LA CASA LA PAGÁIS EN CARAMELOS

Anna insertó su código personal en la consola y cerró el ejercicio. Su tarea de hoy había sido larga y dura, o tal vez lo era solo porque le costaba concentrarse. El sueño del día anterior seguía muy presente, y por mucho que lo intentara no conseguía eliminarlo del todo de su pensamiento. La mayoría de los elementos encajaban a la perfección con sus sueños típicos: el examen, el pasillo por el que corría, el lago; otros eran poco habituales, como la aparición del monstruo bicéfalo, aunque ya había tenido varias experiencias oníricas en las que debía enfrentarse, de una manera u otra, a la sombra vigilante de su madre. Pero había un fragmento que no terminaba de cuadrar, que sobresalía como una pieza de rompecabezas redonda que intentara entrar a la fuerza en un agujero rectangular.

Seguía dándole vueltas a los diferentes aspectos del sueño mientras se acercaba a la cocina en busca de un refresco. Examinó con desgana las pilas ordenadas de latas de bebidas vitaminadas. A su madre no le gustaba comer, y animaba a Anna a que siguiera su ejemplo. Cordelia estaba orgullosa de su cuerpo delgado y fibroso, y parecía obsesionada por conseguir que el de Anna fuera igual. No se atrevía a llevarle la contraria, pero cuando se miraba en el espejo a veces deseaba tener un poco más de carne que cubriera sus huesos de hija modelo. En ocasiones, cuando estaba más enfadada con su madre que de costumbre, se escapaba al pequeño comercio gourmet del Nivel 37 y compraba galletas. Eran cuadradas, grandes, del tamaño de su mano, y muy saladas. En los estantes del establecimiento no podían encontrarse; tenía que pedirlas a la encargada, que las sacaba de un recipiente metálico que guardaba en la trastienda. Esta, una simpática cincuentona llamada Carla, se las había dado a probar un día en que hacía inventario y Anna se había encontrado varias cajas extrañas esparcidas por la tienda; Carla le había explicado que eran productos muy viejos, de la posguerra, que todavía podían adquirirse a través de distribuidores interurbanos y que a veces le pedían algunos clientes nostálgicos. El escaparate del comercio estaba lleno a rebosar de pasteles y tortas coloridas, repletas de cremas de todos los sabores, pero a Anna no le gustaba mucho el dulce. Las galletas saladas eran su debilidad, y con el paso del tiempo su afición se había vuelto cada vez más frecuente. A veces las combinaba con otras delicias que le ofrecía Carla, satisfecha de ver a alguien comer con tanto ahínco.

—La gente ya no come —solía decir la tendera—. Se alimenta, supongo, se nutre, pero no come. Ya no recuerda lo que es el placer de los sabores de verdad, de masticar y tragar. —Los muslos de Carla eran fuertes y abundantes, y Anna envidiaba en secreto su ancho trasero, que se movía, poderoso, entre los baldes y expositores. Le daba escalofríos pensar qué opinaría su madre de un trasero como aquel, en un mundo en el que, tras la hambruna de la guerra, estaba mal visto mostrarse bien alimentado, como si aparecer en público con aspecto opulento fuera un insulto a la memoria de los muertos.

Mientras añoraba las galletas antiguas, Anna tragó medio refresco y, en un acto de rebeldía y derroche, echó la otra mitad por el canal de líquidos. Tiró la lata al reciclador, que comenzó a emitir sonidos intestinales de aparato en funcionamiento. A Anna le gustaba pensar que el reciclador era un ser vivo al que de cuando en cuando alimentaba. Su madre, en el colmo del absurdo, ni siquiera le permitía tener plantas. Veronique tenía una, una azalea, y la regaba todos los días. Hasta le había puesto ella misma el abono. No era más que una mezcla sintética de nutrientes que pretendía parecerse a la tierra de verdad, pero en algún lugar Anna había leído que hacía mucho tiempo el abono se hacía con excrementos, y Veronique y ella se habían divertido jugando a que la tierra artificial que se deslizaba entre sus manos era boñiga de algún gran mamífero. Habían visto imágenes de vacas en sus consolas, y la idea del tamaño de las heces de ese animal les parecía graciosa. La información que habían encontrado señalaba que el estiércol despedía un olor potente y nauseabundo. En las viviendas actuales apenas olías tu propio desecho: tan pronto como salía de ti era absorbido, destruido, pulverizado por los baños más modernos y asépticos.

