INTERLUDIO: DOMINÓ

Delante de la consola, Dominic intentaba analizar sus propios sentimientos. El símbolo, las nuevas pistas, la reacción de Anna… todo los acercaba más a desvelar el misterio de aquel sueño. Le sorprendió su falta de emoción. El sueño era importante, eso lo sabía, pero el sueño en sí no era su motor de arranque, su razón para contactar con otros soñadores, su razón para buscar respuestas. A diferencia de los demás, la chica morena no era lo que lo motivaba.

Dominic (Dominó para los amigos virtuales) siempre se preguntaba si era justo cargar con la culpa de otros. Se preguntaba también por el concepto de justicia, mucho más de lo normal en un chico de quince años. Cuando los vecinos de su edad quedaban en la plaza de la Salamandra (aquella explanada rodeada de cristal del Nivel 3, la que lindaba con el edificio de la señora Lamart y con el apartamento del viejo que alimentaba a una rata a escondidas) para tomarse unas Biorrit y practicar con sus patinetes, él permanecía en casa, con su consola, e investigaba qué decían los grandes sobre aquello de la justicia, a pesar de que la gran plaza (llena de jóvenes que se conocían desde niños, hijos de padres que se conocían desde la guerra, que se debían alguna extraña fidelidad de supervivientes) estaba tan solo a una parada de vagón eléctrico de su propia vivienda, a apenas tres pisos del temido suelo. Pero Dominic llevaba tiempo sin asomar por allí con su patinete rojo, que de todas formas a estas alturas ya habría pasado de moda (y uno no era nadie en la plaza de la Salamandra si no portaba lo último en patinetes, ya fueran Calavera, Vili o, si te había tocado la lotería, Butcharnó).

Salía poco de casa desde que había empezado a cavilar acerca de la Justicia, así, con mayúscula. Era un fundamento, un Trascendente, algo más allá de las limitaciones del propio ser humano, o eso le habían enseñado su consola y las clases gratuitas del sistema educativo público. Pero había redes, redes ocultas y no autorizadas, a las que podía acceder cualquier persona que tuviera determinados conocimientos y claves, redes en las que se hablaba de antiguos pensadores, antiguos hombres y mujeres de inteligencia extraña, aquellos a los que denominaban filósofos. Algunos conceptos, como karma, libre albedrío, predeterminación, herencia, iluminaban y oscurecían a la vez su mente. Al fin y al cabo, hacían que se preguntase cosas incómodas. La justicia, el fundamento incorruptible apoyado por las mayores personalidades, los mejores profesores y líderes, lo excluía de culpa. ¿Por qué, entonces, pagaba él por el crimen de otro?

Desde el suicidio de su hermano, de aquel hombre al que apenas había conocido, que le sacaba tantos años y tantas vidas, todo había sido un desastre tras otro: diez años de desastres encadenados. Una vez, una extraña había intentado acuchillar a su madre en el mercado; tras eso, el Departamento de Seguridad los había dotado de protección: tres agentes que se turnaban para vigilar a los suyos y se ayudaban de todo tipo de cámaras e instrumentos de vigilancia. Le avergonzaba pensarlo, pero Dominic sospechaba que no era más que una excusa para tenerlos controlados a ellos, a los familiares, como si la maldad se llevara en la sangre, como si el horror fuese genético. Y al final, después de todo, su madre no había presentado cargos contra la mujer. Cómo hacerlo, si el hijo de su atacante había sido una de las víctimas del suyo.

Dominic había leído que en situaciones de estrés prolongado las parejas solían dividirse. Al principio no había ocurrido así en el seno de su familia, que, frente al choque de lo increíble, de lo inaudito, frente a la locura de ese hado que se les venía encima, pareció unirse en torno a un solo núcleo indestructible llamado hogar. Sin embargo, aquella ilusión duró poco, y pronto comenzaron a aparecer los primeros indicios de que sus padres no eran más que dos muertos vivientes, dos personas que hablaban, andaban y comían como si nada ocurriese, cuando en sus ojos asomaba el agujero negro que los vaciaba por dentro.

