INTERLUDIO: ISAAC CALVERO

Isaac perdió la cuenta de las veces que le habían pedido identificarse en su ascenso por las vísceras retorcidas de la torre 17, la sede principal del Departamento de Seguridad en Ciudad Resurrección. Cuanto más se adentraba en el edificio, mayores y más absurdos eran los controles con los que se topaba. En el último de ellos, el que conducía al área donde lo habían citado, lo retuvieron durante más de diez minutos dentro de un tubo de cristal y lo obligaron a mantener los brazos alzados mientras los escáneres lo diseccionaban en monitores fuera de su vista. Él contemplaba el exterior con expresión casi inerte. Nada de lo que ocurría alrededor despertaba su interés. Se hallaba sumido en un estado de apatía extrema: no sentía nada. Lo curioso del caso era que había estado a punto de tener un ataque de pánico nada más salir de la relojería y verse entre la multitud que atestaba el mercado a aquellas horas.

«El mundo está lleno de gente que no es ella», se dijo mientras contemplaba el continuo desfilar de cuerpos y rostros. Se sintió lastrado por lo absurdo y rotundo de esa frase, herido de muerte por el vacío que la ausencia de Susan había dejado en el entramado de la realidad, un agujero del tamaño y medidas justos del cuerpo de su mujer muerta. «En sus sesenta kilos contenía toda mi vida, toda mi esperanza, todo lo que soy. Sin ti no importo».

«Tienes un hijo», le había dicho su mujer en sueños en más de una ocasión. «Todavía te queda Ismael», insistía, tenaz. Intentaba salvarlo de sí mismo aun después de muerta.

Pero ella no podía comprenderlo, no podía entender que mirar a Ismael era recordarla, sufrirla. El muchacho tenía sus mismos ojos oscuros, su misma terquedad. Ismael era más herencia de ella que de él, y tenerlo delante solo servía para escupirle al rostro su pérdida.

Una vez que pasó el último control, accedió a una encrucijada entre pasillos, despachos y laboratorios. En el centro de la misma estaba el teniente Salomon, y a su lado se encontraba un desconocido esquelético y retorcido que miraba el mundo como si el olor de este le desagradara en extremo. Habían pasado cinco años desde la última vez que había visto a Salomon y le sorprendió ver cuánto había envejecido en ese tiempo. Se preguntó qué pensaría Edgar de él. No tardó en averiguarlo. El policía se le acercó y extendió una mano inmensa al tiempo que decía:

—Tienes un aspecto horrible.

—Lo mismo digo.

—Me enteré de lo de tu mujer. Pensé en hacerte llegar mis condolencias, pero ya sabes cómo es esto. Nunca se tiene tiempo para nada.

—Es un constante no parar, lo sé. —Durante cinco años había trabajado para el Departamento de Seguridad en calidad de experto onírico. Casi se había visto forzado a hacerlo. Todavía, de cuando en cuando, recurrían a sus servicios como colaborador externo, y así conseguía que el departamento pasara por alto sus actividades ilícitas, siempre y cuando, estaba advertido, se mantuviera en un perfil bajo—. ¿Y Amanda? —le preguntó.

—Me abandonó a principios de año —contestó el otro con frialdad—. Se ha casado con los dos diseñadores de interior que decoraron nuestra casa y se ha quedado con la mitad de mi sueldo. Esa perra me ha destrozado la vida —dijo con el mismo tono de voz que alguien habría utilizado para describir una molestia mínima, insignificante—. Pero no tenemos tiempo de compartir tragedias. Hay cosas por hacer. Deja que te presente al teniente Carlo Mejía, un buen amigo y un mal compañero.

—He oído hablar de usted —comentó el aludido, y por la expresión de su rostro dio la impresión de que nada de lo que había oído era demasiado bueno—. Por lo que sé, estuvo muy implicado en la investigación de la epidemia del sueño. Me han contado que el país le debe mucho.

Se encogió de hombros. No había sido más que una simple cuestión de suerte. Él había sido uno de los muchos artesanos a los que, diez años atrás, el Gobierno había solicitado colaboración durante la crisis de la peste onírica. Isaac fue el primero en detectar trazas no humanas en los sueños con los que el asesino había contaminado la nube. Al parecer, había manipulado sueños de reptiles para infectar con ellos infinidad de archivos de la biblioteca del Departamento de Descanso y Bienestar, aunque por mucho que lo habían intentado no habían logrado identificar la especie animal de la que se había servido. Al cerebro humano le costaba lidiar con algo tan ajeno a su naturaleza y muchos de los que se descargaban los elementos contaminados morían o quedaban en estado vegetal. Aquellos sueños provocaban unas pesadillas terribles; de hecho, había quien afirmaba que no era ese elemento no humano lo que mataba a los soñadores, sino el puro miedo.