Entró de nuevo en su dormitorio y se acomodó una vez más en su mesa de trabajo. Tecleó una contraseña diferente en su consola y la finísima pantalla se iluminó. Abrió su programa habitual de chat. Veronique estaba conectada, pero no era la persona más indicada con la que compartir sus preocupaciones; Veronique estaba pasando por una fase en la que solo le interesaba hablar de chicos. Un día era un beso con Martin detrás de la puerta del vestuario de chicos de la escuela de natación; otro, magreo con Carlos en el auditorio; la semana anterior, visita al zoológico con Antony, con parada obligada en el foso de las ballenas para hacer manitas. Lo único peor que leer a Veronique con su obsesión por el sexo masculino era leer a Veronique cuando intentaba emparejarla con el idiota de turno (y pocas cosas había tan idiotas en el mundo, pensaba Anna, como los amigos de Veronique).

No era que nunca hubiese hecho nada con un chico. Estaba el imbécil de Marcos, que la había besado sin preguntar siquiera, cuando se habían quedado a solas en casa de Marianne; todavía recordaba la sensación de su lengua, mojada y torpe, y cómo se había introducido en su boca. Estaba Ricardo, que había intentado agarrarle un pecho, aquella vez en el auditorio mientras veían la última representación del Ballet Consorte; su mano, huesuda y grande, no había salido indemne. Y por supuesto estaba Joseph, aquel estudiante de intercambio tímido y callado con el que había quedado varias semanas para hacer juntos los ejercicios de matemáticas. Joseph era agradable, no demasiado estúpido, y realmente la ayudaba con los deberes. También le sacaba cinco años, y Anna lo veía como alguien de confianza, una figura respetable. A lo mejor por eso se había sentido traicionada cuando aquella noche, mientras hablaban en la puerta del aula vacía, él la había cogido de la mano y la había invitado a ir a su casa para tomar un par de copas de aguaviva. Anna rechazó la oferta, a pesar de que siempre había querido probar el aguaviva, una destilación de tubérculos que provenía de los días de guerra, una auténtica bebida de adultos. Hasta entonces Joseph le había parecido un chico simpático, pero en ocasiones se mostraba demasiado cercano, como cuando rozaba su pierna con la de ella al estudiar en la misma mesa; cuando sentía su mano, tranquila, quieta, apoyada sobre su pierna; o cuando la miraba de aquella forma mientras ella leía en su consola, mientras fingía que no era consciente de su atención, de su escrutinio penetrante.

Desde el punto de vista legal, Anna ya podía casarse, y desde el fin de la guerra no había mayor honor para una joven de buena familia que celebrar una boda adecuada para su estatus. Algunas de sus vecinas de torre ya estaban prometidas con jóvenes que, como ella, vivían en las esferas altas de la ciudad. Anna suspiró al recordar el día en que había averiguado qué intenciones tenía su madre para con ella.

Había sucedido dos años atrás, una tarde larga y aburrida. Anna sabía que Cordelia no regresaría hasta bien entrada la noche. Habían discutido (no recordaba por qué, tal vez por algo relacionado con su forma de vestir) y su humor era vindicativo. Cordelia había llamado para preguntarle si había dejado el decodificador en casa.

Perder un decodificador podía suponer la expulsión de un funcionario de rango alto, no en vano acumulaba los algoritmos que generaban nuevas claves compatibles con el sistema Galaxia del Gobierno. Todos los funcionarios trabajaban con ese sistema, hasta sus archivos personales se integraban en él, y cuanto mayor fuese la responsabilidad del trabajador, más complejo era su decodificador y más precioso para mantener su puesto. Cordelia siempre lo llevaba encima, pero había estado toda la mañana trabajando desde casa y se lo había dejado en el estante del cuarto de baño. Anna sabía que su madre se quitaba el decodificador, que tenía forma de delgada pulsera metálica, al ducharse, y aquel día, con las prisas, había salido de su domicilio sin él.