Dominic pensaba a veces que sus vidas no habían comenzado con su nacimiento, sino con el crimen de su hermano; como si cualquier hecho anterior no fuera más que un episodio de un serial, o un sueño lejano y borroso. Nada había mejorado con el tiempo. Los días más difíciles fueron aquellos en los que parecía que Dominic no existía, días en los que sus padres evitaron su contacto, como si no quisieran recordar que tenían otro hijo que podría traicionarlos del mismo modo que había hecho el primogénito. Pronto aprendió a valerse por sí mismo, a depender de la generosidad de un par de familias vecinas que todavía respetaban los sagrados lazos de unión de la posguerra. Con la excepción de aquellas personas, el mundo externo se convirtió, cada vez más, en un ente extraño con el que no se atrevía a confraternizar, un espacio lleno de familiares de víctimas dispuestos a tomarse la venganza por su mano de mil maneras diferentes.

Y el rencor no cesaba con el paso de los años; seguía presente y agresivo. Los constantes ataques, el desprecio, la pesadilla diaria que era para su familia trabajar o acudir a cualquier reunión social, acabaron por hacer mella. Un día se levantó y su padre no estaba allí. Lo buscaron durante meses, hasta aceptar por fin que no volvería. Se rumoreaba que se había suicidado, al igual que su hijo mayor; había quien decía que había aparecido muerto, flotando en el río de basura que atravesaba la parte más deprimida de la ciudad; y hasta alguien había dicho haberlo visto salir a pie de la urbe y desaparecer envuelto en una nube de radiación. Gracias a la herencia de sus abuelos, su madre y él habían conseguido sobrevivir, aunque a duras penas. Ella se volvió cada vez más taciturna, se encerró cada vez más en su casa y más en sí misma, hasta el punto de que ya nunca salía: ni del hogar ni de su cabeza. Y Dominic se quedó realmente solo.

Un tiempo después de la desaparición de su padre, Dominic comenzó a salir con chicas, tal vez porque buscaba en la calidez femenina el afecto de una madre que lo había olvidado. Buscaba jóvenes con propiedades mágicas: guapas, algo frívolas, habladoras, risueñas, que abrazaban con demasiada frecuencia a los demás. A Dominic le servían de bálsamo reparador, como si pudiera refugiarse en sus oasis de nimiedades, como si de repente cobrase vital importancia conocer la diferencia entre un vestido y una combinación de camiseta y falda, o la distinción de vida o muerte entre sandalias y zuecos. Aquellas chicas tenían faldas cortas, piernas largas y nunca llevaban zapatos planos; no eran reticentes a intimar y Dominic, cuya libido adolescente parecía haberse convertido en una locomotora sin frenos que descarrilaba cuesta abajo, agradecía la generosidad con que ellas procuraban ganarse su cariño a través de la hidalguía de sus cuerpos.

De cualquier forma, pese a su interés físico, no había llegado a sentir verdadero afecto por ninguna de ellas. Sospechaba que su capacidad para amar había quedado mermada tras la inevitable catástrofe que era su vida familiar; sospechaba a su vez que esta insensibilidad, así como la fama oscura que le proporcionaba ser hermano de quien era, lo convertía en un reto que atraía a las jóvenes de su edad como moscas a la porquería. De un modo parecido, el sueño con la joven de las mariposas le había producido cierto impacto racional, pero una respuesta emotiva muy escasa.

