LA MUÑECA, EL DUENDECILLO, EL INOCUO, EL PARANOICO Y EL MUTANTE

Anna era como una muñeca de porcelana, agradable de mirar pero vacía en esencia.

Esa fue su primera impresión al verla descender de la aerofurgo de Sammy. Era una muchacha rubia y artificial, una joven de los barrios altos, con el toque de maquillaje justo, con la cantidad de perfume exacta y tan fuera de lugar en aquel callejón como un unicornio. La vio mirar a su alrededor con un mohín que no supo si calificar de superioridad o de llano desprecio hacia el escenario que la rodeaba. Hasta pareció dudar a la hora de descender del vehículo, como si le repugnara pisar aquella callejuela con sus inmaculadas botitas. Anna le cayó mal de inmediato. Se presentaron con frialdad, tensos. Pensar que esa muchachita insulsa había estado cerca de la soñadora, que había compartido espacio con ella, lo desagradaba sobremanera. Le hacía sentir que su propio encuentro quedaba rebajado, mancillado. Resultaba extraño pero, en cierto modo, se sentía traicionado.

Sammy, al contrario, lo ganó de entrada. Su cara pecosa, la vivacidad de sus ojos verdes y el desparpajo natural de aquel diminuto muchacho fueron para él como un soplo de aire fresco tras la hosca despedida de su padre y el engreimiento de la chica bien.

—¿Cómo has conseguido esa furgoneta? —preguntó Dominic, un joven negro de ojos oscuros, alto y delgado, el primero en llegar al punto acordado de reunión.

—Se la he pedido a mi padre —explicó Sammy—. Le conté que quería enseñarle el desguace a una amiga y casi se echó a llorar de la emoción. Dijo que estaba orgulloso de mí y me dio un abrazo. No termino de entenderlo —señaló con fingida inocencia mientras se sacaba algo del bolsillo interior de su cazadora—. Hasta me ha dado una ristra de caramelos, supongo que para celebrarlo —comentó al tiempo que desenrollaba ante ellos una tira ridículamente larga de preservativos.

Ismael, a su pesar, se echó a reír ante la ocurrencia. Anna enrojeció, miró al suelo y masculló algo que nadie llegó a entender. Dominic se limitó a enarcar una ceja de forma significativa. Si había una palabra para describir a aquel muchacho era «inocuo»; parecía tener muy poco interés en lo que estaba sucediendo, como si, en el fondo, no fuera con él.

—No sé qué esperáis de esta excursión —dijo una voz a su espalda al tiempo que Sammy guardaba otra vez los condones en el bolsillo—. Pero si tienes intención de usar todo eso, va a ser más divertida de lo que esperaba.

El recién llegado era un muchacho de una altura considerable; el flequillo de su pelo, largo y sedoso, le caía sobre la frente como un cortinaje pajizo que solo dejaba a la vista el ojo derecho, de un magnífico azul claro. Lo acompañaba otro joven que parecía su antítesis en todo: moreno, bajito y bastante poco agraciado.

El rubio se presentó como Aaron y centró su atención de inmediato en Anna. Le lanzó una mirada apreciativa de arriba abajo, con paradas estratégicas en cadera y pecho, que contrarió hasta al propio Ismael. Más si cabe cuando, tras un golpe de viento, el flequillo del muchacho se agitó y dejó ver lo que ocultaba: donde debía estar el ojo izquierdo solo había piel lisa y limpia, la prolongación de la mejilla y el pómulo, sin rastro siquiera de cuenca. Aquel joven era un mutante, uno de los desdichados que habían nacido con deformaciones producidas por la radiactividad.

—Soy Davos en el canal —les explicó a todos, aunque su atención continuaba centrada en Anna—.Y él es el magnífico Vito. No se fiaba demasiado de vosotros y por eso hemos quedado un poco antes —dijo—. Que no salga de aquí, pero me temo que nuestro amigo es un poco paranoico. Ni siquiera ha querido decirme si Vito es su verdadero nombre.

El aludido lo miró con expresión sombría.