Tras asegurarle a su madre que el decodificador estaba sano y salvo, Anna había decidido utilizarlo para sus propios fines. La consola de Cordelia apenas tenía una contraseña local, la misma que usaba Anna para acceder al sistema central de su domicilio, y un pequeño sensor que analizaba los marcadores de ADN del usuario. No era lo bastante sofisticado como para diferenciar al usuario principal de un familiar muy cercano; y Anna había accedido sin problemas, gracias al decodificador, a la partición personal de su madre. Lo hizo con la intención de recuperar el ejecutable de un juego que Cordelia le había quitado, bajo el pretexto de eliminar distracciones que la alejaran de sus estudios. El escritorio de su madre estaba repleto de carpetas nombradas con largas secuencias alfanuméricas, algunas con iconos extraños que tenían todo el aspecto de runas mágicas.

En el escritorio también encontró una carpeta con su nombre. Dentro estaba el ejecutable que buscaba. Y algo más, algo que la desagradó: un listado de posibles maridos. Maridos. Para ella. Los nombres se sucedían junto a cifras y porcentajes que señalaban a todos sus posibles amantes como excelentes uniones genéticas con su propio ADN. Anna tenía un sistema inmunológico muy superior a la media, siempre lo había sabido. En las clases altas había surgido desde hacía unos años una nueva obsesión: obtener humanos perfectos. Así, la unión matrimonial entre aquellos que gozaban de una genética privilegiada ofrecía una promesa de generaciones futuras más capaces y, por supuesto, más ricas y mejor situadas. Los cruces entre poderosos pretendían, asimismo, perpetuar a la clase alta en todos los sentidos: tanto en el genético como en el social. Anna siempre había temido lo que esto podría acarrearle: temía verse obligada a una unión no deseada o, peor aún, repugnante, en aras del futuro de la humanidad y del beneplácito de su progenitora.

Alejó aquellos recuerdos tan molestos de su mente y se concentró en la ventana de chat que había abierto frente a ella. Se alegró al ver que Sammy estaba conectado. Sammy era el único chico que conocía Anna al que se sentía vinculada, el único en quien confiaba, y en los últimos años se había convertido en su mejor amigo. Era avispado, ingenioso y, sobre todo, de una lealtad inquebrantable. Ella decidió que necesitaba hablar con alguien, y ese alguien sería Sammy.

>SamSagaz: Buenas noches, niña pija.

El mensaje apareció al poco de abrirse el programa. No había hecho falta siquiera iniciar la conversación. Anna respondió deprisa, sus letras de color violeta contrastaban con las palabras en negro de su interlocutor.

>Anna: ¿Niña pija? Habló el que vive en el Nivel 60 con tres aeromóviles y un panda gigante.

>SamSagaz: Lo del panda se lo inventó la prensa, y dos de los tres aeromóviles son de la empresa.

>Anna: Y la casa la pagáis en caramelos, ¿verdad?

>SamSagaz: Claro, ya te he dicho que somos gente humilde.

No era del todo falso. La familia de Sammy provenía de los suburbios de Ciudad Resurrección, donde se habían dedicado a la venta de chatarra. Un día, el padre de Sammy había registrado la patente de un nuevo tipo de cuchillas, capaces de atravesar el metal más resistente como si fuera mantequilla, y la situación económica de la familia había cambiado de manera drástica. La empresa que le había comprado las cuchillas a su padre le otorgó un importante puesto ejecutivo, y había demostrado, de manera rápida e indiscutible, su tremendo valor como creador y como hombre de negocios, lo que le había valido un ascenso a ritmo vertiginoso en la escala empresarial y social. Después de todo, sobrevivir en los suburbios ya implicaba estar hecho de un material distinto, más resistente. Sammy era, como decía Cordelia entre dientes, con el gesto torcido, un nuevo rico. Lejos de avergonzarse de ello, Sammy lo utilizaba como arma arrojadiza.

Durante unos momentos, Anna dudó. Necesitaba contárselo a alguien. El sueño había sido demasiado extraño, anormal. Decidió relatarlo al completo, sin omitir el detalle que más le preocupaba. La respuesta de Sammy no fue la que esperaba:

>SamSagaz: ¿Y eso es todo?

