La lluvia golpeteaba con fuerza contra los paraguas y toldos de la plazoleta. Ismael se encasquetó con más fuerza aún la capucha de su impermeable mientras aguardaba paciente en la cola de racionamiento. No era una lluvia normal la que se descargaba sobre ellos. Aquel interminable chaparrón era producto de la condensación que tenía lugar en las plantas bajas de los rascacielos de la ciudad. Era una lluvia sucia y desagradable. Había zonas de los suburbios más castigadas que otras por aquel fenómeno y aquella en particular era una de las que más lo sufría.
«Se nos mean encima», solía decir su madre. «Los ricos se nos mean encima, a eso hemos llegado».
Algo retumbó en las alturas. Un trueno que no era tal. Ismael alzó la vista. Allí en lo alto se distinguía la sombra de uno de los inmensos túneles que unían las torres. En aquellos momentos un tren surcaba el conducto, con su cargamento de privilegiados a cuestas. Se decía que había gente en los niveles superiores que llevaba años sin pisar los niveles bajos, que de hecho consideraban humillante la mera posibilidad de hacerlo. Ismael había oído que los grandes gerifaltes de la ciudad vivían en fastuosas terrazas, muy por encima de la capa de contaminación que cubría la urbe, y que jamás descendían un solo nivel.
Tras otra media hora de espera bajo la amarillenta luz de las farolas, llegó su turno en la cola. La entrada de los almacenes municipales era poco más que una precaria techumbre de metal donde una mujer uniformada, que lucía tal papada que parecía tener el cuello doblado, se dedicaba con hastío a la tarea de repartir las cajas de raciones. La mujer comprobó el chip de identidad de Ismael y sacó una caja que al muchacho le dio la impresión de ser bastante más pequeña que la de la semana anterior. No le hacía falta abrirla para saber qué contenía: diminutos paquetes de azúcar y sal, pan para hornear, filtros y depuradores de agua, vegetales inidentificables y varios pedazos de carne desalada. Ismael cargó la caja en el carrito, firmó en la pantalla del albarán electrónico que la mujer le tendió, salió del almacén y emprendió el camino de regreso.
Avanzó entre la multitud, su carrito tras él. A intervalos regulares se veían garitas de vigilancia, con hombres embutidos en los uniformes grises del Departamento de Seguridad, la estampa habitual en las cercanías de los centros de aprovisionamiento. Mientras atravesaba las calles no dejaba de pensar en la joven de las mariposas. Decir que se había convertido en una obsesión era quedarse corto: le costaba trabajo no pensar en otra cosa. Ni siquiera las voces de los vendedores ambulantes la apartaban de su cabeza. ¿Quién era? ¿De qué tenía que salvarla? ¿Dónde encontrarla? Estaba convencido de que era real, de eso no tenía ninguna duda, a pesar de la opinión de su padre.
—Enhorabuena —le había dicho tras quitarse la diadema donde había probado el escenario de la mariposa—. Has programado el sueño más aburrido de la historia.
La nube había seguido siendo una nube para él. No había cambiado. El sueño vacío había continuado vacío sin que sufriera la menor mutación; lo que era de esperar en un sueño de apenas dos líneas de código. Tras el sueño fallido, su padre había analizado de arriba abajo el elemento Nube 67676701. Y en él encontró una diminuta tara, una anomalía que a Ismael se le había pasado por alto: el espacio en soporte físico que ocupaba la nube era algo mayor de lo que sería normal en un elemento de ese tipo; era una diferencia mínima, casi inapreciable, un espacio vacío que no debería estar allí.
—Ahí tienes a tu muchacha —comentó su padre—. Hay un espacio en blanco, un elemento no cerrado por el que se cuela el subconsciente del soñador. Tu jovencita no es más que un archivo mal ensamblado.
—Es imposible. —Se negaba a creer aquello. La joven de las mariposas era real.
—Si tienes una explicación más convincente, estoy deseando oírla —dijo entonces su padre. En la voz se le notó el agotamiento y la necesidad, cada vez más apremiante, de abandonar el mundo real para ir en busca de su esposa muerta.