El hallazgo de Isaac fue el principio del fin de Armind Zola, un conocido artesano onírico que, de hecho, colaboraba de forma estrecha en la investigación. Zola era también la mayor autoridad conocida en sueños no humanos, el grueso de su investigación en los últimos años había versado sobre ese tema. En su estación de trabajo se descubrieron sueños descompilados de serpientes e iguanas, y entre ellos hallaron también archivos cuyo código coincidía punto por punto con muchos de los patrones usados para contaminar la nube. Antes de que pudieran detenerlo, Zola se metió el cañón de una pistola de pulsos en la boca y se voló la cabeza. En su nota de suicidio asumía su culpabilidad y añadía en un singular arrebato: «Siempre habitaré vuestros sueños».

A todos los que conocían lo sucedido les sorprendía el hecho de que Isaac diera tan poca importancia a su intervención en la captura del artesano loco. Él no lo veía como algo de lo que vanagloriarse, ¿cómo hacerlo cuando Zola se había llevado por delante a más de treinta mil personas? ¿Cómo hacerlo cuando la peste significó el fin de la era dorada de la revolución onírica? Tras la epidemia, nada fue igual. Al Gobierno no le quedó más remedio que legislar con severidad todo lo relacionado con los sueños y su manipulación.

—Solo cumplí con mi deber —dijo con desgana.

—Y de nuevo te toca hacerlo —gruñó Salomon—. Espero equivocarme, pero existe la posibilidad de que tengamos una nueva epidemia del sueño en marcha.

Por primera vez desde la muerte de Susan, algo ajeno a esa pérdida lo hizo temblar.

—Dime que estás bromeando —le rogó.

—Te lo diría, pero entonces estaría mintiendo —replicó el teniente—. Te hemos hecho venir porque, además de ser uno de los mejores artesanos del sueño, eres, de lejos, el más discreto. Y ahora mismo además de seso necesitamos discreción. Nada de esto debe salir de aquí. No queremos que cunda el pánico.

Carlo Mejía suspiró de forma melodramática; fue un verdadero resoplido de hastío.

—A pesar del alarmismo de mi compañero, tenemos razones para pensar que esto no es más que un caso aislado. Nuestros expertos creen que fue un sueño artesano en mal estado lo que lo mató, un sueño que por pura casualidad provoca síntomas similares a la peste onírica. Por favor, acompáñenos —le pidió, mientras indicaba un pasillo cercano—. Nos gustaría conocer su opinión.

—No es alarmismo, es pesimismo innato —rezongó su compañero—. Si algo puede salir mal, saldrá peor. Esa es mi filosofía. No me hace feliz, pero al menos me mantiene alerta.

—Deberías darte a la bebida, en serio —le recomendó Mejía—. Es lo que te falta para convertirte en un cliché.

—El alcohol me da acidez de estómago. Y las drogas me aburren.

—Prueba entonces a tocarte más —le aconsejó mientras hacía un gesto burdo con una mano—. Quizá eso te haga ver la vida desde otra perspectiva.

El habitáculo adonde lo guiaron no estaba lejos. Era una estancia ovalada de un color blanco tan brillante que dolía la vista al mirarlo, hasta las múltiples pantallas que se repartían a media altura por las paredes estaban sintonizadas en ese momento en una imagen en blanco. En el centro de la habitación, tendido en una camilla de plástico, estaba el cadáver de un hombre. Rodeaba el cuerpo un sinfín de artilugios de lo más variopinto. Isaac reconoció varias herramientas propias de su oficio. Había calibradores de sueño, discos de infiltración y recuperación de datos, repetidores de señal… La expresión de puro horror del cadáver movía al espanto, y no ayudaba nada el hecho de que hubieran levantado buena parte de su cráneo para dejar al descubierto el cerebro. Justo bajo la línea de trepanación se veía una diadema similar a las usadas por los artesanos oníricos en sus probaturas, solo que de ella emergían varios filamentos que se introducían directamente en el cerebro desnudo. En la estancia había una mujer, sentada en una silla blanca junto a la camilla, atenta a las lecturas que se vertían en un monitor de mano. Como no podía ser de otro modo, vestía por completo de blanco.

—Lo más probable es que el tipo tuviera un mal viaje en algún soñadero y luego intentaran deshacerse de su cadáver para evitarse problemas —dijo el teniente Mejía—. Lo tiraron a la basura. Cruel destino.