—He soñado con ella; no necesitáis saber nada más de mí —afirmó mientras los miraba de uno en uno. Iba cargado con una mochila tan enorme que lo doblaba hacia delante de manera exagerada—. Ni yo de vosotros. Estamos aquí para rescatar a la soñadora del monstruo. Por eso nos ha convocado y eso es lo que tenemos que hacer.

—No vamos a rescatar a nadie —dijo Aaron. A pesar de contar con un solo ojo, había que reconocer que el joven disfrutaba de un atractivo inusual, como si la naturaleza hubiera querido equilibrar su tara con el don de la belleza—. No sé vosotros, pero yo no soy demasiado heroico. Ya tengo bastante con que me miren raro por la calle, no quiero meterme en problemas.

Ismael asintió.

—Vamos a acercarnos al valle a echar un vistazo, nada más. Si vemos algo extraño, por poca cosa que sea, llamaremos al Departamento de Seguridad y que se encarguen ellos.

Miró receloso a Anna. La muchacha se había mostrado reticente con ese plan en el canal, no parecía demasiado convencida de que dar parte al Departamento de Seguridad fuera buena idea y eso había acrecentado las sospechas de Ismael. Habían intentado averiguar de dónde había sacado la información sobre el logo y el valle, pero se había negado a dar explicaciones. Era evidente que ocultaba algo.

—Sin problemas —corroboró Sammy—. Además, tampoco tenemos mucho tiempo para corretear de aquí para allá; mi padre necesita la furgoneta de vuelta esta noche.

El pelirrojo se aposentó en el sillón del conductor mientras Ismael se echaba la mochila al hombro. Cuando entró en la furgoneta tras Anna, se dio cuenta de que Sammy apenas llegaba al volante; de hecho, para conseguirlo, se ayudaba de un cojín.

—¿Seguro que eres capaz de conducir esto? —le preguntó, dubitativo. Las manos del muchacho parecían demasiado pequeñas para manejar los controles y el volante.

—No te preocupes, sé conducir —dijo—. Mi padre me enseñó el año pasado. Está obsesionado con la idea de que tiene que prepararme lo mejor posible para el día de mañana. —Levantó una tapa ubicada en el lateral del salpicadero—. Le ha costado tantísimo llegar a donde está que tiene miedo de que yo la fastidie cuando se muera. Al menos conducir es divertido, la contabilidad y la gestión de empresas pueden resultar un coñazo, os lo juro. —Hurgó en el cableado que había quedado a la vista; después, tras mirar un panel situado junto al volante, anunció—: Acabo de desconectar el localizador de la furgoneta. Desde este preciso instante y hasta que vuelva a conectarlo estaremos fuera del alcance de los satélites de seguimiento. Acabo de sacar la furgoneta del mapa. ¡Adoradme, bellacos!

—¿Tu padre no sospechará si le pierde el rastro? —preguntó Dominic, inclinado hacia delante desde los asientos traseros que compartía con Anna y Aaron.

—No —contestó Sammy mientras encajaba a golpes la tapa del salpicadero en su sitio—. Los sistemas de localización tienen caídas frecuentes. Sobre todo cerca de las zonas muertas, quizá sea por la radiación, puede que interfiera en los sistemas, no lo sé…

A la mención de radiactividad, Vito abrió la enorme mochila que había colocado entre sus piernas y sacó de ella varios botes de cremas protectoras y lo que parecía ser un enorme pistolón fabricado a base de válvulas.

—Me he tomado la libertad de traer cremas antirradiacion y un contador Geiger —dijo—. Lo he fabricado esta mañana.

—¿Te has hecho un contador Geiger? —preguntó Anna, admirada, con los ojos muy abiertos.

—Es fácil si sabes cómo y tienes el material adecuado —murmuró Vito mientras accionaba el dispositivo. Enseñó las lecturas a todos: estaban en verde—. El Valle de las Mariposas está en plena zona muerta, la radiación allí tiene que ser considerable. Toda precaución es poca. —Del bolsillo de la parka militar que vestía sacó un puñado de píldoras de color azul y considerable tamaño—. También he traído pastillas de yodo tratado. Os aconsejo que os toméis un par ya, sin esperar más.

Todo aquel arsenal contra la radiación le hizo recordar a Ismael adónde se dirigían y el riesgo que corrían. Sin poder evitarlo, la vista se le desvió hacia el único ojo de Aaron.