—¿Por qué tu subconsciente no ha alterado el escenario? —quiso saber entonces Ismael—. Si el mío lo hizo, ¿por qué no el tuyo?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez tu mente sea más propensa a dejarse llevar, o quizá yo estoy demasiado cansado como para perder el tiempo en tonterías. —Se levantó de la silla—. Esa joven no existe, no ha existido jamás. Es solo un producto de tu imaginación, Ismael. Asúmelo.
«¿Como tú has asumido la muerte de mamá?», estuvo a punto de preguntar, rabioso. No lo hizo. Nunca hablaban de ella, nunca la mencionaban; su madre era otro espacio en blanco, una ausencia siempre presente y nunca abordada.
Creía que la conversación ya había terminado, pero, antes de que pudiera marcharse, su padre volvió a hablar.
—Sin embargo, si quieres seguir buscándola, allá tú. Eres libre de perder tu tiempo como se te antoje. Pero no lo hagas en la nube, no lo hagas en la red onírica. No te conectes a ella durante un tiempo, ¿de acuerdo?
Él lo había mirado sin comprender.
—¿Tiene algo que ver con el caso en el que estás colaborando? —preguntó.
Su padre dudó un momento. Ismael supuso que lo ataba alguna cláusula de confidencialidad con el Departamento de Seguridad.
—Tan solo no te conectes —le pidió.
La zona del mercado era un caos de gente vociferante, de puestos móviles que se atropellaban unos a otros y que apenas dejaban ver los escaparates de las pequeñas tiendas que tomaban las calles. Ismael saludó con la cabeza a la mujer negra que vendía utensilios de cocina de segunda mano, una vieja conocida, y enfiló hacia la bocacalle que conducía a la relojería. En aquella parte, la venta ambulante descendía de manera considerable; los únicos puestos pertenecían a las propias tiendas y estaban situados frente a los escaparates de las mismas. Le faltaban todavía varios metros para llegar a la relojería cuando, entre el gentío que iba y venía, pudo ver la cinta negra y roja que cruzaba en aspa tanto el escaparate como la puerta del local. Negó con la cabeza, incrédulo. El Departamento de Seguridad había clausurado la tienda, no necesitó leer el aviso pegado a la puerta para saberlo, le bastó con ver los colores del precinto. Avivó el paso y, con el carrito traqueteando tras él, giró la esquina para entrar en el edificio por la puerta que correspondía a la vivienda propiamente dicha. No había rastro de policía en la calle y eso le infundió ciertos ánimos tras la alarma inicial: fuera cual fuese el motivo del cierre, no era tan grave como para dejar a nadie vigilando. Aun así, cuando el tictac de los relojes salió a su encuentro, algo en su tono le transmitió una marcada urgencia.
Se topó con su padre antes de entrar en la tienda. Estaba sentado a la mesa de la cocina, con un vaso de licor amarillento en una mano y la mirada perdida. No hizo ademán de haberlo oído entrar hasta que Ismael se dirigió a él de forma directa:
—¿Qué ha pasado?
—Seguridad ha cerrado la relojería. —Se acercó el vaso a los labios, aunque no llegó a beber—. No te preocupes, la reabrirán en cuanto cierren la investigación. Hemos tenido suerte. De no haber estado ayudándolos con lo del funcionario muerto, cualquiera sabe qué habría sucedido.
—Pero ¿por qué nos han cerrado? ¿A qué investigación te refieres?
—El anciano al que le vendiste el sueño de la playa mató a su mujer mientras dormía. —Acabó el contenido del vaso de un solo trago. Se lo tomó con ira, con rabia—. La mató mientras soñaba tu sueño —dijo.
Ismael retrocedió un paso. Ahora el tictac de los relojes se le antojó un sonido perverso, burlón, una carcajada metálica que saturaba el espacio.
—Es horrible —dijo, y se sintió ridículo al resumir en esas dos palabras todo el drama contenido en la muerte de esa mujer.