Isaac examinó el cuerpo con el ceño fruncido. No pudo evitar recordarse en el duro trance de identificar el cadáver de Susan tras el accidente. El recuerdo le atenazó el vientre. De haber podido, habría hundido las manos en su propio cerebro hasta dar con aquella imagen y arrancársela de la cabeza.

—¿Podríais taparlo, por favor? —pidió—. Os recuerdo que no soy forense ni médico. Solo soy un civil al que no le ha quedado más remedio que presentarse aquí en contra de su voluntad.

—Mis disculpas, pensé que querrías examinarlo —dijo Salomon. Se aproximó a la camilla y cubrió el cadáver. Isaac casi suspiró aliviado cuando la sábana blanca cubrió el cuerpo.

—¿Se ha arrancado la lengua? —quiso saber. La mayoría de las víctimas de la peste onírica se habían mutilado a sí mismas de esa forma en el momento de su muerte.

—Más de la mitad. De un solo mordisco —contestó el policía—. Encontramos el pedazo también en el contenedor; al menos tuvieron la decencia de tirarlos juntos. —Se rascó la barba de varios días mientras espiaba por encima del hombro a la mujer de blanco—. ¿Cómo va esa recuperación de datos, Teresa? —le preguntó—. ¿Hay progresos?

La aludida estaba tan concentrada en su tarea que tardó unos instantes en contestar, y cuando lo hizo ni siquiera los miró. Parecía absorta, ida:

—Ninguno. No he conseguido rescatar nada nuevo desde el rastreo en profundidad de esta mañana. Y no es de extrañar: el colapso destruyó más del setenta y cinco por ciento de los nanonitos de su cerebro y los supervivientes están tan dañados que es complicado acceder a su memoria. Hemos tenido suerte de conseguir rascar algo.

Aquel dato lo preocupó. Los sueños de Armind Zola nunca habían llegado a tal nivel de devastación, el porcentaje de nanobots cerebrales que eran destruidos al procesar sueños no compatibles rondaba siempre el veinte o el treinta por ciento, nunca habían sido tan extremos, tan demoledores.

—¿Puedo ver lo que habéis conseguido extraer? —preguntó Isaac. Los nanonitos tenían cierta capacidad de retención de datos, la suficiente para poder acceder, aunque fuera de forma limitada y, la mayor parte de las veces, confusa, al último sueño del sujeto.

—Por supuesto —concedió Salomon—. Aunque no hay mucho que ver y lo que hay no es agradable, te lo advierto. Teresa, vierte el sueño en pantalla, por favor.

La mujer tecleó en su monitor. Tenía uñas largas, de un intenso color negro. Al escribir, diminutos caracteres esmeralda las recorrían de izquierda a derecha.

—Proceso de descarga completo —anunció con desgana.

Casi al mismo tiempo, todos los monitores empotrados en las paredes cobraron vida. Pasaron del blanco al negro para, a continuación, mostrar todos una misma imagen fija: una habitación oscura, de ángulos quebrados, al fondo de la cual se intuía a una mujer con un bebé en brazos, sentada en una silla de patas retorcidas. La mujer, aunque estaba de frente, no mostraba la cara. O tenía el cuello girado en un ángulo imposible o llevaba el flequillo muy largo. No era el único detalle extraño en su anatomía: tenía el vientre hinchado y los pechos asimétricos, hasta parecían nacer en distintas alturas de su cuerpo; ni siquiera las articulaciones parecían correctas, daban la impresión de ser nudos practicados de manera zafia y aleatoria en mitad de las extremidades. El niño también movía al espanto: tenía los brazos extraordinariamente largos, las piernas demasiado cortas y la cabeza, ovalada, era calva por completo. Ambos eran horrendos. La pantalla parpadeó y mostró una nueva imagen de los dos; el ángulo y la distancia habían variado algo, como si el observador hubiera cambiado de posición entre una imagen y otra. Isaac tuvo la impresión de que tras el cabello de la mujer no había nada, ni rostro ni nuca, solo vacío. El niño tenía la boca, enorme, abierta de par en par en lo que o bien podía ser un grito o llanto. La lengua de aquella cosa era trífida.

—¿Hay alguna grabación en movimiento? —preguntó Isaac.

—Tres segundos bastante inquietantes —dijo Carlo—. Vienen ahora.