>Anna: ¿A qué te refieres?

>SamSagaz: Quiero decir si aparte del beso no hubo nada más, no sé, ¿no te tocó las tetas ni nada así?

>Anna: Genial, Sammy, me estás siendo de mucha ayuda.

>SamSagaz: No, no te enfades, es que no le veo la complicación al asunto. Has tenido un sueño un tanto raro, con un beso por medio, pero no veo dónde está el problema. Ya sabes cómo son estas cosas, los sueños responden a la necesidad que tengamos en cada momento, reflejan temas atrapados en nuestro subconsciente.

>SamSagaz: Oh.

>Anna: Exacto. Oh.

>SamSagaz: ¿Crees que tu subconsciente te está diciendo algo?

>Anna: No lo tengo muy claro. Es que nunca había soñado nada así. Quiero decir que sí que he tenido sueños con besos, incluso mucho más que un beso, pero siempre ha sido con chicos. ¿Tú alguna vez has soñado algo así con alguien de tu mismo sexo?

>SamSagaz: Una vez soñé que mi primo Gerard y yo nos tocábamos en… bueno, en nuestras partes, pero es que eso pasó de verdad. Creo que el sueño intentaba que me enfrentase a ello.

>Anna: ¿Y lo consiguió?

>SamSagaz: Sí. Me hizo ver que era una chorrada de críos que no significaba nada. Pero para ti sí debe de haber significado mucho, o no estarías contándomelo. Aunque no me has dicho lo más importante. ¿Qué sentiste tú con el beso? Quiero decir, ¿te gustó, te asqueó, te dio igual? Ya sabes que los sueños son puro símbolo, y que las piezas más importantes están ahí por una razón. Antes de la guerra eran naturales, todo caos, pero ahora, con lo regulados que están… No creo que nada de lo que salga en ellos sea casual.

>Anna: ¡Es por eso por lo que me preocupo! Debería sentirme asqueada, ¿no?

>SamSagaz: Bueno, no debes sentirte de ninguna manera, tampoco le des muchas vueltas. ¿Te gustó o no te gustó?

En un único, rápido movimiento, Anna deslizó su mano sobre el teclado proyectado y este perdió luminosidad hasta apagarse por completo. La pantalla se oscureció.

Por la tarde tenía natación, pero a mitad de clase comenzó a sentirse mal. Estaba mareada y con náuseas, y pidió permiso al instructor para marcharse a casa. Era la primera vez que dejaba una sesión a medias, por lo que su profesor la acosó con una retahíla de preguntas acerca de su salud. Anna pensaba que no conseguiría superar el interrogatorio, conforme las ganas de vomitar le subían desde el estómago, pero finalmente llegó el momento de salir por la puerta de la escuela de natación. Mientras esperaba el tren empezó a sentirse mejor, pero se negaba a volver a la inmensa sala de color gris y potente olor a cloro que dejaba atrás. Quería estar sola. Tenía la absurda sospecha de que todos y cada uno de los seres humanos con los que se cruzaba podían leer en su rostro la razón de sus preocupaciones. De nuevo, Anna recordó el sueño, si bien ya parecía menos detallado y nítido que hacía unas horas. Era una lástima que los sueños habituales, una vez experimentados, se perdieran: le habría gustado volver a tenerlo. Debido a la intervención y creatividad del subconsciente, sabía que de poder repetirse el sueño no sería el mismo, si bien mantendría algunos componentes cruciales; estaba segura de que el beso reaparecería, al igual que el monstruo y el examen, pero todo lo demás podría ser diferente.