—No perdamos la calma —aconsejó Sammy. La aerofurgo volvió a la vida tras un potente eructo y, con una suavidad sorprendente, alzó el vuelo—. La furgoneta cuenta con blindaje especial —explicó—. El desguace está cerca de una zona muerta; de hecho, los hombres de mi padre se adentran de vez en cuando en ella en busca de material; sé que no es muy legal, pero eso a mi querido progenitor le importa bastante poco. Bueno, a lo que iba: mientras no salgamos del vehículo, estaremos a salvo, ¿vale? Nadie tiene que tomar nada si no quiere.

Tras esa información todos declinaron la oferta de Vito.

—Allá vosotros —dijo él. Justo después se metió, sin solución de continuidad, dos píldoras en la boca que ayudó a bajar por su garganta con un trago de la cantimplora que llevaba enganchada al cinturón. Tras ello comenzó a embadurnarse el rostro y las manos con el potingue de uno de sus frascos. Olía a menta.

Ismael se recostó en el asiento. No era la primera vez que volaba, por supuesto, pero sí la primera en la que ponía rumbo a las zonas muertas. No pudo evitar recordar todas las historias que había escuchado de niño sobre esos lugares, historias que hablaban de las temibles criaturas que deambulaban por los desiertos radiactivos a la caza de cualquier cosa que llevarse a la boca; de insectos del tamaño de edificios en lucha constante con engendros mutados que una vez fueron hombres; de ejércitos fantasmales que combatían todavía entre sí, desconocedores de que la guerra ya había terminado, ignorantes de que era la radiación y no la vida lo que los animaba a seguir luchando… Sabía que todo eso no eran más que cuentos para asustar a los niños, tonterías y patrañas sin sentido, pero resultaba sencillo concederles un viso de credibilidad cuando te dirigías al escenario donde supuestamente tenían lugar esas historias. Se retiró el cabello de la frente y resopló: ¿qué estaban haciendo? ¿En qué aventura estúpida se había embarcado? Ahí estaba, junto a un montón de desconocidos de camino a las tierras envenenadas, empujados todos por un sueño común que quizá no fuera más que un delirio. Le llegó un hálito de la colonia de la niña bien y negó con la cabeza.

—Esto es una locura —murmuró lo bastante bajo como para solo escucharse él. El sonido de su voz lo perturbó todavía más.

Las siluetas de las fábricas comenzaron a deslizarse ante su vista, gigantescas y pesadas; y, por un instante, la velocidad de la furgoneta, la dirección del vuelo y la perspectiva desde arriba le hicieron creer que aquellas moles estaban embistiendo contra la ciudad a sus espaldas.

De pronto, un piloto del salpicadero de la furgoneta comenzó a parpadear. Apenas un instante después el contador Geiger casero de Vito hizo lo mismo. El muchacho se enderezó tan rápido en el asiento que a punto estuvo de volcar su mochila.

—Bienvenidos a Ciudad Radiación —canturreó Sammy—. No asomen cabezas ni extremidades por las ventanillas si no quieren que se les vuelvan verdes.

Dejaron atrás la última fábrica, un pabellón metalúrgico abandonado tiempo atrás, para entrar al fin en los yermos radiactivos. La luz parpadeante de los contadores Geiger pronto se hizo continua, así como las miradas de los muchachos a los dígitos de la pantalla. El terreno que sobrevolaban era color pizarra y estaba salpicado de grietas y tremendas hendiduras, de cañones y súbitas elevaciones. No había rastro de vegetación, todo eran rocas diseminadas, la mayor parte de ellas quebradas, como si algo o alguien las hubiera destrozado a golpes. El enemigo había arrasado con bombas sucias todos los campos de cultivo de la zona, así como las pequeñas poblaciones que se desperdigaban entre los grandes centros urbanos, por suerte la mayoría deshabitadas antes de que eso ocurriera. Había sido una guerra cruenta, salvaje, sobre todo en sus primeros compases. Los aliados también habían usado esa táctica de bombardeos masivos contra el enemigo, por supuesto. Al menos, ambos bandos habían respetado los acuerdos de no bombardear las grandes ciudades. El padre de Ismael aseguraba que, de haber ocurrido eso, si una de las grandes potencias hubiera atacado por error o a sabiendas una gran ciudad, la guerra habría sido muchísimo más corta. Y no habría habido muchos supervivientes para contarla.