—Después de cometer el asesinato, confesó dónde había comprado el sueño. Por lo visto, su esposa llevaba tiempo enferma y él no podía soportar verla así. Quiso regalarle un último momento de felicidad. Luego la asfixió. —Su voz iba y venía. Ismael se preguntó cuánto habría bebido ya—. ¿Recuerdas lo que te dije el primer día que te pusiste tras el mostrador? —Su mirada era acusadora. ¿Estaba responsabilizándolo de la muerte de esa mujer? No, no podía ser cierto, no podía ser tan cruel—. ¿Lo recuerdas?
—Me dijiste muchas cosas, papá —dijo—. Es complicado que sepa a cuál te refi…
—Te dije que nunca le vendieras sueños a gente desesperada. Te lo advertí.
—Ese anciano no parecía desesperado. Solo triste.
—Eso es la desesperación —masculló—. La tristeza absoluta. —Cogió la botella de licor y volvió a llenarse el vaso. La mirada seguía ausente. Ismael ni siquiera se preguntó si el hecho de que hubiera cambiado los sueños por alcohol era una mejora. Estaba demasiado impresionado por lo que acababa de contarle como para pensar en ello.
Abandonó la cocina, después de dejar el carrito y su carga junto a la mesa. Necesitaba huir de allí, alejarse de su padre y del olor a cloaca que emanaba de la botella abierta. Por un instante, no supo adónde dirigirse. El recuerdo de aquel anciano de hombros caídos y mirada perdida hizo que se estremeciera. Le había parecido tan frágil, tan pequeño… Pero aun así había tenido fuerza suficiente para matar a la mujer que amaba porque no soportaba verla sufrir. Pero ¿de verdad había sido fuerza lo que había necesitado? ¿No sería más bien debilidad? ¿Cómo definirlo? El anciano había matado por amor, eso era indudable; equivocado o no, el amor había sido lo que había guiado su mano. Al igual que el amor era lo que estaba empujando a su padre a olvidarse de la vida y matarse, poco a poco, a sí mismo. ¿Y él? Él tampoco estaba a salvo de esa locura, de esa obsesión. Había caído en las garras de un amor imposible, de un amor entrevisto en sueños.
Se metió las manos en los bolsillos y, tras echar un vistazo dentro de la relojería para comprobar que todo estaba en orden, se encaminó hacia su cuarto. No era un amor imposible. Era un amor cautivo. La muchacha de las mariposas estaba atrapada en una pesadilla y le había pedido ayuda. Y tenía que encontrar el modo de proporcionársela.
Su habitación se parecía mucho al taller donde programaban los sueños, aunque en ella reinaba un desorden aún mayor. Ismael estaba más cómodo en escenarios donde todo estuviera amontonado o tirado por los suelos, sillas y estantes. Solo cuando su entorno tenía aspecto de madriguera se sentía realmente bien, realmente a salvo. Eso no significaba que descuidara la limpieza; lo que no soportaba era el orden excesivo, se sentía constreñido en él, atrapado. Había tenido muchos encontronazos con su madre a raíz de esa manía, pero con su padre no tenía ese problema. Que él recordara, la última vez que había entrado en su cuarto había sido para decirle que su madre había sufrido un accidente.
Dejó su impermeable colgado de la ventana para que goteara en el patio interior. A continuación se tumbó en la cama y desenrolló el portátil de batalla, el que siempre llevaba consigo a todas partes. Desde el día anterior, desde el nuevo encuentro con la joven morena, había estado intentando averiguar quién era. Por desgracia, todas sus investigaciones habían sido inútiles. Orientar la búsqueda hacia la identidad de la joven no tenía sentido, era un absurdo. Lo que tenía que saber primero era cómo conseguía alterar los sueños de un modo tan drástico.
Para intentar averiguarlo, Ismael había entrado ya en un sinfín de grupos de discusión onírica, así como en una buena cantidad de canales de chat, algunos de ellos ubicados en la red ciega, el entramado de servidores ilegales que configuraban la red pirata, ajena por completo al Gobierno y las redes normales. Ismael entró en modo navegador y se dispuso a continuar con la búsqueda. Buscaba mariposas en la red, una mariposa diminuta perdida en la infinidad. Una mariposa con la capacidad de tejer sueños.