El vagón iba casi vacío. Con la cabeza apoyada en la ventana, veía pasar los lustrosos conjuntos residenciales, los comercios de brillantes escaparates y los translúcidos portales de las salas de ocio, que resplandecían a lo largo de las torres por las que Anna avanzaba, reflejando con su cromo y cristal impoluto el sol de media tarde. Anna sabía que aquello era un simple espejismo; si mirase hacia abajo, a través del vidrio del tubo de transporte, vería los niveles inferiores, con sus apartamentos modestos y campamentos cubiertos por toldos de colores, los cilindros sucios de los metros obreros, los puestos de venta de componentes y las bandadas de personas, pequeñas como insectos vestidos en tonos apagados, que corrían de un edificio a otro, asfixiadas entre la multitud. La ciudad entera se estructuraba en niveles que pretendían desahogar la necesidad de alojar a una cantidad cada vez mayor de personas, pero que realmente se traducían en una realidad sencilla: cuanto más arriba estabas, más dinero y poder tenías. El despacho de su madre, que gozaba de un puesto importante en el Departamento de Recuperación del Espacio, se balanceaba en los cielos, en la cúspide de uno de los edificios más altos del sector.

Cuando llegó a casa estaba tan distraída que tuvo que marcar dos veces el código de acceso. La iluminación amarilla de la pantalla indicaba que su madre estaba en el recinto. La puerta se cerró sin hacer ruido tras ella, y Anna se acercó con cuidado por el pasillo; su madre parecía hablar con alguien y no quería molestarla. Cuando iba a entrar en su habitación se dio cuenta de que se trataba de una conversación telefónica. Anna no era de naturaleza curiosa, pero algo hizo que se detuviera y escuchara. Identificaba de inmediato con quién hablaba su progenitora por la voz que empleaba: si era dulce y respetuosa, se trataba de un superior; si era rasposa, impaciente y autoritaria, se trataba de un empleado. En esta ocasión se trataba con toda claridad de lo segundo.

—¡Excusas, lo que me estás dando son excusas! —Quedaba claro que no estaba satisfecha con la labor del esclavo de turno—. Creo que dejé muy claros los parámetros, ¡esto es inadmisible!

Anna sonrió. A saber qué metedura de pata habría llevado al pobre oficinista a sufrir la ira de mamá Travaglini. Conociendo el comportamiento compulsivo-obsesivo de su madre, a lo mejor habían recuperado un centímetro cuadrado de suelo menos que el presupuestado, o plantado un abeto donde debía ir un roble.

—… porque creéis que podéis hacer lo que os dé la gana y aquí nadie se va a enterar. ¡Artistas, os creéis todos unos artistas! ¡Unos artistas revolucionarios y bohemios a los que les excita la idea de meterle una escena… una escena… —parecía atragantársele la frase— una escena lésbica a una niña de quince años! —La palabra «lésbica» parecía salir escupida de su boca, mientras Anna sentía como se le formaba un extraño nudo en el fondo del estómago, como si este se revolviera sobre sí mismo—. Creo recordar que os pedí, no, os ordené, que os atuvierais a los elementos de la lista. Era muy fácil, una lista muy sencilla y clara, ¡y no recuerdo haber incluido en ella besos con mujeres!

Anna dio media vuelta y se dirigió, de puntillas, a su cuarto, pero aún oía la voz, casi en grito, tras ella.

—Y que tenga que enterarme a través de su historial de chat… si no llego a estar pendiente de sus conversaciones con ese… ese millonario de pacotilla… ¡nunca lo habría sabido!

Cerró la puerta de su dormitorio e intentó tomar aire. «Las lee —pensó—; todas mis conversaciones las lee». Se sentó, despacio, sobre la cama, y aplastó contra su pecho uno de los cojines que la adornaban. «Y todos estos años, todos estos sueños, ha estado controlándolo todo. Lo ha estado… ¿decidiendo? ¿Diseñando?». El nudo se hacía cada vez más grande y notaba cómo le costaba cada vez más tomar aire.

¿Qué había estado perdiéndose? ¿Cuántos sueños había manipulado su madre, o cualquiera de sus esbirros, cuántas cosas se habían colocado a propósito para dirigirla, para convertirla en la hija perfecta? ¿Podría haber tenido más besos con la chica morena? ¿Hasta qué punto pensaba su madre que era lógico controlar su vida, desde cuándo leía el historial de su chat y cómo tenía acceso a él? Una tremenda rabia comenzó a sofocarla. Se tumbó, furiosa, sobre el lecho y grandes lagrimones comenzaron a caerle por las mejillas. «Te odio, mamá», se dijo, mientras hundía el rostro en el cojín.