—Estuvimos al borde del abismo durante años —solía decir—. Al borde de la extinción de la especie humana. Hemos conseguido una nueva oportunidad. Esperemos haber aprendido la lección.

Todos se sumieron en un tenso silencio; hasta Aaron, que durante todo el viaje había intentado charlar con Anna, sin importarle que la muchacha lo ignorara o respondiera con monosílabos, calló, con la vista perdida en la desolación por la que avanzaban. Resultaba difícil concebir que tan solo a unos kilómetros de distancia se levantara una ciudad. Aquel paisaje bien podía pertenecer a otro planeta.

—¿Creéis que me crecerá un nuevo ojo si paso mucho tiempo en una zona muerta? —preguntó Aaron desde atrás.

—Eso es una tontería —contestó Dominic sentado a su lado—. La radiactividad necesaria para causar mutaciones acabaría contigo antes de que se produjeran. Y aun en el caso de que sobrevivieras, es improbable que sufras esa mutación de la que hablas.

Aaron suspiró.

—Hoy es un buen día para aprender palabras nuevas, querido Dominó —le dijo—. Y le toca el turno a la palabra «broma»: dícese de cuando alguien no habla en serio. ¿Me sigues?

—Oh. Claro. —Dominic balbuceó, incómodo—. Perdón. Todo esto me tiene de los nervios, lo siento.

Vito se enderezó todavía más en su asiento. Había sacado de su mochila un nuevo aparato con todo el aspecto de haberlo fabricado también él mismo y, al parecer, lo que veía en él no le gustaba en absoluto.

—¡Nos estamos desviando! —exclamó mientras agitaba el artilugio, algún tipo de localizador de posición—. ¡No vamos al Valle de las Mariposas! ¡Vamos en dirección contraria! —Miró horrorizado al piloto pelirrojo—. ¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué estáis tramando?! ¡¿Adónde nos lleváis?!

—No tramamos nada —dijo Sammy con voz pausada—. Simplemente no seguimos la ruta directa. Vamos a dar un rodeo.

—Pero ¡vamos en dirección opuesta! —insistió Vito. Tenía los ojos desorbitados y parecía a punto de sufrir un ataque de nervios—. ¡Nos estamos alejando de nuestro objetivo!

—¿Está diciendo la verdad? —preguntó Ismael, preocupado. ¿Y si era una trampa?

—Dice la verdad —corroboró Sammy, sin perder la calma—. Nuestra ruta de vuelo es bastante curiosa. Y todavía lo será más, pero llegaremos a nuestro destino, os lo prometo.

—¿Puedes explicarme el porqué de tanto rodeo? —quiso saber Ismael. Comenzaba a perder la paciencia. Tenía la impresión de que tanto el pelirrojo como la chica bien los mantenían en la ignorancia a propósito.

—¿Tanto trabajo te cuesta confiar en los demás? —le soltó Anna desde atrás—. Vamos al Valle de las Mariposas. Es lo que queremos todos. ¿No te basta con eso?

—Me cuesta confiar en personas que acabo de conocer, sí, y más si sé que no están siendo del todo sinceras conmigo —dijo él—. Todos estamos metidos en el mismo barco y todos deberíamos tener la misma información —añadió con rabia. Miró a los ojos a Anna—. ¿Qué nos estáis ocultando? —La muchacha le sostuvo la mirada sin ningún problema, con el ceño fruncido y expresión hosca.

—Nada importante —contestó al final a regañadientes—. Mi madre trabaja para el Departamento de Recuperación del Espacio, ¿vale? He tenido acceso a su documentación privada, y, por favor, no me preguntéis cómo. En el Valle de las Mariposas está una de sus estaciones. Exacto, justo en el sitio adonde vamos. Se supone que están limpiando de radiactividad la zona para luego construir invernaderos. He encontrado mapas suyos con las rutas más seguras para llegar. —Se detuvo un instante, como si se arrepintiera de proporcionarles tanta información—. Sammy nos está llevando por el camino menos peligroso. Eso hace, ¿te quedas más tranquilo ya? —le preguntó a Ismael con claro desprecio—. ¿Necesitas más explicaciones, chico duro?