Dos cosas le habían quedado claras al despertar. Primero, que no se trataba de un sueño ordinario, corriente, programado; segundo, que esa chica existía y que estaba en apuros. Dominic intuía que el sentimiento de culpabilidad asociado a lo que había hecho su hermano lo arrastraba a una inevitable cruzada en busca de redención: de la suya, de la de su familia, de la de su nombre. Si Dominic hubiese creído en conceptos como la fatalidad o el destino, habría asegurado que salvar a esa chica de ojos inmensos era su camino, el papel que alguna entidad superior le había otorgado en el gran teatro del mundo. Pero Dominic se resistía a seguir reflexionando sobre temas dolorosos e inquietantes, y se armó con la seguridad de tener un objetivo claro, fuera cual fuese su motivación subconsciente. Y ese objetivo era poderoso, era simple. Era hora de olvidarse de sus propios demonios y de enfrentarse a los monstruos reales que esperaban ahí fuera.

A Dominic le habían llamado la atención algunos aspectos del sueño. No tanto que la chica lo hubiese besado, pues no era ni la primera ni la última vez que un sueño contenía besos. No era el beso lo que lo cegaba. En el sueño quedaba bastante claro que la joven se hallaba en algún tipo de encierro. Algo la amenazaba, la perseguía, una sombra se asomaba en cada esquina, dejaba ver garras, dientes y armas vestida con un rostro que él conocía demasiado bien. Era imposible que el sueño representara algo real, y sin embargo nunca había estado tan seguro; existía aquella chica morena con un colgante en forma de mariposa y existía un terrible monstruo que deseaba hacerle daño, tal vez incluso matarla, como ya había hecho con tantísimas personas. Era una bestia que Dominic había dado por muerta, pero que había reaparecido y volvía a amenazar a seres inocentes. Tenía que rescatar a la joven porque estaba a merced de un monstruo.

A merced de su hermano.

No tardó en recurrir a las redes privadas, a los sistemas piratas. Sospechaba que si la llamada de socorro había llegado hasta él, cabía la posibilidad de que su desesperación se hubiera proyectado también a otras personas. Por mucho que el sueño tuviese un mensaje personal, dirigido de manera obvia a Dominic, conocía lo suficiente la tecnología onírica (¿no era esta la especialidad de su padre, la que había sido la especialidad de su hermano? Era parte de su herencia maldita) como para saber que la emisora habría utilizado elementos básicos para luego aderezarlos con el subconsciente del soñador. Del mismo modo sabía, si bien no quería creerlo, que el rostro de su hermano podría haber sido una aportación suya. Pero se trataba de una posibilidad que no podía ignorar: que el monstruo siguiese vivo, que el monstruo anduviese suelto.

Le sorprendió lo pronto que aparecieron otros afectados por el sueño. Desde el principio se había planteado su existencia como posibilidad, pero acudir a las redes ilegales había sido más un recurso informativo que una búsqueda social; una manera de encontrar referencias que lo ayudaran a identificar localizaciones geográficas, de encontrar pistas que lo condujeran hasta ella. Y así había llegado hasta Samael, hasta SamSagaz, hasta Anna, Vito y Davos. Parecían personas agradables, inteligentes. Samael sobre todo le inspiraba confianza; parecía capaz de tomar decisiones y demostraba amplios conocimientos sobre la tecnología del sueño. Davos y SamSagaz eran risueños, bromistas, y se preguntaba hasta qué punto eran conscientes de lo que implicaba ese gran lío en el que estaban metiéndose. Anna y Vito eran complicados de descifrar, su participación en el chat era escasa y muy seria, y Dominic intuía que tenían información que no compartían con el resto, pero ¿quién era él para echárselo en cara? Por razones obvias no les había contado lo del monstruo, ni el rostro que vestía en su sueño, ni qué significaba para él. Pero pronto habría una fecha, una hora, una meta clara y definida. Se les llenaba la boca de precauciones, de excusas, pero él sabía muy bien que, una vez localizado el lugar donde estaba prisionera la muchacha de las mariposas, no habría forma de volver atrás.

Dominic Zola apagó la imagen proyectada del chat. No sabía si resistiría la espera.