Las pantallas, tras otra imagen fija de la mujer y el niño en la silla, mostraron un escenario bien diferente: ella estaba en el suelo, tirada boca abajo sobre un gran charco de sangre. En primer plano se veía al bebé, descabezado ahora, que se arrastraba por el suelo a una velocidad vertiginosa. Lo más horrible no era que aquella criatura no tuviera cabeza, lo más horrible era el modo en que gateaba; no era un movimiento normal, había algo en él difícil de definir, su manera de desplazarse parecía estar más cerca de la forma de nadar de ciertos peces que de movimientos humanos; además, su cuerpo ondulaba, como si estuviera hecho de gelatina. La grabación se detuvo cuando aquella horrenda criatura hubo salvado la mitad de la distancia que lo separaba de la mujer caída y el soñador.

—Esto no me gusta nada —murmuró Isaac. Las imágenes comenzaron a repetirse en bucle en la pantalla. No podía dejar de mirarlas—. No me gusta nada —repitió—. La textura del sueño es extraña, pero lo que más me preocupa es el formato. Todo parece deformado, como si estuviéramos mirándolo a través de un prisma roto. Mirad a la mujer. Tiene una especie de halo sucio alrededor, una vibración redundante…

—¿Puede deberse a los nanonitos dañados? —preguntó Salomon.

—No. Las imágenes son tal como las soñó el sujeto. Eso es evidente. El sueño estaba enrarecido desde el principio.

—Hemos extraído todo el código onírico posible de los nanobots supervivientes —le explicó el teniente—. Es lo que queremos que estudies. Necesitamos que busques rastros no humanos en esos sueños. Y que, por favor, no los encuentres.

—¿Vuestros expertos han dado con algo? —quiso saber él.

—Están en ello —resopló Edgar Salomon—. Pero muchos son los mismos que no lograron encontrar las trazas de sueños que causaron la peste onírica, así que confiamos lo justo y necesario en sus capacidades. Necesitamos un punto de vista ajeno al departamento. Necesitamos que nos eches una mano y nos digas si tenemos razones para preocuparnos.

—Quiero echar un vistazo a esos códigos antes de pronunciarme —señaló Isaac—, pero por lo que estoy viendo tenéis motivos de sobra. Si disponéis de protocolos de emergencia para estos casos, yo los iría activando ya. Si eso llega a la red habrá una masacre.

—Pero ¿qué os pasa a vosotros dos? —quiso saber Mejía—. ¿Habéis estudiado en el mismo colegio de pesimistas? Eso no puede llegar a la nube. No puede, es así de sencillo. Después de la peste onírica, el Departamento de Descanso y Bienestar endureció las medidas de seguridad para impedir que una barbaridad semejante volviera a suceder. Lo que de verdad me preocupa es que haya una partida de sueños ilegales contaminada por ahí…

—Aun así no estaría de más dar la voz de alarma —dijo Isaac.

—¿Y desatar el pánico? No, me niego a colaborar en eso. Al menos hasta tener todos los datos. Esperemos al informe de Isaac antes de dar el siguiente paso, ¿de acuerdo?

—Recuerda mi filosofía, camarada —le aconsejó su compañero—: Si algo puede salir mal, saldrá peor de lo que esperas.

—Si ocurre lo peor, estaremos preparados, no lo dudéis, par de cenizos.

—Espero por nuestro bien que estés en lo cierto —dijo Isaac Calvero.

La peste del sueño había dejado tras de sí más de treinta mil muertos. Un número extraordinario, sí, pero había que tener en cuenta que en aquel entonces la nube era mucho más pequeña de lo que era ahora. La única ciudad conectada de forma plena era Ciudad Resurrección; aunque los nodos principales y los repetidores ya llevaban la nube a otros puntos del país, no había sido hasta hacía relativamente poco cuando la red onírica comenzó a dar señales de volverse verdaderamente global. En los diez años transcurridos desde la epidemia se había multiplicado por doscientos el número de soñadores que se conectaban a la nube, las principales ciudades europeas disponían de sus nodos de acceso y ya comenzaban a aparecer, de manera puntual, nodos en otros continentes. Un nuevo ataque a la nube podía dejar ahora una cifra de muertos astronómica.

Isaac estudió de nuevo las imágenes en pantalla. Mostraban otra vez a la mujer en su silla, con el niño deforme en brazos. Entornó los ojos y dio un paso al frente. Las sombras que rodeaban a ambos los hacían más irreales si cabía; formaban un halo oscuro e irregular, un tumor grumoso que podía muy bien pasar por la propia oscuridad de la habitación. Pero no era así, era como si estuviera consumiéndolos una llamarada negra. Cuando de nuevo le llegó el turno a la grabación del bebé en movimiento, Isaac dio un paso al frente. Casi daba la impresión de que tanto sobre el cuerpo caído de la mujer como de la horripilante criatura reptante se habían posado un sinfín de insectos, pequeñas criaturas de alas negras, transparentes, casi inexistentes.

Mariposas, quizá.