Antes siquiera de que hubiera acabado de formular esa última pregunta, tanto el piloto de la furgoneta como el del Geiger de Vito abandonaron su amenazador brillo rojo constante y comenzaron a parpadear de nuevo. La radiación exterior había descendido de forma notable, confirmando las palabras de la joven.

—¿Tu madre tiene algo que ver con la chica del sueño? —preguntó Aaron, sorprendido.

—¡No! —se apresuró a contestar Anna—. Mi madre es coordinadora de proyectos, nada más. Lo único que hace es sentarse en su despacho, mirar informes, hacer presupuestos y pensar con quién va a casarme.

Ismael guardó silencio. Durante un instante estuvo tentado de pedir disculpas a Anna, pero no tardó en cambiar de parecer. Todavía tenía la sospecha de que la muchacha les ocultaba algo, pero ahora mismo se sentía incapaz de reprochárselo, no con aquella luz parpadeante que se burlaba de él desde el salpicadero.

La aerofurgo siguió con su vuelo errático a través de las zonas muertas. Vito se encargaba de informarles de cualquier cambio en la ruta nada más producirse. Y gracias a eso pronto no quedó la menor duda de que Sammy y Anna habían dicho la verdad: se aproximaban al Valle de las Mariposas. Ismael se preguntó si la joven morena también estaría allí. Cerró los ojos para evocar su recuerdo y, como de costumbre, sintió como el corazón se le aceleraba al hacerlo. Incómodo por dejarse llevar por ensoñaciones junto a aquel grupo de desconocidos, se recompuso en su asiento. El paisaje se mantenía inmutable allí fuera: extensiones y extensiones yermas, salpicadas de grietas y rocas. Alcanzaron a ver en la lejanía la silueta de un pueblo abandonado; parecía más un decorado que un escenario real.

—Las lecturas de los contadores han descendido mucho —murmuró Vito, y lo sacó de su embelesamiento—. Casi estamos a los mismos niveles que en las afueras de la ciudad —les informó mientras estudiaba su contador. Ismael miró el de la furgoneta. Los parpadeos rojos se habían distanciado muchísimo unos de otros.

—Estamos a punto de llegar al valle —comentó Sammy—. Quizá el Departamento de Recuperación del Espacio sea más efectivo de lo que creíamos.

—Pero ¿tanto? —preguntó Vito. Negó con la cabeza de una forma tan rotunda que daba la impresión de que el cuello se le podía romper en cualquier momento—. Esta zona está catalogada en los mapas como una zona muerta. Todos lo vimos. Pero los niveles de radiación no se parecen en nada a los de los planos. Son muchísimo más bajos. Tiene que ser un error.

—¿En los dos aparatos a un tiempo? —preguntó Dominic—. ¿No te parece raro?

—Alguna interferencia tal vez —aseguró, poco convencido. Miraba ahora hacia las dos montañas a las que se aproximaba la aeronave. Ismael las reconoció gracias al mapa de la zona que había estudiado la noche antes. Tras ellas se ocultaba el Valle de las Mariposas. Casi esperaba ver aparecer al otro lado un castillo de cuento de hadas guardado por un temible dragón.

—Dama y caballeros —anunció Sammy con voz engolada, ajeno a la conversación sobre las lecturas de los contadores, mientras reducía altura y maniobraba entre las montañas—. Me complace informarles de que dentro de unos instantes llegaremos al destino final de nuestro viaje. Gracias por volar con nosotros —dijo.

El Valle de las Mariposas apareció ante su vista. Había árboles arremolinados alrededor de un riachuelo zigzagueante, edificios prefabricados, estructuras ruinosas y una torre repetidora de sueños de aspecto vetusto. Pero lo que más llamó la atención del grupo fue el inmenso pabellón que ocupaba el centro del valle. Estaba enclavado en una zona cementada, y en un lateral de su fachada se podía contemplar, claro y terrible, el mismo símbolo que Ismael había visto ondear en las banderolas que coronaban las almenas del castillo de su sueño.

—Está allí —dijo—. Ella está allí.