en escuchar una risa.

—Están cerca, tal vez un par de habitaciones más allá —dijo Aaron. Anna se llevó un dedo a los labios y lo instó a callar, mientras sentía que su corazón bombeaba a ritmo frenético.

—¿Nos habrán oído?

—No lo creo. —Vito susurró—. Pero mejor si no hacemos ruido.

—¿Y si entran?

Sammy echó el anticuado pestillo que servía de cierre para la puerta. Antes de que Vito pudiera regañarlo, lo detuvo un nuevo chistido de Anna. Al otro lado de la puerta se oían pasos con cada vez más claridad. Distinguían dos voces, ambas masculinas. Con seguridad se trataba de voces pertenecientes a hombres normales, con casa y familia a una altura media en una torre de las afueras de la ciudad, pero Anna no pudo evitar temblar ante la perspectiva de que dos extraños, que ahora se le antojaban hostiles, descubriesen que seis chavales sin identificar andaban husmeando por el edificio. Algo le decía que la excusa de haber dado con las instalaciones por pura casualidad no sonaría muy convincente. La conversación les llegaba nítida, y la aterraba la idea de que intentaran abrir la puerta del vestuario donde se escondían, que vieran que estaba cerrada y que dieran la alarma; tuvo una visión absurda de varios especialistas que, arrodillados frente a la cerradura, dedicaban un tiempo valioso a serrar un pestillo metálico. O tal vez no, tal vez asumirían que algún compañero estaba dentro, cambiándose de ropa (sabía, en su fuero interno, que esa sería una suerte demasiado grande). Los demás, como ella, escuchaban en silencio, sumidos en sus propias fantasías pesimistas.

—… no creo que Porter diga nada, quiero decir que estamos ya todos hartos de ese imbécil y cuanto antes se vaya, mejor.

—Pero ¿y las cláusulas? Vale, las habrá firmado, pero ¿cómo pueden estar seguros de que en venganza no se va a ir de la lengua?

—No se arriesgaría. Le darán una buena indemnización y sabe lo que hay si no se está calladito… ni dinero ni trabajo ni recomendaciones ni nada de nada. Y si intenta apretarle las tuercas al departamento, le harán algo todavía peor.

—No sé. Ya has visto que muy sensato no es, fíjate lo que hizo con la 162, lo del tipo aquel que quería…

—¡Ese tipo estaba enfermo!

—Muy bien no estaba, no, quiero decir… siete años, eso es asqueroso, Hermann.

—Bah, yo no lo entiendo. A ver, doce o trece, bueno, ya les empiezan a salir las tetas…

—¡Exacto! Si las puedes preñar, les puedes entrar. —Un par de risotadas interrumpieron durante unos instantes el diálogo. Ambos sujetos recobraron enseguida el aliento.

—Venga, no bromees con eso, ya has visto cómo se ponen con lo de los embarazos.

—Je, abuso de recursos, lo llaman. No les gusta gastar en productos médicos para solucionar ese tema. Más dinero tirado al agujero.

—Pues tienen aquí un agujero gigante. —La voz pareció relajarse un poco, volverse casi reflexiva. El volumen bajó—. ¿Sabes cuánto cuesta un tubo de esos de Emiprifidina? —Por respuesta sólo obtuvo un sonido gutural, mestizo de queja y hastío—. 580 ebos, joder, ¡580 ebos!

De nuevo se produjo una pausa. Anna se imaginó a los dos hombres, de pie junto a la pared que los separaba, echando cuentas mentales acerca del valor de 580 ebos.

—Con 580 ebos me hacía unas vacaciones cojonudas, tú. Mañana mismo me largaba de este vertedero y me echaba unas noches en Parnaso.

Como respuesta, su interlocutor, cuya voz parecía pertenecer a un sujeto algo mayor, o tal vez más confiado, más experimentado, dejó escapar otra carcajada. Bajó aún más el volumen, tanto que a Anna le costaba descifrar su contestación.

—¿Para qué irte a Parnaso si aquí tienes unas putas estupendas, eh?

El dueño de la voz más joven soltó un largo y muy audible suspiro.

—Allí por lo menos se muev…

Un fuerte pitido cortó la conversación de golpe. Debía de tratarse de algún tipo de alarma, ya que enseguida se oyeron pasos rápidos que se alejaban. Anna contó hasta diez y dejó escapar una bocanada de aire.

—¿Se han ido?

Aaron fue el primero en contestar.

—Eso parece.

—Chicos, ¿creéis que a lo mejor estamos en un burdel o algo así? —Anna se giró, irritada, hacia su amigo, pero la cara de Sammy no mostraba indicio alguno de burla, solo la misma preocupación que los invadía a todos.

—Me da igual lo que sea, creo que deberíamos irnos cuanto antes. —Aaron se frotó el ojo con la mano derecha. Anna no podía estar más de acuerdo, pero ahora que la sensación de peligro se mezclaba con un sentimiento más profundo y oscuro de que allí algo no marchaba bien, sentía la irrefrenable necesidad de seguir adelante.

—Salgamos de aquí. —Ismael habló con firmeza y tomó de nuevo el mando—. Vamos a buscar a Dominic. ¿Dónde se habrá metido ese imbécil?

Sammy resopló.

—Tenéis suerte de que no quiera perderme esta aventura y de que me pueda la curiosidad por ver a la chica esa que os tiene tan atontados. —Bajó un poco el tono y utilizó otra de esas sonrisas ladinas que resultaban algo ridículas en su cara dulce de niño pecoso—. Porque si no cogería la aerofurgo y me marcharía ahora mismo. Y a ver cómo volvéis vosotros luego, ¿montados en setos rodantes?

Salieron del vestuario y se asomaron a la puerta por donde habían entrado los desconocidos, aquella que les había quedado por inspeccionar. Vieron que conducía a un largo pasillo vacío, con puertas a ambos lados. Una vez en el corredor, se pararon, dubitativos.

—¿Por dónde?

—Cualquiera, esta misma, a la derecha. —La manilla cedió sin protesta bajo la mano de Ismael, quien solo se atrevió a abrir una pequeña ranura para asomarse por ella—. Parece un dormitorio, pero está vacío —susurró a los demás.

—Probemos otra —dijo en voz baja Sammy.

Vito oteaba, nervioso, paredes y techo, a la busca de cámaras, micrófonos o cualquier aparato sospechoso. Ismael se dirigió hacia la siguiente puerta en la pared de la derecha.

—Un simple armarito de limpieza. Creo que en este pasillo no vamos a encontrar gran cosa.

Anna señaló hacia el final del corredor. Allí los esperaba una puerta diferente a las demás, más pequeña y pintada a mano. Era de algún material que imitaba la madera, de un intenso tono rojo, con la manilla de bronce. La misma que había visto en sueños, la misma que la había liberado del monstruo-madre de dos cabezas. Sonrió.

—Es esa —dijo—. Esa es nuestra puerta.