¿Podría tratarse de un virus? Eso era lo primero que le preguntaba todo aquel al que se aproximaba en las redes en busca de información. Ismael estaba familiarizado con ellos, por supuesto. Y con los estragos que habían provocado en los primeros compases de la revolución onírica. La peste del sueño había sido causada precisamente por uno de ellos, un virus fabricado por Armind Zola, un artesano enloquecido, que afectaba al cerebro de manera, en muchos casos, mortal. Desde entonces, la piratería onírica estaba perseguida; una cosa era intentar entretener con sueños y otra intentar modificar comportamientos o hacer daño al soñador. En primera instancia, Ismael había descartado que se tratara de eso, los programas maliciosos capaces de alterar la mente eran demasiado complejos para poder estar contenidos en un código tan escaso como el de la nube con forma de mariposa, ni siquiera con el espacio en blanco detectado por su padre. Además, ¿quién en su sano juicio iba a piratear de ese modo una simple nube?
Alguien desesperado, se contestó al instante. Alguien que no tiene nada que perder.
Entró en docenas de canales de chat, diversificó los apodos que usaba para registrarse en los que estaban dentro de las redes normales y usó su nombre de guerra, Samael, en los de la red ciega. Utilizó todos los buscadores a su alcance. Tecleó durante horas. Pero no había nada, ni una sola pista. Nada, le aseguraban, podía afectar a un sueño desde un programa tan mínimo como el que describía. La teoría más repetida, para su horror, era la de su padre: había sido su propia mente la que había elaborado aquella fantasía; según decían, descartado el virus, no había otra explicación posible. Pero él se negaba a creerlo. Los mensajes privados se multiplicaban en sus cuentas de correo y las pocas respuestas que conseguía no hacían más que llevarlo a nuevos callejones sin salida. Hasta tuvo que bloquear los mensajes de lo que parecía ser un viejo enfermo ansioso de programar un sueño erótico para él.
En un determinado momento estuvo, al mismo tiempo, en diecisiete canales de chat diferentes, tan superado por aquel desdoblamiento de identidad que le costaba trabajo mantenerse lúcido. En uno de esos canales se abrió, de pronto, una conversación privada. Antes de pasar a ella, revisó la temática del canal. Era un lugar donde se hablaba de anomalías producidas en sueños, un foro en el que se describían las anormalidades más curiosas que había producido la nube. Había sido uno de los pocos canales en los que Ismael había contado su sueño, sin entrar en demasiados detalles, por supuesto. Aunque fuera un canal de la red ciega no quería correr riesgos excesivos.
>SamSagaz: Disculpe mi intromisión, caballero. ¿Puedo importunarlo un momento?
Al instante se puso a la defensiva.
>Samael: Puedes. Aunque no tengo mucho tiempo para conversaciones privadas, estoy a punto de desconectarme.
>SamSagaz: ¿La muchacha de tus sueños era morena?
Ismael tragó saliva.
>Samael: Quizá. Pero si tenemos en cuenta que un buen porcentaje de mujeres lo son, no me parece algo a tener en cuenta.
>SamSagaz: ¿Había mariposas en tu sueño?
Ese era uno de los detalles que no había mencionado en el canal. Se incorporó en la cama.
>Samael: ¿Quién eres?
>SamSagaz: SamSagaz. Lo pone entre los dos puntos y el piquito de pato. ¿Tienes problemas de atención?
>Samael: ¿Cómo sabes lo de las mariposas?
>SamSagaz: ¿La chica te besó?
>Samael: ¿Y a ti qué te importa?
>SamSagaz: Te besó. Je.
>SamSagaz: Me gustaría presentarte a alguien. Creo que tenéis cosillas en común. Deja que compruebe si está en línea.
Ismael frunció el ceño. No sabía qué hacer. La expectación le podía, sí, pero también una sensación de creciente amenaza. ¿Estaba cometiendo un error? ¿Había contado más de lo que debía? Y tuvo todavía más dudas cuando una nueva pregunta apareció en la pantalla de su monitor:
>SamSagaz: ¿Le tocaste las tetas?